jueves, 21 de septiembre de 2023

EN LA CRIPTA

Portada de la revista donde se publicó por primera vez este relato.

"En la cripta" es un cuento escrito por Howard Phillips Lovecraft en 1925. Este relato parecía que no iba a ser publicado ya que varias revistas lo rechazaron por lo escabroso y macabro de su argumento. Sin embargo, Lovecraft logró que la revista Tryout se lo publicara en el mes de noviembre de ese mismo año.

EN LA CRIPTA

(In the Vault)

H. P. Lovecraft

No hay nada más absurdo, en mi opinión, que esa común asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la psicología de las masas. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un obeso y vulgar funebrero de pueblo y un prosaico contratiempo en una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato absurdo, divertido pero grotesco.

Dios sabe, sin embargo, que la muerte de George Birch me permite relatar ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca hablaba del asunto si podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su enfermedad fue resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más oscuros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Confió en mí porque yo era médico, y porque posiblemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.

Birch, antes de 1881, era el enterrador del municipio de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para ese tipo de individuo. Lo que pude escuchar sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se habría estremecido de haber conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los terciopelos, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud. Más directamente, Birch era vago, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, de temperamento tosco; bruto, descuidado y ebrio, y así lo probaba su innata inclinación a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos atisbos de lucidez que mantienen el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.

No sabría afirmar cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator sagaz. Supongo que puede empezar en el frío diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y las muertes eran escasas, por lo que fue imposible dar a todos los fallecidos un paraíso temporal en el sencillo y arcaico mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció superarse en su habitual descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes flojos y endebles, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.

Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso enterrador que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una abúlica mañana de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una furiosa lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que suspendió el asunto por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente su espíritu.

La tarde del 15 de abril, un viernes, Birch fue hasta a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que no estaba del todo lúcido, aunque entonces no se daba tanto a la bebida como lo haría más tarde, tratando de olvidar. Se encontraba sólo, mareado y descuidado, fastidiando al caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y hedionda estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.

La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquel cajón para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante avaro como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.

Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, azotada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó por qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.

Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo espantoso de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente opresivo, pero reparó en este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo de vela, pero, carecía de ambos.

Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado, al menos para herramientas tan rústicas y bajo tales condiciones tenebrosas, Birch buscó otra forma de escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el delgado túnel de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa.

Decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto en caso de que tal forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma, el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaron a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.

Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.

Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro de que podría tenerlo listo a medianoche... aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando lo alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.

Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para el esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.

Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, trataba de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.

El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda, respondió a sus débiles arañazos en la puerta.

Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame" o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.

Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro —absolutamente seguro— de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.

Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices —antiguas y desvaídas como eran— convine en que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como "viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.

Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de disección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo.

—¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateó al perrillo que quiso morderlo el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí!

—¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no le reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.

—Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!

* * *

Dejo también el audiolibro que nos comparte el canal de YouTube "Anotaciones de madrugada". Que lo disfruten.

martes, 11 de julio de 2023

EL HORROR DE SALEM


"El Horror de Salem" (The Salem Horror) es un relato de terror escrito por Henry Kuttner y publicado por primera vez en la revista Weird Tales en su edición de mayo de 1937. En este relato, Kuttner agrega una pequeña deidad al panteón lovecraftiano: Nyogtha, "La cosa que no debería ser" o "The Thing That Should Not Be". Nyogtha es la clásica deidad del universo lovecraftiano: amorfa, pegajosa, gelatinosa e imposible en la lógica humana. No obstante, "El Horror de Salem" puede leerse como una obra completamente independiente a los Mitos de Cthulhu.

EL HORROR DE SALEM

(The Salem Horror) 

Henry Kuttner

La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sótano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oír historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietantes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imagen carcomida y cornuda de dudoso origen.

Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearon su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.

Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad, no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.

Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja.

Los apagados chillidos y golpes en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algún tiempo después, no empezó a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.

La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.

En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.

Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vio él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debió olvidarse de cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire.

La rata aguardó en la puerta.

Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sótano y la vio en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojitos relucientes.

Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sótano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilándolo.

—Se comporta de manera anormal —pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.

Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.

El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un salto hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.

Indudablemente era el propio Carson quien impedía la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero. Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.

Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes. Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?

Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno. Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa.

—Indudablemente un escondite de Abbie Prinn, un cuarto secreto —pensó—, que sin embargo no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street.

Aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.

Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algún trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.

Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.

Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.

Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizo patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta. En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oír un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenómeno bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...

La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario, aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraídos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.

El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.

—¿Viene por la Habitación de la Bruja? —preguntó Carson con sequedad.

El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos.

El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo:

—Lo siento, pero no se puede visitar ya más.

El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.

—Michael Leigh, ocultista, ¿eh? —repitió Carson.

Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja.

—Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.

Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.

—Un momento —dijo Leigh con rapidez.

Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.

—¿Que es esto? —preguntó Carson con aspereza—. No estoy acostumbrado...

—Lo siento muchísimo —dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable—. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.

—No —dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad—. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado —prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa—. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.

Leigh se acercó con ansiedad.

—¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.

Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.

—Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? —preguntó.

Carson se quedó sorprendido.

—Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?

—Nunca se sabe —dijo Leigh enigmáticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.

Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado. Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.

—¿Trabaja usted aquí? —preguntó lentamente.

—Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente... —dudó— libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.

Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de balbuceo:

—Nyogtha... k'yarnak...

Se volvió, con el rostro serio y pálido.

—Ya he visto bastante —dijo suavemente—. ¿Nos vamos?

Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano. Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, pregunto:

—Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?

Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.

—¿Sueños? —repitió—. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.

Leigh alzó sus cejas espesas.

—¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?

—Varios... sí.

—¿Y qué les contestó?

—Que no —Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente— : Aunque en realidad no estoy muy seguro.

—¿Qué quiere decir?

—Creo... tengo la vaga impresión de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!

—Quizá —dijo Leigh, mientras se levantaba. Vaciló—. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?

Carson suspiró con resignación.

—Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.

Leigh se frotó la barbilla.

—Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?

Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:

—No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leído a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?

—¿Eh? —exclamó Carson, mirando con asombro—. Pero no hay...

—Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!

Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:

—Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.

El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.

—Pero no querrá decirme que cree usted realmente...

Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.

—Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... —se levantó, mordiéndose el labio—, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?

Casi involuntariamente, Carson asintió.

—Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.

—Solo es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.

—De acuerdo. Si sueño...

Esa noche, Carson soñó.

Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún débilmente en un cielo pálido. Entonces recordó las palabras de Leigh.

Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.

Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero —y esto era lo fantástico—, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba.

Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando. Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil. A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada Necrópolis. Se abrió paso entre la multitud.

A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado. Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga. El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.

-Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!

Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?

Aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se había quitado la cara. ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson. Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.

Leigh estaba muy serio.

-¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.

-No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.

-He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?

-Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?

-Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.

-No lo sé -contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.

-¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...

-Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.

Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.

-Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?

Carson dejó el vaso y se levantó.

-¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?

-Despúes de lo que sucedió anoche...

-¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?

-Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!

Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:

-¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?

Leigh se echó a reir agriamente:

-¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.

-¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.

-¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.

-¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...

-Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.

-Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.

-Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?

Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

-He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.

Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:

-Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.

Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.

-¿Comprende ahora?

-¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!

-Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?

-No le prometo nada -respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.

Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba. Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.

-¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?

Carson se humedeció los labios.

-Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha asustado?

-Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...

La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.

-¡La vieja bruja!

Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como haría Osmo Lukult. Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia. Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.

No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa. Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.

Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche. Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.

Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad. Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...

Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría. El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.

Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar. El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.

Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación. Aquel ser agurrado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:

-Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...

Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco! Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.

La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.

Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador. La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.

Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.

-Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?

Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.

-Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.

-Sí, lo he soñado.

-Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y Carson asintió.

Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!

jueves, 6 de julio de 2023

RATONES MECÁNICOS

Como siempre, la portada de la revista donde originalmente se publicó el relato de esta ocasión

El cuento "Ratones mecánicos" (Mechanical Mice) es un cuento escrito por Eric Frank Russell pero que se publicó bajo el nombre Maurice G. Hugi. Este "seudónimo" no lo es tal ya que es el nombre de un amigo de Russell. Según algunas fuentes, Hugi le dio la idea Russell, él la escribió pero quiso darle el crédito a su amigo utilizando su nombre. Como sea, muchas veces se encuentra el nombre de Maurice atado a este cuento.

Este relato se publicó por primera vez en las páginas de la revista Astounding Science‑Fiction de enero de 1941. Narra las desventuras de Dan Burman, un inventor que, utilizando un aparato de su creación (el psicófono) logra reproducir en el presente un extraño mecanismo proveniente del lejano futuro con lo cual podría causar una extraña paradoja temporal. 

RATONES MECÁNICOS

Eric Frank Russell y Maurice G. Hugi

Jugar con lo desconocido es querer meterse en problemas. ¡Y Burman lo hizo! Ahora, hay muchas personas que odian como al mismísimo diablo cualquier cosa que cliquetee, tictaquee, emita sonidos zumbantes o que, en general, se comporte como un despertador asmático. Tienen mecanofobia. Dan Burman fue el causante.

¿Quién no ha oído hablar de la Pequeña Batería Burman? ¡Exacto, se trata del mismo tipo! Fue el que la inventó, y además imaginó el slogan, ahora mundialmente famoso: «Energía en su bolsillo». Y no era pequeña hazaña el lograr algo del tamaño de un paquete de cigarrillos que suministrase cien veces más energía que su más eficiente competidora. Burman difería de todo el mundo al considerarlo una nimiedad.

Un día, me miró cuidadosamente y luego dijo:

—Cuando aquella revista técnica te envió a verme hace doce años, me escuchaste atentamente. No me trataste como si fuera un loco soñador o un idiota congénito. Hiciste un decente artículo sobre mí, e iniciaste la campaña de publicidad que iba a proporcionarme tanto dinero.

—No fue porque te apreciase —le aseguré—, sino porque estaba honestamente convencido de que tu batería era buena.

—Quizá —me estudió de una manera que indicaba que estaba ansioso por descargarse de algún peso que llevaba dentro—. Hemos sido bastante buenos amigos desde entonces. Hemos pasado buenas horas juntos, y creo que eres el único de mis pocos amigos al que puedo hacerle una confesión aparentemente estúpida.

—Adelante —le animé. Como él había dicho, habíamos sido bastante buenos amigos. Era porque nos caíamos bien el uno al otro. Congeniábamos. Burman era un tipo inteligente, y no tenía nada del típico profesor pedante. De unos cuarenta años de edad, aspecto normal, bien cuidado, podría haber pasado por un dentista de los caros.

—Bill —me dijo muy seriamente—, yo no inventé esa maldita batería.

—¿No?

—No —me confirmó—. Robé la idea. Y lo que realmente me enloquece es que no sabía muy bien lo que estaba robando y, lo que todavía es más demencial, ni siquiera sé de dónde la robé.

—Te explicas como un libro sin hojas —comenté.

—Eso no es nada. Después de doce años de cuidada y tediosa tarea, he construido algo más. Debe de ser la cosa más complicada que exista —se golpeó la rodilla con un puño, y alzó quejumbroso la voz—. Y ahora que la he completado, no sé lo que he hecho.

—¿Quieres decir que cuando un inventor experimenta no sabe lo que está haciendo?

—¡Yo, desde luego, no! —Burman sonaba jocosamente lúgubre—. Sólo he inventado una cosa en mi vida, y fue más por accidente que por sabiduría mía —se irguió—. Pero esa cosa fue la llave a un millón de ideas. Me dio la batería. Y casi me ha dado cosas de mayor importancia. En varias ocasiones ha estado a punto de dármelas, pero no del todo, dejando entre mis inadecuadas manos y mi mente, que los comprendía a medias, planes que alterarían este mundo mucho más allá de lo que nos sea posible comprender —inclinándose hacia adelante para dar más énfasis a sus palabras, añadió—: Ahora me ha dado un misterio que me ha costado doce años de trabajo y una buena cantidad de dinero. Lo acabé anoche. Y no sé qué infiernos pueda ser.

—Quizá si le diera una ojeada...

—Eso es exactamente lo que quisiera que hicieses —rápidamente, pasó a un creciente entusiasmo—. Es un trabajo excelente, aunque esté mal el que yo lo diga. Te apuesto lo que quieras a que no podrás decir lo que es, o qué es lo que se supone que debe hacer.

—Suponiendo que pueda hacer algo —le interrumpí.

—Sí —aceptó—. Pero estoy seguro de que debe hacer algo —se alzó y abrió una puerta—. Ven.

Era asombroso. La cosa era una caja metálica con una superficie lustrosa, chapada de rodio. Su tamaño y forma le hacían asemejarse a un ataúd puesto en pie, y tenía el mismo aire ominoso y tétrico de un féretro esperando a que alguien lo ocupase.

Había un par de pequeñas ventanillas acristaladas en su parte delantera, a través de las cuales podía verse una multitud de ruedecillas tan bien colocadas como las de un reloj de primera calidad. En otros lugares, varias pequeñas lentes atisbaban con indiferencia de esfinge. Había tres pequeñas trampillas en un costado, dos en el otro, y una muy grande delante. En la parte superior, dos barras metálicas acabadas en un pomo surgían corno unos cuernos, añadiendo un toque satánico al vago aire de aquellas cosa de estar deseando ser enterrada a medianoche.

—Es un empaqueta-muertos automático —sugerí, mirando al artefacto con franca repugnancia; señalé una de las trampillas—. Metes el sudario por aquí, y el cadáver sale por el otro lado, reverentemente arreglado y ya empaquetado.

—Así que tampoco te gusta su aspecto —comentó Burman; abrió un cajón de un armario cercano, y sacó una masa de esquemas—. Estas son sus tripas. Tiene un circuito eléctrico, transistores, condensadores, y algo que no puedo acabar de comprender, pero que supongo que debe de ser un horno eléctrico diminuto y extremadamente eficiente. Tiene partes que reconozco como cortadores de tornillos y formadores de ruedecillas. Lleva en su interior varias estampadoras múltiples de pequeña escala, aparentemente pensadas para trabajar con plancha metálica. Hay vagas sugerencias de que se trata de una línea de montaje que acaba en un gran compartimento cerrando por la puerta delantera. Dales tu mismo una ojeada a los esquemas. Podrás ver que es un artilugio extremadamente complicado, destinado a fabricar algo solamente un poco menos complicado.

Los esquemas mostraban que tenía razón. Pero no lo mostraban todo. Un diseñador eficiente de maquinaria podría haber deducido correctamente la función del artilugio si se le daban detalles completos. Burman lo admitió, diciendo que había hecho algunas partes «llevado por el entusiasmo del momento», mientras que se había sentido «impulsado a dibujar los diseños» de otras. A menos que se desmenuzara la máquina, sólo se tenían los datos suficientes como para atraer la curiosidad, pero no para satisfacerla.

—Pon en marcha el maldito cacharro, y veamos lo que hace.

—Lo he intentado —dijo Burman—, pero no se pone en marcha. No hay palanca alguna para hacerlo, ni nada que sugiera cómo se podría. He intentado todo lo que se me ha ocurrido, sin resultado. El circuito eléctrico termina en esas antenas de la parle superior, y hasta las he conectado a la corriente, sin que pasase nada.

—Quizá se ponga en marcha a sí mismo —aventuré. Mirándolo, se me ocurrió una idea—.  Con  un  mecanismo  de  tiempo —añadí—. ¿Eh? Preparado para un momento especial. Cuando suene la hora fatídica, se pondrá en marcha por sí mismo, como una bomba.

—No seas tan melodramático —dijo Burman, inquieto.

Inclinándose, miró por una de las pequeñas lentes.

—¡Buzzzz! —murmuró el artilugio con un tono tan bajo que casi resultaba inaudible.

Burman saltó un palmo. Luego se echó hacia atrás, contempló aprensivamente la cosa, y se volvió hacia mí:

—¿Oíste eso?

—¡Seguro! —tomando los esquemas, los revolví. Me costó algo encontrar la pequeña lente, pero allí estaba. Tenía una célula de selenio detrás de ella—. Un ojo. Te vio, y reaccionó. Así que no está muerto, aunque esté ahí mudo, sordo y ciego. Coloqué un pañuelo sobre la lente.

—¡Buzzzz! —repitió el ataúd, enfáticamente.

Tomando el pañuelo, Burman lo colocó sobre las otras lentes. No pasó nada. No se oyó un solo sonido. Ni una nota fúnebre. Simplemente, nada.

—No lo entiendo —confesó. Por aquel entonces, yo ya estaba bastante harto. Si aquel loco cacharro hubiera funcionado, yo hubiera escrito acerca de él, y quizá hubiera iniciado otra avalancha monetaria en dirección a Burman. Pero uno no puede hablar de una máquina que solo dice ¡buzzzz! cuando le da la gana. Decidí que era necesario un tratamiento severo.

—Te has mostrado muy misterioso acerca de cómo se te han ocurrido todas estas ideas —le dije—. ¿Acaso no puedes ir a la misma fuente de información para averiguar qué se supone que es esto?

—Te lo explicaré... O, mejor aún, te lo mostraré.

Burman sacó un recipiente de su caja fuerte, y del interior de éste un artefacto. Era mucho más simple que la inútil masa de componentes situada junto a la pared. Parecía uno de aquellos antiguos aparatos de galena, excepto que la galena era muy grande, muy brillante, y estaba colocada en el interior de un tubo de vacío. Había el mismo control único, el mismo tipo de alambrado. Y, unido a todo aquello por un cable extensible, había lo que pudiera haber sido un par de auriculares, sólo que en lugar de éstos había un par de círculos de cobre muy bien redondeados y pulimentados, moldeados de forma que se adaptasen a las sienes.

—Mi único y verdadero invento —dijo Burman, no sin un cierto orgullo justificable.

—¿Qué es?

—Un artilugio para viajar por el tiempo.

—¡Ja, ja! —mi risa era muy amarga. Había leído acerca de tales cosas. De hecho, había escrito sobre ellas. Estupideces. Nadie podía viajar por el tiempo, ni hacia adelante ni hacia atrás—. Quiero ver cómo te difuminas y desapareces en el futuro.

—Te mostraré algo, muy pronto —dijo Burman, con una seguridad que no me gustó. 

Lo dijo con el aire afirmativo de un hombre que sabe muy bien que puede hacer algo que todos los demás saben que no puede hacerse. Señaló hacia la radio de galena—. No fue descubierta en el primer intento. Millares deben de haberlo intentado y fracasado. Yo fui el afortunado. Quizá encontrase un mineral peculiarmente individualista; todavía no sé cómo hace lo que hace; jamás he podido repetir el experimento, ni aún con un cristal aparentemente idéntico.

—¿Y permite que viajes por el tiempo?

—Sólo hacia adelante. No me lleva hacia atrás, ni siquiera un solo día. Pero puede llevarme hacia adelante a una inmensa distancia, quizá hasta el mismo fin del mundo, tal vez por siempre a través de la eternidad.

¡Ahora sí que lo tenía! Se había enzarzado irremisiblemente en sus propias palabras absurdas. No pude controlar mis carcajadas.

—Puedes ir hacia adelante, pero no hacia atrás, ni siquiera un solo día. Entonces, ¿cómo infiernos puedes volver al presente cuando has llegado al futuro?

—Porque jamás abandono el presente —me replicó con tranquilidad—. No formo parte del futuro. Simplemente lo contemplo desde mi lugar en el presente. De cualquier forma, es viajar por el tiempo, en el sentido correcto del término —se sentó—. Mira, Bill ¿Quién eres?

—¿Quién, yo?

—Sí, ¿qué es lo que eres? —siguió, dando él mismo la respuesta—. Eres un cuerpo y una mente. ¿Cuál de ellos es Bill?

—Ambos —afirmé.

—Cierto... pero son partes diferentes de tu yo. No son lo mismo, aunque vayan juntos como hermanos siameses —su voz se hizo más seria—. Tu cuerpo se mueve siempre en el presente, la línea divisoria entre el pasado y el futuro. Pero tu mente es más libre. Puede pensar, y se halla en el presente. Puede recordar, y de pronto se halla en el pasado. Puede imaginar, y en un momento está en el futuro. En su propia elección de todos los futuros posibles. ¡Tu mente puede viajar por el tiempo!

Me había ganado la baza. Yo podía hallar puntos sobre los que argüir, pero, fundamentalmente, sabía que tenía razón. Jamás antes lo había mirado desde este punto de vista, pero era correcto en su afirmación de que cualquiera podía viajar por el tiempo dentro de los límites de su propia memoria e imaginación. En aquel mismo momento, yo podía regresar doce años hacia el pasado y verlo con los ojos de mi mente como un hombre más joven, pálido, delgado, más excitable y no tan frío y seguro de sí mismo. La imagen era perfecta, pues mi memoria es excelente. Durante aquel breve instante, me hallé a doce años en el pasado, totalmente, si exceptuamos mi cuerpo.

—Llamo a esa cosa un psicófono —prosiguió Burman—. Cuando uno imagina lo que será el futuro, uno hace una elección característica entre todas las posibilidades lógicas, escogiendo entre una multitud de futuros posibles el favorito de uno. El psicófono, de alguna manera... y sólo Dios sabe cómo, sintoniza realmente el futuro. Hace que uno vea en su mente el futuro tal como será realmente, eliminando todas las alternativas que no ocurrirán.

—Un estimulador de la imaginación, una máquina de !os sueños —me burlé, no sintiéndome tan seguro como sonaba mi voz—. ¿Cómo sabes que te está mostrando la verdad?

—Por su consistencia —me contestó con aire grave—. Repite las mismas imágenes y escenas demasiado a menudo como para que se explique el fenómeno como simple coincidencia. Además —agitó persuasivamente una mano— conseguí la batería del futuro. Y funciona, ¿no?

—Si —acepté, reluctante; señalé su psicófono—: A mí también me gustaría viajar en el tiempo. ¿Qué te parece si me dejaras intentarlo? Quizá logre resolver tu problema.

—Puedes intentarlo si lo deseas —me replicó, de bastante buena fe; me preparó un sillón—. Siéntale aquí, y te dejaré atisbar el futuro.

Colocando el soporte de los auriculares sobre mi cráneo, y apretando los discos de cubre contra mis sienes, justo en el nacimiento de las orejas, Burman conectó su psicófono a la corriente, poniéndolo en marcha; o más bien diré que trasteó un tanto en lo que supuse que era la forma de conectarlo.

—Lo único que tienes que hacer —me dijo— es cerrar los ojos, concentrarte, y luego permitir que tu imaginación vague por el futuro.

Manejó el control. En un par de ocasiones dijo: «Ah», y cada vez que lo dijo noté una peculiar sensación cosquilleante en mis infortunadas orejas. Al cabo de algunos segundos, exclamó: «Aja». Hice trampa y atisbé por las rendijas de mis párpados. El cristal estaba brillando como los ojos de las ratas en un sótano abandonado, con un carmín furtivo.

Cerrando mis propios instrumentos ópticos, dejé que mi mente vagase. Algo estaba fluyendo entre aquellos electrodos de cobre, un extraño e indescriptible algo que tanteaba con impalpables dedos alguna porción secreta de mi cerebro. Tuve la estúpida noción de que eran los diestros dedos de un mago aún por nacer que iba a gritar: «¡Presto!» y hacer aparecer mi preocupado trozo de carne pensante del interior de un sombrero del siglo XXX.

¿Cómo sería el siglo XXX? ¿Habría una vuelta al pasado? ¿Estaría de nuevo la humanidad compuesta por seres gruñones ataviados con pieles y ocultos en cavernas? ¿O habría continuado el progreso... quizá hasta hacer que el hombre se asemejase a los dioses?

¡Entonces, sucedió! ¡Lo juro! Me imaginé, voluntariamente, un salvaje, y luego un hombre de enorme cerebro con ojos brillantes... siendo este último mi versión de la fealdad que alcanzaremos algún día como raza. Justo en medio de este errático soñar, aquellos extraños dedos estrujaron mi cerebro, disolvieron mis fantasmas, y los reemplazaron con una imagen forzada que contemplé con toda la incapacidad de actuar y la claridad propias de una pesadilla.

Vi a un hombre gordo borboteando. De hecho, era un hombre bastante ordinario en su aspecto. En realidad, era tan normal que casi resultaba indiferenciable. Pero estaba vestido con una toga romana y llevaba una pequeña caja negra donde debería haber llevado una corona de laurel. Su auditorio estaba vestido de una forma similar, y todos balanceaban sus cajas como si se tratase de una convención de equilibristas. Lo que el gordo estaba disertando me parecía ininteligible, pero lo declamaba con una gran convicción.

La muchedumbre estaba al aire libre, y detrás de ella se veían grandes hileras curvadas de asientos. Probablemente se trataba de un auditorio público de algún tipo. Juzgando por la distancia de las últimas hileras, debía de tener un tamaño enorme. Muy por detrás de su borde se alzaba hacia el cielo un gran edificio, una construcción cúbica con paredes de lustrosos cuadrados, como un tremendo invernadero.

—¿Paqué?— aullaba el gordo, obviamente acalorado—. ¡Uk, uk, uk, momuni! Caj uneo, deno eso, deno quello —apuntó un dedo indignado contra el misterioso objeto en su coronilla—. Caj unco, uk, uk, uk. ¿Paqué? —miró airado a su alrededor—. ¡Pana!

La multitud murmuró su aprobación, aunque con un aire un tanto tímido. Pero ya era bastante para el gordo. Tomando una decisión, agitó su gordo puño y gritó:

—¡A tomporcul! —y luego se arrancó la caja de la coronilla.

Nadie dijo nada, nadie se movió. Anonadados y con los ojos muy abiertos, los componentes de la muchedumbre se quedaron muy quietos mirando corno si estuvieran paralizados ante la visión de un ser humano sin caja. Algo con un largo y aerodinámico cuerpo y amplias alas se alzó grácilmente en la distancia, y planeó sobre el auditorio, pero la multitud permaneció sin moverse ni pronunciar sonido.  Con una sonrisa de triunfo en su amplio rostro, el gordo aulló:

—¡Ave siaz algoora! ¡Ave siaz...!

No pudo seguir. Con una emisión de niebla de su cola, pero en perfecto silencio, la cosa planeante picó y lanzó un dardo de débil luz plateada. La luz tocó al gordo. Se pudrió donde estaba, como una víctima de una lepra ultrarrápida. Se pudrió, se desplomó, se hizo polvo en el interior de sus ropas vacías, transformándose en cenizas. Fue horrible.

Los espectadores no huyeron presas del pánico; ni una expresión de miedo, odio o disgusto surgió de sus muy apretados labios. En perfecto silencio permanecieron allí, mirando, tan solo mirando, como una horda de soldados de plomo. La cosa del cielo trazó un círculo para contemplar su tarea, y luego picó muy baja sobre la multitud, mientras una gruesa antena de su proa chisporroteaba furiosa. Como un solo hombre, la muchedumbre giró a la izquierda. Como un solo hombre comenzó a marchar: izquierda, derecha, izquierda, derecha.

Arrancándome el soporte, le dije a Burman lo que había visto, o lo que su artilugio le había persuadido que pensase que había visto.

—¿Qué demonios significaba aquello?

—Autómatas —murmuró—. Invernaderos y naves voladoras —hojeó un gran diario repleto de notas de su propia mano—. Ah, sí; parece que estuviste a principios del siglo XXX. La inquietud fue persistente durante veinte años antes de la Rebelión contra las Cajas.

—¿Qué rebelión?

—Contra las Cajas: la revolución de los autómatas contra los tecnócratas del siglo XXXI. Jackson-Dkj-99717, un conspirador afortunado y astuto que tenía una caja averiada, averió en secreto centenares de otras cajas, y al fin llevó a los rebeldes a la victoria en el 3047. Su tataranieto, un tipo bastante bruto y ambicioso, fue el causante de la rebelión de los Hombres Libres sin Caja contra su propio grupo en el poder, los jacksonócratas.

Me quedé con la boca abierta durante su recital, y luego le dije:

—En la forma en que lo cuentas, suena como si fuera historia.

—Naturalmente que es historia —afirmó—. Historia que aún no ha sucedido—. Se quedó pensativo durante un rato—. Estudiar el futuro puede parecerte una cosa extraña, pero para mí resulta bastante normal. Lo be hecho durante años, y quizá la familiaridad ha matado el asombro. El problema es que es difícil lograr una selectividad. Uno puede escoger un período especial veinte veces seguidas, pero jamás logra hallarse en el mismo mes, o siquiera en el mismo año. De hecho, uno puede considerarse afortunado si logra llegar dos veces a la misma década. El resultado es que mis datos son muy erráticos.

—Puedo imaginar eso —le dije—. Alguien que tenga un buen sentido del tiempo puede suponer qué hora es con exactitud al minuto, pero jamás con una exactitud al segundo, ni siquiera a los diez segundos.

—¡Así es! —me respondió—. Por lo tanto, he tenido el privilegio de contemplar el panorama del futuro, pero de una manera tan infernalmente fraccionada que jamás he podido hacerme con las cosas que me interesaban. En una ocasión tuve la fortuna de contemplar cómo montaban una batería en el siglo xxv, desde el principio hasta el final. Logré todos los detalles antes de perder la escena, a la que nunca más he logrado volver. Pero pude construir esa batería... y ya sabes con qué resultado.

—¡Así que ésa es la manera en que obtuviste tu famosa batería!

—¡Sí! Pero la mía, por buena que sea, no es tan buena como la que vi. Falta algún pequeño factor —su voz se espesó repentinamente cuando añadió—: Me faltó algo, porque tenía que faltarme.

—¿Por qué? —le pregunté, totalmente desconcertado.

—Porque la historia, pasada o futura, no permite ninguna paradoja grave. Porque habiendo robado esa batería en el siglo xxv, estoy en la historia de esa época como el inventor de ella en el siglo xx. Durante esos cinco siglos la han logrado mejorar algo, pero esa mejora me fue, automáticamente, negada. La historia del futuro es tan fija e inalterable para la gente del presente como lo es la historia del pasado.

—Entonces —le pedí—, explícame qué es ese complicado artefacto que no hace nada más que decir buzzzz.

—¡Maldita sea! —dijo, claramente airado—. ¡Eso es lo que está volviéndome loco! No puede ser una paradoja, no lo puede ser —luego, más cuidadosamente—: Así que debe de ser una paradoja aparente.

—De acuerdo. Ahora dime cómo se puede vender una paradoja aparente, y los usos comerciales de la misma, y yo te haré un artículo de primera.

Ignorando mi sarcasmo, prosiguió:

—Intenté vislumbrar el futuro tan lejos como fuera posible para una mente humana. No vi nada, nada más que la devastación de un suelo estéril sobre el que se hallaba una máquina extraña, brillando en silenciosa y solitaria majestad. De alguna forma parecía consciente de mi escrutinio a través del golfo de las incontables eras. Mantuvo mi atención con un poder cuasi-hipnótico. Durante más de un día, durante treinta horas, mantuve esa visión sin perderla... es el tiempo más largo que he logrado mantener una visión del futuro.

—¿Y bien?

—La diseñé. Hice unos diseños completos de la máquina, con la tranquila confianza de un diseñador experto. No podía ver su interior, pero de alguna manera supe cómo era, lo averigüé. Perdí la visión a las cuatro de la madrugada, encontrándome hundido en masas de diseños muy complicados, con una cabeza martilleante, grandes ojeras y una sensación como de terror en mi corazón —se quedó en silencio durante un corto rato—. Un año más tarde logré reunir el suficiente coraje, y comencé a construir la cosa que había dibujado. Me costó una cantidad infernal de dinero y una cantidad infernal de tiempo, pero lo logré... está acabada.

—Y lo único que hace es buzzz —indiqué, con genuina simpatía.

—Sí —suspiró dubitativo.

No había nada más que decir. Burman contempló hosco la pared, con su mente muy, muy lejos. Yo jugueteé descuidadamente con los discos de cobre del psicófono. Reconozco que mi imaginación es tan buena como la del que más, pero ni aunque en ello me fuera la vida podía imaginar o sugerir un uso provechoso para un ataúd metálico repleto de piezas de relojería. No, ni siquiera aunque lanzase extraños sonidos.

Un débil y suave rrrrr surgió del féretro. Era un nuevo sonido que nos hizo girar para contemplarlo con ojos desorbitados. De nuevo dijo: ¡rrrrr!. Vi cómo en su interior giraban las ruedas de precisión a través de la ventanilla frontal.

—¡Santo cielo! —dijo Burman.

—¡Buzzzz! ¡Rrrrr! ¡Clic! —repentinamente, todo el artilugio giró hacia un lado sobre sus ocultas ruedas.

Lo malo conocido no asusta ni la mitad que lo malo desconocido. No quiero decir que aquella repentina demostración de vida y movimiento nos dejase aterrorizados, pero ciertamente nos puso nerviosos, y nuestros corazones incrementaron su latir en una docena de buraps por minuto. Aquella cosa con forma de ataúd era, o podía ser, algo malo que no conocíamos. Así que nos quedamos allí, sin movernos, atisbándola fascinados, sintiéndonos aprensivos y sin saber por qué.

El movimiento cesó cuando la cosa se hubo deslizado medio metro. Se quedó allí, silenciosa, imperturbable, con sus lentes delanteras contemplándonos con una vítrea falta de expresión. Luego, se deslizó otro medio metro. De nuevo se detuvo. Más contemplación inexpresiva. Tras esto, un deslizarse más rápido y largo que la llevó justo junto a la mesa de laboratorio. En aquel punto dejó de moverse, y comenzó a emitir unos tics variados pero sincronizados, como los de un par de relojes antiguos resonando al unísono.

—¡Algo va a pasar! —dijo en voz baja Burman.

Si la máquina pudiera haber hablado, le habría quitado esas palabras de la boca. Apenas había dicho la frase, cuando se abrió una trampilla en el costado de la máquina, y un brazo metálico articulado reptó cautamente a través de la abertura, asiendo un cronómetro marino que se encontraba en la mesa.

Con un juramento que indicaba su sorpresa, Burman se abalanzó para rescatar el cronómetro. Era demasiado tarde. El brazo lo aferró, lo metió en el interior de la máquina, y la trampilla se cerró con un chasquido seco, similar al terrible sonido de una trampa para osos que se cierra. Simultáneamente, se abrió otra trampilla en la parte delantera, y otro brazo articulado saltó hacia adelante, volviendo a meterse en un movimiento ultrarrápido e imposible de seguir. Esa trampilla también se cerró de golpe, dejando a Burman contemplando boquiabierto sus rasgadas ropas, de las que había sido arrancado su caro reloj y su igualmente cara cadena de oro.

—¡Santo cielo! —exclamó, apartándose de la máquina.

Nos quedamos un rato mirándola. No se movió de nuevo, simplemente se quedó allí, tictaqueando tranquilamente, como si rumiase su mal habida comida. Sus lentes nos contemplaban con la tranquila falta de interés de una vaca bien alimentada. Tuve la estúpida idea de que estaba digiriendo feliz una masa de ruedecillas, engranajes y tornillos.

Dado que su sutil aire amenazador parecía haber desaparecido, o quizá porque notábamos que estaba totalmente preocupada con lo que hacía, efectuamos un intento por rescatar el valioso aparato de medición del tiempo de Burman. Este tiró con todas sus fuerzas de la trampilla por la que había desaparecido su reloj, pero no logró moverla. Yo lo ayudé, pero sin resultado. Estaba tan bien cerrada como si la hubiesen soldado. No logramos forzarla ni con un largo destornillador. Quizá con una barra de hierro o una buena palanqueta lo hubiéramos logrado, pero al llegar a este punto Burman decidió que no deseaba dañar una máquina que le había costado mucho más que el reloj.

—¡Tic-tic-tic! —dijo tranquilamente el féretro. Volvíamos a estar en el punto inicial, tanteando y sin saber más que antes. No había nada que hacer, y creí notar que el maldito artefacto lo sabía. Por eso se quedaba allí tranquilo, mirándonos a través de sus lentes y burlándose con su tic-tic-tic. De su tripa, o de donde se hubiera hallado su tripa de haber tenido una, se irradiaba un cierto calor. Según los dibujos de Burman, allí era donde estaba localizado el pequeño horno eléctrico.

¡La cosa estaba funcionando! De eso no cabía duda. Si Burman sentía lo mismo que yo, debía de estar bastante airado. Allí estábamos, como un par de estúpidos, sin saber lo que se suponía que debía hacer la máquina, mientras ésta lo estaba haciendo frente a nuestras mismísimas narices.

¿De dónde estaba sacando la energía? ¿Estaban sorbiendo aquellas antenas que surgían como cuernos de su cabeza alguna corriente de la atmósfera? ¿O estaría quizá absorbiendo una energía radial? ¿O tendría algún tipo de energía interna? Todo parecía mostrar que estaba haciendo algo, dando vida a alguna cosa, pero, ¿dando vida a qué?

—¡Tic-tic-tic! —era la única respuesta.

Nuestras preguntas seguían sin respuesta y nuestra curiosidad insatisfecha, y la máquina estaba aún tictaqueando atareada al llegar la medianoche. Decidimos dejar el problema hasta la siguiente mañana. Burman cerró su laboratorio con doble vuelta de llave antes de que nos marchásemos.

La tarea del agente de policía Burke era muy simple. Lo único que tenía que hacer era caminar una y otra vez alrededor de la manzana, manteniendo un ojo avizor sobre las tiendas en general y el gran almacén de joyería en particular, telefoneando al cuartelillo cada hora desde el poste de la esquina.

El trabajo nocturno era adecuado al carácter taciturno de Burke. Podía ir caminando, charlando consigo mismo, sin nada que le molestase o le apartase de sus cogitaciones internas. En aquel vecindario jamás pasaba nada durante la noche, jamás.

Deteniéndose frente al escaparate repleto de joyas, miró a través del cristal y la gruesa reja tras él, hacia donde una bombilla de poca potencia lanzaba su luz sobre la gigantesca caja fuerte. Allí dentro había la fortuna de un raja. El policía, la reja, las alarmas automáticas y unas muy ingeniosas trampas la protegían de los aventureros dedos de cualquiera que desease hacerse con el tesoro de un raja. En veinte años, nadie había llevado a cabo un tan loco intento. Ni siquiera había tratado nadie de apoderarse del contenido del escaparate protegido por la verja.

Miró hacia arriba, a la débilmente iluminada nube tras la cual se ocultaba la Luna. Girándose, siguió su caminar. Un gato pasó reptando junto a él, pisando cauta y silenciosamente, apretándose contra la esquina de la pared. Sus agudos ojos detectaron su acurrucada forma aún en la obscuridad nocturna, pero lo ignoró y siguió hacia la esquina.

Tras él, el gato llegó bajo el escaparate por el que acababa de mirar. Se detuvo, con una de las patas delanteras semialzada, y sus orejas inclinadas hacia adelante. Luego, aplastó su tripa contra el cemento, con sus encendidas pupilas muy abiertas, alertas y atentas. Su cola se movía lentamente de un lado a otro.

Algo pequeño y brillante llegó correteando hacia él, moviéndose con la rapidez y agilidad de un ratón por la esquina de la pared. El gato entró en tensión cuando el objeto se le acercó. De pronto, la cosa estuvo a su alcance, y el gato saltó con grácil ansiedad. Sus hambrientas garras golpearon una superficie que no era blanda y peluda, sino dura, brillante y resbaladiza. La cosa se le escapó corno un juguete de cuerda mientras intentaba en vano retenerla. Finalmente, con un resoplido irritado, el gato le lanzó un tremendo zarpazo, lanzándola a un par de metros de distancia, donde quedó boca arriba, emitiendo clics de protesta y pequeños pero urgentes impulsos que su félido atacante no podía captar.

Alcanzando el alcantarillado de un solo salto, el gato se acurrucó de nuevo. Otra cosa se acercaba. El gato aprestó sus músculos, y sus ojos brillaron. Otra cosa algo similar a! curioso objeto que acababa de capturar, pero algo mayor y un poco más ruidosa, y de una forma bastante diferente. Parecía un pequeño cilindro chapado en oro, con un frontis cónico de! que surgía una afilada hoja, y se deslizaba rápidamente sobre invisibles ruedas.

De nuevo saltó el gato. Más allá de la esquina, Burke oyó su breve maullido y el subsiguiente gorgoteo. El sonido no le preocupó: había oído gatos, ratas y otros animales hacer todo tipo de extraños ruidos en la noche. Flemáticamente, continuó su ronda.

Tres cuartos de hora más tarde, el agente de policía Burke había completado su paseo hasta volver al lugar fatal. Iluminando con su linterna el cadáver, giró al animal con su bota. Estaba degollado. Le habían cortado el cuello con tal salvajismo que casi habían desprendido su cabeza del cuerpo. Burke hizo una mueca al verlo. No apreciaba particularmente a los gatos, pero encontraba difícil el pensar que alguien pudiera odiarlos de tal manera.

—Hay alguien —murmuró— que se merecería que lo despellejasen vivo.

Su enorme pie empujó el gato muerto hacia la alcantarilla, donde los barrenderos se lo llevarían por la mañana. Volvió su atención hacia el escaparate, y vio la luz aún brillando sobre la intacta caja fuerte. Su mente seguía en el gato mientras sus ojos miraban y le decían que algo andaba mal. Entonces, volvió de nuevo su atención a su trabajo, se dio cuenta de lo que andaba mal, y sudó por cada uno de sus poros. No era la caja fuerte, era el escaparate.

Frente a la ventana, las apretadas bandejas de valiosos anillos seguían brillando tal como antes. A su derecha, la platería destellaba como siempre. Pero, a la izquierda, había habido antes una pequeña muestra de delicados y enormemente caros relojes. Ya no estaban allí, ninguno de ellos. Recordó que justo enfrente de todo se hallaba un excelente y bello cronómetro con diamantes cuyo precio equivalía a un sueldo. También éste había desaparecido.

El haz de su linterna temblaba mientras comprobaba la puerta de reja, encontrándola cerrada y asegurada. Tras ella, la puerta también estaba firmemente cerrada. El candado estaba cerrado, y su gruesa anilla seguía aún fuertemente fija. Fue al escaparate, y al fin halló un pequeño y cuidadoso orificio de unos cinco centímetros de diámetro en la parte inferior del ángulo más cercano a los objetos desaparecidos.

La maldición de Burke fue muy explosiva mientras se volvía y corría hacia la esquina. Su mano temblaba de indignación mientras asía el teléfono de la caja. Llamando al cuartelillo, recitó su historia. Creía tener una buena idea de lo que había sucedido, pues le parecía haber leído en cierta ocasión cómo habían llevado a cabo algo similar en alguna parte.

—Parece como si hubieran cortado una circunferencia con un compás de diamante, la hubieran extraído con una ventosa, y luego pescado los objetos a través del agujero con un gancho extensible —escuchó un momento, y luego dijo—: Sí, sí. Eso es lo que no entiendo... Los anillos valen diez veces más.

Sus ojos, aún asombrados, recorrieron la calle mientras atendía a la voz del otro extremo de la línea. Los ojos vagaron lentamente, descendieron, llegaron al alcantarillado, y permanecieron fijos en la poco visible forma que yacía allí. ¡Otro gato muerto! Aún aferrando el teléfono, Burke se movió tanto como le permitía el cable, extendió su bota y apartó el gato del bordillo. Dejó caer la luz sobre él. ¡Igual que el otro... de oreja a oreja!

—Y, escuche —gritó por el teléfono—, algún maníaco anda por aquí matando gatos.

Colgando el teléfono, se apresuró a regresar al escaparate violentado, haciendo guardia frente a él hasta que llegó el coche patrulla. Bajaron cuatro agentes de él.

—¡Gatos! —dijo el primero—. ¡Alguien anda tras los gatos! Hemos pasado a un par a dos manzanas de aquí. Estaban justo en medio de la calzada, bien iluminados por los faros, y casi los habían guillotinado. Tenían los cuerpos aún calientes.

El segundo gruñó, se acercó al escaparate, miró a la pequeña y limpia abertura y dijo:

—La gente que hizo esto debe ser demasiado lista como para haber dejado huellas.

—No fueron lo bastante listos como para llevarse los anillos —gruñó Burke.

—Quizá haya algo de razón en eso —concedió el otro—. Si se descuidaron en esto, quizá también lo hicieron en lo otro. Buscaremos huellas.

Un taxi llegó por la obscura calle, aparcando tras el coche de la policía. Un individuo impecablemente vestido, altivo y muy agitado, salió, corriendo hacia el grupo que esperaba. Unas llaves tintineaban en su pálida y húmeda mano.

—Soy Maley, el encargado. Ustedes me han telefoneado —explicó, sin aliento—. ¡Caballeros, esto es terrible, terrible! ¡El muestrario del escaparate vale miles, miles! ¡Qué perdida, qué pérdida!

—¿Qué tal si nos dejase entrar? —le preguntó calmoso uno de los policías.

—Naturalmente, naturalmente.

Tembloroso, abrió la puerta de verja, y la interior, usando unas seis llaves para ello. Entraron. Maley encendió las luces, y metió la cabeza entre los estantes de cristal, contemplando el escaparate vaciado.

—¡Mis relojes, mis relojes! —gruñó.

—Es horrible, horrible —dijo uno de los policías, hablando con bella solemnidad. Lanzó un guiño burlón a sus compañeros.

Maley se inclinó aún más, para inspeccionar un rincón vacío.

—Todos desaparecidos, todos desaparecidos —gimió—. Todo el muestrario de los mejores relojes de... ¡ayyyy! —su gemido les hizo saltar. Maley se agitó mientras trataba de abrirse camino por entre los estantes hacia la verja y el cristal que había tras ella—. ¡Mi reloj! ¡Mi propio reloj!

Los otros se pusieron de puntillas, miraron sobre sus hombros, y vieron la cadena de oro de un enorme reloj de bolsillo desapareciendo a través del agujero de cristal. Burke fue el primero en salir, recorriendo el suelo con su linterna. Entonces, divisó el reloj. Se estaba moviendo rápidamente, cerca del ángulo de la pared, pero se detuvo en seco cuando el haz de su linterna cayó sobre él. Creyó ver algo más, igualmente brillante y metálico, que desaparecía rápidamente en la obscuridad, más allá del círculo de luz.

Recogiendo el reloj, Burke se detuvo y escuchó. Los ruidos de los otros que se acercaban le impidieron que oyera con claridad, pero hubiera podido jurar que había escuchado un débil sonido zumbante, y un rápido y agitado tictaquear que no surgía del instrumento que tenía en la mano. Pero debía de haber sido producto de su preocupada imaginación. Frunciendo profundamente el ceño, se volvió hacia sus compañeros.

—No había nadie —aseveró—. Debió caérsele del bolsillo y rodar.

Maldita sea, pensó. ¿Podía rodar tanto un reloj? ¿Qué infiernos estaba sucediendo aquella noche? A lo lejos, calle arriba, algo gimió y luego gorgoteó. Burke se estremeció... podía imaginarse lo que era. Miró a los otros, pero, aparentemente, no habían oído nada.

Los periódicos lo mencionaron por la mañana. El total era: sesenta relojes y ocho gatos, y algunas cosas del almacén de un fabricante local de instrumentos científicos. Lo leí mientras iba hacia casa de Burman. Los detalles eran abundantes, pero no completos. Los tuve todos más tarde, cuando descubrimos el verdadero significado de lo sucedido.

Burman me esperaba cuando llegué. Parecía a un tiempo molesto y preocupado.

En el rincón, el féretro estaba tictaqueando ininterrumpidamente, con un sonido mucho más fuerte que el día anterior. La cosa sonaba como una verdadera colmena industrial.

—¿Y bien? —pregunté.

—Se ha movido mucho durante la noche —me dijo Burman—. Ha roto un par de termómetros y tomado el mercurio de ellos. Encontré algunos cajones y armarios abiertos, y otros cerrados, pero tengo la molesta sensación de que ha registrado cuidadosamente todo. Ha desaparecido un paquete de hojas de papel de estaño, y también un rollo de hilo de cobre —señaló con un dedo irritado hacia la parte inferior de la puerta por la que yo acababa de entrar—, y creo que es el culpable de los agujeros de ratón que hay ahí: no estaban ayer.

Desde luego, había un par de agujeros en la parte inferior de aquella puerta, pero ninguna rata los había hecho: eran limpios, definidos y redondos, casi como si un carpintero los hubiera hecho con una sierra de precisión.

—¿Qué sentido tiene el haber hecho eso? —interrogué—. No puede meterse por unos agujeros de ese tamaño.

—¿Qué sentido tiene todo el asunto? —replicó Burman. Lanzó una mirada de odio a la atareada máquina, que se la devolvió con sus inexpresivas lentes, continuando ininterrumpidamente su trabajo.

—¡Tic-tic-tic! —persistía la maldita cosa, y luego—: ¡Zummm! ¡Bump! ¡Clik!

Abrí la boca, pretendiendo lanzar un sarcástico comentario acerca de la máquina, cuando surgió un muy débil, sutil y extremadamente agudo gemido. Algo pequeño, metálico y brillante apareció disparado por una de las ratoneras, y atravesó a toda prisa el suelo hacia la rugiente monstruosidad. Se abrió una trampilla, y lo tragó con tal rapidez que hubo desaparecido antes de que lograra darme cuenta de lo que había visto. La cosa era un objeto cilíndrico y pulimentado parecido al carrete de una máquina de coser, pero de unas cuatro veces su tamaño, y había estado arrastrando algo también pequeño y metálico.

Burman me miró; yo miré a Burman. Entonces, trasteó por el laboratorio y encontró un tubo de acero de un metro de largo y un centímetro de grosor. Arrastrando una silla hasta la puerta, se sentó, aferró el tubo como una porra, y clavó la mirada en las ratoneras. Imperturbable, la máquina lo contempló y continuó claqueando.

Diez minutos más tarde, se oyó un repentino clic y otro pequeño zumbido. Nada entró por los agujeros, pero el curioso objeto que ya habíamos visto, u otro exactamente igual, cayó por una trampilla y se deslizó hacia la puerta junto a la que estábamos esperando. Tomó a Burman por sorpresa. Dio un loco golpe con el tubo mientras la cosa brillaba junto a sus pies y escapaba por el agujero. Había desaparecido ya antes de que el arma golpease el suelo.

—¡Maldita sea! —exclamó Burman, de corazón; mantuvo el tubo en equilibrio sobre las puntas de sus dedos mientras miraba con odio el industrioso ataúd—. Lo haría pedazos si no fuera porque me gustaría atrapar antes una de esas pequeñas cosas.

—¡Cuidado! —aullé.

No llegó a tiempo. Apartó su atención del féretro hacia los agujeros, blandiendo el pesado tubo con una mirada de asombro en el rostro. Pero su reacción fue demasiado lenta. Tres de los pequeños objetos misteriosos habían atravesado los agujeros y se hallaban a media distancia de camino antes de que su arma estuviera dispuesta a golpear. El féretro se los tragó con el golpeteo de una trampilla.

El trío invasor había corrido en fila india, y esta vez pude contemplarlos mejor. Los dos primeros eran artefactos dorados, muy similares al que ya habíamos visto. El tercero era mayor, más rápido, y me dio la impresión de que podía maniobrar con más ligereza. Tenía en su parte delantera una larga y aguda proyección, una cosa terrible y malévola parecida a un bisturí de cirujano. Su misma velocidad me impidió estudiarlo detenidamente, pero tuve la impresión de que la punta del bisturí estaba manchada de sangre. Comenzó a sudarme la espalda.

Se oyó un irritado arañar en la parte exterior de la puerta, y una garra de punta blanca tanteó con precaución por uno de los agujeros. El gato se alejó a una distancia segura cuando Burman abrió la puerta, pero miró ansioso hacia el interior del laboratorio. Su presencia no necesitaba explicación alguna: el despierto animal debía de haber atisbado a aquellos infernales pequeños seres. Los dos tuvimos la misma idea: los gatos son rápidos en sus ataques, muy rápidos. Si le dábamos la oportunidad, quizá aquél pudiera cazar por nosotros.

Lo llamamos con suaves palabras y gestos amistosos. Su ansiedad superó su normal recelo hacia los extraños, y entró. Cerramos la puerta tras él; Burman volvió a tomar su tubo, se sentó junto a la puerta, y trató de mantener un ojo en los agujeros y otro en el gato. No podía hacer ambas cosas, pero lo intentó. El gato olisqueó y rebuscó por la habitación, maullando con frustración; su comportamiento sugería que estaba buscando más visualmente que por el olfato. No había ningún olor.

Con persistencia felina, el animal exploró todo el laboratorio. Pasó varias veces junto al zumbante ataúd, pero lo ignoró completamente. Al fin, el gato lo dejó correr, se sentó en el rincón de la mesa del laboratorio, y comenzó a lavarse la cara.

—¡Tic-tic-tic! —exclamó la gran máquina; luego—: ¡Zummm! ¡Tump!

Se abrió una trampilla, y cayó uno de los objetos pequeños, corriendo hacia la puerta. Un segundo lo siguió. El primero fue demasiado rápido hasta para el gato, y también para el sorprendido Burman. «¡Bang!», cayó con violencia el trozo de tubo, mientras el primer objeto atravesaba triunfalmente un agujero.

Pero el gato cazó al segundo. Con un tremendo salto, con las patas extendidas y las uñas fuera, atrapó a su víctima a un palmo de la puerta. Trató de aferrar la resbaladiza cosa, no lo logró, y la perdió por un instante. El objeto giró a su alrededor en un loco rizo. El gato lo cazó de nuevo, lo perdió una vez más, emitió un resoplido irritado, y le dio un golpe contra el zócalo. El aparato quedó allí, boca arriba, con cuatro diminutas ruedas girando locamente en su parte inferior con un agudo y casi inaudible zumbido.

Con los ojos brillantes por la excitación. Burman dejó su arma y fue a recoger el objeto. Al mismo tiempo, el gato se deslizó hacia él, dispuesto a juguetear un poco. El artefacto yacía impotente sobre su espalda, pero antes de que cualquiera de los dos lograse alcanzarlo, la gran máquina del otro lado de la habitación dijo: «¡Clunc!», abrió una trampilla, y escupió otro artilugio.

Con asombrosa rapidez, el gato se giró y saltó sobre el recién llegado. Entonces siguió un pandemónium. Su presa fintó rápidamente con un destello dorado; el gato fintó con ella, escupió y resopló. Su pelo blanco y negro se entremezcló en el ardor del combate con ocasionales brillos dorados, y los resoplidos y bufidos ocultaron un persistente zumbido que crecía y disminuía, tal como ocurre cuando se acelera o frena un vehículo.

El gato emitió un jadeo particular, y el suelo apareció manchado de sangre. El animal manoteó locamente, emitió otro jadeo, al que siguió un gorgoteo, se estremeció, y se desplomó, mientras un chorro carmín brotaba del gran tajo en su garganta.

Apenas habíamos tenido tiempo de apreciar todo el significado de la terrible escena, cuando el vencedor se dirigió hacia Burman. Este se hallaba junto a la pared, con el objeto aún zumbante en su mano, con los ojos desorbitados de horror; pero tenía aún la bastante presencia de ánimo corno para dar un frenético salto un segundo antes de que la rápida amenaza llegase a sus pies.

Aterrizó tras la cosa, pero esta se giró sobre sí misma y se abalanzó de nuevo hacia él. Vi el metálico brillo de su bisturí mientras giraba con terrible velocidad, y este brillo estaba oculto por un pegajoso líquido carmesí en una extensión de cinco centímetros. Burman saltó de nuevo sobre el objeto, llegó hasta la mesa de laboratorio, y se subió encima.

—¡Dios mío! —jadeó.

Para entonces yo ya tenía el trozo de tubo que él había abandonado. Lo blandí, sintiendo su reconfortante peso, y luego hice todo lo que pude para lanzar al zumbante monstruo a través de la ventana, por encima del tejado. Pero era demasiado ágil para mí. Zumbó, aceleró, y evitó la misma punta del acero que descendía, rodeando por dos veces la mesa sobre la que Burman había tomado refugio. Me ignoraba por completo. De alguna manera, creí notar que respondía enteramente a alguna misteriosa llamada del artefacto que Burman había capturado.

Di un golpe desesperado, fallé de nuevo, aunque juro que esta vez no fue por más de un milímetro. Algo atravesó los agujeros de la puerta, voló junto a mí hacia la gran máquina. Débilmente, oí cómo se abrían y cerraban trampillas, y cómo, por encima de todo otro sonido, se escuchaba aquel tranquilo y persistente tic-tic-tic. 

Otro furioso golpe no logró más que desconchar e! suelo y causarme un dolor en el hombro.

Inesperada e increíblemente, la maldición dorada cesó sus locas vueltas alrededor de la mesa. Con un resonante clic y un zumbido mucho más fuerte que cualquiera de los anteriores, escaló fácilmente una pata de la mesa y llegó hasta su parte superior.

Burman abandonó su refugio de un solo salto. Aún seguía agarrando el objeto. Jamás había visto tan pálido su rostro.

—¡La máquina! —dijo roncamente—. ¡Machácala a golpes!

—¡Tunk! —hizo la máquina; se abrió una trampilla, soltando otro demonio provisto de bisturí—. ¡Tzzzz! —un tercero surgió a través de los agujeros de la puerta. Cuatro de los otros artefactos pasaron tras él y corrieron hacia el féretro, alcanzando su santuario. Un quinto llegó, más lentamente. Arrastraba un muelle de válvula de automóvil. Lo lancé de una patada contra la pared, mientras largaba un vano golpe contra uno de los provistos de bisturí.

Con otro salto, Burman evitó a un atacante. Un segundo le sajó el tacón de su zapato derecho mientras aterrizaba. De nuevo alcanzó la mesa, de la que había descendido ya su primer enemigo. Las tres cosas provistas de bisturí se abalanzaron hacia la mesa con un zumbido irritado que era aterrador.

—Suelta ese maldito cacharro —grité.

No lo soltó. Mientras el trío de guerreros zumbaba patas arriba, lo lanzó con todas sus fuerzas contra el ataúd que le había dado vida. Golpeó contra él, abolló la carcasa, y cayó al suelo. Burman estaba de nuevo en el suelo. El aparato que había lanzado yacía aplastado y silencioso, con sus pequeñas ruedas motrices paradas.

Los artilugios armados que giraban alrededor de la mesa parecieron cambiar de propósito al mismo tiempo que era destrozada la máquina capturada. Juntos, se apartaron de la mesa y desaparecieron por los agujeros de la puerta. Un cuarto surgió de la máquina, escoltando a dos de los otros, y también ellos atravesaron la puerta. Un segundo o dos más tarde, una nueva cosa, diferente del resto, surgió a través de uno de los agujeros. Era largo, de cuerpo redondo y extremidades chatas, de más o menos el tamaño de media porra de policía, con seis ruedas por debajo y una doble hilera de pequeños rectángulos delante. Casi atravesó toda la habitación mientras lo contemplábamos, fascinados. Vi cómo los rectángulos se agarraban y giraban mientras subía la bajada trampilla. ¡Eran diminutas orugas!

Burman ya tenía bastante. Tomó una decisión. Encontrando el tubo de acero, lo agarró con fuerza y se acercó al ataúd. Sus lentes parecieron burlarse de él mientras se le enfrentaba. Doce años de intensos trabajos iban a ser destruidos de golpe. Interminables días y noches de esfuerzo deshechos en un instante. Pero a Burman eso ya no le importaba. Con un furioso movimiento de los brazos, golpeó el cristal, demoliéndolo. Y usando luego el tubo como una lanza, destruyó el montaje de ruedas y engranajes que había detrás.

El féretro se estremeció y se deslizó bajo los cada vez más irritados golpes. Se abrieron las trampillas, dejando caer a los inertes hijos de la cosa. El maldito objeto gruñó y gimió mientras Burman lo hacía pedazos. Luego se quedó silencioso, quieto, una masa informe e inútil de componentes rotos y deformados.

Tomé la abollada forma del objeto que acababa de entrar. Era pesado, asombrosamente pesado, y aún tras la parcial destrucción, su construcción parecía maravillosa. Tenía un diminuto y casi invisible ojo en la parte delantera, pero su microscópica lente estaba astillada. ¿Había regresado para ser reparado?

—Eso es todo —dijo Burman, suspirando audiblemente.

Abrí la puerta para ver si los ruidos habían atraído la atención de alguien. No había sido así. Había uno de los objetos inerte junto a la puerta, y otro a un metro más allá. El primero llevaba asido un corto trozo de cadena de latón a un pequeño gancho de su parte trasera. La parte delantera del segundo se había abierto como un diafragma fotográfico, y en su interior había un par de brazos metálicos articulados, recogidos y aferrando un diamante de tamaño mediano. Parecía como si estuviera a punto de meterlo en su interior cuando Burman había destruido la gran máquina.

Recogiéndolos, los metí en el laboratorio. Su total inactividad, a pesar de que no parecían dañados, sugería que habían sido controlados por la gran máquina, obteniendo de ella su energía motriz. Si así era, entonces habíamos resuelto de la forma más simple nuestro problema, pues al destruir ésta habíamos destruido a todos sus hijos. Burman recuperó el aliento y comenzó a hablar.

—¡Un Robot Madre! Eso es lo que he hecho: un duplicado del Robot Madre. No me di cuenta, pero estaba construyendo con toda paciencia la cosa más peligrosa que jamás haya existido, una cosa que es una terrible amenaza, puesto que comparte con la humanidad la habilidad de reproducirse. ¡Gracias al cielo, lo detuvimos a tiempo!

—Así que —comenté, recordando lo que decía haber visto en el más lejano futuro —ese es el dueño, o, mejor dicho, la dueña final de la Tierra. Una perspectiva poco alentadora para la humanidad, ¿no?

—No necesariamente. No sé cuan lejos llegué, pero tengo la impresión de que era muy lejos en el futuro, y que la Tierra se había tornado estéril desde el punto de vista de la humanidad. Quizá la raza emigró a algún otro lugar del cosmos, dejando a sus máquinas esclavas, semiinteligentes, para que luchasen por la existencia o muriesen. Y lucharon... y sobrevivieron.

—Y entonces trataron de arreglar las cosas para alterar el pasado a su favor —sugerí.

—No, no lo creo. —Burman estaba ya mucho más calmado—. Creo que más que un malévolo intento fue un interesante experimento. Todo el asunto estaba condenado por anticipado, pues su éxito hubiera significado una paradoja imposible. No hay robots en el próximo siglo, ni noticia de ellos. Por consiguiente, los intrusos en nuestro tiempo debían ser destruidos y olvidados.

—Lo cual quiere decir —le señalé—, que no sólo destruirás la máquina, sino también todos tus diseños, tus notas y el psicófono, no dejando más que algunos acontecimientos extraños y un buen relato que yo podré contar.

—Exactamente... lo destruiré todo. He estado pensando en todo esto, y hasta este momento no he logrado darme cuenta de que el psicófono jamás será de la menor utilidad para mí. Únicamente me permite descubrir o inventar aquellas cosas que la historia ha decretado que inventaré, y que, por consiguiente, puedo descubrir sin necesidad de ese aparato. No puedo gastar bromas con la historia, pasada o futura.

—¡Hum! —no podía encontrar ninguna falla en su razonamiento—. ¿Te diste cuenta de la similitud con las abejas que presentaban nuestros antagonistas? Tu construiste la colmena, y de ella surgieron trabajadores, guerreros y... —señalé el último objeto— un zángano.

—Sí —dijo lúgubremente—. ¡Y estoy pensando en el néctar recogido: ochenta relojes! Sin mencionar todos los otros objetos que ya aparecerán en la prensa de !a noche, mas cualquier demanda por un gato asesinado. Menos mal que soy un hombre rico.

—Nadie sabe que tengas nada que ver con estos incidentes. Puedes compensar en secreto, si así lo deseas.

—Lo haré —declaró.

—Bien —proseguí, animado—. Todo ha acabado bien. Gracias al cielo, logramos eliminar la amenaza que nosotros mismos trajimos.

Con un suspiro de alivio, caminé hacia la puerta. Un agudo zumbido de un diminuto motor atrajo mi asombrada atención hacia el suelo. Mientras Burman y yo mirábamos con las bocas muy abiertas, uno de los trabajadores dorados se deslizó con facilidad por una de las ratoneras, notó la muerte del Robot Madre, y escapó por otro de los agujeros antes de que pudiéramos detenerlo.

Si Burman estaba estremecido antes, ahora lo estaba el doble. Llegó junto a la puerta, miró incrédulo la pequeña salida utilizada por el obrero, y luego a los otros intactos pero inmóviles obreros que yacían en la habitación.

—Bill —exclamó—, tu analogía de las abejas era perfecta. ¿No comprendes? ¡Hay otro enjambre! ¡Una reina logró escapar!

Desde luego, había otro enjambre. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas crearon un buen infierno. Burman pasó todo ese tiempo en el cuartelillo, tratando de convencer a la policía de que su relato no era una narración fantástica; pero que realmente le ayudó a persuadirlos de la veracidad de lo que decía eran los igualmente fantásticos informes que iban amontonándose.

Para comenzar, el viejo Gildersorne oyó un estrépito en su tienda a medianoche, pensó en su valioso conjunto de cámaras y proyectores cinematográficos, se puso los pantalones y bajó corriendo. Un instrumento muy aguzado se le clavó en el talón izquierdo mientras estaba a mitad de la escalera, haciéndole caer el resto de la misma. Yació allí, maltrecho y algo atontado, mientras unas cosas cliqueteaban y zumbaban en la obscuridad. Una tras otra, todo el contenido de su caja de valiosas lentes desapareció a través de un agujero en !a puerta. Y con ellas partió una cierta cantidad de engranajes y ruedas de proyector.

Diez personas se quejaron de que se les habían robado durante la noche relojes y despertadores. Dos de ellas estaban histéricas. Una juró que el ladrón era un «escarabajo de diez centímetros» que zumbaba como un motor de tren eléctrico de juguete. Saliendo de la cama, le dio un golpe con el pie, y notó cómo el duro objeto se le escapaba de debajo. Repleto de revulsión, volvió a subir el pie a la cama, «justo cuando otro escarabajo se abalanzaba hacia él». Burman no quiso decirle al agitado denunciante lo a punto que había estado de perder el pie.

Al siguiente día, llegaron otros treinta informes. Una docena de casas habían sido violadas, y cuatro tiendas robadas por cosas que tenían la agilidad de ratas y eran tan furtivas como ellas... pero que emitían débiles tics y zumbidos. Un ferroviario que regresaba a casa vio a una de ellas corriendo por el camino. Trató de agarrarla, perdió el índice y el pulgar, y se quedó cuidándose los muñones hasta que una ambulancia se lo llevó.

Aquellos bandidos tictaqueantes iban tras metales raros y piezas de precisión. No podía imaginarme cómo Burman o cualquier otro podría acabar con ellos de una vez por todas, pero el caso es que lo logró. Lo hizo poniéndoles trampas como a las ratas. Yo fui con él, ayudándole en su tarea, mientras consultaba un mapa.

—Todos los informes —dijo Burman— llevan a esta calle. Aquí fue abandonado un despertador que de pronto se puso a sonar, a dos automóviles les robaron pequeñas piezas cerca de aquí. Se han visto trabajadores rondando en esta área. Prácticamente en este mismo punto fueron eliminados cinco gatos. Todos los demás incidentes han tenido lugar a corta distancia.

—Lo que quiere decir —aventuré— que la reina está cerca de este lugar.

—Sí —miró arriba y abajo por la tranquila y vacía calle sobre la que la luna creciente derramaba su enfermiza luz. Eran las dos de la madrugada—. Acabaremos bien pronto con este asunto.

Ató el extremo de un carrete de resistente hilo a un pequeño trozo de cadena de plata, clavó el carrete a la pared, y dejó caer la cadena sobre el suelo. Yo hice lo mismo con la espiral de un reloj roto. Distribuimos varias pequeñas tuercas, algunas ruedas de reloj, diversas piezas de tomavistas, algunos ovillos pequeños de hilo de cobre, y otros atractivos objetos.

Tres horas más tarde regresamos, acompañados por la policía. Llevaban mazos y martillos. Todos nosotros llevábamos protecciones metálicas en los pies y piernas construidas con escaso tiempo por un taller de herrería.

¡Habían picado el anzuelo! Varios hilos habían sido rotos tras ser arrastrados por una cierta distancia, pero otros permanecían intactos. Todos ellos llevaban o apuntaban a una escalera de acero que bajaba al sótano de un almacén abandonado. Mirando hacia abajo, pudimos ver algunos hilos que atravesaban la ventana de abajo.

Burman dijo:

—¡Ahora! —y descendimos a la carrera. Saltaron los herrumbrosos cierres, se derrumbaron las podridas puertas, e irrumpimos en el almacén y su sótano.

Había una pequeña cosa con forma de ataúd pegada a una pared, una cosa que tictaqueaba ininterrumpidamente mientras sus lentes nos contemplaban con una absoluta falta de emoción. Era muy similar al Robot Madre, pero de sólo una cuarta parte de su tamaño. A la luz de un proyector portátil de la policía, era un objeto ominoso y acechante de horrible significado. A su alrededor, una activa horda hormigueaba por el suelo, zumbando y tictaqueando con metálica furia.

Entre irritados zumbidos y el crac de bisturíes despuntándose contra el acero, atravesamos aquella masa. Burman fue el primero en llegar hasta el féretro, aplastándolo con un tremendo golpe de su martillo de seis kilos, acabando de destruirlo totalmente con una rápida sucesión de golpes. Acabó exhausto. La hija del Robot Madre había dejado de existir, y su extraña tribu ya no se movía ni se estremecía.

Sentándose en una tambaleante caja de madera, Burman se secó la frente y dijo:

—¡Gracias al cielo que todo ha acabado!

—¡Tic-tic-tic-tic!

Se alzó de un salto, y agarró su martillo con una expresión salvaje en su rostro.

—Es mi reloj —se excusó uno de los policías—. Es muy barato, y hace un ruido infernal.

Se lo quitó, para enseñárselo al preocupado Burman.

—¡Tic! ¡Tic! —dijo el reloj, con mecánico aplomo.