El que abre el camino (The Opener of the Way) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Bloch, publicado en la edición de octubre de 1936 de la revista Weird Tales.
Cuando Robert Bloch escribió y publicó este relato tenía apenas 19 años (él había nacido en 1917) con lo cual demostraba ser un gran escritor en ciernes que tendría todavía mucho camino que avanzar. Pero sobre Robert Bloch como persona y escritor hablaremos en otra ocasión. Mientras tanto, dejo su cuento para disfrute de cualquiera.
EL QUE ABRE EL CAMINO
(The Opener of the Way)
ROBERT BLOCH
I
La estatua de Anubis lucía en la penumbra. Sus ojos ciegos se regodeaban en la oscuridad desde hacía siglos incontables, y el polvo de las edades había puesto una pátina de tiempo inmemorial sobre la frente de piedra de la estatua. La humedad de la galería había ido lacerando con el paso de ese tiempo sus facciones caninas, pero los labios de piedra de su imagen seguían manteniendo aquel rictus críptico, extrañamente burlón, o acaso simplemente alegre. Más bien parecía que el ídolo estuviese vivo; como si hubiera visto deslizarse los siglos tranquilamente, y con ellos la gloria de Egipto y sus dioses antiguos. De ahí, probablemente, la razón de su sonrisa un tanto burlona, pues no en vano fueron sus tiempos de pompa y vanidades, de esplendores ya perdidos. Pero la estatua de Anubis, el que abre el camino, el dios con la cabeza de un chacal, el dios de Karneter, no estaba viva, y quienes se habían prosternado ante ella para rendirle pleitesía llevaban mucho tiempo muertos… La muerte, sí, estaba por doquier; impregnaba con su hálito el túnel sombrío donde se alzaba el ídolo guardián de la cámara de los sarcófagos de las momias sobre aquel piso polvoriento. La muerte y la oscuridad lo dominaban todo; una oscuridad jamás herida por la luz durante tres mil años.
Pero se acababa de hacer la luz. La anunció un gran clang, con el que la puerta de hierro del final de la galería subterránea se abrió sobre sus goznes oxidados. Se abrió por primera vez después de treinta siglos. Y, a través de aquella apertura, llegó una extraña luminosidad en aquel lugar, la de una linterna, y el sonido de unas voces.
Había algo ciertamente siniestro, si puede describirse así, pues resulta difícil hacerlo, en todo aquello, un auténtico evento. Durante tres mil años jamás había herido la luz aquellas piedras de la negra bóveda de la galería; durante tres mil años jamás se dejaron sentir allí pasos, al menos los pasos de los vivos, sobre la alfombra de polvo inmemorial; durante tres mil largos años nunca antes se dejó sentir allí una voz que rompiese el aire viciado de la cámara mortuoria. A buen seguro, la última luz que se viera allí fue la de la antorcha portada por un sacerdote; y a buen seguro el último pie que pisó aquel suelo fue uno cubierto con sandalias egipcias; y la última voz, la que dijo una oración fúnebre en la lengua ya perdida del alto Nilo.
Ahora, sin embargo, la antorcha no era tal sino una linterna a pilas; y no eran sandalias lo que cubría aquellos pies que acababan de entrar en el recinto sagrado, sino botas de explorador, botas de suela ruidosa; y las voces no hablaban la ya perdida lengua del alto Nilo, sino inglés. Todo aquello concitaba las características de una auténtica profanación.
La luz de su moderna antorcha descubrió al que la portaba. Un hombre alto, enteco, que se aproximaba a los ojos parpadeantes el papiro que sostenía nerviosamente en su mano izquierda. Su cabello blanco, sus ojos hundidos y la palidez amarillenta de su piel, le daban todo el aspecto de un anciano aunque fuese un hombre aún joven y con una triunfal carrera, lo que acaso únicamente se le notara en la amplia sonrisa de sus finos labios. Muy cerca de él estaba otro hombre, que parecía su réplica exacta, aunque mucho más joven, que fue quien lanzó la primera exclamación de júbilo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Pero si la hemos encontrado!
—Sí, hijo mío, ya la tenemos…
—Mira, ahí está la estatua, tal y como viene señalada en el plano…
Los dos procedieron con pasos cortos y lentos sobre el polvo del suelo de la cámara mortuoria hasta situarse justo frente al ídolo. Sir Ronald Barton, el que portaba la linterna, acercó la luz a la estatua para examinarla mejor, mientras Peter Barton se ponía a su lado con los ojos muy abiertos, atento a la inspección que hacía su padre.
Así estuvieron largo rato los dos intrusos, inspeccionando al dios guardián de la tumba que acababan de violentar. Fue un momento extraño, un momento que les pareció eterno en esa contemplación que su mundo moderno hacía del antiguo.
Los intrusos no podían evitar verse embargados por un sentimiento más de temor que de reverencia ante el ídolo. La colosal figura del dios con cabeza de chacal dominaba la sombría estancia, y en la estatua, a despecho del paso de los años, aún se percibían los vestigios de una grandeza imponente. Y de una amenaza no menos imponente e inexplicable. El repentino influjo del exterior y su aire, penetrando a través de la puerta de hierro recién abierta, quitaron de golpe todo el polvo a la estatua, por lo que los intrusos podían escrutarla en sus formas con una facilidad tan grande como sorprendente. La estatua, de doce pies de altura, mostraba a Anubis con sus inequívocas formas humanas, pero con su cara de perro más cierta sobre unos hombros poderosos. Tenía los brazos en actitud de prevención y defensa, como si se hallara presta a repeler cualquier ataque, o la mera irrupción de los extraños. Era una actitud curiosa, pues todo cuanto había a su espalda no era más que un simple nicho excavado en la pared de piedra.
Había, ciertamente, un aire de sugestión diabólica alrededor del dios; y una bestial humanidad en sus formas, que parecían esconder el secreto de un cuerpo sensible y sintiente. Aquella sonrisa que mostraba, aun contenida, mostraba la inequívoca mueca del cinismo; en los ojos, a pesar de ser piedra, había un insólito aviso de consciencia no menos perturbador. Todo en la estatua sugería vida; o cabría decir que todo en el ídolo sugería un cuerpo que se cubriera con una capa de piedra.
Los exploradores seguían contemplando la representación del dios, sin decir una palabra. Miraban al que abre el camino con aprensión pero también fascinados. Y al cabo, dando un respingo, el padre habló para hablar vívidamente de sus intenciones.
—Bueno, hijo mío; no vamos a estar aquí todo el día contemplando la estatua… Tenemos mucho que hacer, aún no hemos acometido la parte fundamental de nuestro trabajo… ¿Has mirado bien el plano?
—Sí, padre —respondió el muchacho con una voz que no era tan firme y audible como la de sir Ronald.
Al chico no le hacía ningún bien el aire viciado de la cámara; para colmo, le causaban gran aprensión las sombras del pasadizo que habían dejado a sus espaldas. Sólo pensaba en que su padre y él acababan de entrar en una tumba a setecientos pies bajo la arena del desierto; que habían entrado en una tumba ignota desde hacía tres mil años, desde hacía treinta largos siglos. Y por mucho que lo intentaba, le era imposible que no lo asaltase el recuerdo de la maldición tantas veces oída.
Claro está, también sobre aquella tumba había una maldición. Aunque eso era precisamente lo que más había alentado al padre y al hijo a pugnar por el descubrimiento de la cámara mortuoria.
Sir Ronald había encontrado, durante la excavación hecha en la novena pirámide, el papiro por el que se habían guiado, que venía a ser un plano detallado de cómo acceder a la mítica tumba de la que muchos expertos hablaban, pero de cuya localización nadie sabía una palabra. No se sabe cómo pudo ocultar el hallazgo a sus compañeros de expedición, pero lo cierto es que lo hizo, pensando en acometer a solas, o todo lo más en compañía de su hijo y de unos pocos ayudantes, la tarea del descubrimiento.
Después de todo, nadie podría maldecirlo ni denostarlo por hacer eso, pues no aspiraba a apropiarse de ningún tesoro, como habían hecho tantos ladrones disfrazados de expedicionarios. Durante veinte años, sir Ronald Barton había peinado los desiertos descubriendo innumerables reliquias enterradas bajo la candente arena, y había descifrado jeroglíficos, y desenterrado momias, y estatuas, y antiguos mobiliarios, y hasta piedras preciosas, sin sacar de todo ello el menor provecho económico. Por el contrario, había puesto en el público conocimiento el hallazgo de todo aquello, así como el descubrimiento de documentos de otras edades, todo lo cual puso generosamente en manos de su Gobierno. Era, pues, un hombre sin mayor fortuna que, sin embargo, pudo haberse hecho inmensamente rico gracias al producto de su trabajo. Jamás, por otra parte, recibió compensación económica alguna a cambio de los tesoros que puso a disposición de las autoridades. ¿Quién podría maldecirlo ahora, o criticarlo, sin más, porque deseara al fin algo de notoriedad, después de tantos años de trabajo generoso y desprendido?
Además, comenzaba a hacerse viejo o, mejor dicho, comenzaban a caerle los años encima, y no es menos cierto que son muchos los arqueólogos que tras pasar largos años de expediciones en Egipto acaban volviéndose un poco locos… Hay algo en esa tierra que paraliza los cerebros de los hombres apenas pisan la arena de los desiertos, o apenas comienzan a excavar y descubrir ruinas… Hay algo en la humedad de las tumbas y de los pasadizos secretos, hay algo en esa oscuridad del mundo subterráneo de los muertos que torna dementes a las almas… No es conveniente, pues, mirar de frente a los dioses allá donde aún imperan. Bubastis con su cabeza de gato, la serpiente Set y el diabólico Amón-Ra gobiernan ese mundo subterráneo y purpúreo que se extiende bajo las piedras y la arena. No en vano hay en todo ello una sugerencia de prohibición, un aire de amenaza; un aire que hiela la sangre apenas se ven esas cosas largamente prohibidas. Sir Ronald se interesaba por la magia y la brujería sólo tangencialmente, lo que no quiere decir que todo aquello no le volviera un tanto aprensivo, aunque sin que eso le paralizase ni detuviera en sus búsquedas e investigaciones. Pero lo cierto es que, al margen de eso, se había apropiado sin más de aquel papiro, un plano perfectamente detallado.
Aquel papiro era debido a un sacerdote del antiguo Egipto, un hombre que, no obstante, no había sido un santo, de eso podía estar seguro el explorador. Quien lo fuese no podía haber escrito como lo hiciera él, sin violar sus votos… El papiro, por ello, era producto de la maldad; un escrito vinculado a la hechicería, entreverado de horrores.
El encantamiento al que se refería era una clara alusión a los dioses que él mismo había adorado. Hacía allí mención al Mensajero del Diablo, así como al Templo Negro, en tanto se refería a la vez a los mitos y leyendas de los días de los preadamitas. Pues de igual manera que del cristianismo surgen como contrapartida las misas negras, también los egipcios tuvieron sus dioses tenebrosos, con sus correspondientes adoradores.
Los nombres de aquellos dioses tenebrosos, sin embargo, se mantenían en secreto, como igualmente se hacía con las oraciones que se les dedicaban para invocarlos. Así que el papiro con el plano detallado abundaba en invocaciones y sortilegios blasfemos, en llamamientos contra la religión imperante y en terribles maldiciones contra quienes se opusieran a sus blasfemos designios. Quizá por todo ello, sir Ronald Barton encontró al cabo aquel enterramiento de un sacerdote momificado, que acaso no lo maldijera precisamente, suponía el investigador, por concederle en algún sentido trascendencia, el reconocimiento que en tiempos se le negara. Claro que también podía darse en la momia un afán de venganza, pues cuando la descubrió estaba mutilada, sin brazos ni piernas, también sin ojos, y en un cierto grado de descomposición.
Sir Ronald, sobre todo, se había sentido impresionado por la última parte del papiro, donde el sacrílego hablaba de la tumba de su maestro, gobernante que fuera en vida de aquel culto prohibido. Aquella última sección del papiro contenía además un plano y unas indicaciones concretas. No estaba escrito en la antigua lengua de los egipcios, sino con la escritura cuneiforme de los caldeos. Seguro que así había evitado el blasfemo sacerdote que alguien pudiera descubrirlo y destruirlo. Y quizá eso mismo fue lo que hizo que sir Ronald se sintiera seguro de que no podría alcanzarlo la maldición de la momia.
Peter Barton, sin embargo, recordaba aún aquella noche en El Cairo cuando su padre y él leyeron todo aquello por primera vez, mientras procedían a la traducción del papiro. Y no podía olvidarse de la mirada de asombro que mostraba su padre, ni el temblor gutural de su voz al leer lo que allí se decía.
… y como se dice en este plano, siguiendo las indicaciones que en él se ofrecen podrá accederse con facilidad a la tumba del maestro, que allí descansa rodeado de sus acólitos y de sus tesoros.
La voz de sir Ronald, en efecto, parecía ir a quebrarse por la conmoción que le suponía leer aquello.
… y si se entra en la tumba bajo la luz de la estrella perro de la noche, podrá verse a los tres chacales sobre el altar de los sacrificios, los cuales han dejado un rastro de sangre en la arena antes de acceder a la cámara… Y descenderán los murciélagos, pues querrán participar del festín, y llevarán después restos sanguinolentos del mismo al Padre Set que mora en el mundo subterráneo.
—¡Vaya sarta de supersticiones! —había exclamado entonces el joven Peter Barton.
—No te rías de todo esto, hijo mío —lo previno sir Ronald—. Podría darte muchas razones para no hacerlo, y estoy seguro de que las comprenderías…. Pero me temo que la verdad podría perturbarte innecesariamente.
Peter siguió en completo silencio mientras su padre leía lo siguiente:
Tras descender hasta la galería, que es un pasaje estrecho, encontrarás la puerta señalada con los símbolos del maestro que yace en el interior de la cámara. Toma el símbolo anunciado en la decimoséptima lengua de la séptima cabeza y arráncalo con un cuchillo. Así abrirás las barreras de acceso, se abrirá la tumba y estará a tu disposición cuanto hay en ella. Son treinta y tres los pasos que conducen desde allí hasta donde se alza la estatua de Anubis, el que abre el camino.
—¡Anubis! Pero no fue una deidad de culto común en el antiguo Egipto… ¿Por qué le honran, entonces? —había preguntado el joven Peter.
—Porque el dios Anubis atesoraba las llaves de la vida y de la muerte —respondió sir Ronald sin alzar la vista del papiro—. Es quien guarda cuanto de críptico hay en Karneter; nadie puede traspasar sus velos sin su consentimiento. Algunos adoraron al dios con cabeza de chacal por creer que era quien realmente gobernaba y regía sus destinos, pero no era así; Anubis fue sólo el que guardaba los misterios, y por eso se le llama el que abre el camino… En aquellos tiempos remotos, para los que no hay cifras que los cuenten, el dios Anubis se mostró a los hombres, que así pudieron hacerle la ofrenda de reflejarlo en piedra. Fue, pues, la primera imagen de un dios que construyeron los hombres. Y esa imagen que hemos descubierto al final de la galería en sombras es la primera imagen que se hizo, precisamente, del que abre el camino.
—¡Es increíble! —exclamó el muchacho—. Y pensar que todo eso pudo haber sido verdad, o pudo haber sido tomado como una verdad indubitable hace tantos años… ¡Y hemos descubierto la estatua primera del dios!
Su padre se limitó a sonreír mirándole.
—Esta primera imagen, sin embargo, difiere sustancialmente de otras que posteriormente se le dedicaron —siguió diciendo sir Ronald, que prosiguió así—: Oye lo que dice el papiro… No es conveniente que los hombres descubran los caminos que llevan a la tumba, pues el secreto habrá de ser guardado por edades completas hasta que llegue el día en que el dios pueda ser adorado y honrado de nuevo, según él lo demande… Y de nuestros enemigos, cuyas almas se pudran, hemos de cuidarnos para evitar que profanen los rituales. Por eso el maestro ordenó que lo enterrasen con la imagen.
Y la voz de sir Ronald volvió a quebrarse al leer lo que sigue, tras una pausa:
… pero Anubis no se halla al final de la galería por esa única razón. Lo llamamos el que abre el camino porque sin su ayuda nadie podrá acceder a la tumba.
Y aquí el experto investigador se detuvo y observó un largo silencio.
—¿Qué te pasa? —inquirió Peter, impaciente—. Supongo que ahora viene cualquier otra historia truculenta sobre los rituales debidos al dios, ¿a que sí?
Su padre no respondió; siguió leyendo para sí, absorto. Peter se dio cuenta de que a sir Ronald le temblaban las manos sosteniendo el papiro y que, cuando al fin alzó la vista de allí, estaba muy pálido.
—Hijo mío —dijo entonces con cierto espanto—, así es… Aquí se describe otro de esos rituales de los que tanto te ríes, pero no nos interesemos en eso al menos hasta que haya llegado el momento preciso.
—¿Quieres decir que accederemos… a la tumba en sí, más allá de la estatua? —preguntó entusiasmado el joven.
—Debo entrar ahí —dijo sir Ronald con un tono de voz contrito y volvió a leer lo que decía el papiro:
… y habrán de observar cuidado quienes no crean que pueden morir. El dios Anubis puede quitarles la vida impidiendo para siempre que regresen al mundo de los hombres. El culto al dios es extraño para quien no posea un alma secreta.
El veterano arqueólogo leyó esas últimas palabras muy rápido, sin detenerse apenas en ellas, como si las obviara. Después se guardó de nuevo el papiro y se dispuso a cumplir su tarea, aquello para lo que había ido hasta allí, esforzándose en olvidar lo leído.
Habían pasado varias semanas preparándose para viajar al sur. Sir Ronald parecía eludir a su hijo, salvo cuando le era necesario hablar con él sobre cualquier cosa relacionada con los preparativos del viaje y con los asuntos que concernían a la expedición proyectada.
Pero Peter no podía olvidar lo que había oído. Se preguntaba además si su padre, al leer aquello en silencio, no querría ocultarle algo; se preguntaba si acaso habría leído cualquier cosa importante sobre un ritual perverso que permitiera pasar ante la estatua de Anubis para ir más allá, hasta lo que guardaba, sin ser receptor de la ira del que abre el camino. Si no, ¿a qué se debía aquel temblor en las manos de su padre, aquella voz en un hilo? ¿Por qué cambiaba de conversación procurando referirse siempre a cosas que nada tenían que ver con el objeto de sus investigaciones? ¿Por qué había guardado el papiro donde sólo él sabía? ¿Y a qué se referiría en concreto la maldición que concernía al enterramiento presidido y custodiado por la estatua de Anubis? ¿Y qué más diría aquel manuscrito, aparentemente temible?
Peter no dejaba de hacerse tales preguntas una y otra vez, al tiempo que intentaba responderlas; no obstante, poco a poco se le habían ido esfumando los primeros temores, absorbido como estaba en los aspectos técnicos de la expedición y en sus arduos preparativos. Y así ocurrió que no fue hasta que estuvieron de nuevo en el desierto cuando volvió el joven a preguntarse todas esas cosas, a considerar los aspectos más oscuros del trabajo que pretendían. Y con aquellas preguntas volvieron sus temores, como una plaga.
Tiene el desierto un algo de eones ni siquiera concebibles, un aura de antigüedad que le hace a uno sentir que los triunfos del hombre no son más que simple trivialidad y quedan oscurecidos al instante del mismo modo que el viento borra sus huellas en la arena. En un lugar como el desierto, el brillo de una esfinge resulta mucho más impresionante y angustioso, y el soliloquio puede llegar a invadir por completo la mente de un hombre.
El joven Peter estaba realmente afectado por aquella especie de palabra con que le hablaba el silencioso desierto. Trató de recordar algunas de las cosas que su padre le refirió alguna vez a propósito del antiguo Egipto y su hechicería, así como de la magia milagrosa de sus altos sacerdotes. Las leyendas sobre las tumbas y otros horrores subterráneos cobraban una dimensión nueva en aquel lugar, donde nacieron para el mundo. Peter Barton había conocido a unos cuantos hombres que creían en las maldiciones, muchos de los cuales murieron de manera realmente extraña. Para ejemplo, ahí estaba el caso de la maldición de Tutankamón, y el del escándalo del templo de los Paut, y los rumores acerca de la desgracia del doctor Carnoti… De noche, bajo las estrellas que todo lo observan como espías, había oído contar tales cosas, y muchas otras más, que le hacían asombrarse e incluso aterrorizarse ante aquella vastedad que se abría ante sus ojos.
Cuando sir Ronald decidió acampar en el lugar señalado por el plano, les aguardaban terrores nuevos y mucho más concretos.
Aquella primera noche, sir Ronald decidió dar un paseo hasta las colinas, más allá del campamento. Llevaba consigo una cabra blanca y su machete de explorador. Su hijo lo siguió y así presenció su hazaña de dar de beber la sangre del animal a la arena del desierto. La sangre de la cabra brillaba espantosamente sobre la arena, y de noche, bajo la luz de la luna, igual que brillaban los ojos del que la había sacrificado. Peter se ocultó a la vista de su padre, pues no quería interrumpirlo mientras pronunciaba extrañas frases en la lengua del antiguo Egipto, mirando a la luna.
Peter, entonces, sintió algo más que miedo al ver a su padre sumido en aquel trance. Creyó oportuno convencerlo de que abandonaran todo aquello, de que se olvidasen de aquella investigación.
Pero a la vez había algo en sir Ronald, había algo en sus maneras, una determinación final, una suerte de locura exquisita, que obligó a Peter a seguir en silencio. Ya habría tiempo para que le preguntara por el significado último de aquella maldición de la que aún no había querido hablarle.
Al día siguiente de aquella escena en las colinas, sir Ronald, tras consultar los signos zodiacales, anunció que ya podían dar inicio a la excavación. Meticulosamente, sin levantar los ojos del plano, contó sus pasos hasta llegar a un punto concreto, y dio a los hombres de su expedición la orden de que comenzaran a trabajar. Cuando empezó a ponerse el sol ya habían hecho una gran herida en la tierra, y acababan los nativos de anunciar, muy excitados, que habían hallado una puerta allí abajo.
II
Peter, cuyos nervios estaban a punto de hacerle estallar, temía más que nunca que su padre se enfadase con él si le sugería el abandono de la excavación. Sir Ronald parecía realmente enajenado, se mostraba más huraño por momentos, pero Peter lo amaba y admiraba profundamente, motivo por el que le resultaba tan difícil contradecirle o desobedecerle. No le agradaba lo más mínimo la idea de meterse en aquel hoyo; el simple hedor que de allí salía lo espantaba. Pero era incluso más llevadero que ver aquella puerta de la que habían avisado los hombres que excavaban.
Era evidentemente la puerta de la galería que se mencionaba en el papiro. Peter recordó ahora una de las cosas a las que se aludía en el papiro, la séptima lengua en la séptima cabeza, pero no se preguntó más, sólo deseó que el significado de aquel galimatías quedara por siempre fuera de su comprensión. La puerta mostraba un símbolo, más evidente ahora a la luz que penetraba por el hoyo, de plata; un símbolo típico de los ideogramas egipcios, que representaba las cabezas de Set y Anubis, así como las de Osiris, Isis, Ra, Bas y Thoth. Pero el horror que de todo ello se desprendía radicaba en el hecho de que aquellas siete cabezas pertenecían a un cuerpo único, que no era precisamente el de cualquier dios comprendido en la mitología egipcia. Aquella figura no era antropomórfica; nada en ella aludía a una forma humana. No pudo encontrarle Peter ningún paralelismo, tampoco, con la cosmogonía alegórica de los panteones egipcios, por lo que todo sugería la posibilidad de que se tratase de un ser creado simplemente para causar un horror o un temor de la divinidad extraño, ignoto.
Aquello, en realidad, no podía describirse con palabras. Contemplarlo hacía que los ojos de Peter se entrecerrasen espantados, como temeroso de que salieran de semejante figura unos tentáculos dispuestos a sacárselos para llegar a través de las cuencas vacías hasta su cerebro, y dejárselo seco, vacío de sentimientos y de la capacidad de percibir. Quizá le provocaba esta impresión el hecho de que tan indescriptible cuerpo pareciese, sin embargo, no ya en movimiento sino en constante mutación, yendo de manera apenas perceptible, pero evidente al cabo, de una forma a otra. Cuando se observaba aquel símbolo desde un ángulo concreto, parecía la cabeza de Medusa poblada por serpientes; y desde otro ángulo, el contrario, semejaba una flor rara, una suerte de flor temible, vampírica; una flor hecha de pétalos gélidos, protoplasmáticos, que daban la sensación de hallarse sedientos de sangre. Un tercer escrutinio de aquel símbolo ofrecía la sensación de que todo aquello no era más que un montón de calaveras conformando una sola. Y desde más lejos, la observación ofrecía la forma de un patrón cosmogónico, con su perfecta disposición de las estrellas y de los planetas rodeados por la inmensidad del espacio exterior.
Era difícil ponerse en el lugar de la mente diabólica que había creado aquella auténtica pesadilla visual. Peter en realidad no quería ni preguntarse por el tipo de persona capaz de hacer eso, por lo que prefería pensar que nada de todo aquello se debía a un hombre con inclinaciones artísticas.
Todo aquello, en fin, era una siniestra alegoría de la propia puerta, quizá, de su significado como acceso a los caminos de la vida y de la muerte. Del significado, en suma, de la condición más allá de lo humano que es propia de los dioses. Pero cuanto más miraba Peter aquello, más sentía que el símbolo le absorbía la mente, imposibilitándole pensar con un mínimo de lógica. Aquello era hipnótico, arrebatador; algo que se imponía incluso al mero significado de la vida, algo que parecía urdido por el miedo de un filósofo que se hubiese vuelto loco.
De aquella delirante abstracción salió Peter gracias a la voz de su padre, que se había mostrado distante e incluso desagradable a lo largo de toda la mañana. Ahora, sin embargo, parecía de nuevo cariñoso y entusiasmado.
—Bueno, todo parece ir bien —dijo—; ahí tenemos ya la puerta descubierta desde arriba, y así se nos abre una perspectiva diferente. Esto me recuerda lo que dice Prinn[38] a propósito de los rituales sarracenos, ese capítulo en el que habla de los símbolos de las puertas… Ya lo fotografiaremos todo cuando acabemos la exploración. Aunque supongo que nos podremos llevar esa puerta, si los nativos no se oponen, claro.
Era una reliquia oculta durante siglos, y a Peter le dejó muy intranquilo la pretensión de su padre de llevársela. De golpe sintió miedo, más aún que antes; y pensó en lo que había descubierto de su padre, algo que le llevaba a pensar en los descubrimientos y también en los estudios secretos que hiciera éste en los últimos años. Pensó también en aquellos libros que había encontrado en El Cairo y que guardaba celosamente. Y, para colmo, lo había visto la noche anterior celebrando lo que parecía un ritual propio de antiguos sacerdotes dementes y siniestros como murciélagos.
¿De veras podía creer su padre en todas aquellas estupideces? Pero ¿y si hubiese descubierto la verdad?
—Bien —oyó de nuevo la voz alegre y confiada de sir Ronald—, creo que este cuchillo me ayudará… Mira y verás…
Con ojos fascinados y a la vez temerosos, observó Peter cómo su padre metía la punta del cuchillo bajo las cabezas, que eran las de Anubis. Y la puerta comenzó a abrirse lentamente, haciendo un eco que desde la hondura del enterramiento brotó hasta la superficie.
Brotó de allí, igualmente, aquel olor acre. No era el olor que producen habitualmente los miasmas de los enterramientos, una mezcla de esencias varias y tiempo; aquello olía, simple y llanamente, a muerte, a podredumbre, a huesos lacerados por la humedad de los siglos, a carne putrefacta, a polvo saturado de todo lo anterior.
Una vez hubo superado sir Ronald el golpe de aquellos vapores pútridos, se decidió a dar un paso más. Entró. Su hijo lo siguió, despacio, precavido, tras unos momentos de duda. Los treinta y tres pasos en la galería parecían prometer algo realmente digno de contemplar. Con el plano en la mano, a la luz de la linterna, sir Ronald se vio al fin ante la enigmática estatua de Anubis.
Mientras veía a su padre absorto en la contemplación del ídolo, no pudo evitar Peter que le llegara el recuerdo sobrecogedor de algunos incidentes no muy lejanos en el tiempo, pero sir Ronald interrumpió los pensamientos de su hijo hablando de nuevo. Casi en un susurro, lo hizo ante la estatua gigantesca del dios que parecía contemplarlos con la ferocidad de unos ojos conscientes cual si fueran hombres merecedores de reprobación. Y, en efecto, la imponente estatua, a la luz de la linterna, parecía más que amenazante. No tranquilizó a Peter, sino todo lo contrario, oír de nuevo la voz de su padre.
—Escucha, hijo mío —dijo sir Ronald—; no he querido contarte lo que de verdad se revela en el papiro. Recordarás que hubo una parte que leí sólo para mí. Bien, pues te aseguro que tuve buenas razones para hacerlo; no hubieras entendido lo que ahí se dice, y es más que seguro que te habrías negado a venir conmigo. Te necesito, y no era cosa de arriesgar tu concurso, de que te negases a acompañarme. No puedes ni hacerte una leve idea de lo mucho que todo esto significa para mí. He estudiado durante años, he investigado en secreto a lo largo de mucho tiempo, y he llegado hasta un punto que me envidiarían muchos de los que también trataron de hallar la huella de estas supersticiones, o de esas verdades que se esconden en las religiones perdidas en la noche de los tiempos. Unas verdades a menudo distorsionadas por la aplicación de visiones racionalistas; unas verdades, en suma, que no pueden contemplarse bajo el prisma de lo que suponemos es la realidad. Pues bien, es en esa dirección en la que llevo investigando muchos años. Y creo tener pruebas concluyentes para convencer al mundo de su error. Seguro que aquí donde estamos, hijo mío, hay momias, y que son éstas las de oficiantes de aquellos cultos no ya olvidados, sino prohibidos y perseguidos en su propia era… Pero no es eso lo que más me interesa. En realidad aspiro a desvelar el conocimiento implícito que hay en esas momias, un conocimiento que fue sepultado con aquellos hombres. Ese papiro contiene la clave para acceder al secreto de lo prohibido, la sabiduría de un mundo que nos resulta por completo desconocido… Sabiduría y poder, hijo mío… Tales son las claves.
Hizo una pausa sir Ronald y prosiguió con renovado entusiasmo:
—¡El poder! He ahí la clave de todo, la clave del mundo. He leído mucho acerca de los círculos más íntimos del Templo Negro y de los cultos por los que se regía y gobernaba, de la mano de sus grandes e impávidos maestros. El papiro que atesoro es pródigo en ese tipo de informaciones. No eran aquellos hombres simples sacerdotes, no eran meros oficiantes de rituales mágicos. En realidad se relacionaban con instancias superiores, con entidades pertenecientes a esferas que están fuera de nuestro mundo lógico. Se respetaban sus deseos y eran muy temidas sus maldiciones. ¿Por qué? Porque a través de aquéllos se conocían sus designios. Y su conocimiento… Bien sé que en este enterramiento descubriremos secretos que nos harán accesibles a un poder inmenso, a las claves para dominar al menos una parte importantísima del mundo que conocemos. Descubriremos rayos mortales y venenos; accederemos a libros prohibidos que contienen palabras que son en sí mismas insidiosamente eficaces por cuanto atesoran el poder de convocar entre nosotros a dioses primordiales. ¡Piensa en todo ello, hijo mío! ¡Piensa en la importancia de lo que hacemos! Accederemos a un poder merced al cual seremos capaces de controlar gobiernos y gobernar reinos, y de destruir a nuestros enemigos… Y todo, gracias a ese conocimiento del que tan cerca estamos. Y además de todo eso, tendremos riquezas indecibles, oro, joyas… ¡El tesoro de miles de tronos!
Peter pensó que su padre se había vuelto loco definitivamente. Loco sin paliativos. De golpe sintió ganas, una vez más, de darse la vuelta y echar a correr. Quería contemplar el sol sobre su cabeza, algo realmente sano, al margen de la podredumbre en la que estaba inmerso, y al margen también de la locura que apresaba a su padre. Quería sentir de nuevo el viento en la cara, herida ahora por un polvo secular y pútrido. Pero su padre le puso las manos en los hombros, y lo paralizó hablándole con mucha suavidad y cariño.
—Ya sé que quizá no puedas comprender lo que te digo, hijo mío… Lo veo en tus ojos. Pero en breve sabrás que todo esto es inevitable, y no sólo inevitable, sino necesario… Te diré lo que revela el papiro. Te contaré qué se dice en esa parte que no te leí…
Peter sentía que una parte de su cerebro lo impelía a huir de allí, a negarse a escuchar las revelaciones que pudiera hacerle su padre. Pero la voz de sir Ronald y su actitud eran firmes, paralizantes.
—Eso que no te leí —prosiguió— alude a cómo ir más allá de la estatua de Anubis para acceder al enterramiento en sí, y con ello, a los secretos de la tumba. Pero no creas que se trata únicamente de sobrepasar al ídolo. Aquellos maestros eran muy sabios… Pusieron por ello más trabas, más pruebas a superar. Tampoco se trata de trampas ni dispositivos mecánicos de cualquier especie, en los que tan duchos fueron… Se trata, hijo mío, de penetrar en la estatua para trascender el cuerpo de Anubis. Se trata, en suma, de ir a través del propio cuerpo del dios, de fundirse con el dios.
Peter miró de nuevo la hórrida cara de Anubis, que parecía sonreír con sarcasmo cruel. Su rostro perruno, o de chacal, parecía comprenderlo todo, anticiparse a todo… Tal era la inteligencia, acaso artera y brutal, que dimanaba de su expresión. Pero ¿y si no fuese más que una impresión óptica, una consecuencia de la luz incierta? No pudo seguir pensando. Su padre habló de nuevo.
—Todo lo que te digo, hijo mío, es verdad, aunque te suene extraño y pueda parecer una locura. Recordarás bien lo que dice el papiro acerca de esta estatua, de la que cuenta que es la primera y más importante de todas cuantas se han levantado para honrar a los dioses… Recuerda el hincapié que se hace en el texto sobre que es Anubis quien abre el camino… El camino que se oculta en su propia alma… En su alma secreta… Bien, pues en lo que no te leí se refiere que la estatua gira sobre un pivote y deja libre el acceso a un espacio interior, que es el que conduce a la tumba… Algo que sólo ocurre, escúchame bien, algo que sólo podrá acontecer si antes ha recibido la piedra de la estatua el influjo de una conciencia humana que la anime.
Se habían vuelto locos sin remedio, se dijo Peter. Su padre, él mismo, los antiguos sacerdotes, que ya hubieron de estarlo, desde luego… Y hasta la propia estatua, si es que una estatua de piedra podía enloquecer. La locura de un mundo caótico, como lo era el de aquellas entidades que subyugaban a su padre.
—Todo esto —siguió diciendo sir Ronald— significa una cosa… Que he de caer en estado de hipnosis mirando los ojos de la estatua hasta que mi alma penetre en la dura piedra.
A Peter se le heló la sangre en las venas.
—Pero no creas, hijo mío, que esto de lo que hablo responde a una concepción estúpidamente ilusoria… Los yoguis, por ejemplo, creen que al acceder a un trance profundo se encarnan en las divinidades, pasan a formar parte de sus pensamientos… El estado de autohipnosis es una manifestación religiosa común a todas las razas. La teoría mesmérica es por ello una gran verdad, pues ya estaba en práctica, realmente, vívidamente, muchos siglos antes de que la psicología la sistematizase. Aquellos antiguos sacerdotes conocían bien sus principios, evidentemente. Por eso debo entrar en un proceso de autohipnosis y llegar a lo más profundo del mismo. Sólo así, mi alma, o mi conciencia, si lo prefieres, hará sentir su influjo humano en la estatua. Después podré abrir la tumba donde yacen todos los secretos que ansío descubrir, hijo mío…
—¿Y qué hay de la maldición? —preguntó Peter, que al fin halló voz con la que expresarse—. Bien sabes que hay una maldición, tú mismo has hablado de eso muchas veces… La maldición dice que el dios Anubis no es sólo el que abre el camino, dice que es también el guardián brutal que lo cierra.
—¡Tonterías! —dijo sir Ronald con voz firme y hasta sarcástica—. Todo eso no es más que un invento para asustar a los ladrones de tumbas…. Y si no lo fuera, ten por seguro que me daría lo mismo. Sé que hay mucho que ganar y apenas nada que perder… Tú no te preocupes y aguarda, no tienes que hacer nada más… Una vez que haya caído en trance, la estatua se moverá, girará sobre su pivote oculto y me franqueará el acceso a esas estancias sagradas ocultas. Entraré de inmediato, no lo dudes. Allí mi cuerpo, siempre en trance, accederá a un estado de suspensión de vida, como en un proceso de coma, y después recuperaré la consciencia y mis fuerzas, y volveré a sentirme bien. No tengas miedo.
Había tal autoridad, tanta seguridad, en las palabras de su padre, que Peter no podía darle réplica. No pudo más que seguir, con ello, dirigiendo el chorro de luz de la linterna a la cara de perro de Anubis, a sus ojos de chacal. Permaneció en completo silencio mientras su padre se acercaba para mirar fijamente a los ojos de Anubis… Aquellos ojos de dura piedra en los que el investigador aspiraba a descubrir los secretos más ocultos de la vida.
La imagen era impactante, por insólita. Allí estaban los dos hombres, que parecían a merced de la gran estatua, bajo tierra.
Los labios de sir Ronald musitaban con gran fervor oraciones propias de los más proscritos sacerdotes del antiguo Egipto.
Los ojos de ambos estaban fijos en aquellos ojos cánidos de la estatua, apenas alumbrados por la linterna. Poco a poco se le fueron dilatando las pupilas al padre, y al final ardieron sus ojos con el fuego de la nictalopía… El cuerpo del hombre comenzó a doblarse sobre sí mismo, si bien mantenía alta la cabeza para seguir mirando al dios a los ojos, como si fuera absorbido lentamente por una fuerza vampírica que le quitase la vida.
Entonces, para el mayor horror de Peter, su padre adquirió una palidez mortal y cayó desmadejado al suelo de piedra. Sus ojos abiertos, sin embargo, continuaban clavados en los ojos del ídolo. La mano de Peter que sostenía la linterna temblaba convulsa y espasmódica, una consecuencia del pánico que había hecho presa en el muchacho… Así fueron pasando los minutos, aunque el tiempo no tiene el menor sentido donde impera la muerte.
Peter no podía ni albergar cualquier pensamiento. Ya había visto a su padre practicar la autohipnosis en alguna que otra ocasión, pero siempre ante espejos y con una luz suficiente. Pero esta vez era todo muy distinto. ¿De veras podría acceder al cuerpo real de un dios egipcio? Y si lo conseguía… ¿de veras quedaría a salvo de la maldición? Esas dos preguntas que a duras penas consiguió hacerse Peter, le resonaban en la cabeza como voces leves y entrecortadas, que más que por la esperanza estaban inspiradas por el pánico.
Un pánico que iba in crescendo a medida que Peter observaba el cambio que se producía en su padre y en toda la escena. El primero y más aterrador, que los ojos de su padre no eran tales sino dos piedras de fuego; el segundo, que su expresión era la de quien ha perdido no sólo la consciencia sino hasta el menor atisbo de cordura. Y el tercero, que los ojos del ídolo no eran ya de piedra.
La estatua había cobrado vida.
Su padre le había dicho la verdad, estaba claro que no urdió una fábula. Y además hizo lo que se propuso, que no fue otra cosa que autohipnotizarse para así acceder al ídolo. Peter sentía que iba perdiendo el control de su mente. Si la teoría de su padre era correcta, lo que aún quedaba por suceder sería, cuanto menos, terrible. No en vano le había dicho que, una vez hubiese entrado en la estatua, su alma, confiriendo vida a la dura piedra, haría que el dios se abriese para permitirle el acceso… No obstante, y a pesar de los cambios obrados, aquello no acababa de producirse… ¿Qué había salido mal?
Preso ya del pánico, Peter se arrodilló junto a su padre para examinarlo. Estaba yerto, muy avejentado, sin vida… ¡Sir Ronald había muerto!
Aún más aterrorizado, Peter recordó unas palabras del papiro, que entonces se le habían antojado crípticas y ahora le parecían tristemente reveladoras:
Los que no crean, morirán. Podrán pasar su alma al dios Anubis, pero éste no les consentirá el regreso al mundo de los hombres. El interior de Anubis es inescrutable y los designios de su alma son siempre secretos, como su propia alma.
¡Alma secreta! A Peter le latían espantosa, dolorosamente, las sienes. Alzó los ojos con dificultad para clavarlos en la cara de la estatua. Y comprobó de nuevo que en aquel rostro pétreo brillaban dos ojos vivos.
Eran unos ojos inconcebibles, brutales, demoníacos. Unos ojos que hicieron que el joven Peter se volviera loco, definitiva, irremisiblemente. Ya no pensaba. No podía hacerlo. Todo lo que alcanzaba a comprender era que su padre había muerto. Y que aquella maldita estatua lo había matado, y encima vivía a costa del muerto.
Así pues, Peter Barton, cuando consiguió reaccionar, se levantó, gritó y se abalanzó contra el ídolo de piedra, con sus puños evidentemente inútiles. La sangre de los nudillos lacerados de sus manos bañaron las piernas de la estatua, pero el dios Anubis permaneció inalterable, inconmovible. Y sus ojos continuaban mostrando aquel signo inequívoco de vida demoníaca.
El muchacho cayó en un estado de brutal delirio; seguía golpeando la estatua y dirigiendo mil insultos contra la cara del dios, que parecía sonreírle burlón. Peter sabía qué había en el fondo de aquellos ojos, y por eso quería destruir al dios, aquella vida infame y antinatural que tenía. Seguía golpeando contra la piedra mientras gritaba el nombre de su padre, en una desesperación agónica.
Nunca se supo cuánto tiempo estuvo así, en pleno éxtasis de su pesadilla. Cuando al fin recuperó sus sentidos, se vio trepando precariamente por la estatua, agarrado a su cuello. Seguía mirando aquellos ojos. Y cuanto más los miraba se percató a la vez de que la pétrea cara de la estatua se distendía en una mueca fantasmagórica, se replegaban sus labios y de entre ellos brotaban unos colmillos terribles. Sintió entonces el brutal abrazo de piedra de Anubis, sus dedos como garras apretándole el cuello como si fuera a estrangularlo. Y se dijo Peter que le había llegado su momento postrero. No era mala cosa, después de todo, a la vista de cuantos horrores había padecido en tan corto espacio de tiempo.
Los nativos encontrarían no mucho después el cuerpo roto de Peter a los pies del ídolo, yaciente como un hombre ofrecido en sacrificio siglos atrás. Al lado estaba el cadáver de su padre.
Pero no se atrevieron a bajar hasta los pies de la estatua para rescatarlos. Luego dijeron a todos que el joven efendi y su padre se habían matado el uno al otro, pues mantenían fuertes discusiones. Nadie se extrañó. No había otra razón aparente. La estatua de Anubis seguía allí, impávida, serena entre las sombras. No mostraba signos de vida en los ojos.
Nadie sabe, pues, qué sintió o pensó el joven Peter antes de que le llegara la muerte. A nadie pudo comunicar que, tras todo lo que se había revelado ante él, la muerte era la mejor solución.
Peter, a fin de cuentas, murió sabiendo qué había animado al dios pétreo. Supo qué alentaba en aquella dura piedra, qué lo había llevado a matarlo. Pues un instante antes de que le llegara definitivamente la muerte, vio en aquella cara de piedra los ojos torturados de su padre.
Número original en el que apareció este relato