"Peregrinación" (Pilgrimage cuyo título originalmente era The Priestess Who Rebelled) es un relato que fue publicado por primera vez en la revista Amazing Stories, en octubre 1939 y fue escrito por el autor Nelson S. Bond quien es conocido básicamente por los personajes de sus series (Lancelot Biggs, Meg, la sacerdotisa, Pat Pending). «Meg, la sacerdotisa» fue una serie que consistió sólo de tres relatos los cuales aparecieron entre 1939 y 1941 (todos en revistas diferentes). Fue una de las primeras series protagonizadas por un personaje femenino.
En el duodécimo verano la enfermedad cayó sobre Meg y ella sintió miedo. Al mismo tiempo, notaba un extraño sentimiento de exaltación, que no se parecía a nada que hubiera conocido antes. Ahora era una mujer. Y sabía, repentina y completamente, lo que se esperaba de ella a partir de este día. Lo sabía… y lo temía.
Se dirigió inmediatamente al hoam de la Madre. Así era la ley. Pero mientras recorría el camino, contemplaba, con ojos llenos de una nueva curiosidad, a los Hombres junto a los que pasaba, a sus cuerpos pálidos y piadosamente lampiños, a sus manos suaves e inútiles y sus débiles bocas. Uno que se apoyaba ante la puerta del hoam de ’Ana le devolvió la mirada descaradamente e hizo un pequeño gesto incitador. Meg se encogió de hombros y le dedicó una mueca burlona con los labios.
Hasta ayer mismo había sido una niña. Ahora, de repente, era una mujer. Y por primera vez veía a la gente tal como era en realidad.
Las guerreras del Clan. Observó con disgusto la tensa angulosidad de sus cuerpos, las piernas fornidas, las mandíbulas firmes, los ojos fríos, los brazos musculosos, llenos de cicatrices hasta el hombro, los pechos pequeños y aplastados contra las corazas de cuero. Eran guerreras, y nada más.
Esto no era lo que ella quería.
Vio también a las madres. Los labios carnosos, los pechos llenos para amamantar a los niños, las pieles suaves y blancas como las de los Hombres. Sus ojos eran húmedos, limpios y desprovistos de toda expresión. De anhelos demasiadas veces despertados, saciados con demasiada frecuencia. Cuando caminaban, sus cuerpos abultados se mecían de un lado a otro, como el grano que maduraba en una tierra fértil. Vivían solamente para que la tribu pudiera subsistir, para que pudiera continuar existiendo. Reproducían.
Esto no era lo que ella quería.
Y luego estaban las trabajadoras. Sus cuerpos conservaban un vestigio de la gracia y la nobleza de la feminidad, pero si sus cinturas eran delgadas, sus manos eran gruesas y toscas. Sus hombros estaban curvados por el peso del trabajo, toscos por el uso de la azuela y el arado. Sus caras eran ceñudas debido a la lucha continua con la tierra. Y la tierra, de la que se habían convertido en un apéndice, se había vuelto, a cambio, parte de ellas. La piel de las trabajadoras estaba llena de tierra y sus cuerpos apestaban con la suciedad y la mugre del sudor.
No, nada de esto era lo que quería. No iba a ser nada de esto, estaba decidida.
Tan grande era la concentración de Meg que entró en el hoam de la Madre sin anunciarse, como se requería. Así, descubrió a la Madre haciendo gran magia ante los dioses.
La Madre tenía un palo en la mano derecha. Con él, rascaba una superficie suave hecha de piel. De vez en cuando dejaba que el palo se empapara en un cuenco donde había un poco de medianoche. Cuando lo acercaba de nuevo a la superficie, dejaba una huella: una línea negra como el flujo de una araña.
Durante un largo instante Meg se quedó de pie y observó, maravillada. Entonces el miedo se apoderó de ella y se echó a temblar. De repente pensó en las diosas. En la austera Jarg, su guía; en la delgada Ibrim y la taciturna Taamuz. En la distante Tedhi, cuya risa se repetía en las tormentas de verano. ¿Qué ira descargarían sobre quien espiara sus secretos?
Se cubrió los ojos y se arrodilló. Pero oyó pasos ante ella y sintió las manos de la Madre sobre sus hombros. Hubo un amable reproche en la voz de la Madre cuando habló.
—Hija mía, ¿no conoces la ley? ¿No sabes que todas deben gritar antes de entrar en el hoam de la Madre?
Los temores de Meg se disiparon. La Madre era buena. Era ella la que alimentaba y vestía al Clan; los calentaba en el oscuro invierno y encontraba carne para ellos cuando la comida era escasa. Si ella, que era la portavoz de las diosas en la tierra, no veía ningún mal en lo que Meg había curioseado sin intención…
Meg se atrevió a mirar de nuevo al palo mágico. Había una pregunta en sus ojos. La Madre la respondió.
—Es «escritura», Meg. Hablar sin palabras.
¿Hablar-sin-palabras? Meg se arrastró hasta la mesa y acercó una oreja curiosa a las marcas de la araña. Pero no oyó nada.
—No, no, hija mía —dijo la Madre tras ella—. No habla al oído, sino a los ojos. Escucha y yo haré que hable a través de mi boca.
Leyó en voz alta.
—Informe del mes de junio del año 3478. No ha habido cambios en el Clan de Jinnia. Aún somos sesenta y siete, con nueve Hombres, doce vacas y treinta caballos. Pero hay motivos para creer que ’Ana y Sahle aumentarán pronto nuestro número.
»La semana pasada Darthee, Lina y Alis atravesaron el territorio de Clina en busca de caza. Se encontraron con varios miembros del Clan Drum e intercambiaron regalos de sal y bacca . Se hicieron votos de amistad. En el viaje de regreso, Darthee fue atacada por uno de los Salvajes, pero sus compañeras la rescataron antes de que fuera demasiado tarde. El Salvaje fue destruido.
»Tenemos en nuestro pueblo una visitante de las Delwurs del este, que dice que en su territorio los Salvajes casi han desaparecido. Explica que la enfermedad ha diezmado a sus Hombres y suplica que le preste uno o dos durante unos meses. Estoy pensando en dejar que se lleve a Jak y Ralg, que son sementales probados…
La Madre se detuvo.
—Hasta aquí había llegado, hija mía, cuando entraste.
Los ojos de Meg estaban desorbitados de asombro. Era cierto que Darthee, Lina y Alis habían regresado hacía poco de un viaje a Clina. Y que ahora había una visitante en el campamento. Pero ¿cómo podía saber, decir estas cosas el habla-sin-palabras?
—Pero Madre, ¿no olvidará el habla-sin-palabras?
—No, Meg. Nosotras olvidamos. Los libros recuerdan siempre.
—¿Libros, Madre?
—Éstos son libros. —La Madre se dirigió a la parte de su hoam donde dormía y seleccionó uno de una montaña de rollos de piel de becerro—. Aquí están los archivos de nuestro Clan desde épocas pasadas, desde el tiempo de las Antiguas. No todos están aquí. Algunos se han perdido. Otros se estropearon con las inundaciones, o los destruyó el fuego.
»Pero es el deber de la Madre mantener estos archivos. Por eso la Madre tiene que conocer el arte de hacer el habla-sin-palabras. Es un trabajo duro, pequeña mía. Y una labor inacabable…
Los ojos de Meg brillaban. El problema que la había preocupado había desaparecido. En su lugar, se había establecido una idea. Un pensamiento tan grande, tan osado, que Meg tuvo que abrir dos veces la boca antes de que le salieran las palabras.
—¿Es…, es muy difícil convertirse en una… Madre? —preguntó sin aliento.
La Madre sonrió con amabilidad.
—Es una tarea muy importante, Meg. Pero no debes pensar en esas cosas. Aún no es tiempo de que decidas… —Se detuvo y miró a Meg de una manera extraña—. ¿O sí, hija mía?
Meg se ruborizó y bajó la mirada.
—Sí, Madre.
—Entonces no temas, hija mía. Conoces la ley. En este importante momento, eres tú quien tiene que decidir qué estación de la vida será tuya. ¿Cuál es tu deseo, Meg? ¿Serás una guerrera, una trabajadora o una madre criadora?
Meg miró atrevidamente a la guía del Clan.
—¡Quiero ser una Madre! —exclamó, y luego añadió suavemente—: Pero no una madre criadora. Quiero decir una Madre del Clan…, ¡como tú, oh, Madre!
La Madre se la quedó mirando. Entonces la sonrisa se le borró de la cara y dijo, pensativa:
—Tres veces antes se me ha hecho esa petición, Meg. Las tres veces la he rehusado. Fue Beth quien lo pidió primero, hace muchos años. Se convirtió en guerrera, y murió valientemente en el asedio de Loovil…
»Luego lo hizo Haizl. Y la última vez fue Hein. Cuando rehusé, se convirtió en el otro tipo de madre.
»Pero entonces yo era más joven. Ahora soy vieja. Y es justo que haya alguien que ocupe mi lugar cuando me vaya…
Miró a la muchacha intensamente.
—No es fácil, hija mía. Hay mucho trabajo por hacer. Trabajo no del cuerpo, sino de la mente. Hay que resolver muchos problemas, tomar muchos votos y emprender una dura peregrinación…
—¡Haré todo eso alegremente, Madre! —juró Meg—. Si me dejas… —Su voz se quebró de repente—. Pero no puedo convertirme en nada más. No seré una guerrera, dura y amargada. Ni una trabajadora llena de suciedad. Y las criadoras… ¡antes me aparearía con uno de los Salvajes que con un Hombre! ¡Sólo pensar en sus manos blandas…!
Se encogió de hombros. Y la Madre del Clan asintió, comprendiendo.
—Muy bien, Meg. Mañana te trasladarás a este hoam . Vivirás conmigo y estudiarás para convertirte en la próxima Madre del Clan de Jinnia.
Así empezó el aprendizaje de Meg. La Madre no se equivocaba al decir que la tarea no era fácil. Meg lloró amargamente muchas veces mientras se esforzaba por aprender lo que tenía que saber una Madre. Estaba el habla-sin-palabras, que Meg aprendió a llamar «escritura». Parecía una magia simple cuando la hacía la Madre. Pero aquel fino palo, que se movía tan fluidamente bajo los viejos dedos de la Madre, resbalaba, se torcía y hacía feas manchas de medianoche en la piel cada vez que Meg intentaba hacer marcas de araña.
Meg aprendió que aquellas líneas ondulantes tenían significados. Cada línea estaba compuesta por «frases», cada frase de «palabras», y cada palabra de «letras». Y cada letra tenía un mismo sonido, y cada combinación de letras formaba una palabra hablada.
Todo esto era extraño y confuso. Una sola letra, cambiada de lugar, cambiaba a menudo todo el significado de la palabra. Pero la determinación de Meg era grande. Por fin llegó el día en que la Madre le permitió escribir el informe mensual sobre la historia del Clan. Meg tenía entonces trece años. Pero ya era mayor en sabiduría que las otras mujeres de su Clan.
Fue entonces cuando la Madre empezó a enseñarle otra magia. Era la magia de los «números». Si bien había veintiséis «letras», los números eran solamente diez. Pero su magia era muy peculiar. Juntos, formaban otros números mayores. Y estos mismos números, aparte de los otros, formaban aún un tercer grupo. Meg no llegaba a aprender el nombre de estas magias. Eran términos extraños, mágicos, sin significado. «Multiplicación» y «resta». Pero aprendió a hacerlas.
Su aprendizaje resultó aún más difícil, pues en esta época los Malvados enviaron un diablillo del dolor para atormentarla. Se introdujo en ella a través de un oído mientras dormía. Y durante muchos meses habitó en su cabeza, sobre sus ojos. Cada vez que se sentaba a estudiar la magia de los números, el diablillo empezaba a danzar arriba y abajo intentando detenerla. Pero Meg persistió. Y finalmente el diablillo murió o se marchó. Y Meg aprendió los números…
Tenía que aprender ritos y rituales: la Canción Sagrada, que tenía que saber de memoria. Esta canción no tenía música, pero se acompañaba con el sonido de los tambores de la tribu. Sus palabras eran extrañas y terribles; repetían la majestad de las diosas en sus frases crípticas.
—¡Oh, Sakan! ¡Tú que eres vista por Tedhi con su Luz primera…!
Era una gran canción. Una magia poderosa. Era la única canción tribal que aprendió Meg que se atrevía a mencionar a una de las deidades. Y tenía que ser cantada reverentemente, o de otro modo Tedhi se enfadaría y mostraría sus monstruosos dientes, y destruiría a la invocadora con sus truenos.
Meg también aprendió la canción tribal del Clan de Jinnia. La conocía desde la infancia, pero sus palabras habían sido oscuras. Ahora había aprendido lo suficiente para entenderla. No conocía el significado de algunas de las palabras olvidadas, pero tenía sentido en su mayor parte cuando la tribu se reunía en las noches de fiesta para cantar: «Vuelve sobre Jinnia…».
Y Meg creció en edad, estatura y sabiduría. En su decimosexto verano sus piernas eran largas, firmes y rectas como la lanza de una guerrera. Su cuerpo era esbelto; bronceado por el sol, excepto en las zonas donde sus ropas dejaban la piel blanca. Suelto, su pelo habría caído hasta el suelo, pero lo llevaba sobre la cabeza, recogido en un moño que arreglaban las viejas madres, que eran demasiado ancianas para parir.
El dios de la vanidad había muerto hacía mucho tiempo, y Meg no tenía manera de saber que era hermosa. Pero a veces, al ver su reflejo en el estanque cuando se bañaba, aprobaba las suaves curvas de su esbelto cuerpo y se alegraba de haberse convertido en la neófita de la Madre. Le gustaba que su cuerpo fuera así, aunque no sabía por qué, aunque se alegraba de que no se hubiera vuelto flaco y duro como aquellas mujeres de su edad que se habían convertido en guerreras. O seco, como el de las trabajadoras. O suave y blando como el de las madres criadoras. Su piel era del color del bronce, y oro puro donde la luz del sol acariciaba sus brazos y piernas, entre sus pechos altos y firmes.
Y por fin llegó el día en que la Madre dejó a Meg dirigir los ritos de la Fiesta de la Primavera. Era julio, y Meg había cumplido entonces diecisiete años. Era una gran ocasión, y una gran prueba. Pero Meg no fracasó. Dirigió el elaborado rito de principio a fin, sin cometer un solo error.
Aquella noche, en la tranquilidad del hoam , la Madre hizo una última magia. Sacó de su colección de antiguos trofeos una piel de cuero. La bendijo y la tendió a Meg.
—Ahora ya estás preparada, hija mía —dijo—. Partirás por la mañana.
—¿Partir, Madre? —preguntó Meg.
—Para la prueba definitiva. Esto que te doy es un mapa. Un indicador-de-sitios. Verás que aquí, en la unión de esta montaña y este río, está nuestra aldea, en el corazón del territorio Jinnia. Muy lejos, hacia el oeste y hacia el norte, está el Lugar de los Dioses. Es aquí donde tienes que ir en peregrinación, antes de regresar para ocupar tu puesto como Madre.
Ahora, en este último momento, Meg se sintió confundida.
—Pero ¿y tú, Madre? Si yo me convierto en Madre, ¿qué será de ti?
—Lo demás será bienvenido, hija. Es bueno saber que la tarea no se interrumpirá. —La anciana Madre reflexionó—. Todavía hay muchas cosas que no sabes, Meg. Me está prohibido decírtelo hasta que hayas estado en el Lugar de los Dioses. Allí verás y comprenderás…
—¿Los… los libros? —gimió Meg.
—Cuando regreses podrás leer los libros, igual que yo los leí cuando regresé. Y todo se aclarará. Incluso ese secreto último, que el clan no debe conocer…
—No entiendo, Madre.
—Lo harás, hija mía… más tarde. Y ahora, a dormir. Mañana al amanecer empezará tu peregrinación.
En las lejanas colinas un perro salvaje aulló tristemente mientras despedía a la luna, que moría. Su canción sacudió el silencio de los árboles, el movimiento incesante del bosque. Meg se despertó con aquel llanto y vio que el rojo filo del amanecer teñía el cielo por el este.
Bajó de la ancha rama en la que había pasado la noche. Su caballo ya estaba despierto y pisoteaba con impaciencia la escasa hierba de los alrededores del gigantesco roble. Meg aflojó sus correas y se dirigió al manantial que había encontrado la noche anterior.
Bebió y se bañó lo mejor que pudo en el chorro que brotaba del manantial. Terminadas sus abluciones, empezó a preparar el desayuno. No había mucha comida en sus alforjas. Un poco de conejo que había conservado de la última cena. Dos panes que ahora estaban algo secos. Un precioso puñado de sal. Los comió ansiosa, resuelta a acampar pronto esa noche para poder colocar unas cuantas trampas y preparar otra hornada de pan.
Aclaró una zona, limpiando de hojas y raíces un amplio círculo de tierra, y luego caminó tres veces en torno al círculo para espantar al demonio del fuego. Entonces frotó el pedernal contra una pieza de metal negro de la ciudad de las Antiguas —un regalo de la Madre—, y encendió un pequeño fuego.
Habían transcurrido dos semanas desde que Meg saliera del territorio Jinnia. Había dejado atrás las montañas de su tierra natal y había atravesado los valles del Clan Hyan. Había cometido un error en los llanos de la región de Yana. Su mapa mostraba la ruta claramente, pero se había topado con una carretera construida por las Antiguas. Era una carretera aún en buen estado. Y ya que era más fácil viajar por ella que abrirse paso entre la jungla, se había dirigido hacia el sur.
No se dio cuenta hasta que llegó al pueblo de Sollie y las amistosas Zuries le indicaron su error. Entonces tuvo que regresar de nuevo al noroeste, remontando el Gran Río hasta el territorio de los Demoys.
El mapa señalaba que ahora estaba en territorio Braska. Dos semanas más —tal vez incluso menos—, y habría alcanzado su meta, el Lugar sagrado de los Dioses.
Meg olvidó sus especulaciones cuando algo chasqueó en el bosque, a sus espaldas. Se dio la vuelta rápidamente, sacó la espada y encaró el lugar del que había procedido el ruido. Pero los matojos no se movieron; no se repitió ningún otro chasquido. Disipados sus temores, se dedicó de nuevo al importante asunto de asar el conejo.
Siempre era necesario permanecer alerta. Meg había aprendido pronto esa lección, antes incluso de que en su segundo día de viaje dejara atrás el territorio Jinnia; ya que, como la Madre le había advertido, aún había muchos Salvajes sueltos por la tierra, en busca de comida y de los preciosos metales de fuego de los pueblos destruidos de las Antiguas…, y sobre todo en busca de pareja. Había pocas hembras entre ellos. La mayoría de los Salvajes eran machos. Pero había muy poco en sus cuerpos aplastados, sus caras brutales y en sus músculos nudosos que recordara a los Hombres.
Un Salvaje la había atacado en su segunda acampada. Afortunadamente, aún no estaba dormida, o su peregrinación habría terminado bruscamente. No la habría matado. Los Salvajes no mataban a las mujeres que capturaban. Se las llevaban a sus madrigueras. Meg había oído toda clase de historias. Una sacerdotisa no podía cruzar su linaje con un Salvaje y convertirse en una Madre.
Por eso Meg había luchado fieramente y había salido victoriosa. Los huesos del Salvaje yacían ahora en las colinas de Jinnia, convertidos en pasto para los buitres. Pero desde entonces, Meg había pasado la noche en lo alto de los árboles con la espada en la mano.
La comida ya estaba lista. Meg la apartó de la espeta, sopló y empezó a comer. Tenía muchas cosas en la mente. El final de su peregrinación estaba cercano. Dentro de poco entraría en el Lugar de los Dioses y aprendería el último secreto tan cuidadosamente guardado.
Por eso sus sentidos la traicionaron. Por eso ni siquiera se dio cuenta de la presencia del Salvaje que merodeaba por los alrededores, hasta que saltó sobre ella con un gruñido de satisfacción y la agarró con una fuerte tenaza.
Fue una pelea dura, pero silenciosa. A pesar de ser esbelto, el cuerpo de Meg era fuerte. Luchó como una pantera, usando todas las armas con que las diosas la habían dotado: puños, piernas, dientes.
Pero la fuerza del Salvaje era tan grande como su ardor. Con brutalidad, aplastó a Meg contra él; el olor de su sudor lastimó su olfato. Sus brazos arañaron sus pechos y le hicieron perder el aliento. Un brazo peludo se tensó en torno a su garganta, privándola del precioso aire.
Meg se revolvió y logró liberarse momentáneamente. Clavó sus fuertes dientes en su brazo. Un gruñido de dolor y furia brotó de los labios del Salvaje. Meg echó mano a la espada, pero una vez más el Salvaje se arrojó sobre ella, esta vez con los puños extendidos. Meg vio una mano como un martillo que se cernía sobre ella y sintió la fuerza del Salvaje. Una luz destelló. El suelo saltó a recibirla. Entonces todo quedó en silencio.
Se despertó gimiendo débilmente. La cabeza le dolía y notaba los músculos entumecidos. Intentó ponerse en pie y descubrió con un estallido de alegría que podía moverse. ¡No estaba atada! Entonces el Salvaje…
Buscó a su alrededor. Aún se encontraba en el claro del bosque donde había sido atacada. El sol había recorrido la mitad de su camino por el cielo y se arrastraba sobre el horizonte, dibujando un rastro de luz a través del pequeño claro. Su hoguera aún crepitaba. Y al lado se encontraba un… un…
Meg no pudo decidir lo que era. Parecía un Hombre, pero naturalmente eso era imposible. Su cuerpo era tan suave y casi tan lampiño como el suyo propio, bronceado por el sol. Pero no se trataba del cuerpo pálido y suave de un hombre. Era musculoso, duro, firme; más alto y más fuerte que una guerrera.
El primer pensamiento de Meg fue huir. Pero su curiosidad fue aún mayor que su miedo. Esto era un misterio. Y tenía la espada junto a ella. Quienquiera que fuera esta Cosa, no parecía que quisiera hacerle daño. Le habló.
—¿Quién eres? —preguntó Meg—. ¿Y dónde está el Salvaje?
El extranjero alzó la cabeza y una expresión de felicidad se extendió por sus rasgos. Señaló brevemente la espesura. Meg siguió su gesto y vio que allí yacía el cadáver del Salvaje. Volvió a mirar perpleja al Hombre-cosa.
—¿Le mataste? ¿Entonces no eres uno de los Salvajes? No comprendo. No eres un hombre…
—Hablas demasiado —dijo el Hombre-cosa con la voz más grave que Meg había oído en su vida—. ¡Siéntate y come, Mujer!
Arrojó a Meg un pedazo de conejo. Inconsciente de que lo hacía, Meg lo cogió y empezó a comer. Observó al extranjero que terminaba su propia ración y se limpiaba las manos en su ropa y se acercaba a ella. Meg soltó su desayuno a medio comer, se puso rápidamente en pie y se abalanzó sobre su espada.
—¡No me toques, Peludo! —advirtió—. Soy una sacerdotisa del Clan de Jinnia. No te corresponde…
El extranjero pasó a su lado sin molestarse siquiera en escuchar sus palabras. Se dirigió al lugar donde el caballo había permanecido atado y sacudió un trozo de rienda rota.
—¡Mujeres! —Escupió—. ¡Bah! ¡No sabéis ni domar a un caballo! ¡Mira! ¡Se ha escapado!
Meg se enfureció y notó que su cara enrojecía, pese a que los rayos del sol eran ya débiles.
—Hombre-cosa, ¿no conoces un modo mejor de dirigirte a una Mujer y Señora? Por Jarg que haré que te den de latigazos…
—¡Hablas demasiado! —repitió cansinamente el Hombre-cosa. Una vez más se sentó en el suelo y la estudió pensativo—. Pero me interesas. ¿Quién eres? ¿Qué haces tan lejos del territorio de Jinnia? ¿Adónde vas?
—Una sacerdotisa no responde a las preguntas de un Hombre-cosa… —dijo Meg fríamente.
—No soy un Hombre-cosa —regañó el extranjero—. Soy un Hombre. Un Hombre de la tribu Kirki que vive a muchas millas al sur de aquí. Soy Daiv, conocido como El-que-aprende. Así que contéstame, Mujer.
Su franqueza confundió a Meg. A su pesar, descubrió que las palabras salían de sus labios.
—Yo… soy Meg. Voy en peregrinación al Lugar de los Dioses. Es mi última tarea antes de convertirme en Madre del Clan.
Los ojos del Hombre la evaluaron con una franqueza turbadora.
—¿Madre del Clan? Meg, ¿no sería mejor que te quedaras conmigo y te convirtieras en madre de nuestro propio clan?
Meg jadeó. Los Hombres eran la pareja de las Mujeres, sí. Pero ningún Hombre había tenido nunca la audacia de sugerir tal cosa. La Madre preparaba los apareamientos con el consentimiento de la Mujer, este Hombre, obviamente, tendría que saber que las sacerdotisas no se apareaban.
—¡Hombre! —exclamó—. ¿No conoces la Ley? Pronto voy a convertirme en Madre del Clan. Vigila tus palabras o la ira de los dioses…
El Hombre, Daiv, emitió de nuevo unos sonidos de felicidad.
—Fui yo quien te salvó del Salvaje, no los Dioses. En mi tierra, Mujer Dorada, pensamos que preguntar no hace daño. Pero si no quieres… —Se encogió de hombros—, te dejaré.
Sin añadir nada más, se puso en pie y empezó a marcharse. Meg se ruborizó.
—¡Hombre! —gritó furiosa.
Él se dio la vuelta.
—¿Sí?
—No tengo caballo. ¿Cómo voy a llegar al Lugar de los Dioses?
—A pie, Mujer Dorada. ¿O es que las Mujeres sois demasiado débiles para hacer un viaje semejante?
Volvió a reírse, y se marchó.
Meg le observó durante un largo instante, contemplando cómo las ramas de los árboles se cerraban tras él, sintiendo cómo la completa soledad se ceñía en torno a ella y la envolvía. Entonces hizo algo que no pudo comprender. Pisoteó el suelo, furiosa.
El sol estaba en lo alto y era cada vez más cálido. El viaje hasta el Lugar de los Dioses, ahora que se había quedado sin montura, le resultaría más largo. Pero la peregrinación era una obligación sagrada. Meg apagó las cenizas de su hoguera. Se cargó las alforjas al hombro y se dirigió al oeste, emprendiendo la marcha.
El día fue largo, caluroso y aburrido. Antes de que el sol desapareciera, Meg se cubrió de polvo y sudor. Los pies le dolían por el ejercicio desacostumbrado. Por la tarde, cada paso era una agonía. Y cuando el sol era aún demasiado-fuerte-para-mirarlo, encontró un arroyuelo de agua fresca y decidió acampar allí para pasar la noche.
Colocó dos trampas para animales pequeños, sacó la harina y la sal de las alforjas y se dispuso a preparar una hornada de pan. Se acercó al arroyo mientras las rocas se calentaban y metió los pies en él, dejando que el dios-agua lamiera la fibra de sus plantas lastimadas.
Regresó al campamento… y descubrió que el Hombre, Daiv, estaba acurrucado una vez más junto a su hoguera. Vigilaba un cuenco que había sobre las piedras. De vez en cuando sacudía el cuenco con un palo largo. Al acercarse, Meg vio que en el interior había una extraña agua marrón que producía un olor aromático. Iba a llamar la atención del Hombre, pero él la vio primero.
—¡Hola, Mujer Dorada!
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Meg glacialmente.
El Hombre se encogió de hombros.
—Soy Daiv, el-que-aprende. Me puse a pensar en ese Lugar de los Dioses, y decidí que yo también me acercaría a verlo. —Olisqueó el líquido marrón burbujeante y pareció satisfecho. Sirvió un poco en un cuenco y lo tendió a Meg—. ¿Quieres?
Meg se acercó con cautela. Podía tratarse de un truco. Tal vez aquel líquido extraño y aromático era una droga. La Madre del Clan tenía el secreto de ese tipo de bebidas. Había una que embotaba la cabeza, resecaba la boca y aflojaba los pies…
—¿Qué es? —preguntó recelosa.
— K’fé , por supuesto. —Daiv parecía sorprendido—. ¿No lo sabes? No, claro…, supongo que la planta no crece en el norte. Se da cerca de mi tierra. En los territorios Sippe y Weezian. ¡Bébelo!
Meg lo probó. Era como su olor, fuerte y amargo, pero extrañamente agradable. Su calor la atravesó, barriendo el cansancio de su cuerpo, como el agua del arroyo lo había hecho con el ardor de sus pies.
—Está bueno, Hombre.
—Daiv —dijo el Hombre—. Mi nombre es Daiv, Mujer Dorada.
Meg arqueó las cejas.
—No es adecuado que una sacerdotisa llame a un Hombre por su nombre.
Daiv parecía dado a hacer sonidos felices.
—Hoy has hecho muchas cosas que no parecen adecuadas para una sacerdotisa, Mujer Dorada. Ahora no estás en Jinnia. Las cosas son diferentes aquí. Y en cuanto a mí… —Se encogió de hombros—. Mi pueblo hace también las cosas de modo diferente. Somos una de las tribus elegidas, ya sabes. Venimos de la tierra de la Huida.
—¿La Huida? —preguntó Meg.
—Sí. —Daiv se puso a trabajar mientras hablaba. Sacó un trozo de carne de su bolsa y empezó a envolverla en una masa que colocó al fuego. También tenía algunas patatas, que Meg no probaba desde hacía muchas semanas. Les quitó la piel, las cortó en rodajas con su cuchillo de caza y colocó las piezas sobre un trozo de roca plana y caliente—. La Huida de los Antiguos, ya sabes.
—Creo… creo que no te entiendo.
—Ni yo. Sucedió hace muchos años. Antes del pueblo del padre del padre de mi padre. Hay libros en el hoam del Señor de la tribu que lo cuentan. He visto algunos…
»Una vez las cosas fueron diferentes, ya sabes. En los días de los Antiguos, los Hombres y las Mujeres eran iguales. En realidad, los Hombres eran los Señores. Pero los Hombres eran belicosos y fieros…
—¿Quieres decir como los Salvajes?
—Sí, pero no hacían la guerra con palos y lanzas como ellos. La hacían con grandes catapultas que disparaban fuego y explotaban. Con arcos pequeños que disparaban puntas de flecha de hierro. Con humos que destruían y aguas que quemaban la piel.
»Hubo batallas en la tierra y en el mar, e incluso en el aire. Pues en aquellos tiempos los Antiguos tenían alas, como los pájaros. Volaban muy alto y hacían grandes truenos. Y cuando peleaban, dejaban caer enormes huevos de fuego que mataban a los otros.
—¡Oh! —exclamó Meg bruscamente.
—¿No me crees?
—¡Las patatas, Daiv! ¡Se están quemando!
—¡Oh! —Daiv puso cara feliz y les dio cuidadosamente la vuelta. Luego continuó.
—Se dice que por fin sucedió la mayor guerra de todas. Fue un conflicto no sólo entre los Clanes, sino entre las fuerzas de toda la tierra. Sucedió en el año que llaman mil novecientos sesenta… sea lo que sea lo que eso significa.
—¡Yo lo sé! —dijo Meg.
Daiv la miró con súbito respeto.
—¿De verdad? Entonces el Señor de mi tribu tiene que conocerte y…
—Eso es imposible. Continúa.
—Muy bien. Esta guerra duró muchos años. Pero ningún bando pudo ganar. En esos tiempos, eran los Hombres los que luchaban, mientras que las Mujeres se quedaban en el hoam para cuidar las casas de los Hombres. Pero los Hombres morían a millares. Y llegó un día en que las mujeres se cansaron.
»Se unieron… todas las que vivían en los lugares civilizados. Y decidieron deshacerse de los brutales Hombres. Dejaron de enviarles suministros y huevos-de-fuego a los Hombres. Construyeron fortalezas y se ocultaron en ellas.
»La guerra terminó cuando los Hombres descubrieron que no tenían nada más con que combatir. Volvieron a sus hoams en busca de sus Mujeres. Pero las Mujeres no quisieron recibirlos. Una vez más, hubo una amarga batalla… entre los sexos. Pero las Mujeres conservaron sus ciudades amuralladas. Y así…
—¿Sí?
—Los Hombres se convirtieron en los Salvajes de los bosques. Sin pareja, excepto las pocas Mujeres que pudieron raptar, su número se fue reduciendo. Los Clanes crecieron. Sólo en algunos lugares, como en Kirki, mi tierra, la humanidad no se convirtió en un matriarcado.
Miró a Meg.
—¿Me crees?
Meg sacudió la cabeza. De repente sintió mucha pena por el extranjero, Daiv. Ahora sabía por qué no la había obligado a convertirse en su compañera. Estaba loco. Completamente loco.
—¿Comemos, Daiv? —dijo amablemente.
Loco o no, fue un placer tener compañía durante las largas y agotadoras jornadas de su peregrinación. Meg no hizo ningún esfuerzo por desanimar a Daiv de su deseo de acompañarla. Era inofensivo, y resultaba una compañía agradable… para ser un Hombre. Y su charla, por descabellada que pareciera algunas veces, servía para que las horas de aburrimiento pasaran más rápidamente.
Cruzaron el territorio de Braska y entraron por fin en el de ’Kota. El Lugar de los Dioses estaba aquí… sólo que en el extremo occidental, cerca de Yomin. Y los días se convirtieron en semanas. Los primeros días no avanzaron mucho, pues los pies de Meg eran débiles y sus miembros estaban llenos de diablillos del dolor. Pero cuando la dura marcha destruyó a los diablillos, viajaron más rápido. Y el momento se acercaba.
—Empezaste a hablarme de la Huida una vez, Daiv —dijo Meg una noche—. Pero no terminaste. ¿Cuál es la leyenda de la Huida?
Daiv se tumbó lánguidamente ante el fuego. Sus ojos eran soñadores.
—Sucedió en el territorio Zoni. No muy lejos de las tierras de mi tribu. En aquellos días había un Hombre-dios llamado Renn, que previó la muerte de los Antiguos. Construyó un gigantesco pájaro de metal e introdujo en su panza dos docenas de Hombres y Mujeres.
»Y se marcharon volando hasta la estrella de la noche. —Daiv señaló un punto blanco en el cielo—. Pero se dice que algún día volverán. Por eso nuestra tribu trata de conservar las costumbres de los Antiguos. Mientras que tribus equivocadas, como la tuya, mantiene los archivos…
La cara de Meg se tornó roja.
—¡Ya basta! —exclamó—. He escuchado demasiadas historias tuyas sin hacer ningún comentario, Daiv. Pero ahora te ordeno que no me cuentes más historias. Todo esto es… ¡es una blasfemia!
—¿Blasfemia?
—¿No te pareció locura suficiente cuando hablaste de los días en que los Hombres mandaban en la tierra? ¡Ahora hablas de un Hombre-dios!
—Pero Mujer Dorada —dijo Daiv; parecía preocupado—, creí que comprendías que todos los dioses eran Hombres…
—¡Daiv! —Sin saber por qué lo hacía, Meg se volvió hacia él de repente y le cubrió la boca con las manos. Escrutó temerosa la oscuridad e hizo un gesto en silencio y musitó una plegaria—. ¡No tientes la ira de los dioses! Soy una sacerdotisa y lo sé. ¡Todos los Dioses son, tienen que ser, Mujeres!
—Pero ¿por qué?
—Porque… ¡porque lo son! No podría ser de otra forma. Todas las mujeres saben que los dioses son grandes, buenos y fuertes. ¿Cómo podrían ser hombres entonces? Jarg, e Ibram, y Taamuz. Y la poderosa Tedhi…
Daiv entrecerró los ojos, pensativo.
—No conozco sus nombres —murmuró—. No son los dioses de nuestra tribu. Y sin embargo… Ibrim… Tedhi…
—Hemos sido compañeros en un largo viaje, Daiv —suplicó Meg; había pena en su voz—. Nunca antes, desde que el mundo empezó, se han tratado un Hombre y una Mujer como tú y yo. A menudo has dicho cosas locas, imposibles. Pero te he perdonado porque… bueno, porque sólo eres un Hombre, después de todo.
»Pero mañana, o pasado mañana, llegaremos al Lugar de los Dioses. Entonces terminará mi peregrinación y aprenderé el último secreto. Tendré que regresar a mi Clan para convertirme en Madre. Así que no estropeemos nuestras últimas horas de camaradería con discusiones inútiles.
Daiv suspiró.
—Los antiguos han desaparecido y sus leyendas dicen muy poco. Tal vez tengas razón, Dorada. Pero tengo el presentimiento de que mi tribu no se equivoca. Meg… te lo he pedido una vez antes. Ahora vuelvo a pedírtelo. ¿Quieres ser mi compañera?
—Es imposible, Daiv. Las Sacerdotisas y Madres no se aparean. Si quieres, te llevaré conmigo de vuelta a Jinnia. Y me encargaré de que cuiden siempre de ti, como se debe cuidar a todo Hombre.
Daiv sacudió la cabeza.
—No puedo, Meg. Nuestros caminos no son iguales. Hay una costumbre en mi tribu… una costumbre de apareamiento que no conoces. Déjame enseñarte…
Se inclinó suavemente sobre ella. Meg sintió el poder de sus bronceados brazos cerrándose en su torso, atrayéndola. Y entonces él tocó su boca con los labios. El contacto fue brutal, terrible.
Se revolvió y trató de gritar, pero la boca de él la quemaba. La furia la atravesó como una llama. Pero no era furia, era algo más que daba vida a aquella llama. Su corazón empezó a latir fuertemente y jadeó como el cautivo que quiere ser libre. Sus puños le golpearon los hombros vanamente, pues había poca fuerza en ella.
Entonces él la soltó y ella cayó hacia atrás, exhausta. Sus ojos brillaban con furia y su voz era ronca. Intentó hablar y no pudo. Y en ese momento una terrible debilidad se apoderó de ella. Supo, temerosa, que si Daiv quería aparearse con ella ni todo el poder de las diosas podría salvarla. En su interior latía un ansia que odiaba su hombría… ¡pero la deseaba!
Pero también Daiv se retiró.
—¿Meg? —dijo en voz baja.
Ella se frotó la boca con el dorso de la mano. Su voz vibraba.
—¿Qué magia es ésa, Daiv? ¿Qué costumbre? ¡Te odio! Yo…
—Es el toque-de-las-bocas, Mujer Dorada. El derecho del Hombre con su compañera. Te suplico que no entres en el Lugar de los Dioses y vuelvas conmigo a Kirki para convertirte en mi compañera.
Por un momento, Meg se sintió indecisa.
—¡No! Tengo que ir al Lugar de los Dioses.
Y eso fue todo. Al día siguiente Meg marcó en el indicador-de-sitios el último punto de su peregrinación. Y al atardecer, cuando el sol arrojaba largos rayos sobre las colinas rodeadas de oscuridad, ella y Daiv llegaron ante la puerta, que se decía era el principio del camino hacia el Lugar de los Dioses.
—No conozco ninguna Ley que prohíba a los Hombres entrar en el Lugar de los Dioses, Daiv. Puedes hacer lo que quieras. Pero no está bien que entremos juntos. Por tanto, te pido que esperes aquí mientras entro sola. Aprenderé el secreto y después saldré por otro camino y regresaré a Jinnia.
—¿Te irás… sola?
—Sí, Daiv.
—Pero si… —insistió él.
—Si por cualquier causa cambio de opinión, volveré contigo. Aquí. Pero no es probable. Por tanto, no esperes.
—Esperaré, Mujer Dorada —dijo sobriamente Daiv—, hasta que toda esperanza esté muerta.
Meg se dio la vuelta. Entonces dudó y volvió a girarse. Sentía una gran pena en su interior. No sabía por qué. Pero conocía una magia que sanaría su corazón.
—Daiv… —susurró.
—¿Sí, Mujer Dorada?
—Nadie lo sabrá. Antes de dejarte para siempre… ¿no podríamos hacer una vez más… el toque-de-las-bocas?
Así lo hicieron. Después, con el recuerdo de un momento de gloria en su corazón, Meg se dirigió orgullosamente al Lugar de los Dioses.
Era un lugar salvaje y desolado. Áridas colinas de arena se alzaban por todas partes y no había más vegetación que algunos matojos y maleza, que florecían tristemente bajo el aire gélido.
El terreno era duro y salado bajo sus pies, y no había ningún pájaro que cantara en la soledad. A lo lejos, un perro salvaje aullaba al cielo. Las grandes colinas repitieron su lamento.
Una colina sobrepasaba a las demás. Meg se dirigió hacia ella sin vacilación. No sabía qué le aguardaba. Tal vez se le apareciera un grupo de vírgenes cantando y la guiarían al altar secreto, ante el que se arrodillaría y aprendería el último misterio.
Era posible que los propios dioses reinaran aquí, y que cayera de hinojos ante la austera Jarg para oír de los propios labios de la diosa el secreto por el que había venido hasta tan lejos.
Fuera lo que fuese lo que le iba a ser revelado, Meg estaba preparada. Otras habían encontrado este lugar y habían sobrevivido. No temía a la muerte. Pero… ¿y la muerte en vida? ¿Venir al Lugar de los Dioses con una blasfemia en el corazón? ¿Con el recuerdo de la boca de un hombre sobre la suya?
Meg sintió miedo por un instante. Había traicionado su cualidad de sacerdotisa. Su cuerpo permanecía inviolado, pero ¿no escrutarían los dioses su alma y sabrían que su corazón había olvidado la Ley y se había unido a un Hombre?
Si la muerte iba a ser su destino… que así fuera. Continuó andando.
Así, Meg llegó a un camino serpenteante que bajaba entre dos tortuosos macizos de roca y entró por fin en el Lugar de los Dioses. No podría haber elegido momento mejor para hacerlo. El disco del sol había alcanzado ya el horizonte occidental.
Aún había luz. Y los ojos de Meg buscaron aquella luz. Buscaron y vieron. Y entonces, con el corazón lleno de espanto, cayó de rodillas.
¡Había visto aquello-que-no-podía-ser-visto! A los propios Dioses con su omnipotente majestad sobre la cima de la montaña más alta.
Meg permaneció arrodillada durante unos instantes, susurrando, trémula, las plegarias rituales de perdón. Esperaba oír en cualquier momento la voz de Tedhi, o sentir en el hombro la mano de Jarg. Pero no había más sonidos que los frenéticos latidos de su corazón, el suave rumor de la hierba y el viento ululando entre las rocas.
Alzó la cabeza una vez más…
¡Eran ellos! Su instinto le dijo que no se había equivocado. Éste era, realmente, el Lugar de los Dioses. Y aquéllos eran los Dioses: duros, implacables, todopoderosos. Tallados en roca eterna por las manos de aquellos que habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Aquí estaban, los Cuatro Grandes. Jarg y Taamuz, con las caras firmes y severas rodeadas de rizos. Ibrim, con las mejillas enjutas y un ojo hueco.
Tedhi, que miraba a lo lejos con aquellos ojos ocultos tras los gigantescos telescopios, y tenía los labios dispuestos como si fuera a soltar una descarga de su risa atronadora.
¿Y el Secreto?
En el mismo instante en que la pregunta saltó a su mente, supo la respuesta. De repente, Meg supo que no iba a suceder nada. No habría ningún círculo de vírgenes cantoras, ninguna comunicación por parte de aquellos grandes labios de piedra. Pues el Secreto que le había indicado la Madre, el Secreto que las Mujeres del Clan no podían conocer, era aquel que Daiv le había revelado durante las largas etapas de la peregrinación.
¡Los Dioses… eran Hombres!
¡Oh, no hombres como Jak o Ralf, cuyos cuerpos pálidos no eran más que los instrumentos con los que se fertilizaban a las madres criadoras! No criaturas masculinas como los Salvajes, sino Hombres como Daiv. Enjutos y de mandíbula firme, de músculos fuertes, de cuerpo robusto.
Ni siquiera los rizos podían ocultar la inherente masculinidad de Jarg y Taamuz. Y los labios de Tedhi estaban cubiertos de pelo, claramente recortado sobre su boca sonriente. Y las mejillas de Ibrim tenían pelo, igual que lo había tenido Daiv de vez en cuando, antes de ejecutar su recorte mágico con un agudo cuchillo.
Los dioses, los gobernadores, los señores de los Antiguos habían sido hombres. Había ocurrido tal como había dicho Daiv: muchos años antes, las Mujeres se habían rebelado. Y ahora seguían su rumbo frío y sin amor, excepto en los pocos lugares —como la tierra de Kirki— donde se conservaba aún la vieja tradición.
Era un gran conocimiento, y amargo. Ahora Meg comprendía por qué la Madre estaba siempre tan triste. Porque sólo ella podía saber lo artificial que era esta nueva vida, lo pronto que morirían los Salvajes y los Hombres cautivos. Cuando llegara ese día, ya no habría más jóvenes. Más Hombres ni Mujeres. Más civilización…
Los Dioses lo sabían. Por eso permanecían aquí en las colinas grises de ’Kota, tristes, serios, olvidados. Los dioses moribundos de una raza moribunda. Y todo por causa de una humanidad vengativa que se estaba destruyendo a sí misma, lentamente.
No había esperanza. Ahora que ya sabía el Secreto, Meg tenía que regresar al Clan con los labios sellados. Allí, como la Madre antes que ella, tendría que contemplar con los ojos espantados el lento declive de su pequeño grupo, ver cómo los débiles restos del Hombre morían. Hasta que por fin…
¡La esperanza no había muerto! La Madre estaba equivocada, pues no había sido tan afortunada como Meg en su peregrinación. No había llegado a saber que había aún sitios en el mundo donde el Hombre se había preservado a imagen de los Antiguos. A imagen de los Dioses.
¡Pero ella, Meg, lo sabía! Y al saberlo, tenía ante ella la mayor oportunidad que una Mujer podía esperar.
Podía volver al valle y regresar a su Clan. Entonces se convertiría en la Madre y guiaría y guardaría a su pueblo hasta su muerte. Sería sabia, todopoderosa, importante. Pero sería virgen hasta la muerte, estéril por la santidad de la tradición.
Esto era lo que debía hacer. Pero había otro camino. Y Meg alzó los brazos pidiendo a los Dioses que la oyeran y decidieran sobre su problema.
Los Dioses no hablaron. Sus rasgos solemnes, agravados por el peso del tiempo, no se movieron para hablarle. Pero mientras escrutaba piadosamente sus caras, en busca de una respuesta para su desesperación, Meg recordó algo. Era un pasaje de la Oración a Ibrim. Y mientras sus labios musitaban aquellas palabras, le pareció que los rayos del sol moribundo se centraban en la cansada cara de Ibrim y que aquellos grandes ojos de piedra cobraban vida por un momento llenos de comprensión… y beneplácito.
—… no pereceremos de la tierra, sino que tendremos Vida para siempre…
Entonces Meg, la sacerdotisa, decidió. Dando un grito, dio la vuelta y corrió. No hacia el valle, sino hacia atrás, hacia atrás, ansiosa y expectante. Dejó a su espalda la sombra colosal del Monte Rushmore y atravesó la gruta desolada que conducía a la puerta donde esperaba el Hombre que le había enseñado el toque-de-las-bocas.