"La caída de Frenchy Steiner" (The Fall of Frenchy Steiner) es un relato escrito por Hilary Bailey y que fue publicado por primera vez en la revista New Worlds SF número 143 (julio-agosto de 1964). Este cuento es una ucronía, es decir, una recreación de cómo sería nuestro mundo si hubiera existido algún cambio significativo en la Historia. Además, pertenece a un subgénero de ucronía que ya se ha establecido definitivamente en la ficción: "Hitler Wins". Es decir, se busca responder cómo sería el mundo si Adolfo Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial.
Nuestro relato empieza en 1954 en una Inglaterra ocupada por el ejército nazi. Hitler ha ganado ya que años antes decidió no invadir Rusia lo cual cambió el rumbo de la guerra a su favor.
LA CAÍDA DE FRENCHY STEINER
(The Fall of Frenchy Steiner)
Hilary Bailey
1954 no fue un año de progresos. Una semana
antes de Navidad entré en el bar de La Alegre Inglaterra en Leicester Square,
con mi guitarra en su estuche y mi sombrero en la mano. Había dos policías
sentados en taburetes de madera en el mostrador. Sus cascos se volvieron a la
vez cuando entré. El lugar estaba escasamente iluminado con velas, lo que
ocultaba el decrépito aspecto, pero no el decrépito olor a guisos caseros y
humedad.
—¿Quién es ése? —preguntó uno de los policías
cuando pasé por su lado.
—Trabajo aquí —dije. Un viejo y cansado diálogo
para una gente vieja y cansada.
Gruñó y dio un sorbo a su bebida. No miré al
camarero. No miré a los polis. Simplemente fui a la habitación de detrás de la
barra y me quité el abrigo. En el lavabo, abrí los grifos. No ocurrió nada.
Saqué mi guitarra de su estuche, la probé, la afiné, y regresé al bar con ella.
—Vuelve a no haber agua —dijo Jon, el camarero.
Era un hombrecillo insignificante vestido de negro, con un rostro delgado y muy
blanco—. Nada funciona hoy en día…
—Bueno, todavía seguimos teniendo unas
eficientes fuerzas de policía —dije. Los polis se volvieron para mirarme de
nuevo. No me importó. Tenía la sensación de que podía permitirme un poco de
relajación. Uno de ellos mordisqueó la cinta de su casco y frunció el ceño. El
otro sonrió.
—¿Así que trabaja aquí, señor? ¿Cuánto le paga
el jefe? —Siguió sonriendo, hablando suave y educadamente. Bufé.
—¿Él? —señalé con el pulgar hacia donde vivía
el jefe—. Nunca haría algo así, ni siquiera aunque fuese legal. —Entonces
empecé a preocuparme. Soy así…, cambio repentinamente de humor—. Por cierto,
¿qué está haciendo usted aquí, agente?
—Efectuando una investigación, señor —dijo el
del ceño fruncido.
—Acerca de un cliente —añadió Jon. Se reclinó
hacia atrás contra una estantería vacía, con los brazos cruzados.
—Exacto —dijo el sonriente.
—¿Quién?
Los ojos de los polis fueron de un lado para
otro.
—Frenchy —dijo Jon.
—Así que Frenchy se ha metido en problemas. No
puede ser algo que ella haya hecho. ¿Alguien a quien ella conoce?
Los polis volvieron sus miradas a la barra. El
del ceño fruncido dijo:
—Dos más. ¿La conoce?
—Tanto como yo —dijo Jon, sirviendo la ronda de
whisky irlandés destilado ilegalmente. El turbio y blanquecino licor llenó los
vasos hasta el borde. Jon tenía que estar preocupado para servir una ración tan
generosa a cambio de nada.
Subí a la plataforma desde la que canto y
aparté el micro, que sabía que estaría tan muerto como lo había estado desde
mediada la guerra. Apoyé mi guitarra contra la parte más seca de la pared y
encendí una cerilla. Prendí las dos velas en sus candelabros sujetos a la
pared. No llenaron exactamente el rincón con un resplandor de luz, sino que
humearon y gotearon y hedieron y arrojaron sombras. Me pregunté brevemente
quién habría proporcionado el sebo. Tampoco eran muy buenas calentando. Casi
hacía tanto frío allí dentro como fuera. Quité el polvo de mi taburete y me
senté, cogí la guitarra y probé unos cuantos acordes. Apenas me di cuenta de
que estaba tocando «Frenchy’s Blues». Era uno de esos números trillados que
acuden fácilmente a tus dedos sin que tengas que pensar en ellos.
Frenchy no era francesa, era teutona, y, ¿a
quién le gustan los teutones? Pero a mí me gustaba Frenchy, como a todos los
clientes que acudían a oírla cantar con mi acompañamiento. Frenchy no trabajaba
en La Alegre Inglaterra, simplemente le gustaba cantar. No tenía bastantes
amigos o no le duraban lo suficiente, así que prefería cantar, decía.
«Frenchy’s Blues» atraía sólo a los miembros
menos sensibles de nuestra cordial clientela. No me importaba. Había intentado
hacer algo bueno para ella, pero, como con la mayor parte de las cosas que
intentaba hacer bien, no había resultado. Cambié de melodía. Estaba
acostumbrado a cambiar de melodía. Toqué «Summertime», y luego «Stormy
Weather».
Los polis sorbían sus bebidas y aguardaban. Jon
estaba reclinado contra la estantería, con su delgado cuerpo vestido de negro
casi invisible en las sombras, y sólo se veía su rostro. No nos miramos. Ambos
estábamos asustados…, no sólo por Frenchy, sino por nosotros mismos. Los polis
tenían la costumbre de citar a declarar a los testigos y luego olvidarse de
soltarlos después del juicio…, particularmente si eran hombres ricos que no
trabajaban para la industria o las fuerzas de la policía. Aunque al menos yo no
debía preocuparme demasiado por esa posibilidad, estaba preocupado.
Durante la tarde había oído el sordo sonido de
lejanos bombardeos, el zumbido de aviones. Eso debía ser la Luftwaffe inglesa
efectuando ejercicios sobre los suburbios aún habitados.
Los clientes entraban y la mayor parte de ellos
se iban tras una copa y una mirada de reojo a los agentes.
Normalmente Frenchy llegaba entre las ocho y
las nueve, cuando venía. Esta vez no vino. Cuando cerramos, hacia la
medianoche, los polis abandonaron sus taburetes. Uno de ellos desabrochó el
bolsillo de su chaqueta y extrajo un bloc de notas y un lápiz. Escribió algo en
el bloc, arrancó la hoja y la depositó sobre el mostrador.
—Si aparece, pónganse en contacto con nosotros
—dijo—. Feliz Navidad, señor —se dirigió a mí con una inclinación de cabeza. Se
fueron.
Miré el pedazo de papel. Era papel barato,
reciclado, y una esquina estaba ya empapándose con el whisky derramado sobre el
mostrador. En grandes letras mayúsculas, el poli había escrito: «CONTACTE CON
EL DET. INSP. BRAUN, N. SCOT. YD., TEL. WHI1212, EXT. 615».
—¿Braun? —Sonreí y alcé la vista hacia Jon—. ¿Brown?
—¿Y qué importa un nombre? —dijo él.
—Como mínimo es del Departamento de
Investigación Criminal. ¿Qué piensas de eso, Jon?
—Nunca se sabe en estos días —dijo Jon—. Buenas
loches, Lowry.
—Buenas noches. —Fui a la habitación detrás de
la jarra, guardé mi guitarra en su estuche y me puse el abrigo. Jon entró para
ponerse su ropa de calle.
—¿Para qué la querrán? —pregunté—. No es por
nada político, de todos modos. Parece que la Sección Especial no está
interesada. ¿Qué…?
—¿Y quién sabe? —murmuró Jon bruscamente—.
Buenas noches…
—Buenas noches —repetí. Me abroché el abrigo,
me puse los guantes y tomé el estuche de la guitarra. No esperé a Jon, puesto
que evidentemente él no deseaba la compañía y el consuelo de un viejo amigo.
Los polis parecían haberle preocupado. Me pregunté qué estaría organizando por
su lado. Decidí ser menos amistoso con él en el futuro. Desde hacía algún tiempo
mi lema había sido simple…, mantén siempre limpia tu nariz.
Abandoné el bar y entré en la oscuridad de la
plaza. Estaba vacía. Las barandillas de hierro y los árboles habían
desaparecido durante la guerra. Incluso los urinarios públicos estaban oficialmente
cerrados, aunque a veces la gente dormía en ellos. Los altos edificios eran
masas oscuras contra el cielo nocturno. Giré a la derecha y me dirigí hacia
Piccadilly Circus, más allá de los amontonamientos que se alzaban en torno de
los cráteres de las bombas, pisando los sueltos adoquines que temblaban bajo
mis pies. Piccadilly Circus se hallaba tan desnuda y vacía como cualquier otro
lugar. Los escalones estaban aún en el centro, pero la estatua de Eros ya no.
Eros había huido de Londres hacia el final de la guerra. Deseé haber tenido el
mismo sentido común.
Crucé la plaza y bajé por Piccadilly, con el
terreno yermo del St. James Park a un lado, los altos edificios, o los terrenos
donde habían estado, por el otro. Caminé por el centro de la calle, como era la
costumbre. El ocasional coche era un riesgo menor que los frecuentes
asaltantes. Mi casa estaba en Piccadilly, justo antes de llegar a Park Lañe.
Oí un helicóptero volar por encima de mí cuando
llegué al edificio y abrí la puerta. La cerré a mis espaldas, y me detuve en un
amplio y frío vestíbulo, a oscuras y en silencio. Fuera, el sonido del
helicóptero se extinguió y fue reemplazado por el rugir de al menos una docena
de motos que se dirigían más o menos hacia el Palacio de Buckingham, donde tenía
su corte el mariscal de campo Wilmot. Wilmot no era el hombre más popular de
Gran Bretaña, pero su eficiencia era muy admirada en algunos sectores. Crucé el
vestíbulo hacia la amplia escalera. Era de mármol, pero sin alfombrar. La
barandilla se agitó bajo mi mano cuando subí los peldaños.
Un hombre se cruzó conmigo en mi camino hacia
arriba. Era viejo, llevaba una bata roja y sujetaba un orinal, tan alejado de
él como se lo permitía su temblorosa mano.
—Buenos días, señor Pevensey —dije.
—Buenos días, señor Lowry —respondió, azarado.
Tosió, comenzó a decir algo, tosió de nuevo. Cuando empecé a subir el tercer
tramo de escaleras, le oí murmurar algo acerca de que el agua había sido
cortada de nuevo. El agua estaba cortada la mayor parte del tiempo. Era noticia
solamente cuando había. Disponíamos de gas tres veces al día durante media
hora…, si teníamos suerte. Se suponía que la electricidad debería funcionar
todo el día si la gente la racionara como se sugería, pero nadie lo hacía, así
que los apagones eran frecuentes.
Yo tenía una estufa de petróleo, pero no
petróleo. El petróleo era caro y podía conseguirse solamente en el mercado
negro. Utilizar el mercado negro significaba arriesgarse a ser fusilado, así
que me las arreglaba sin petróleo. Tenía un rincón que utilizaba también como
cocina. Había un baño al final del pasillo. Una de las habitaciones que usaba
tenía un balcón que dominaba la calle, con una hermosa vista del parque lleno
de hierbajos. No pagaba alquiler por esas habitaciones. Lo pagaba mi hermano,
pues tenía la impresión de que yo no disponía de dinero. La vagancia era un
crimen serio, aunque abundante, y mi hermano no quería que me arrestaran porque
le causaría problemas tener que sacarme de la cárcel o de uno de los campos de
tránsito en Hyde Park.
Abrí mi puerta y probé el interruptor, sin
suerte. Encendí una cerilla y prendí cuatro velas clavadas en un candelabro
sobre la pesada repisa de la chimenea. Me miré en el espejo, y no me gustó el
rostro de ojos apagados que vi allí. Era un imprudente. No podría comprar mi
próxima provisión de velas hasta dentro de un mes, pero siempre había vivido
peligrosamente. En un cierto y limitado sentido.
Me puse mi raído sobretodo de tweed, Burberry’s
1938, me tendí en la sucia cama y coloqué las manos detrás de la cabeza.
Medité.
No estaba cansado, pero no me sentía muy bien.
¿Cómo podía, con mis raciones?
Volví a pensar en el problema de Frenchy. Era mejor
que pensar en los problemas en general. Debía hallarse implicada en algo,
aunque nunca había parecido que tuviera la energía suficiente como para sacarse
su sombrero de ala blanda, y mucho menos mezclarse en algo ilegal. Sin embargo,
desde que los teutones se habían hecho cargo de las cosas en 1946, no era
difícil hacer algo ilegal. Como solíamos decir, si no estaba prohibido, era
obligatorio. Incluso los descarriados y vagabundos como yo nos extraviábamos
bajo licencia…, en mi caso proporcionada por mi hermano Gottfried, ex-Godfrey,
en ese momento ministro delegado de Seguridad Pública. Cómo lo había conseguido
era algo que me desconcertaba, teniendo en cuenta nuestros antecedentes. Porque
obviamente las primeras personas de las que se habían desembarazado los
teutones cuando llegaron para liberarnos fueron los elementos revolucionarios.
Y en Inglaterra, por supuesto, eso no significaba la zarrapastrosa y hambrienta
multitud alzándose furiosa tras siglos de opresión. Fue la brigada acomodada,
honrada, observadora de la ley y de los servicios religiosos, la que salió de
sus calientes casas para agitar las cosas.
De todos modos, pensar en Godfrey siempre me
ponía la carne de gallina, así que devolví mi pensamiento a Frenchy. Era una
muchacha alta, delgada, de veintitantos años, siempre con un sucio impermeable
blanco y un informe sombrero de ala blanda con el aroma de los filmes de
gángsteres de Cagney en él. Nunca supe lo que había debajo del impermeable…,
jamás se lo quitaba. Una o dos veces se volvió loca y se lo desabrochó. Tuve la
impresión de que debajo llevaba un sucio impermeable blanco. Sin calcetines,
las piernas manchadas de barro, los zapatos gastados hasta el talón, no
exactamente Ginger Rogers en la ciudad con Fred Astaire. Sin embargo, a los clientes
les gustaba su manera de cantar, en particular su impasible interpretación de
«Deutschland über Alles»: lenta, ronca y significativa, con su blanco rostro
mirando por encima de la gente congregada en el bar. Teutona de nacionalidad,
pero no por naturaleza, eso era Frenchy.
Bostecé. No había mucho que hacer, excepto
dormir y probar ese juego erótico en el que hundía mi tenedor en un plato de
pudin de carne y riñones. O quizá, si no podía dormir, intentar un paseo en
torno del cráter donde se había alzado St. Paul…, mi forma favorita de
convertir mi depresión habitual en un realmente fructífero ataque de
melancolía.
Entonces llamaron a la puerta.
Me puse rígido.
A altas horas de la noche normalmente sólo
llamaban los polis. Vi en un destello mi rostro cubierto de sangre y hematomas.
Luego se repitió la llamada. Me relajé. Los polis nunca llaman dos veces…, sólo
una llamada formal, y luego caen sobre ti.
La puerta se abrió y entró Frenchy. Cerró la
puerta a sus espaldas.
Al momento siguiente yo estaba fuera de la
cama.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, Frenchy. Es inútil.
No se movió. Me miró con sus ojos azul oscuro.
Las sombras bajo ellos daban la impresión de que alguien había apoyado allí
unos dedos entintados.
—Mira, Frenchy —dije—. Te he dicho que no
puedes hacer nada. —Hubiera debido marcharse antes. Ése era el código. Si
alguien buscado por los polis pedía ayuda, uno tenía derecho a decirle que se
fuera. Nadie pensaría mal de uno por ello. Si uno tenía que ganarse la vida
trabajando, era de esperar.
Siguió de pie allí. La sujeté por los hombros,
le hice dar la vuelta, abrí la puerta de golpe con una mano y la empujé al
descansillo.
Se volvió y me miró.
—Sólo vine a pedirte un cigarrillo —dijo con
voz triste, como un niño acusado injustamente de haber pintado monigotes en el
papel de la pared.
El código decía también que debía de
advertirla, así que volví a meterla en mi habitación.
Se sentó en mi revuelta cama a la luz de la
goteante vela, con sus hermosas piernas manchadas de lodo colgando por el lado.
Le di un cigarrillo y se lo encendí.
—Había dos polis en La Alegre preguntando por
ti —dije—. ¡Del DIC!
—Oh —dijo, inexpresiva—. Me pregunto por qué.
No he hecho nada.
—Traficar con cupones, intentar comprar cosas
con dinero, abandonar Londres sin un pase… —sugerí. Oh, cómo deseaba conseguir
que se fuera de allí.
—No. No he hecho nada. De todos modos, ellos
han de saber que tengo un pasaporte en regla.
La miré con la boca abierta. Sabía que era
teutona, pero ¿por qué debería tener un pasaporte en regla? Tener uno de ellos
era como ser invisible…, la gente ignoraba lo que uno hacía. Uno podía coger lo
que quisiera de quien quisiera. Podía, si le apetecía, echar a una vieja dama
agonizante de una ambulancia para dar un paseo con ella, coger la comida que
quisiera de donde quisiera…, cualquier cosa. Un hombre sensato que viera a un
poseedor de un pasaporte en regla acercarse a él daba media vuelta y corría en
dirección contraria como si le persiguieran todos los diablos. Podía pegarle a
uno un tiro y nunca se le pedirían responsabilidades por ello. Pero cómo
Frenchy había conseguido uno era algo que se me escapaba.
—No estás en el gobierno —dije—. ¿Cómo es que
tienes un P-en-R?
—Mi padre es Will Steiner.
Contemplé su horrible sombrero, su desgreñado
pelo rubio, su sucio impermeable y sus raídos zapatos. Mi boca se tensó.
—¿Lo dices en serio?
—Mi padre es el alcalde de Berlín —respondió
llanamente—. Somos ocho, y nuestra madre murió, así que nadie se preocupa de
nosotros. Pero, por supuesto, todos tenemos pasaportes en regla.
—Bueno, entonces, ¿qué demonios haces
pateándote Londres medio muerta de hambre?
—No lo sé.
—Déjame echarle un vistazo —dije, suspicaz.
Abrió su impermeable y rebuscó en lo que fuera
que llevaba debajo. Extrajo el pasaporte. Sabía el aspecto que tenían porque mi
hermano Godfrey era el orgulloso poseedor de uno. Eran inolvidables. Frenchy
tenía uno.
Me senté en el suelo, sintiéndome expansivo. Si
Frenchy tenía un P-en-R, yo estaba más seguro con ella de lo que nunca pudiera
estar. Un P-en-R reflejaba su cálida luz sobre cualquier persona que estuviera
cerca de él. Rebusqué debajo del colchón y extraje un paquete de Woodies que
tenía guardado allí. Quedaban dos.
Frenchy sonrió, aceptó el cigarrillo.
—Tendría que mostrarlo más a menudo —dijo.
Fumamos en silencio. La ración era de diez al
mes. Como ya he dicho, el castigo por comprar en el mercado negro, suponiendo
que tuvieras el dinero para ello, era el fusilamiento. Para el vendedor era
algo peor. Nadie sabía qué, pero colgaban sus cadáveres de tanto en tanto, de
modo que podías hacerte alguna idea del resultado final.
—Acerca de este asunto de la policía —dije.
—No te importará que me quede aquí esta noche,
¿verdad? —dijo—. Estoy molida.
—No me importa —respondí—. ¿Quieres meterte en
la cama? Podemos hablar en ella.
Se quitó el impermeable, se sacudió los zapatos
de los pies y se metió en la cama.
Yo me quité los pantalones, los zapatos y los
calcetines, me bajé la camiseta y soplé las velas. Me metí también en la cama.
No había nada más que hacer que eso. En estos días, o uno lo hacía o no lo
hacía. La mayor parte de las veces no lo hacía. Con las largas horas, las
cortas raciones, y la lucha generalizada por mantenerse medio limpio y
ligeramente bajo par, poca gente tenía voluntad para el sexo. Además, el sexo
significaba hijos, y los hijos morían en su mayor parte, y eso le quitaba toda
la alegría al asunto. Y yo también tenía la idea de que nosotros, los ingleses,
no procreamos en cautividad. Los galeses e irlandeses sí, pero ellos llevan
haciéndolo desde hace centenares de años. Los de los Highlands tampoco
producían descendencia. El incremento de la población era algo acerca de lo que
se preocupaba gente como Godfrey en los extraños momentos en los que no estaban
eliminándola, pero el declive del índice de natalidad es algo sobre lo que uno
no puede legislar. Con el trabajo de esclavo en las fábricas, los polis tras
cada esquina, los alegres chicos de la Wehrmacht británica en todas las calles,
y el recibir la paga en comida y cupones para ropa, de modo que no se podía
hacer nada drástico con dinero, como comprarse una navaja y rebanarse el
pescuezo, no se podía culpar a la gente de que perdiera interés en propagarse.
Había habido un movimiento de resistencia hasta hacía tres o cuatro años, pero
habían cometido un error y empleado los métodos clásicos: volar puentes, las
pocas líneas férreas que aún funcionaban, y las fábricas que habían
reemprendido su producción. No sólo habían sido las represalias —a la escala
actual, era veinte hombres por cada alemán muerto, o diez escolares o cinco
mujeres—, sino que, cuando la gente descubrió que estaban volando fábricas
esenciales y deteniendo los trenes que llevaban alimentos, una población leal,
como dijeron los teutones, aplastó de raíz los elementos antisociales
judeo-bolcheviques.
El índice de natalidad se habría elevado si
después de eso hubieran aumentado las raciones, pero eso habría podido causar
una explosión entre la población en más de un sentido.
De todos modos, se estaba más caliente en la
cama con Frenchy a mi lado.
—¿Te importaría —dije— quitarte el sombrero?
No podía verla, pero podía decir que estaba
sonriendo. Alzó las manos, se quitó el viejo sombrero y lo arrojó al suelo.
—¿Qué hay acerca de esos polis, pues?
—pregunté.
—Oh…, de veras, no lo sé. Francamente, no he
hecho nada. Ni siquiera conozco a alguien que haya hecho algo.
—¿Podría ser que fueran detrás de tu pasaporte
en regla?
—No. Nunca los retiran. Si lo hicieran, los
pasaportes no significarían nada. La gente no sabría si se dirigían a un hombre
con un pasaporte en regla o retirado. Si haces algo como espiar para la Unión
Soviética, por ejemplo, simplemente te eliminan. Eso anula en el acto tu
P-en-R.
—¿Quizá sea por eso por lo que van tras de ti…?
—No. En estos casos no mezclan a la policía.
Utilizan directamente una bala: es más rápido.
No podía evitar el sentir admiración hacia el
hecho de que Frenchy, que acababa de compartir mis últimas posesiones, supiera
todo aquello acerca del funcionamiento interno del régimen. Comprobé de
inmediato aquellos pensamientos. Una vez uno ha empezado a sentirse interesado
en ellos, o a odiarlos, o a sentirse emocionalmente implicado con ellos en
cualquier forma que sea…, lo tienen atrapado. Era algo que había jurado no
olvidar jamás; sólo la indiferencia era segura, la indiferencia era la única
arma que a uno lo mantenía libre, por todo lo que valía la libertad. Decían que
uno se endurecía ante todo. Bien, yo había tenido diez años de aquello…, una
horrible, obscena crueldad llevada a cabo por hombres estúpidos que, desde la
cumbre hasta el fondo, pensaban que eran los dueños de la Tierra…, y no me
había endurecido. Era por eso por lo que cultivaba la indiferencia. Y el Líder
—nuestro Führer— tampoco era un genio loco. Era simplemente loco y estúpido.
Eso era peor aún. Por aquel entonces no podía comprender cómo había conseguido
hacer lo que había hecho. Por aquel entonces.
—No sé de qué puede tratarse —estaba diciendo
Frenchy—. Pero lo sabré mañana, cuando despierte.
—¿Por qué?
—Yo soy así —dijo bruscamente.
—¿De veras? —Me sentí interesado—. Como… ¿qué?
Hundió su cabeza en mi hombro.
—No hables de ello, Lowry —dijo, y sonó como
una súplica tanto como Frenchy era capaz de pronunciar.
—De acuerdo —dije. Uno aprendía pronto a
desviarse de los temas inconvenientes. Así era como actuaba la gente entonces.
De modo que dormimos. Cuando desperté, Frenchy
estaba tendida, despierta, contemplando el techo con una expresión ausente en
su rostro.
No me hubiera importado si se hubiera
convertido en una gata melosa de la noche a la mañana. Me sentía caliente y
ansioso tras escuchar sus gemidos y murmullos toda la noche, y podía notar que
la migraña avanzaba hacia mí a pasos de gigante.
En el momento en que acepté la idea de la
migraña, mi garganta se crispó. Me puse de pie y recorrí tambaleante el
pasillo. Dentro del baño supe que no debería haber ido allí. Iba a vomitar en
el lavabo. El agua estaba cortada. Era demasiado tarde. Vomité, vomité y vomité.
Al menos, esa vez el agua llegó en el momento preciso y pude limpiar el lavabo.
Me arrastré fuera de nuevo. No podía ver, y el
dolor era terrible.
—Vuelve a la cama —dijo Frenchy.
—No puedo —respondí. Era incapaz de hacer nada.
—Ven.
Me senté en el borde de la cama y me dejé caer
hacia atrás. Vete, Frenchy, me dije a mí mismo, márchate.
Pero sus manos estaban en el punto preciso,
justo encima de mi sien izquierda, allá de donde procedía el dolor. Canturreó y
frotó, y con el sonido de su canturreo me quedé dormido.
Desperté un cuarto de hora más tarde, y el
dolor había desaparecido. Frenchy, con el impermeable, los zapatos y el
sombrero puestos, estaba sentada en mi viejo sillón, con su sucia tapicería y
sus chirriantes muelles.
—Gracias, Frenchy —murmuré—. Eres una auténtica
curadora.
—Sí —dijo con desánimo.
—¿Lo haces a menudo?
—No ahora —respondió—. Acostumbraba a hacerlo,
antes. Simplemente pensaba que me gustaba ayudar.
—Bueno, gracias —dije—. Quédate aquí.
—No. Me marcho.
—De acuerdo. Entonces te veré esta noche,
quizá.
—No. Voy a irme de Londres. ¿Vienes conmigo?
—¿Adónde? ¿Para qué?
—No lo sé. Sé que los polis me buscan, pero no
sé por qué. Sólo sé que, si me mantengo lejos de ellos durante un mes o dos,
dejarán de buscarme.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Dije que sabría de qué se trataba cuando
despertara. Bueno, pues no lo sé…, realmente no. Pero sí sé que los polis me
buscan para que haga algo, o para que les diga algo. Y sé que se trata de algo
más que sólo la policía. Y sé que, si desaparezco durante algún tiempo, ya no
les seré útil. Así que me marcho.
—Supongo que no tendrás problemas con tu
P-en-R. Ningún problema. Pero ¿por qué no cooperas con ellos?
—No quiero hacerlo —respondió.
—¿Y por qué marcharte? Con tu P-en-R, no pueden
tocarte.
—Pueden. Estoy segura de que pueden.
La miré largamente. Siempre había sabido que
Frenchy era extraña, según los viejos estándares. Pero, tal como estaban las
cosas en esos momentos, era más cuerda ser extraña. De todos modos, todo aquel
críptico busca-y-ocúltate, toda aquella presciencia, me asombraba.
Me miró con fijeza.
—No estoy loca. Sé lo que hago. Tengo que
mantenerme lejos de los polis durante uno o dos meses porque no deseo cooperar.
Luego, las cosas volverán a estar bien.
—¿Qué quieres decir con que volverán a estar
bien?
—No lo sé. O volverán a su sitio, o será
demasiado tarde para que yo haga lo que ellos desean. ¿Vienes conmigo?
—Me gustaría —dije. Pensándolo bien, ¿qué tenía
que perder? Y Frenchy tenía un P-en-R. Seríamos millonarios. ¿O no?—. ¿Cuántos
P-en-R hay en Gran Bretaña? —pregunté.
—Unos doscientos.
—Entonces no puedes usarlo. Si te marchas
utilizando un P-en-R no…, no podrás pasar desapercibida. Te seguirán como un
foco en medio de un páramo. Y nadie nos protegerá. ¿Por qué debería ayudar
nadie al poseedor de un P-en-R con los polis tras sus talones?
Frenchy frunció el ceño.
—Entonces será mejor que me quede aquí por un
tiempo. Luego podremos abandonar Londres y despistarlos.
Asentí, me puse de pie y me vestí.
—Saldré y gastaré unos cuantos cupones de ropa
para comprarte algo decente. Así no llamarás tanto la atención. Simplemente
pensarán que eres alguna funcionaría de alto rango. Luego te diré a quién debes
acudir. Lo último que comprobarán los polis será a los proveedores marrulleros.
No esperarán que la propietaria de un P-en-R utilice el Foodmart de Sid cuando
puede acudir a Fortnums. Luego te daré una lista de lo que debes conseguir.
—Gracias, jefe —dijo—. De modo que nací ayer.
—Si voy a ir contigo, no quiero equivocaciones.
Si nos atrapan, tú arriesgas un pequeño y desagradable interrogatorio. Yo me
encontraré en un campo antes de que tú puedas decir Abie Goldberg.
—No —dijo ella, asombrada—. No lo creo así.
Gruñí.
—Frenchy, amor. No sé si estás loca o eres la
prima segunda de Casandra. Pero, si no puedes ser específica, al menos procura
ser sensata. ¿De acuerdo?
—Hummm —dijo.
Salí apresuradamente para gastar mis cupones de
ropa en Arthur’s.
Era un día agradable, aunque lloviznaba un
poco. Crucé el parque. Ahora era como un bosque. La hierba estaba alta y crecía
por los senderos. Habían brotado arbustos y árboles jóvenes. Alguien había
construido un pequeño cercado con alambre de espino en la hierba justo debajo del
Atheneum. Un par de descuidadas cabras blancas pastaban en su interior. Debían
pertenecer a los polis. Con raciones de dos hogazas de pan a la semana, la
gente sería capaz de comérselas crudas si podía agarraras. Miren lo que le
ocurrió al vicario de Todos los Santos, en la calle Margaret. No hubiera debido
ajustarse tanto a la tradición…, todas aquellas charlas acerca del cuerpo y la
sangre de Cristo hicieron que la congregación empezara a pensar de formas poco
ortodoxas.
Caminé en la llovizna. Nadie a mi alrededor. El
día era fresco y agradable. Ideal para salir de Londres.
—¿Tienes cupones de comida? —preguntó una voz
en mi oído.
Me volví bruscamente. Era una mujer joven, tan
delgada que sus omóplatos y sus pómulos parecían puntiagudos. Llevaba un bebé
en brazos. Su rostro era azulado. Sus ojos ensombrecidos de violeta estaban
cerrados. Iba vestida con un deshilachado mono azul.
Me encogí de hombros.
—Lo siento, amor. Tengo un chelín…, ¿te sirve?
—Me preguntarían dónde lo obtuve. ¿Para qué lo
quiero? —susurró, sin apartar ni un momento los ojos del niño.
—¿Qué le ocurre al chico?
—Han cortado la leche en polvo. A menos que
puedas alimentarlo tú misma, todos se mueren de hambre…, yo también me estoy
muriendo de hambre.
Saqué mi agenda.
—Aquí está la dirección de una mujer llamada
Jessis Wright. Su bebé acaba de morir de difteria. Quizá pueda ocuparse de tu
chico por ti.
—¿Difteria? —murmuró.
—Mira, amor, tu chico ya está medio muerto.
Creo que vale la pena intentarlo.
—Gracias —dijo. Las lágrimas empezaron a
resbalar por su rostro. Tomó el trozo de papel que le tendía y se alejó.
—Adiós y suerte —murmuré, y reanudé mi camino.
Crucé el Mall y obtuve las habituales miradas
suspicaces del entremezclado surtido de la soldadesca que lo llenaba a medias.
Los uniformes eran todos iguales. No se podía distinguir al noble soldado
inglés del perverso huno. Miré a mi derecha y vi el palacio de Buckingham. En
el mástil colgaba una enorme bandera, la Union Jack con una grande y sangrante
esvástica sobreimpuesta. Nunca había conseguido librarme de mi odio hacia ese
símbolo, concebido como parte de su pervertido y loco misticismo. El mariscal
de campo Wilmot había sido oficial en la brigada de St. George…, los fascistas
británicos que habían luchado con Hitler casi desde el principio. Un personaje
astuto aquel Wilmot. Ostentaba un pequeño bigote idéntico al del Líder…, pero,
como era prematuramente calvo, no había sido capaz de cultivar el flequillo que
hacía juego con él. Era gordo y estaba hinchado por la bebida y probablemente
las drogas. Dependía enteramente del Líder. Si él no hubiera estado allí, la
historia tal vez hubiera sido distinta.
Crucé la Buckingham Gate y giré a la derecha,
hacia la calle Victoria. Los Almacenes del Ejército y de la Marina se habían
convertido exactamente en lo que decían sus nombres…, sólo la élite militar
podía comprar allí.
Arthur tenía su negocio en el antiguo quiosco
de cambio de moneda extranjera de la Estación Victoria. Puse los cupones sobre
el mostrador. La luz del sol penetraba a través de la rota cubierta de la
estación. Hacía poco se había producido alguna trifulca callejera por los
alrededores, pero no había durado mucho.
—Quiero un abrigo de señora, un sombrero y
zapatos. ¿Hay suficientes cupones?
Arthur era pequeño y astuto. Sólo tenía un
brazo. Pasó los cupones por debajo de su escáner.
—No son falsos —dije, impaciente—. ¿Bastan?
—Apenas, amigo…, apenas —respondió. Era un
cockney de la City de rostro delgado. Su especie había sobrevivido epidemias,
explotaciones y la depresión. También sobreviviría aquello. Yo sabía que había
sido uno de los fascistas de Mosley antes de la guerra…, de hecho había pateado
en la cabeza a un judío de cráneo débil en Dalstroi en 1938, con lo que le
salvó de las cámaras de gas en 1948. Es curioso cómo ocurren las cosas.
Pero, de alguna manera, desde que los viriles
muchachos de la Vehrmacht habían entrado marcialmente en el país, su antigua
hermandad de sangre con los arios pareja haberse enfriado, así que nunca se lo
había tenido en cuenta. De todos modos, con su metro cincuenta y cinco y su
aspecto de comadreja, no tenía la menor posibilidad de entrar en los selectivos
campos de procreación.
—¿Qué talla quiere?
—Oh, Dios. No lo sé.
—Sería mejor que viniera la propia dama.
—Pareció suspicaz.
—Los polis destrozaron sus ropas —dije. Aquello
lo satisfizo. Un poli cruzó la estación a una cierta distancia. Los ojos de
Arthur aletearon hacia él, luego volvieron a fijarse en mí.
—Es curioso que les dejen llevar los mismos
cascos de antes y todo lo demás —murmuró—. Parece extraño, ¿verdad?
—Querrán que pensemos que son los mismos tipos
que acostumbraban decirnos la hora y encontrar el viejo Rover cuando se nos
perdía.
—¿Y no lo son? —dijo Arthur sardónicamente—.
Debería haber vivido usted donde vivía yo, amigo. De todos modos, eso no nos
lleva a ninguna parte. ¿Qué aspecto tiene la dama?
—Un metro setenta y cinco o así. Pies grandes.
—Oh…, no es extraño que los polis se fijaran en
ella. —Rio significativamente—. Debe sentirse usted cálidamente seguro con
ella. ¿Delgada o gorda?
—Oh, vamos, Arthur. ¿Quién está gordo?
—Las chicas que conocen a los polis.
—Ésta no los conocía hasta anoche.
—Supongo que no se metería en algún lío,
¿verdad? —Sus ojos empezaron a brillar suspicaces de nuevo. Las licencias
comerciales eran difíciles de conseguir en esos días. Pensé en contarle lo del
pasaporte en regla de Frenchy, pero deseché la idea. Sonaría como una enorme,
sucia y fantástica mentira.
—No, todo está bien. Sólo quiere algo de ropa,
eso es todo.
—Si le rompieron la ropa, ¿por qué no quiere un
traje? Eso es más importante para una dama que un sombrero…, una dama que sea
una dama, quiero decir.
—Devuélvame los cupones, Arthur. —Tendí la
mano—. Usted no es el único que vende ropa por aquí. Vine a comprar unas
prendas, no a contarle el amor de mi vida.
—Está bien, está bien, Lowry. Un abrigo, un
sombrero, un par de zapatos talla siete…, y que Dios le ayude si calza un
cinco. —Arthur sacó las cosas con una repentina y maravillosa rapidez—. Todo
junto será los cupones, y un billete.
Esperaba aquello. Le tendí la libra. Mientras
metía las cosas en una bolsa de papel, dije:
—Tengo apuntado el número de ese billete,
amigo. Si los polis me preguntan acerca de este trato, podré decirles que
recibe usted dinero de sus clientes. Puede que no le acogoten, por supuesto…,
pero pueden hacérselas pasar maduras.
Me llamó hijo de puta y añadió algunos detalles
más específicos, luego terminó:
—No le guardo rencor, Lowry. Pero desde un
principio me di cuenta de que éste era un asunto no muy limpio.
—Usted ocúpese de sus cosas, amigo, y yo me
ocuparé de las mías. Hasta otra.
—Hasta otra —respondió. Me encaminé de regreso
hacia el parque.
Frenchy estaba dormida cuando llegué. Parecía
frágil, casi tuberculosa. La desperté y le tendí sus ropas. Se las puso.
—Frenchy, amor —dije tristemente—. Tengo que
decírtelo. Deberías darte un baño. Y peinarte. ¿Y no tienes un lápiz de labios?
Puso cara mohína, pero conseguí un poco de
agua. Por algún accidente, Pevensey había olvidado la que quedaba en las
cañerías. Se lavó, se peinó con mi peine, y arreglamos lo de sus labios con un
Swan Vesta.
Retrocedí unos pasos. Un abrigo negro, un poco
corto, con cuello de piel, un sombrero blanco, y zapatos negros de tacón alto.
—Sinceramente, Frenchy, te pareces a Marlene
Dietrich —dije, en parte para darle moral y que empleara el P-en-R, en parte
porque era casi cierto. Lástima que pareciera tan desnutrida, pero tal vez
pensaran que era algo natural—. Ya que estamos en ello, ve a buscar también
algo de maquillaje.
—Oh —dijo, alarmada—. No sé cómo hacerlo.
—¿Quieres decir que nunca has usado el
pasaporte? —exclamé.
—Tú tampoco lo hubieras hecho, de ser yo
—respondió. Para ella, aquélla era evidentemente la pregunta que nunca se
hacía, como: «¿Dónde estabas tú en el 45?» o: «¿Qué le pasó a tu primo Fred?».
Su rostro se ensombreció.
Dejé a un lado el asunto.
—Estás loca. No importa. Simplemente entra.
Muéstrate confiada. Diles lo que quieres. Te comprenderán de inmediato.
Probablemente ni siquiera tengas que mostrárselo. Coge las cosas y márchate. No
olvides que estarán asustados de ti.
—De acuerdo.
—Aquí está la lista de lo que necesitamos y
dónde conseguirlo.
—Sí. —Examinó la lista—. ¿Coñac?
Sonreí.
—Después de todo, es Navidad. Supongo que tú
nunca bebes.
—No. Me sienta mal.
—Oh. Utiliza un ligero acento alemán. Eso les
convencerá.
Se marchó, y yo me eché en la cama. Después de
todo, me sentía cansado.
Y entonces llamaron de nuevo a la puerta.
Creyendo que era Pevensey que deseaba que le proporcionara algo más de
curalotodo, grité:
—¡Entre!
Se detuvo en el umbral, una visión magnífica en
su abrigo negro a rayas gruesas y sus pantalones a rayas finas. Miró
melindrosamente a su alrededor, a mi linóleo cuarteado, mi desgarrado papel de
la pared, a la cortina de red que colgaba a un lado de la pequeña y grasienta
ventana. Bueno, tenía derecho. Después de todo, él pagaba el alquiler.
No me levanté.
—Hola, mein Gottfried —dije.
—Hola, viejo —respondió. Entró. Se sentó en mi
sillón como un nombre que estuviera practicando una apendicectomía de
emergencia con una navaja oxidada. Encendió un Sobranie.
Después, como si se le hubiera ocurrido de
pronto, me lanzó el paquete. Cogí uno, lo encendí, guardé el paquete debajo del
colchón.
—Pensé en hacerte una visita —dijo.
—Muy amable por tu parte. Debe de hacer ya dos
años. De todos modos, Navidad es la época de la familia, ¿no?
—Bueno, sí… ¿Cómo te encuentras?
—Tirando, gracias, Godfrey. ¿Y tú?
—No demasiado mal.
La escena me revolvía la bilis. Cuando éramos
jóvenes, antes de la guerra, habíamos sido amigos. Pero, aunque no lo
hubiéramos sido, de todos modos los hermanos siguen siendo hermanos. El
problema era que no lo odiaba de la manera en que se odian los hermanos. Lo
odiaba fría y enfermizamente.
En aquel momento hubiera deseado caer sobre él
y pisotearle, pero sólo de la fría y satisfactoria manera en que pisoteas un
papel matamoscas atiborrado de moscas pegadas.
Además, seguía sin poder ver por qué había ido
a visitarme.
—¿Cómo van… tus actuaciones? —preguntó.
—No demasiado mal, ya sabes. Estos días estoy
en La Alegre Inglaterra.
—Eso he oído.
Hey, pensé, veo atisbos de luz. Él vio que yo
los veía…, después de todo, era mi hermano.
—Me pregunto si te gustaría comer algo —dijo.
Normalmente me hubiera negado, pero sabía que
de otro modo podía quedarse y atrapar a Frenchy cuando volviera. Así que fingí
dudar.
—De acuerdo, tengo el hambre suficiente como
para engullir cualquier cosa.
Bajamos los cuarteados escalones y subimos por Park
Lane. La llovizna había cesado y había salido un frío sol, que hacía que la
calle pareciera aún más deprimente.
Casas con puertas y ventanas tapiadas con
tableros claveteados, tiendas saqueadas, fachadas cuarteadas, la hierba
creciendo en todas las grietas de la calle, farolas dobladas, el propio parque
convertido en un enmarañado bosque de hierbajos. Era sórdido.
—¿Pensando como siempre en limpiar un poco las
cosas, Godfrey? —pregunté.
—No en mi departamento —respondió.
—Alguien tendría que hacerlo.
—No hay mano de obra, ya sabes —dijo. Apuesto a
que sí, pensé. Naturalmente, les interesaba dejarlo así. Una mirada era
suficiente para quebrar la moral de cualquiera. Si uno se preguntaba lo roto y
derrotado que estaba y miraba Park Lane, o Piccadilly, o Trafalgar Square,
pronto lo sabía: completamente.
Godfrey me llevó a un lugar donde daban sopa y
bocadillos en una esquina. Una mirada, y el hombre de detrás del mostrador supo
de inmediato que era un portador de un P-en-R. Así que la comida no fue mala,
aunque Godfrey la picoteó como un hombre acostumbrado a cosas mejores.
Las conversaciones se detuvieron. Los clientes
hundieron los hombros sobre sus platos de bocadillos y masticaron
estólidamente. Godfrey no pareció darse cuenta de ello. Probablemente nunca se
daba cuenta. Yo tenía que enfrentarme a los hechos: aunque era un miembro de mi
propia familia, Godfrey siempre había sido psicológicamente un teutón. Siempre
pulido, siempre metódico, saltando los obstáculos —exámenes, pruebas, trabajos—
como un caballo bien entrenado. No era que no le importaran los demás —no puedo
decir que a mí me importaran—, era simplemente que nunca había sabido que
hubiera alguna cosa que debiera importarle.
—¿Cómo va el departamento? —pregunté, iniciando
de nuevo el ridículo juego de preguntas y respuestas…, como si a alguno de los
dos nos importara algo que tuviera que ver con el otro.
—Oh, va bien.
—¿Y Andrea?
—Está bien.
Tenía que estarlo, pensé. La vaca gorda. Se
había casado con Godfrey por la seguridad de su trabajo como funcionario, y
había hecho un negocio mucho más grande del que esperaba.
—¿Qué hay de ti…, piensas casarte?
Le miré. ¿Quién se casaba en esos días, a menos
que tuviera un trabajo seguro en una de las fábricas o en una agencia de
transportes o, por supuesto, en la policía?
—No exactamente. No he conseguido los medios
necesarios para mantener a mi esposa de la manera habitual.
—Oh —dijo Godfrey. Cuidado, pensé. Conocía
aquella expresión. «Oh, dicen que Sebastian ha estado conduciendo la bicicleta
de Celeste, madre». «Oh, padre, pensé que le habías dado a Seb permiso para
salir a escalar»—. Lo mencioné porque me dijeron que estabas comprometido con
una cantante de La Alegre Inglaterra.
—¿Quiénes te lo dijeron?
—Bueno, de hecho, mi secretaria particular. Es
clienta del local.
Sí, pensé, como un hombre en los puros huesos y
vestido de harapos es cliente del Ritz. Se lo había dicho algún espía.
—Bueno —dije—, no puedo pensar en cómo pudo
hacerse esa idea. No creo que haya ninguna cantante regular en La Alegre…
—Se suponía que esa chica era como tú…, una
especie de artista casual. Una chica alemana, creo que dijo.
Demasiado específico, colega. Este sistema
puede funcionar con un desconocido…, no con tu hermano pequeño.
—Sí, creo conocerla. De hecho, he tocado con
ella una o dos veces. Sin embargo, no sé mucho acerca de ella, Y, por supuesto,
no estoy comprometido con ella.
Godfrey dio un mordisco a su bocadillo. Acababa
de cerrarle aquella línea de investigación. Ahora estaba preguntándose cómo
abrir otra.
—Es un alivio. Esa chica parece ser una trampa.
—Quizá.
—Queremos repatriarla…, ¿sabes dónde está?
—¿Por qué debería? —dije—. Aparte eso, ¿por qué
debería ayudarte? Si ella no desea ser repatriada, es asunto suyo.
—Sé realista, Sebby…, ella lo deseará, o lo
desearía si lo supiera. Su tía murió y le dejó un montón de dinero. El otro
lado nos ha pedido que se lo hagamos saber a fin de que pueda volver a casa y
arreglar sus asuntos.
Seguí tomando mí sopa, pero sin dejar de
hacerme preguntas. Quizá la historia fuera cierta. Sin embargo, no necesitaba
poner a Godfrey en contacto con ella…, podía decírselo yo mismo.
—Bueno, se lo diré si la veo. Aunque dudo que
la vea. Tal vez deba dejarle un mensaje en La Alegre.
—Sí.
Alzó pensativo la vista, mirando a su alrededor
de aquella manera vacía con que mira la gente cuando le aburre su compañero de
mesa.
Seguí su mirada. Mis ojos se clavaron en
Frenchy. Cargada de paquetes, estaba comprando comida y haciendo que le
llenaran un termo con café en el mostrador. Me puse rígido. Frenchy había
ganado confianza…, estaba comprando como lo hace una poseedora de un P-en-R. Y,
de todos modos, cualquiera con aquella cantidad de paquetes atraía la atención.
Ella la estaba atrayendo.
Godfrey era el único hombre en la sala que no
la estaba mirando y fingiendo que no lo hacía. Él estaba simplemente mirándola.
No pude decidir si la estaba mirando como un gato o simplemente mirándola.
—¿Has sabido lo de Freddy Gore? —dije, para
desviar su atención.
—No —respondió Godfrey, sin apartar los ojos de
ella.
—Se suicidó —expliqué,
—Bueno, que me condene —dijo Godfrey, mirándome
ahora con atención—. ¿Por qué?
—Fue su esposa. Llegó una tarde a casa… —seguí
hablando rápidamente. Frenchy continuaba comprando. La mitad de los clientes
estaban aún fingiendo ignorarla…, aparte todo lo demás, lucía mucho con sus
nuevas ropas. Recogió sus cosas y se marchó sin mostrar su P-en-R al hombre
detrás del mostrador. Se fue sin que Godfrey se diera cuenta de ello. Seguí con
mi relato de lujuria, adulterio, violación y asesinato en la familia Gore hasta
un rápido final. Un horrible pensamiento acababa de asaltarme. Godfrey era uno
de los peces gordos. Sabía acerca de Frenchy, y sabía que yo la conocía. Había
un montón de policías en el asunto, y podía haber arreglado las cosas de modo
que algunos de ellos estuvieran vigilando mi casa. De alguna manera, tenía que
librarme de él y atrapar a Frenchy antes de que volviera.
—Una historia impresionante —dijo Godfrey, mirando
su reloj—. Tengo que volver. ¿Te llevo?
—No voy en esa dirección —dije—. Gracias de
todos modos.
Así que detuvo a un coche que pasaba y le dijo
al hosco conductor que lo llevara al palacio de Buckingham…, los teutones lo
habían restaurado a un coste enorme para sede del Ministerio de Seguridad,
además de como residencia de nuestro paternal gobernador.
Caminé lentamente calle abajo, doblé la
esquina, y eché a correr como si me persiguieran todos los diablos. Atrapé a
Frenchy, cargada con sus paquetes, justo a tiempo.
—Será mejor que no vuelvas —jadeé—. Puede que
estén vigilando la casa.
Había un coche aparcado ante una casa justo al
final de la calle. La llevé hasta allí y probé la manija de la portezuela. No
estaba cerrada. La metí dentro, con bolsas de papel, termo y todo lo demás, y
me instalé en el asiento del conductor.
Un hombre robusto salió corriendo de la casa.
Llevaba un revólver en la mano. Puse en marcha el motor. Frenchy había sacado
el pasaporte. Lo agarré y se lo agité al hombre del arma.
—¡Pasaporte en regla! —grité.
Se quedó de pie, contemplando la parte de atrás
del coche. Ni siquiera se atrevió a gruñir.
—¿Qué te hace pensar que están vigilando la
casa? —preguntó Frenchy.
Le hablé de Godfrey.
Frunció el ceño.
—Entonces tenía razón cuando decía que teníamos
que irnos
—¿Estás segura de que no se trata de ese legado
que dicen que has heredado?
—Sólo tengo una tía y está arruinada. Además,
¿por qué debería estar implicado tu hermano en un asunto tan insignificante?
—Porque tu padre es tan importante. O quizá
papá simplemente desea que vuelvas a casa e inventó el asunto de la tía para
disimular el hecho de que tú eres su hija descarriada que está vagabundeando
por un territorio ocupado, arrastrando el nombre de la familia por el fango a
sus espaldas.
—Es posible. Pero no es suficiente. Sigo sin
estar segura…, tienes que creerme. En el pasado he sido…, bueno…, importante.
Tiene algo que ver con eso, lo sé.
—¿Importante en qué sentido?
Se echó a llorar, enormes y temblorosos
sollozos que doblaron su cuerpo.
—No me lo preguntes…, oh, no me lo preguntes.
Endurecí el corazón.
—Vamos, Frenchy. ¿Por qué debería quebrantar la
ley por ti?
—No deseo recordar…, no puedo recordar —jadeó.
—Tonterías. Puedes recordar si lo deseas.
—No puedo. No lo deseo.
Le pasé en silencio mi pañuelo. ¿Hasta qué
punto podía haber sido importante… a los veinte años? Debió ir a la escuela
hasta hacía un par de años tan sólo.
—¿Dónde fuiste a la escuela? —le pregunté, más
por decir algo que por otra cosa.
—Estuve en el Gimnasio para Chicas de Berlín.
Hasta que cumplí los trece. Entonces… ellos me sacaron.
En aquel momento las lágrimas ahogaron sus
palabras, y cuando la miré se había desvanecido. La eché hacia atrás de modo
que estuviera sentada más cómodamente y seguí conduciendo.
Al anochecer alcanzamos Histon, justo fuera de
Cambridge, y pasamos la noche en el vehículo, aparcado junto a un seto, en un
campo.
Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía el
cañón de un rifle apretado contra mi oreja.
—Oh, mierda —dije—. ¿Qué ocurre?
Una mano abrió la portezuela del coche y me
arrastró fuera. Me quedé tendido en el suelo, con el cañón apuntando a mi
barriga. Detrás del cañón había un rostro enrojecido rematado por un sombrero
de paño. No era un poli.
Miré de reojo hacia el coche. Dentro, Frenchy
se estaba sentando. Fuera, otro hombre apuntaba un rifle a su sien, a través de
la ventanilla abierta.
—¿Qué significa todo esto? —exclamé.
—¿Quiénes son ustedes? —quiso saber el hombre.
—Sebastian Lowry y Frenchy Steiner —dije.
—¿Qué están haciendo aquí?
—Sólo estábamos viajando…
El cañón del arma descendió un poco. El hombre
miraba a su amigo.
Entonces lo vi…, Frenchy había sacado su pasaporte.
El hombre se llevó la mano al sombrero y se
retiró rápidamente, murmurando disculpas. Así que regresé al coche, y nos
arrebujamos y nos volvimos a dormir
Cuando despertarnos, tomamos café del termo y
un bocadillo. Luego caminamos un poco por el campo. Un par de pájaros piaron
por entre los setos y nuestros pies se hundieron en los surcos recién arados.
Todo estaba solitario y silencioso. Caminamos y caminamos, respirando
profundamente.
Nos sentamos y contemplamos el enorme y llano
campo, compartiendo una barrita de chocolate.
Frenchy me sonrió…, una auténtica sonrisa, no
su habitual mueca tensa. Se la devolví. Seguimos sentados. Ningún ruido,
ninguna persona, ningún sucio y cuarteado edificio, ningún poli. Un pálido sol
estaba alto en el cielo. Los pájaros piaban. Tomé la mano de Frenchy. Parecía
extraño, sujetar de nuevo la mano de alguien. Era cálida y seca. Sus dedos
aferraron los míos. Contemplé el pálido y puntiagudo perfil a mi lado y la
larga masa de pelo rubio. Luego miré de nuevo al campo. Empezamos una segunda
barrita de chocolate. Frenchy bostezó. El silencio siguió y siguió. Y siguió y
siguió.
Estaba contemplando medio adormecido las
hectáreas de amarronada tierra cuando la mano de Frenchy se cerró dolorosamente
contra la mía.
Lentamente, desde detrás de cada arbusto, como
los personajes de algún monstruoso filme mudo, los polis se estaban levantando.
Por todos lados, brotando de los arbustos, aparecían un par de hombros azules
rematados por un casco. Se levantaron lentamente hasta quedar de pie. Luego
avanzaron en silencio. Convergiendo sobre nosotros.
Frenchy y yo nos levantamos. El círculo se
cerraba. Para mantenernos en su centro teníamos que dirigirnos hacia la
carretera. Nos condujeron lentamente fuera del campo, más allá de nuestro
coche, a través de la puerta y a la carretera. Nadie habló. Todo lo que
podíamos oír era el sonido de sus botas sobre la tierra. Sus rostros eran
rígidos, como lo son siempre los rostros de los polis.
A través de la puerta vimos llegar al comité de
recepción. Tres hombres. Mi amigo el inspector Braun, todo afiladas arrugas y
pulidos botones, y el hermano Godfrey. Y luego un hombre bajo y gordo al que no
conocía. Llevaba un traje de corte impecable, y el poder, como suele decirse,
estaba escrito en todo su cuerpo, desde sus pequeños pies pulcramente calzados
hasta su cabeza casi calva.
Frenchy se dirigió hacia el grupo.
—Hola, padre —dijo en alemán.
—Hola, Franziska. Veo que al fin te hemos
encontrado.
Godfrey sonrió. Raciones extra para el buen
viejo Gottfried mañana. Quizá la Cruz de Hierro.
Así que pensé en ponerle un poco nervioso.
—Hey, Godfrey, viejo —dije.
—Buenos días, Sebastian. —Cómo deseaba que yo
no le estuviera estrechando la mano—. Hemos aparcado un poco más arriba. Vamos
Así que caminamos siguiendo la carretera hasta
el brillante coche azul que nos llevaría de vuelta a Dios sabía dónde…, o qué.
Con qué silencio debían haberse movido. Qué
malditos estúpidos habíamos sido al no marcharnos inmediatamente después de que
aquellos dos granjeros nos descubrieran. Godfrey y sus amigos probablemente
habían enviado boletines acerca de nosotros durante toda la mañana.
Me senté en la parte de atrás, entre Godfrey y
el inspector. Frenchy iba delante, con su padre y el conductor.
—Resulta agradable descubrir que los elementos
oficiales poseen también su lado humano —observé—. Pensar que un ministro
delegado de Seguridad, un inspector del DIC y cincuenta policías han tenido que
salir al aire libre en una fría mañana de invierno para conseguir que una
muchacha reciba el legado de su tía que realmente le corresponde…
Godfrey no habló. Simplemente se daba
importancia. Por la manera en que Braun no sujetaba mi brazo y el conductor no
miraba constantemente por encima de su hombro para ver lo que yo estaba
haciendo tuve la impresión de que aquello no era exactamente una detención.
Había una especie de complacencia en el aire, los polis llevando de vuelta a
casa a una traviesa pareja de jóvenes que habían huido para casarse; no era que
los polis efectuaran ese tipo de pequeños servicios sociales en esos días, pero
no dejaban de intentar hacernos creer que sí lo hacían.
Pero ¿cuál era exactamente la situación? En el
asiento de delante, Frenchy había renunciado a hablar con su padre…, después de
que él cortara toda observación en su origen. ¿Por qué? ¿Nada de discusiones
familiares en público? Frenchy, lo que podía ver de ella, parecía una muchacha
en la carreta que la llevaba al patíbulo. Su padre parecía un hombre decidido a
conseguir meter aunque fuera a golpes algo de sentido común en la alocada
cabeza de su hija tan pronto como llegaran a casa. Godfrey simplemente parecía
pomposo. Braun parecía oficial.
Frenchy lo intentó de nuevo:
—Padre, no puedo ir…
—¡Cállate! —dijo su padre. Godfrey escuchaba
atentamente. De pronto capté el cuadro. Godfrey y Braun no sabían de qué iba el
asunto. Y el padre de Frenchy no tenía la menor intención de decírselo.
Entonces, debe ser realmente algo importante,
pensé.
Hubo silencio durante todo el camino de vuelta
a Londres. ¿Y de mí qué?, me dije. Simplemente, nada de esto tiene que ver
conmigo. Pero apuesto a que voy a ser yo quien reciba todos los golpes. El
coche se detuvo en Trafalgar Square. Frenchy y su padre salieron. Él la hizo
subir aprisa las escaleras del Hotel Goering. Los ojos de la muchacha ardían
como carbones.
Entonces Godfrey y Braun me sacaron del coche.
—Te quedarás aquí en una suite hasta que
decidamos qué hacer contigo —dijo Godfrey en voz baja—. No te preocupes. Haré
todo lo que pueda por ayudarte.
No diré que se me saltaron las lágrimas de los
ojos…, sabía exactamente hasta dónde estaba dispuesto a llegar mi hermano por
ayudarme. Le dije adiós, y Braun me condujo escaleras de mármol arriba. El
lugar estaba lleno de soldados pulcramente uniformados. El director del hotel y
dos policías se nos unieron. Fuimos al piso más alto y me mostraron mi suite.
Tres habitaciones y un baño. Una hermosa choza, aunque amueblada algo
teutónicamente. Era elegante, pero en ella había el olor del pillaje. Uno no
dejaba de preguntarse qué mueble cubría las manchas de sangre allá donde habían
clavado la bayoneta en la condesa y sus hijos una mañana.
Luego, los dos policías tomaron posiciones, uno
fuera, en la puerta, y otro dentro, conmigo. Eso ya no era tan agradable. Me
pregunté cuándo iba a sugerir el policía jugar una mano conmigo para pasar el
tiempo antes de la ejecución. Miré apreciativamente a mi alrededor, me senté en
el sofá de seda azul y dije:
—¿Y ahora qué?
Entró un camarero con té y tostadas. Una taza.
Le pregunté al poli si quería un poco. Rechazó el ofrecimiento. Mientras me
servía mi segunda taza comprendí por qué, puesto que la habitación empezó a dar
vueltas a mi alrededor.
—Este hotel ya no es lo que era —murmuré, y
caí.
Desperté a la mañana siguiente en una cama de
columnas. Frenchy, vestida con un camisón de seda roja y un salto de cama,
estaba inclinada sobre mí con una taza de café en la mano. Me incorporé,
observé el pijama de seda azul que llevaba y tomé la taza.
Ella se sentó junto a la mesa Luis XIV que
estaba al lado de la cama. Se puso a comer panecillos con mantequilla. Su pelo,
evidentemente lavado, caía en una cascada sobre su espalda como hilos de oro.
—Encantador —dije, tendiendo la taza para que
volviera a llenarla—. Si no me preguntara para qué mesa de Navidad estoy siendo
engordado. ¿Dónde está el poli?
—Lo envié fuera.
Empecé a mirar a mi alrededor. Las ventanas
estaban atrancadas.
—No puedes salir. El lugar está fuertemente
vigilado, y los polis te dispararán apenas te vean.
—¿Eso es nuevo?
Me ignoró.
—Te encuentras completamente seguro mientras
estés conmigo. Les he dicho que había venido para quedarme a tu lado.
—Estupendo. ¿Durante cuánto tiempo estarás por
aquí?
—Pensé que habías encontrado alguna dificultad.
—Mira, Frenchy, creo que será mejor que me
cuentes de qué va esto. Después de todo, se trata de mis huesos.
—Está bien —dijo calmadamente—. Prepárate para
las sorpresas. —Parecía muy decidida, pero su rostro tenía la calma de una
mujer que acaba de tener un hijo, el dolor y la impresión han desaparecido,
pero sabe que aquello no es más que el principio de los problemas.
—Te dije que estuve en un gimnasio en Berlín
hasta que tuve trece años. Entonces empecé a tener visiones. Por supuesto, los
tutores no le dieron mucha importancia al principio. No es raro en las
muchachas al inicio de la pubertad. El problema era que no se trataba del tipo
habitual de visiones. Acostumbraba ver mesas rodeadas por oficiales alemanes.
Acostumbraba oír conferencias. Veía tanques yendo a la batalla, ciudades
ardiendo, campos de concentración…, cosas de las que no podía saber nada.
Luego, una noche, mi compañera de cuarto me oyó hablar en inglés en mi sueño.
Estaba hablando de planes de batalla, utilizando términos militares y slang
inglés que tampoco podía conocer de modo alguno. Se lo dijo al Líder de la
Casa. El Líder de la Casa se lo dijo a mi padre, que entonces sólo era capitán
de las SS. Mi padre era un nombre inteligente. Me llevó a Karl Ossietz, uno de
los principales adivinos del Líder. Un mes más tarde estaba instalada en una
suite del cuartel general. Fui vestida con un traje de lino blanco, mi pelo fue
trenzado en una corona de oro. Pasé a formar parte del mito alemán…
»Yo era la virgen que profetizó a Atila. Tenía
trece años y viví como una cautiva ritual durante cuatro años, oficiando en los
sacrificios y saturnalias teutonas, contemplando cómo los machos cabríos eran
degollados con cuchillos de oro, viendo antorchas en las paredes…, todo eso. Y
pensé que era maravilloso, ayudar así a la causa. Penetré en una especie de
sueño místico donde yo era una reina aria ayudando a su nación a la victoria.
Y, en mis conferencias de medianoche con el Líder, profetizaba. Le dije que no
atacara la Unión Soviética…, sabía que sería derrotado. Le dije dónde debía
concentrar sus fuerzas para utilizarlas con sus mejores efectos. O, y mucho,
mucho más…
»También yo era la única que podía calmarlo cuando
se presentaban sus ataques de manía…, poniendo mis manos sobre él de la misma
manera que lo hice contigo el otro día. No soy una auténtica curadora. No puedo
curar el cuerpo. Pero puedo alcanzar las mentes abrumadas o inestables y
retirar las tensiones.
»Cuando terminó la guerra, quedé como ofuscada.
Pensaron que por aquel entonces ya no me necesitaban. Entonces, algo en la
parte de atrás de mi mente, no sé qué, me hizo venir aquí, con mi pasaporte,
mis salvoconductos, mis cartas de presentación. Cuando vi lo que os había hecho
a todos vosotros…, ¿qué podía hacer? Intenté matarme y fracasé…, quizá no lo
intenté con la suficiente dedicación. Luego intenté vivir contigo, simplemente
porque no podía pensar en ninguna otra cosa que hacer. Una persona más fuerte
hubiera podido pensar en maneras prácticas en que ayudar…, pero yo había pasado
cuatro años en una atmósfera de sangre e histeria, que apelaba a la parte
psíquica de mí e ignoraba el resto. No estaba preparada para la vida.
Simplemente intenté olvidar todo lo que me había ocurrido.
Se encogió de hombros.
—Y eso es todo.
La miré, sintiendo una horrible piedad. Ella
sabía que había sido utilizada para matar a millones de personas y reducir a
una docena de naciones a la esclavitud. Y tenía que vivir con ello.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Me necesitan de nuevo. Debe de haber problemas
desesperados que hay que resolver. O la locura del Líder está empeorando. O
ambas cosas. Es por eso por lo que tenía la sensación de que si podía
desaparecer durante un mes todo volvería a su cauce. Por aquel entonces ya
nadie podría desentrañar el caos. —Encendió un cigarrillo, me lo pasó, y
encendió otro para ella.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Si no les ayudo, me torturarán hasta
que lo haga. No soy lo bastante fuerte para resistir. Pero no puedo, no puedo,
no puedo cooperar más. Si tuviera el valor suficiente me mataría, pero no lo
tengo. De todos modos, han retirado de mi alcance cualquier cosa que pudiera
usar para tal fin. Por eso todas las ventanas están atrancadas…, no es para
impedir que tú escapes. Es para impedir que yo me arroje al vacío. No creo que
tú pudieras matarme con la suficiente rapidez, así que no sé qué hacer.
En un sentido, la idea era tentadora. Una
posibilidad de devolverle al Líder el golpe con una venganza. Pero sabía que
jamás sería capaz de matar a la pobre y delgada Frenchy.
Así se lo dije.
—Soy demasiado blando —murmuré—. Si te matara,
¿cómo podría seguir adelante con la esperanza de que tú habías alcanzado una
vida mejor?
—No sé qué hacer. Si me necesitan, me
enjaularán de nuevo. Y esta vez habré conocido la libertad. Volveré allá con mi
atuendo blanco, con el incienso y las antorchas, y durante todo el tiempo podré
recordar el haber sido libre…, el caminar por el campo en Histon, por ejemplo.
Me sentí muy triste. Luego me sentí más triste
aún…, estaba pensando en mí mismo.
—¿Qué va a ocurrir ahora? —pregunté.
—Me llevarán de vuelta en avión a Alemania. Tú
también vendrás.
—Oh, no —dije—. Alemania no. Allí no tendré la
menor oportunidad.
—¿Qué oportunidad vas a tener aquí? Si yo me
marcho y tú te quedas, te fusilarán en el instante mismo en que yo abandone el
edificio. No pueden arriesgarse a dejarte libre con tu historia.
Sus hombros estaban hundidos. Parecía como si
ya no le quedara recurso alguno.
—Lo siento. Es culpa mía. Hubiera debido
dejarte tranquilo. Si no te hubiera hecho huir conmigo, ahora estarías a salvo.
No era así como yo lo recordaba exactamente,
pero prefería culparla a ella antes que a mí mismo de mi actual situación. Lo
acepté, oh, cómo lo acepté. De todos modos, una vez gentil, siempre gentil.
—Eso no importa ahora. Iré, y quizá podamos
pensar en algo. —Dudaba de ello, pero ya estaba demasiado implicado en todo el
asunto.
Así pues, a las once de aquella mañana
abandonamos el hotel en dirección al aeropuerto. Desde Berlín fuimos en
limusina al palacio del Líder. Nunca he sentido tanto miedo en mi vida. Una
cosa es correr cada día el peligro de que a uno lo fusilen, o lo envíen a
morirse de hambre a un campo. Otra cosa muy distinta es volar directamente
hasta el centro mismo de todos los problemas. Tenía tanto miedo que apenas
podía hablar. No era que nadie deseara oírme, de todos modos. Era sólo un
pasajero…, como un buey camino del matadero.
Durante el viaje, el padre de Frenchy mantuvo
con ella un nervioso monólogo de ametralladora, con exigencias acerca de que
ella debía cooperar y promesas de un glorioso futuro para ella. Frenchy no
respondió. Parecía vacía.
Llegamos a los verdes jardines del palacio. Al
otro lado del muro oí el rumor de una cascada en un estanque. El palacio era
mitad antigua mansión alemana, mitad teutónico moderno, con vulgares estatuas
de mármol por todas partes…, superhombres sobre supercaballos. Eso es lo más
cerca que han llegado hasta ahora de la raza maestra. Un viejo de cabello
blanco presidía el grupo de recias botas que acudió a nuestro encuentro.
Frenchy sonrió cuando le vio, una sonrisa
infantil.
—Karl —dijo. Incluso su voz era como la voz de
una muchacha muy joven. Me estremecí. El conjuro estaba empezando a actuar de
nuevo…, ese rostro inexpresivo, la voz de la pequeña estudiante. Oh, Frenchy,
amor, suspiré para mí mismo. No dejes que te hagan esto. Se estaba alejando con
Karl Ossietz a través del verde jardín.
Formábamos un grupo peculiar. Al frente,
Ossietz, alto y delgado, de largo pelo blanco, y Frenchy, ahora con un aspecto
tan frágil que podía ser arrastrada por la brisa. Tras ellos, un grupo de
envarados generales, todos horriblemente familiares para mí por haber visto sus
retratos en los carteles de los pubs. Justo detrás de ellos avanzaba el padre
de Frenchy, intentando unirse al cortejo. Luego yo, con dos vulgares polis
alemanes. Tuve el irritante pensamiento de que, si hacía algún movimiento
sospechoso, sería abatido inmediatamente de un tiro por un vulgar poli.
Entonces Karl se volvió bruscamente, me miró y
dijo:
—¿Quién es ése?
El padre de Frenchy dijo:
—Es un inglés. Ella se negó a venir sin él.
Karl pareció furioso y aterrado. Su rostro dio
la impresión de desmoronarse.
—¿Sois amantes? —le gritó a Frenchy.
—No, Karl —susurró ella. Él la miró larga y
profundamente a los ojos, luego asintió con la cabeza.
—Deben ser separados —dijo firmemente al padre
de Frenchy.
Frenchy no dijo nada. Repentinamente, sentí
algo más que preocupación por ella…, sentí pánico por mí mismo. La única razón
por la que había ido hasta allí era porque ella podía protegerme. Ahora podía,
pero ya no estaba interesada en ello. Así que, en vez de ser fusilado en
Inglaterra, iba a ser fusilado allí fuera, delante mismo de la puerta del
Líder. De todos modos, la muerte era la muerte, ya fuera en un palacio o en un
cubo de basura.
Entramos en el enorme y oscuro vestíbulo, lleno
de figuras en antiguas armaduras y pequeñas y horribles puertecillas que conducían
Dios sabía adonde. El mosaico del suelo casi olía a sangre. Mis piernas
cedieron prácticamente bajo mi cuerpo cuando vi a Frenchy ser conducida hacia
arriba por la escalera de mármol. Noté que las lágrimas acudían a mis ojos…,
por ella, por mí, por ambos.
Luego me llevaron a lo largo de un corredor y
hacia arriba por unas escaleras de atrás. Me hicieron cruzar una puerta. Me
quedé allí durante varios minutos. Luego miré a mi alrededor. Bueno, al menos
no era una mazmorra llena de ratas. De hecho, era el doble de grande que mi
suite en el Hotel Goering. Las mismas gruesas alfombras, los mismos muebles
pesados y antiguos, incluso —asomé la cabeza por la puerta— la misma cama con
columnas. Evidentemente, recogían sus muebles de todos los pequeños castillos
que se cruzaban en su camino los fines de semana.
En el dormitorio ardían antorchas. Me desnudé y
me metí en la cama. Estaba muerto de sueño.
Lo primero que vi cuando desperté fue que las
antorchas se estaban agotando. Luego vi a Frenchy, desnuda como una rama
despojada de todas sus hojas, apartando el bordado cobertor y metiéndose en la
cama. Luego sentí su calor a mi lado.
—Hazlo por mí —murmuró—. Por favor.
—¿Hacer qué?
—Tómame —susurró.
—¿Eh? —Me sentí ligeramente impresionado. La
gente como Frenchy y yo teníamos un código. Esto no formaba parte de él.
—Oh, por favor —dijo, presionando su largo
cuerpo contra mí—. Es tan importante.
—Hum…, fumemos un cigarrillo.
Se echó hacia atrás.
—No he traído ninguno —dijo con voz hosca.
Encontré algunos en un bolsillo de mis ropas, y
encendimos un par.
—Podemos echar la ceniza en la alfombra —dije—.
No tiene mucho sentido mostrarnos educados aquí. —Estaba siendo impertinente a
propósito. Código o no código, la situación estaba empezando a afectarme.
Intenté concentrarme en mi inminente muerte. Tuvo el efecto opuesto.
—No comprendo, amor —dije, tomando su mano.
—Tuve que arrastrarme por el tejado para llegar
hasta aquí —dijo ella, más bien irritada.
—Esto no puede ser simplemente pasión —sugerí
educadamente.
—¿Acaso no oíste…?
—Dios mío —exclamé—. Ossietz. ¿Quieres decir
que, si no eres virgen, no puedes profetizar?
—No lo sé…, él parece creerlo así. Es mi única
posibilidad. Él me hará hacer todo lo que quiera, pero si no puedo hacerlo, si
parece que el poder ha desaparecido…, no importará. Pueden matarme, pero será
una muerte rápida.
—No seas tan dramática, amor. —Dejé mi
cigarrillo a un lado, en la cabecera de la cama, y la tomé en mis brazos—. Te
quiero, Frenchy —dije. Y era completamente cierto. Lo demostré.
Fue la mejor noche de mi vida. Frenchy era
dulce, y yo también lo fui. Resultó un alivio dejar caer la máscara por unas
cuantas horas. Cuando el amanecer se asomó por las ventanas, ella permaneció
tendida en la revuelta cama, como un fragmento de pálido naufragio.
Me sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Le di un
beso.
—Un hombre que haría cualquier cosa por su país
—sonrió.
—¿Cómo piensas regresar? —pregunté.
—Pensé volver también por el tejado…, pero
ahora no estoy segura de ser capaz de poder volver a andar.
—¿Te he hecho daño? —pregunté.
—Terriblemente. Me escabulliré como pueda. Los
guardias estarán cansados y dudo que sepan nada. De todos modos, todos los
caminos conducen ahora al mismo destino.
Me eché a llorar. Eso es lo que le ocurre al
armadillo…, bajo su piel es más tierno que un oso. No era que me importara
llorar, o que ella llorara, o que todo el palacio se echara a llorar al compás.
Las antorchas se estaban apagando.
Ella se puso de pie, desnuda, al lado de la
cama. Luego se vistió y dijo adiós. La oí hablar autoritariamente fuera de la
puerta, un taconeo, luego sus pies alejándose por el corredor.
Yo seguí llorando. Su encuentro con el Líder era
dos horas más tarde. Si seguía llorando durante dos horas, no tendría que
pensar en ello.
No podía. Cuando el guardia entró con mi
desayuno, estaba vestido y con los ojos secos. Miró a través de la puerta
abierta hacia la revuelta cama, y guiñó un ojo. Dijo algo en alemán que no pude
entender, de modo que supe que las palabras no estaban en el diccionario. Miré
hacia la cama, y mi estómago dio un vuelco. Parecía un poco rudo sentir pasión
por una mujer que iba a morir.
Entonces me di cuenta de que mi situación
también era crítica, así que comí mi desayuno para que me devolviera los
sentidos. Las últimas cuatro cosas, eso era lo que tenía que pensar. ¿Cuáles
eran?
De pronto me vino a la cabeza la imagen de la
mujer con el bebé en el parque. Si Frenchy no podía ayudar al Líder, quizás
éste tuviera que irse. Quizás ellos pudieran llevar una vida mejor.
Recorrí la habitación arriba y abajo,
preguntándome qué estaría ocurriendo.
Esto era lo que estaba ocurriendo…
Frenchy fue bañada, vestida con una túnica
blanca de lino con una capa roja, y conducida al gran salón de abajo.
El Líder estaba sentado en un pesado sillón de
madera en un estrado. Sus brazos estaban extendidos a lo largo de los brazos
del sillón, su rostro retenía la expresión familiar de firme mando, pero ya no
era más que una fachada que cubría la decadencia y la locura.
En sus labios había rastros de espuma. A su
alrededor estaban sus consejeros, hombres con uniformes, cinturones y botas,
cubiertos con sus gorras, o mujeres rubias, descubiertas y vestidas con trajes
de seda subvalquíricos. La corte del rey loco…, la atmósfera estaba cargada de
cosas absolutamente incomprensibles. Conducida por su padre y Karl Ossietz,
Frenchy se acercó al estrado.
—Nos… te… necesitamos… —gruñó el Líder.
Su corte mantuvo sus lugares con un esfuerzo de
voluntad. Estaban aterrados, y con buenas razones. El salón había visto cosas
terribles a lo largo del último año. También había uno o dos rostros aguardando
inexpresivos el resultado de todo aquello: a medida que el líder de la manada
enferma, los lobos jóvenes empiezan a trazar planes.
—Te… hemos… estado… buscando… durante… medio
año —siguió la raspante y semihumana voz—. Necesitamos… tus predicciones.
¡Necesitamos tu… salud!
Sus ojos se clavaron en los de ella. Se puso de
pie de un salto, con un grito.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda! —Su voz resonó por
toda la sala. Más espuma apareció en sus labios. Su rostro se retorció.
—Adelántate hacia el Líder —ordenó Karl
Ossietz.
Frenchy avanzó unos pasos. La corte la miraba,
esperanzada.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —repitió la alocada e
incontrolable voz. Cayó hacia atrás, agitándose en su trono.
—No puedo ayudar —dijo ella, con voz muy clara.
El susurro de Karl sonó, suave y aterrador, en
su oído:
—¡Adelántate!
Ella se adelantó, impulsada por la voz. Luego
se detuvo de nuevo.
—No puedo ayudar —repitió. Se volvió hacia
Ossietz—. ¿Puedo, Karl? ¿Acaso no puedes verlo?
Él la miró, horrorizado, luego miró al
estremecido hombre, que emitía ruidos animales en el estrado, luego de nuevo a
Frenchy Steiner.
—Tú… tú… has caído… —susurró—. No. No, ¡no
puede ayudar! —gritó—. ¡La muchacha ya no es virgen…, su poder ha desaparecido!
La corte miró al Líder, luego a Frenchy.
En un momento se desató el caos. Las mujeres
gritaron…, hubo carreras precipitadas hacia las pesadas puertas. Se alzaron
gritos masculinos. Luego se produjo el restallar de la primera arma, seguido
por otros. En un momento la sala se convirtió en una confusión total de
disparos, gemidos y gritos.
En el estrado, el Líder se retorcía y emitía
gemidos guturales. Toda la sala era un frenesí. Aquellos que habían considerado
al Líder inmortal —y eran muchos— estaban asombrados y aterrados. Aquellos que
habían planeado sucederle apenas sabían qué hacer. Aquí y allá, varios de ellos
se llevaron la pistola a la sien o a la boca y apretaron el gatillo.
Yo estaba tendido en la cama, fumando, cuando
Frenchy entró a la carrera, cerró y echó el cerrojo de las puertas ante los
guardias y sus perseguidores. Iba despeinada, sujetaba la capa escarlata a su
alrededor.
—¡Fuera, por la ventana! —gritó, quitándose la
capa. Debajo de ella, su traje blanco estaba hecho jirones.
Me subí al alféizar y la ayudé a seguirme. Miré
hacia abajo, hacia el patio, a una tremenda distancia. Me aferré al marco.
—¡Sigue adelante!
Tendí la mano y me agarré a un canalón. Empecé
a deslizarme hacia abajo, sintiendo cómo el metal raspaba mis manos. Ella me
siguió.
Al llegar al final hice una pausa, la ayudé a
descender los últimos metros, y señalé hacia un coche oficial que estaba
aparcado cerca de las puertas. Los guardias habían abandonado las puertas y
probablemente estaban tomando parte en las festividades del interior. Sólo
había uno allí, y no nos había visto. Estaba mirando cautelosamente hacia la
carretera, como si esperara un ataque.
Nos deslizamos por el césped y nos metimos en
el coche. Puse el motor en marcha.
En la puerta, el guardia, al ver una insignia
de general en el coche, se echó automáticamente a un lado. Luego nos vio e
intentó cortarnos el paso, pero ya era demasiado tarde. Descendimos rugiendo la
carretera, alejándonos de allí.
La carretera delante nuestro estaba despejada.
Frenchy había encontrado un impermeable blanco
de oficial en el asiento de atrás y se lo había puesto.
Reduje la marcha. No servía de nada ir a ciento
treinta hacia cualquier peligro que pudiera cruzársenos por la carretera.
—¿Realmente has perdido tu poder? —le pregunté.
—No lo sé. —Me dirigió una irresponsable
sonrisa maliciosa.
—¿Qué pasó allí abajo? Sonaba como un campo de
batalla.
Me lo contó.
—El Líder está acabado. Sus sucesores están
luchando entre sí. Esto es el fin del Reich de los Mil Años. —Sonrió de nuevo
maliciosamente—. Yo lo hice.
—Oh, vamos —protesté—. De todos modos, creo que
deberíamos intentar volver a Inglaterra.
—¿Por qué?
—Porque, si el Imperio se está desmoronando,
Inglaterra será la primera. Es una isla. Retirarán de allí las legiones para
defender el Imperio…, es lo tradicional.
—¿Podemos conseguirlo?
—No ahora. Tendremos que salir de Alemania y
luego escondernos por unos días hasta que la noticia se difunda por Francia.
Una vez las cosas empiecen a descomponerse, la organización se desintegrará y
podremos recibir ayuda.
Seguimos alegremente nuestro camino, silbando y
cantando.