lunes, 25 de enero de 2021

VER AL HOMBRE INVISIBLE


Este relato intitulado "Ver al hombre invisible" (To see the invisible manfue escrito por Robert Silverberg quien lo publicó en la revista "Worlds of Tomorrow" en su primer número (abril de 1963). Este cuento es uno de los más populares de Silverberg. Ha sido antologado en varias ocasiones, una de ellas en el recopilatorio "La otra sombra de la Tierra", publicada en español hace ya algunos años por la editorial Martínez Roca en su colección "Superficción" número 62, 1981.


En el año 2104 una forma de castigar a los ciudadanos que habían cometido ciertos "crímenes" contra la sociedad (en este caso "crimen de frialdad" o "crimen de indiferencia") era volverlos "invisibles" obligando a todos los demás a no mirarlo y ni hablarle durante el tiempo que durara su sentencia.


Este cuento sirvió de base para uno de los capítulos de la serie "La dimensión desconocida" (The Twilight Zone) en su versión de 1985.

VER AL HOMBRE INVISIBLE

(To see the invisible man)

Robert Silverberg

Entonces me juzgaron culpable, me declararon invisible por espacio de un año, a partir del 11 de mayo del año de gracia de 2104, y me llevaron a una habitación oscura situada bajo el tribunal para imprimirme la marca en la frente antes de dejarme libre.

Dos rufianes pagados por el municipio se encargaron del trabajo. Uno de ellos me arrojó sobre la silla, mientras el otro alzaba el hierro de marcar.

—No te dolerá nada —dijo aquel mono babeante al ponerme la marca en la frente. Y en efecto, noté cierto frescor y eso fue todo.

—Y ahora, ¿qué ocurre? —pregunté.

Pero no hubo respuesta y ambos se alejaron de mí, saliendo de la habitación sin decir una palabra. La puerta quedó abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y pudrirme allí si lo deseaba. Nadie me hablaría ni me miraría más de una vez, sólo lo suficiente para ver la señal en mi frente. Yo era invisible.

Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metafórica. Seguía conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a verme.

¿Un castigo absurdo? Tal vez. Pero, claro, también el crimen era absurdo. Un crimen de frialdad. Me había negado a compartir la carga de mi prójimo. Había transgredido la ley en cuatro ocasiones. El castigo de ese crimen era la invisibilidad durante un año. Se había presentado la denuncia y celebrado el juicio, y ahora se me había aplicado la señal.

Yo era invisible.

Salí al mundo del calor.

Ya había caído la lluvia de la tarde. Las calles de la ciudad se secaban y hasta mí llegaba el olor de la vegetación en crecimiento desde los jardines colgantes. Hombres y mujeres se dedicaban a sus tareas. Yo caminaba entre ellos, pero no me hacían ningún caso.

El castigo por hablar con un hombre invisible es la invisibilidad, un mes, un año o más, según la gravedad de la ofensa. De esto depende todo el concepto. Me pregunté con qué rigidez se cumpliría la regla.

Pronto lo descubrí.

Me metí en un ascensor y dejé que me subieran hasta el Jardín Colgante más próximo. Era el Once, el jardín de los cactus. Aquellas formas curiosas y retorcidas se adecuaban a mi estado de ánimo. Salí al descansillo y avancé hacia el mostrador de recepción para sacar mi entrada. Una mujer de rostro blanco y ojos vacíos estaba tras el mostrador.

Coloqué sobre él una moneda. Una sombra de terror, que se desvaneció rápidamente, pasó por sus ojos.

—Una entrada —dije.

No hubo respuesta. La gente hacía cola tras de mí. Repetí la petición. La mujer alzó la vista impotente y luego miró sobre mi hombro izquierdo. Una mano se extendió y otra moneda fue depositada en la mesa. Ella la tomó y entregó al hombre su entrada. Éste la introdujo en la ranura y pasó.

—Yo también quiero una —insistí con voz tensa.

Otros me fueron apartando a un lado. Sin una palabra de disculpa. Empecé a comprender el significado de mi invisibilidad. Me trataban literalmente como si no me vieran.

Hay ciertas ventajas que compensan. Pasé detrás del mostrador y yo mismo me serví una ficha sin pagarla. Puesto que era invisible, nadie podía detenerme. Metí la ficha en la ranura y entré en el jardín.

Pero los cactus me aburrían. Un inexplicable malestar me abrumó y ya no sentí deseos de quedarme. Al salir apreté el dedo contra una espina. Brotó la sangre. Al menos los cactus seguían reconociendo mi existencia. Aunque sólo fuera para sacarme sangre.

Volví a mi apartamento. Los libros me esperaban, pero no sentía interés por ellos. Me tendí en la estrecha cama y puse en actividad el energizador para combatir la extraña lasitud que me afligía. Pensé en mi invisibilidad.

No seria tan duro, me dije. Jamás había dependido totalmente de otros seres humanos. En realidad, ¿no había sido sentenciado en primer lugar por frialdad hacia mis congéneres? Entonces, ¿qué necesidad tenía de ellos ahora? ¡Que me ignoraran!

Sería un descanso. Después de todo, tenia un año de respiro en cuanto al trabajo. Los hombres invisibles no trabajaban. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Quién acudiría a consultar a un doctor invisible, o contrataría a un abogado invisible para que le representara, o entregaría un documento para archivar a un empleado invisible? Por tanto, nada de trabajo. Ni ingresos tampoco, naturalmente. Pero los propietarios no cobraban alquiler a los hombres invisibles. Estos iban a donde querían y no pagaban nada. Acababa de comprobarlo en los Jardines Colgantes.

La invisibilidad podía resultar divertida en sociedad, pensé. Me habían sentenciado tan sólo a una cura de descanso de un año. Estaba seguro de que la disfrutaría.

No obstante, había algunos inconvenientes prácticos. La primera noche de mi invisibilidad fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos más caros, una comida de cien unidades, y luego me desvanecería convenientemente antes de la presentación de la cuenta.

Estaba confundido. Ni siquiera llegué a sentarme. Esperé en la puerta media hora, mientras pasaba junto a mí una y otra vez un maitre d'hotel que, indudablemente, se había enfrentado muchas veces a la misma situación. Comprendí que ocupar una mesa no me serviría de nada. Ningún camarero me atendería.

Claro que podía entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Podía perturbar la rutina de trabajo del restaurante. Pero me decidí en contra. La sociedad tiene sus modos de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por supuesto, ni con una defensa intencional. ¿Pero quién impugnaría la afirmación de un chef de que no había visto a nadie ante él cuando se le cayó el puchero de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como una espada de dos filos.

Salí del restaurante.

Comí en el automático más cercano. Luego cogí una autotaxi hasta casa. Las máquinas, como los cactus, no discriminaban a los de mi clase. Sin embargo, me dije, serian una compañía muy aburrida durante todo un año.

Aquella noche dormí muy mal.

La segunda jornada de mi invisibilidad fue un día de tanteos y descubrimientos.

Me fui a dar un largo paseo, cuidando de mantenerme en los senderos de peatones. Había oído historias sobre los tipos que disfrutaban atropellando a los que llevan la marca de la invisibilidad en la frente. Porque no hay recurso contra ellos, ni castigo. Mi situación tiene sus peligros, peligros intencionados.

Caminé por las calles, viendo cómo se abría la multitud para dejarme paso. Yo pasaba entre ellos como un microtomo entre las células. Estaban bien entrenados. A mediodía, vi a mi primer compañero invisible. Era un hombre alto, de mediana edad, grueso y digno, que llevaba la marca de la vergüenza en su frente abombada. Su mirada se cruzó con la mía por un instante. Luego, pasó de largo. Un hombre invisible, por supuesto, no puede ver a otro como él.

Me sentí divertido, nada más. Aún saboreaba la novedad de este estilo de vida. Nada podía herirme. Todavía no.

A última hora del día, llegué a una de esas casas de baños donde las muchachas trabajadoras pueden bañarse por un par de monedas. Sonreí maliciosamente y subí las escaleras. El empleado de la puerta me lanzó apenas una mirada de asombro—aquello fue un pequeño triunfo para mí—, pero no se atrevió a detenerme.

Entré.

Me asaltó un fuerte olor a jabón y sudor. Seguí adelante. Pasé por los vestuarios, donde colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurrió que podía sacar de esos bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde interés cuando resulta demasiado fácil. Ya lo sabían los que imaginaron la invisibilidad.

Seguí adelante y entré en los baños propiamente dichos.

Había allí cientos de mujeres. Muchachas núbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron cuidado de no demostrar una auténtica reacción ante mi presencia. Había matronas supervisoras montando la guardia. ¿Y quién sabe si informarían de que alguien se había dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?

Así que las observé mientras se bañaban. Observé quinientos pares de senos en movimiento, cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina al descubierto. Mi reacción era confusa: por un lado, la sensación de haber hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanctórum sin que me detuvieran, pero también, surgiendo lentamente en mi interior, una sensación de.. ¿Pena? ¿Aburrimiento? ¿Repulsión?

No era capaz de analizarlo. Parecía como si una mano húmeda oprimiese mi cuello. Salí rápidamente. El olor del agua jabonosa perduró en mi nariz durante muchas horas, y la visión de la carne rosada persiguió mis sueños aquella noche. Comí solo en uno de los automáticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvanecía muy pronto.

A la tercera semana, caí enfermo. Todo empezó con fiebre muy alta, dolor de estómago, vómitos y otros síntomas de cariz muy feo. A medianoche, estaba seguro de que iba a morir. Tenía unos retortijones intolerables y, cuando me arrastre hasta el cuarto de baño, observé en el espejo que tenía el rostro contraído, verdoso y cubierto de gotas de sudor. La marca de la invisibilidad destacaba como la luz de un faro en mi frente pálida.

Me eché durante algún tiempo sobre el suelo de baldosas, disfrutando de su frescura. De pronto pensé: ¿Y si es el apéndice? ¿Y si se trata de ese resto prehistórico, ridículo y anticuado? ¿Y si está inflamado y a punto de reventar?

Necesitaba un médico.

El teléfono estaba cubierto de polvo. No se habían molestado en desconectarlo, pero yo no había llamado a nadie desde mi arresto, ni nadie se había atrevido a llamarme. El castigo por telefonear a un invisible es la invisibilidad. Mis amigos, aunque lo fueran, se mantenían aislados de todo contacto conmigo.

Cogí el teléfono y pulsé los botones. Se encendió el panel, y el robot a su cargo preguntó:

—¿Con quién quiere hablar, señor?

—¡Un médico! —gemí.

—Por supuesto, señor.

Palabras mecánicas, suaves y corteses. No hay modo de declarar invisible a un robot; por lo tanto, él si podía hablar conmigo.

La pantalla se iluminó. Una voz habló en tono profesional:

—Vamos a ver, ¿cuál es el problema?

—Dolor de estómago. Tal vez apendicitis.

—Enviaré a un hombre...

Se detuvo. En mi angustia, yo había cometido el error de alzar el rostro. Sus ojos vinieron a caer sobre la marca de la frente. La pantalla se ennegreció con la misma rapidez que si yo fuera un leproso y extendiera mi mano para que él la besara.

—¡Doctor! —supliqué.

Había desaparecido. Enterré el rostro entre las manos. Esto era llevar las cosas demasiado lejos, pensé. ¿Acaso el juramento hipocrático permitía tal conducta? ¿Es que un doctor tenía derecho a rechazar la súplica de ayuda de un enfermo?

Hipócrates no sabía nada de los invisibles. Nadie le pediría a un médico que atendiera a un hombre invisible. Sencillamente, para la sociedad en general yo no existía. Y el médico no puede diagnosticar enfermedades en individuos inexistentes.

Quedaba, pues, entregado a mis sufrimientos.

Era éste uno de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno podía entrar en la casa de baños sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedían que gimieras en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te perfora el apéndice, ¡vaya, qué lástima! ¡Será un escarmiento para aquellos que quieran seguir tu ejemplo!

No se me perforó el apéndice. Sobreviví, aunque pasé mucho miedo. Un hombre es capaz de sobrevivir sin conversación humana durante un año. Viaja en coches automáticos y come en restaurantes automáticos. Pero no hay médicos automáticos. Por primera vez, me sentí realmente un leproso ante la sociedad. Al convicto que está en prisión se le concede el auxilio médico cuando se encuentra enfermo. Mi crimen no había sido lo bastante grave para merecer la prisión, por eso no me trataría ningún médico, aunque enfermara. Era injusto. Maldije a los diablos que habían inventado tal castigo. Tenía que enfrentarme a solas con cada amanecer, tan solo como Robinson Crusoe en su isla, aquí, en medio de una ciudad de doce millones de almas.

¿Cómo describir mis altibajos de ánimo y los cambios constantes de mi espíritu conforme iban transcurriendo los meses?

Había ocasiones en que la invisibilidad suponía un gozo, una delicia, un tesoro. En esos momentos de locura, me gloriaba el verme exento de las reglas que oprimen a los hombres corrientes.

Robaba. Entraba en las tiendas pequeñas y me apoderaba de las mercancías, mientras los comerciantes, acobardados, temían impedírmelo por si se les acusaba de faltar a las reglas de mi invisibilidad. Si hubiera sabido que el Estado les reembolsaba de tales pérdidas, tal vez hubiera sentido menos placer. Pero robaría igual.

Y entraba donde quería. La casa de baños jamás me tentó de nuevo, pero sí otros santuarios. Entraba en los hoteles y recorría los pasillos, abriendo las puertas al azar. La mayoría de las habitaciones estaban vacías. Otras no.

Y como un dios, yo lo observaba todo. Me iba endureciendo. Mi desdén por la sociedad —el crimen principal que me condenó a la invisibilidad— seguía en aumento.

Me quedaba de pie en las calles vacías durante los períodos de lluvia y gritaba a los brillantes edificios que se alzaban a cada lado:

—¿Quién os necesita? ¡Yo no! ¿Quién os necesita para nada?

Me burlaba de ellos, me reía y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo, por la soledad. Entraba en los teatros —donde los felices comedores de loto permanecían sentados en sus sillas, encantados ante las imágenes tridimensionales— y me ponía a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se atrevía a protestar contra mi. El brillo de la marca en mi frente les aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacían.

Había malos momentos, buenos momentos, momentos en que me sentía un gigante y caminaba rebosante de desprecio entre los imbéciles visibles. Y momentos de locura..., he de admitirlo. El que ha pasado por la condición de invisibilidad involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo desequilibrado.

¿Los he llamado momentos de paranoia? Maniaco-depresivos sería más adecuado. El péndulo seguía su ritmo. Los días en que únicamente sentía desprecio por los idiotas visibles que me rodeaban se equilibraban con los días en que el aislamiento me abrumaba. Entonces recorría las calles interminablemente, hasta más allá de las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. ¿Sabían ustedes que todavía hay mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y desaseado piden limosna.

Pero nadie me pidió una moneda. Sólo una vez se me acercó un ciego.

—¡Por el amor de Dios! —gimió—Ayúdeme a comprarme unos ojos nuevos en el banco de ojos.

Eran las primeras palabras que me dirigía un ser humano en muchos meses. Empecé a buscar dinero en los bolsillos, con el propósito de darle todas las unidades que llevara como muestra de gratitud. ¿Por qué no? Podía conseguir muchas más sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, una figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. Oí que susurraba una sola palabra: " Invisible". Y ambos se largaron como dos ratones asustados. Quedé allí en pie, ofreciendo estúpidamente mi dinero.

Ni siquiera los mendigos. ¡Malditos los que inventasteis este tormento!

De nuevo fui serenándome. Toda mi arrogancia se desvaneció. Ahora estaba solo. ¿Quién podría acusarme de frialdad? Me había convertido en un hombre blando, patéticamente ansioso de una palabra, una sonrisa, una mano amistosa. Ya llevaba seis meses de invisibilidad.

¡Cómo la odiaba para entonces! Sus placeres eran vacíos, su tormento insoportable. Me preguntaba si lograría sobrevivir los seis meses restantes. Créanme, en aquellas horas negras, la idea del suicidio no me era extraña.

Finalmente, cometí una gran estupidez. En uno de mis interminables paseos, me encontré con otro invisible, quizás el tercero o el cuarto, no más, que había visto en seis meses. Como en los encuentros anteriores, nuestras miradas se cruzaron con temor, sólo un instante. Luego, él bajó la suya hasta el suelo, me cedió el paso y siguió caminando. Era un hombre que no tendría más de cuarenta años, con el pelo oscuro y rizado y un rostro flaco y alargado. Tenía aspecto de erudito, y me pregunté qué habría hecho para merecer tal castigo. Casi me venció el deseo de correr tras él y preguntárselo, saber su nombre, hablar con él y abrazarle.

Cosas todas prohibidas a la humanidad. Nadie tendrá el menor contacto con un invisible, ni siquiera otro invisible. Especialmente otro invisible. La sociedad no siente el menor deseo de fomentar una unión secreta, la camaradería entre sus parias.

Yo lo sabía muy bien.

Sin embargo, me volví y le seguí.

A lo largo de tres manzanas le seguí lentamente, manteniéndome a unos veinte o cincuenta pasos detrás de él. Los robots de seguridad parecían encontrarse en todas partes, con sus antenas listas para detectar cualquier infracción, y yo no me atrevía a hacer nada. Por fin, se metió por una calle lateral, gris y polvorienta, que al menos tenia cinco siglos, y empezó a caminar con el paso típico del invisible, propio del que no va a ninguna parte. Me acerqué a él.

—Por favor —dije en voz muy baja—, nadie nos verá aquí. Podemos hablar. Me llamo...

Giró en redondo, con ojos aterrados. El rostro muy pálido. Me miró atónito por un instante. En seguida, saltó hacia adelante, como para huir, escurriéndose a un lado

Le bloqueé el paso.

—Espere —dije—. No tenga miedo, por favor.

Intentó pasar, sin embargo. Le puse la mano en el hombro Luchó por liberarse.

—Sólo una palabra —le rogué.

Ni una. Ni siquiera un "Déjeme en paz" pronunciado con voz ronca. Consiguió esquivarme y corrió calle abajo. Sus pisadas se fueron haciendo cada vez menos sonoras, hasta que llegó a la esquina y dio la vuelta a la misma. Yo seguía mirando hacia allí, vencido por la soledad.

Y el temor, además. Él no había faltado a las reglas de la invisibilidad, pero yo sí. Le había visto. Tal vez eso me supusiera un castigo, la prolongación de mi sentencia de invisibilidad. Miré en torno ansiosamente. No había robots de seguridad a la vista. Ni uno.

Estaba solo.

Volví sobre mis pasos, tratando de tranquilizarme, y seguí por la calle. Gradualmente recuperé el control. Comprendí que había cometido una imperdonable tontería. La estupidez de mi acción me molestó, pero todavía más su aspecto sentimental. Extender la mano con aquel pánico a otro invisible; admitir abiertamente mi soledad, mi necesidad... ¡No! Eso significaba que la sociedad estaba ganando. Y yo no podía soportarlo.

Me hallé de nuevo cerca del jardín de los cactus. Tomé el ascensor, le cogí una ficha al empleado y entré en él. Busqué por unos momentos y encontré al fin un cactus espectacular, muy retorcido, de unos dos metros y medio de altura. Un monstruo espinoso. Lo saqué de su maceta, rompí aquellos miembros angulosos en fragmentos, llenándome las manos de espinas. La gente simulaba no verme. Me saqué las espinas de las palmas y, con las manos ensangrentadas, bajé de nuevo en el ascensor, otra vez aislado, de un modo sublime, en mi invisibilidad.

Pasó el octavo mes, el noveno y el décimo. La ronda de estaciones había efectuado casi su giro completo. La primavera había dado paso a un verano suave, éste a un crudo otoño, y el otoño al invierno con sus nevadas quincenales, todavía permitidas por razones estéticas. El invierno había terminado ya. En los parques, los árboles se llenaban de botones de verdor. Los del control del tiempo programaron las lluvias hasta tres veces diarias.

Mi sentencia se acercaba a su fin.

En los meses finales de invisibilidad, me había hundido en una especie de torpor. A mi mente, entregada a sus propios recursos, ya no le interesaba pensar en las implicaciones de mi situación, de modo que yo vivía día tras día en una niebla confusa. Leía ansiosamente, sin seleccionar. Aristóteles una noche; la Biblia al día siguiente; un folleto de mecánica al otro. No retenía nada. Al volver una página, la anterior se me borraba de la memoria.

Ya no me esforzaba por disfrutar de las pocas ventajas de la invisibilidad, la emoción del voyeur, la impresión fugaz de poder que surge del hecho de cometer cualquier acción con un limitado temor al castigo. Y digo limitado, porque la aprobación del Acta de Invisibilidad no había sido acompañada de un acta contra la naturaleza humana. Pocos hombres dejarían de correr el riesgo de la invisibilidad por proteger a sus esposas o hijos de las molestias de un invisible. Nadie permitiría fríamente que un invisible le sacara los ojos. Nadie toleraría la invasión de su hogar por parte de un invisible. Había modos de evitar tales infracciones sin demostrar reconocer la existencia del invisible, como ya he mencionado.

Sin embargo, muchas cosas estaban a mi alcance. Me negué a probarlas. Dostoievski escribió no sé dónde: " Si Dios no existe, todo está permitido". Yo enmendaría sus palabras: Para el hombre invisible, todo está permitido... pero carece de interés.

Pasaron los meses, agotadores.

No contaba los minutos que faltaban para mi liberación. Si he de ser sincero, la verdad es que se me olvidó por completo el día en que terminaba mi condena. Estaba leyendo en mi habitación, pasando las páginas aburrido, cuando sonó el timbre.

No había sonado en todo un ano. Casi se me había olvidado el significado de aquel sonido.

Sin embargo, abrí la puerta. Allí estaban los representantes de la ley. Sin pronunciar palabra, rompieron el sello que unía la marca a mi frente. El emblema cayó, haciéndose pedazos.

—Hola, ciudadano—me dijeron entonces.

Asentí con gravedad.

—Hola.

—Es el 11 de mayo de 2105. Su condena ha terminado. Queda incorporado de nuevo a la sociedad. Ya ha pagado su deuda.

—Gracias.

—Venga a tomar una copa con nosotros.

—Preferiría no hacerlo.

—Es la tradición. Venga.

Salí con ellos. Sentía ahora la frente extrañamente desnuda y, al mirarme al espejo, vi que había un punto pálido allí donde estuvo el emblema. Me llevaron a un bar próximo y me invitaron a whisky sintético, puro y fuerte. El camarero me sonrió. Alguien en el taburete inmediato me dio un golpecito en el hombro y me preguntó cuál era mi favorito para las carreras de aviones a reacción del día siguiente. No tenía la menor idea y así se lo dije.

—¿De verdad? Yo apuesto por Kelso. Pagan cuatro a uno, pero tiene una arrancada insuperable.

—Lo siento —dije.

—Lleva ausente algún tiempo—le comentó en voz baja uno de los del gobierno.

El eufemismo era inconfundible. Mi vecino me miró la frente y asintió al ver el punto pálido. Entonces me invitó también a una copa. Acepté, aunque ya sentía los efectos de la primera. Era un ser humano otra vez. Volvía a ser visible.

No me atreví a desairarle. Podrían haberme acusado de nuevo del crimen de frialdad. La quinta ofensa habría significado cinco años de invisibilidad. Había aprendido a ser humilde.

Regresar a la visibilidad supuso una transición difícil, naturalmente. Viejos amigos con los que reunirse, conversaciones que quedaron interrumpidas, relaciones que renovar. Había sido un exiliado en mi propia ciudad durante un año, y volver nunca es fácil.

Por supuesto, nadie aludía a mi periodo de invisibilidad. Lo consideraban como una enfermedad que no es correcto mencionar. Hipocresía, pensaba yo. No obstante, la aceptaba. Indudablemente todos trataban de no herir mis sentimientos. ¿Acaso se le dice a un hombre a quien acaban de reemplazarle un estómago canceroso: "Me han dicho que por poco te mueres"? ¿Acaso se le dice al hombre cuyo anciano padre ha sido llevado al servicio de eutanasia: "De todas formas, ya estaba muy viejo e inútil"?

No, claro que no.

De modo que había un espacio en blanco en nuestra experiencia compartida, un vacío, una negrura. Lo que me dejaba muy poco de qué hablar con mis amigos sobre todo porque había perdido por completo el arte de la conversación. El período de reajuste supuso para mi toda una prueba.

Aun así perseveré, pues ya no era la misma persona, altiva y fría, de antes de mi condena. Había aprendido la humildad en la más dura de todas las escuelas.

Por supuesto, de vez en cuando vislumbraba un invisible en las calles. Era imposible evitarlos. Pero, con el adiestramiento tan duro que había tenido, apartaba la vista de ellos, como si la mirada hubiera ido a caer momentáneamente en algo sucio y asqueroso procedente de otro mundo.

Fue al cuarto mes de mi retorno a la visibilidad cuando aprendí la lección definitiva de mi sentencia. Andaba por los alrededores de la Torre de la Ciudad, ya que había recuperado mi antiguo empleo en la sección de documentos del gobierno municipal. Había terminado la jornada de trabajo y caminaba hacia el metro cuando una mano surgió de entre la multitud y me cogió por el brazo.

—Por favor —dijo una voz suave—, espere un minuto. No tenga miedo .

Alcé la vista, asustado. En nuestra ciudad, los desconocidos no acostumbran a abordarle.

Vi el emblema brillante de la invisibilidad en la frente del hombre. Y entonces le reconocí. Era el hombre delgado al que me había dirigido, hacía más de medio año, en aquella calle desierta. Había envejecido. Tenía una mirada salvaje, el pelo salpicado de gris. Entonces quizá estuviera en el principio de su condena. Tal vez ahora estuviera cerca del fin.

Me retenía por el brazo. Yo temblaba. Esto no era una calle desierta. Era la plaza más abarrotada de gente de la ciudad. Me solté de su mano y empecé a dar la vuelta.

—¡No! ¡No se vaya! —gritó—. ¿No tiene piedad de mí? Usted también ha pasado por esto.

Di un paso vacilante. De pronto, recordé que también yo le había gritado, que le había rogado que no me rechazara. Recordé mi abrumadora soledad.

Di otro paso, alejándome de él.

—¡Cobarde! —chilló a mis espaldas—. ¡Hábleme! ¡Le desafío! ¡Hábleme, cobarde!

Era demasiado. Me sentí conmovido. Lágrimas repentinas inundaron mis ojos, me volví a él y le tendí la mano. Le cogí por la muñeca. El contacto pareció electrizarle. Un momento después, le tenía en mis brazos, tratando de aliviar con mi actitud parte de su tristeza.

Los robots de seguridad nos cercaron. A él lo echaron a un lado, a mí me apresaron. Me juzgarán de nuevo, y esta vez no será por un crimen de frialdad, sino por el crimen del afecto. Tal vez me encuentren circunstancias atenuantes y me dejen en libertad, tal vez no.

No me importa. Si me condenan, esta vez llevaré mi invisibilidad como un glorioso escudo de armas.