"Algo viejo" (Something Old) es un relato de terror de la escritora norteamericana Mary Elizabeth Counselman que fue publicado por primera vez en noviembre de 1950 en la revista Weird Tales para ser reeditado en la antología Half in Shadow en 1964.
ALGO VIEJO
(Something Old)
Mary Elizabeth Counselman
Fue una boda pequeña. Quizás si se hubiera celebrado en una iglesia, o en cualquier otro lugar sagrado, Celia habría estado a salvo de esa fuerza maligna. Pero fue una boda pequeña, casera.
Los invitados ya se habían sentado. Conversaban en susurros, que se desvanecieron cuando Mary McPherson comenzó a cantar con su voz dulce de contralto. En la biblioteca, Bob Hanson, el joven asistente del conservador del museo, sonreía débilmente a su padrino, que además era su jefe. Walter Ferris le devolvió la sonrisa, palmeándose el bolsillo de la chaqueta.
—Claro que tengo el anillo! —dijo—. Está aquí. Además —añadió—, tengo otros seis anillos conmigo, por si acaso el tuyo se pierde.
Ante la mirada confundida de su sobrino, el conservador sacó una pequeña cajita de piel y la abrió, mostrando medía docena de curiosos círculos de metal con una piedra semipreciosa.
—Fui corriendo hasta Peabody de camino hacia aquí —le explicó—, y él me dio la mercancía que había llegado de Londres. Son bonitos, ¿verdad?
El novio asintió, aflojándose el cuello de la camisa. Quizás por décima vez en los últimos tres minutos, volvió a mirar el reloj. Luego empezó a ponerse nervioso cuando la puerta del estudio se abrió dando paso a una joven con un lindo vestido blanco y una cesta con pétalos de rosa. Sonrió a su futuro cuñado y lo tomó de la mano, mostrando una hilera de dientes blanquísimos.
—¡Bob! Celia me ha dicho si tú o el señor Perris le podéis dejar algo del museo para que lo pueda llevar de adorno. Ya tiene algo nuevo y algo azul, sólo necesita algo viejo.
Ambos hombres rieron, agradecidos ante cualquier cosa que relajara la tensión de la espera. Ferris se acercó al teléfono sonriendo, de pronto recordó el estuche de piel que había vuelto a meter en el bolsillo. El canoso conservador del museo miró las joyas brevemente, luego eligió un anillo de metal negro, de forma hexagonal, y con un extraño símbolo grabado en cada lado.
—¡Aquí tienes, querida! Seguramente es la reliquia más vieja de nuestra colección, un antiguo anillo de compromiso babilónico. La inscripción reza: «mía, amantísima; mía por toda la eternidad». Muy romántico, ¿no?
La muchachita de las flores asintió con la risita cómplice de un conspirador. Pronto desapareció de nuevo por la puerta del estudio, y en seguida comenzaron a entrar los primeros miembros del cortejo. Bob se enderezó como el condenado que marcha a la silla eléctrica y sonrió a su tío tímidamente.
—¡Ya no hay quien me salve! —se quejó mientras caminaban juntos hacia el altar donde se iba a celebrar la ceremonia.
El grueso pastor miraba complaciente a los invitados mientras esperaba a que la novia llegara andando ceremoniosamente, llevada del brazo de su padre. Entonces apareció, una figura pálida y rubia envuelta en satén blanco con una guirnalda de capullos naranja encima de la corona del velo. Sonreía tímidamente a su hermanita, que bailoteaba delante esparciendo los pétalos de rosas. En la mano derecha llevaba un único anillo, y Bob se dio cuenta de que se trataba del antiguo y pesado anillo.
En ese momento Celia se detuvo junto a él, y el joven asistente del conservador no pudo mirar más que su rostro, delicioso y encendido.
—Queridos míos —entonó el pastor—, nos hallamos aquí reunidos, a los ojos de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer…
Bob suspiró, guiñando amablemente el ojo a la muchacha que estaba a su lado. De repente, se puso muy serio al observar en el rostro de su amada una expresión asustada. No le estaba mirando a él, sino un poco más allá, detrás de su tío, a un sitio sombrío que estaba al otro lado del altar. Tenía la garganta contraída, como si estuviera intentando con todas sus fuerzas acallar un grito que le salía del alma.
Bob siguió su mirada, pero no pudo ver nada. Luego se dio cuenta de que Celia estaba tirando del anillo que llevaba en el dedo, como si quisiera quitárselo. Ese simple hecho ya era por sí solo desconcertante, pues el objeto era casi dos veces más ancho que su fino dedo. Y sin embargo, ahora no podía sacárselo, ni tan siquiera girarlo. Mientras tiraba del anillo con desesperación, una fina gota de sangre resbaló por debajo del metal oscuro y formó una manchita roja en la falda de satén blanco.
—Robert Edward Hanson, ¿quieres a esta mujer por…? —preguntaba el pastor con voz sonora.
Bob contestó con un murmullo ausente mientras contemplaba la mano de la novia. Celia le miró con una expresión de impotencia, y susurró:
—Querido, el anillo… ¡no puedo quitármelo! ¿Qué hago? Está muy apretado…
Su futuro marido se acercó con un gesto protector que hizo que las mujeres más mayores suspiraran como recordando viejos tiempos.
—No te preocupes, querida. Ya lo sacaremos después. ¿Te hace daño?
—¡Sí! —susurró Celia—. El dedo se me está hinchando. ¡Me aprieta muchísimo!
—Celia Anne Mitchell, ¿quieres a este hombre…? —proseguía el pastor, con el ceño fruncido por la interrupción.
—¡Sí, quiero! —dijo la novia, y luego emitió un gritito que reprimió con rapidez.
De nuevo Bob, y también su tío, vieron cómo tiraba del anillo, y en seguida dos gotitas más de sangre salieron de debajo y resbalaron hasta caer sobre la blancura inmaculada del vestido de novia.
Luego, tras unas palabras breves, terminó la ceremonia, y la pareja de jóvenes subió al coche de Bob, riendo y tratando de esquivar la lluvia de arroz que caía sobre ellos.
—¡Gracias a Dios se ha terminado! —rió la muchacha, sofocada—. Se supone que ahora puedes echarme el brazo por encima. ¡Por fin solos! ¡También es parte de la ceremonia!
Bob obedeció.
—En el fondo eres un romántico —suspiró ella—. Oh, Bob, ha sido muy bonito que me dieras este anillo tan, tan viejo de la colección. Un anillo babilónico de compromiso, dice tu tío. ¡Y la inscripción es perfecta!
Su marido tragó saliva avergonzado, y luego decidió que aquélla sería una de las pocas cosas que no le revelaría nunca.
—Lo elegí para ti —mintió—. Pero llegué a asustarme. Con el anillo, quiero decir —señaló el aro negro que ahora parecía suelto en el dedo de la mujer—. Me pregunto cómo se te hinchó de esa manera. ¿Crees que puede tratarse de algún tipo de alergia?
—Nervios, supongo. Pero parecía que estaba más apretado, Y luego... ¡Bah, por el amor de Dios! ¡No he vuelto a ver al coco en una esquina oscura desde que tenía la edad de Betsy!
—¿El coco?
—¡Oh, los nervios otra vez! Fue cuando el pastor inició la ceremonia. Y luego otra vez, cuando dije: «¡Sí, quiero!». Detrás del piano, en la esquina oscura. Creo que vi algo. Eso es todo.
Se rió alegremente, pero el hombre percibió un pequeño escalofrío que recorrió sus brazos desnudos y que le puso la carne de gallina.
—¿Qué viste? ¿El fantasma perverso de tu pasado? —se mofó con simpatía—. ¿A alguno de esos pobres muchachos con el corazón destrozado que se arrojaron por algún puente cuando leyeron la tarjeta de invitación de nuestra boda?
Celia hizo una mueca y luego bajó los ojos, insegura. De nuevo sintió un pequeño escalofrío, como si la rozara una ráfaga de viento helado.
—No. Era… Bueno, ¡al principio parecía un perro! Un sabueso enorme y peludo, como un san bernardo. Y su color era de un gris oscuro, excepto la cabeza. —se estremeció visiblemente—. ¡Pero no quiero volver a hablar de eso! —rogó—. ¡Sólo ha sido una fantasía estúpida! Toma, querido, guárdamelo. Es muy pesado y se me resbala continuamente. No quisiera perderlo nunca.
El pequeño hotel de montaña que habían elegido para pasar la luna de miel estaba colgado en una cresta cubierta de laureles que dominaba cinco estados. Mientras penetraban en el vestíbulo y se acercaban al mostrador de la recepción, apareció como caído del cielo un hombrecillo de aspecto benévolo que chasqueó los dedos en dirección a un portero negro que estaba medio dormido.
—¿La suite nupcial? —murmuró mientras guiñaba un ojo a Bob, de manera que todos los que estaban en el vestíbulo se dieron cuenta—. ¡Los Hanson, claro! Aquí está su reserva. Sí, sí —añadió con malicia, sin dejar de hablar en susurros—. ¿Luna de miel? ¡Les alegrará saber que nuestra suite nupcial es a prueba de ruidos! ¡Nadie podrá escuchar las dulces palabras que sin duda le dirá a esta encantadora muchacha!
Nada más cerrar la puerta, cuando el sonriente portero se hubo marchado unos minutos después, Bob y Celia estallaron en carcajadas y se fundieron en un largo beso. Permanecieron abrazados durante un rato, mirando la ancha puerta francesa que se abría sobre un pequeño balcón.
—¡Oh, Bob, me siento muy feliz de haber podido reservar la suite nupcial! Mamá y papá pasaron aquí su luna de miel, creo que ya te lo dije. Y por eso es por lo que quería tanto —se detuvo bruscamente, mirándole por el rabillo del ojo—. ¿Querido? —susurró—. Devuélveme el anillo, me gustaría tenerlo un rato mientras vas abajo y me traes un paquete de cigarrillos, o lo que sea. ¿Vale? ¡Es parte de la ceremonia! Después pediremos que nos suban la cena y veremos la puesta de sol.
Se arrojó feliz a sus brazos y luego le empujó riéndose hasta la puerta. Bob le entregó el anillo y se marchó. Como le había pedido su esposa, estuvo vagabundeando por el vestíbulo del hotel durante casi media hora, hasta que por fin regresó y llamó a la puerta de la suite nupcial.
Su esposa Celia no abrió la puerta. El sol se había puesto detrás de las montañas y algunas estrellas diminutas comenzaban a brillar en el cielo. Bob llamó de nuevo, un poco más fuerte, a la vez que pronunciaba el nombre de su esposa. Se produjo una respuesta, una voz chillona y áspera, que le gritó en un lenguaje que no había oído jamás. Era una voz femenina. Se parecía a la de Celia y sin embargo no era suave ni melodiosa como la de ella. Pudo distinguir una o dos palabras: ziggurat y shimtu, seguidos de una ristra de sonidos que parecían una especie de cántico: inuma iluawelum.
Bob, asombrado y muy nervioso, comenzó a aporrear la puerta, temeroso de los sonidos que provenían del interior. Se trataba, como describiría luego, de un sonido susurrante, como si se hubiera levantado un viento muy fuerte, aunque en el exterior la noche era tranquila y cálida, con relámpagos esporádicos que iluminaban el cielo por el sur. Dos veces escuchó una especie de sonido profundo, horrible, como el gruñido de un mono, pero acompañado de retazos de palabras.
Luego, desesperado, empezó a empujar la puerta con todas las fuerzas de sus hombros. Se abrió de golpe al tercer impacto y el joven recién casado estuvo a punto de caer, seguido de cerca por el portero y el recepcionista de rostro amable que habían oído el barullo desde abajo. Celia yacía en la amplia cama de matrimonio, envuelta en un vestido de color verde pálido que colgaba hecho jirones. La sangre salía de su boca y apenas había una porción de su cuerpo, delgado y casi desnudo, que no tuviera una marca de violencia. Estaba boca arriba, gimiendo, con los ojos medio cerrados. Pero, como los tres hombres descubrieron mientras corrían a su lado, la expresión de su rostro no mostraba dolor o pánico, sino un éxtasis indescriptible, una felicidad salvaje, casi histérica.
Movió los labios, pronunciando una sencilla palabra; cuando Bob se inclinó sobre ella, su joven rostro se crispó en una mueca horrible.
—¿Campana…? —repitió Bob—. ¿Qué campana, querida? Ah, ¿no podías llamar pidiendo ayuda? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible que... ese demonio... o lo que sea...?
Se volvió hacia el aterrorizado recepcionista y miró detrás de él la fila de huéspedes que curioseaban desde el umbral.
—¡Hagan algo! —chilló Bob—. ¡Llamen a la policía! Mi esposa ha sido...
Prefirió no pronunciar aquellas terribles palabras, luego puso la mano de Celia en su mejilla, maldiciendo y hablándole suavemente a un mismo tiempo. Mientras lo hacía, el enorme anillo babilónico resbaló de su dedo y fue rodando hasta el pie de Bob. Una sección de su parte exterior en forma de hexágono se abrió y el joven marido recogió el anillo distraídamente, mirando el compartimento oculto. En su interior, enmarcado en un delgado triángulo de oro, había una pequeña pieza de tejido que en un primer momento le pareció seda mezclada con un hilo negro. Luego Bob vio que el médico del hotel se abría paso entre la gente y cerraba la puerta de la habitación tras él.
—¿Usted ha hecho esto? —le preguntó con frialdad—. Joven, le recomiendo que visite a un psiquiatra y que anule su matrimonio de inmediato. Usted es un veterano, ¿no? A veces, hay determinados momentos en los que la fatiga del combate...
—¡Basta! —Bob estalló—. ¡Yo me encontraba en el vestíbulo! Alguien ha debido de llamar después de que me fuera. Y Celia abrió la puerta, creyéndose que era yo. ¡Está claro que nadie pudo haber subido por la balconada!
—Está bien, está bien, muchacho. Tranquilícese. Mi nombre es Markham. He sido el médico de este hotel desde hace dieciocho años, pero jamás me había encontrado con nada... Dígame, ¿tiene algún rival o enemigo que sea capaz de...? Esto ha sido hecho por una mente trastornada, obviamente. Un maníaco con marcadas tendencias sádicas. Yo no le recomendaría —añadió— que su esposa se moviera en varios días. La han arañado con saña. No tiene heridas graves y lo peor ha sido el shock. ¿Quiere que se lo notifique a alguien?
—¡No! ¡Sí! A mi tío, Walter Ferris, el conservador del museo estatal —dijo Bob distraído—. ¿Por qué la habré dejado sola, aunque solo fuera unos minutos? —gimió—. Quería estar a solas un rato, como todas las novias. Y yo...
El doctor puso una mano sobre su hombro.
—Claro —dijo amablemente, aunque con una expresión de cautela en los ojos—. Ahora, hijo, dígame, ¿sufre de dolores de cabeza con frecuencia? Mmm, ¿pérdida de la memoria? ¿Pesadillas recurrentes en las que usted...?
—¡Por Dios santo! —gritó—. ¡Usted piensa que ya le hice eso a la pobre Celia! ¡Que soy un enfermo mental y que no recuerdo nada! ¡Pero sí lo recuerdo! Hablamos del paisaje y de que pediríamos que nos subieran la cena. Luego me… me fui abajo a por un paquete de cigarrillos, porque Celia quería... desvestirse.
—Sí —dijo el doctor con calma—. Pero el recepcionista me ha dicho que usted ha estado en la habitación con su mujer desde casi una hora antes de que bajara al vestíbulo solo. Y que parecía nervioso, según uno de los porteros —sonrió—. Bueno, eso es normal en un recién casado. Pero...
—¡Pero no puedo haberlo hecho! ¿Cómo voy a hacerlo? —avanzó hacia el médico—. ¡Doctor! Una vez, cuando era un niño, me caí de un poni. Me golpeé en la cabeza. ¿Es posible que eso...?
—Puede ser —asintió el médico con delicadeza, y luego se dio cuenta de que el joven cada vez estaba más nervioso—. Usted ha sufrido un shock terrible. ¿Qué le parece si se hospeda en la habitación contigua a la mía durante esta noche? Y por la mañana... Qué anillo más raro tiene ahí. Es muy antiguo, ¿no? Tiene un escarabajo genuino de la tumba de Ramsés. Y un ídolo maya. Qué pequeño y qué horrendo. ¿Le importa si le echo un vistazo?
Bob Hanson bajó la vista tristemente hacia su mano, que todavía sujetaba el anillo babilónico que su tío había regalado a la novia. El médico lo observó por todos sus lados, examinando detenidamente el fragmento de tela que se ocultaba en el compartimento secreto.
—¡Vaya! —murmuró—. ¡Muy interesante! ¡Un anillo para el pelo! Y de los comienzos de la cultura babilónica, según estas escrituras cuneiformes.
Hablaba en un tono suave y bajo, llevándose lentamente a Bob Hanson de la habitación en la que yacía su joven esposa, semiinconsciente y maltratada. Poco a poco condujo al aturdido muchacho a una habitación que el portero acababa de abrir. Bob se hundió en la cama, bebiendo agradecido de la botellita de brandy que Markham le había puesto en los labios. Luego, una vez más, hundió su cara entre las manos.
—¡Celia! —gimió—. Tan dulce e inocente. ¿Por qué le han hecho esto? Estoy seguro de que no ha besado a más de un par de chicos en toda su vida, en alguna fiesta escolar o algo así. Crecimos juntos. Yo jamás le haría daño por nada del mundo.
El doctor suspiró. En contraste con el joven sano que estaba sobre la cama, parecía cansado y mustio, y sus ojos eran sombríos, acostumbrados a ver toda clase de sufrimientos humanos. También había visto una buena cantidad de crímenes y criminales, y había pasado varios años trabajando en un asilo del Estado. Observó a Bob con cautela, fijándose en cómo se retorcía los dedos como si fueran pequeñas culebras.
—No se preocupe —le tranquilizó—. El guardia del hotel está vigilando a la puerta de la habitación de su esposa. Nada más puede herirla esta noche. Pero creo que lo mejor es que duerma aquí, hasta que se haga alguna investigación sobre lo sucedido.
—¡Pero yo no soy así! ¡Lo recuerdo todo! Alguien ha forzado la puerta.
—No. Eso es imposible, señor Hanson. Ya lo he comprobado. Una de las doncellas estuvo limpiando al otro lado de la habitación durante todo el tiempo que usted dijo haber pasado en el vestíbulo, mientras su mujer estaba sola. Ningún intruso pudo entrar en el dormitorio durante su ausencia sin que la doncella lo viese. Y es obvio que nadie sería capaz de subir a la habitación por la balconada. Hay una caída de casi veinte metros.
Bob se hundió tras escuchar las tranquilas palabras del doctor; tenía los ojos completamente abiertos con una expresión de incredulidad. Movió la cabeza de un lado a otro lentamente, incapaz de creerlo. Luego, mientras el médico se encogía de hombros, se arrojó boca abajo sobre la cama, ahogando su llanto.
—Está bien —dijo con brusquedad—. Notifíqueselo a mi tío, por favor. Él hará todo lo que usted crea necesario. Se ocupará de mí y de llevar a Celia a casa.
Cerca de la medianoche, después de que el joven Hanson hubiera caído en un sueño inquieto gracias a los sedantes, el doctor salió de puntillas de la habitación, llevando consigo el anillo que Bob había recogido cuando resbaló de la maltrecha mano de su esposa. El doctor Markham sacudió la cabeza. Era un caso muy extraño y trágico. Leyó con ironía la romántica inscripción que figuraba en el anillo de compromiso, traduciendo los extraños símbolos de un pesado volumen que había encima de su mesa. «Mía por toda la eternidad»
El médico lanzó un gruñido. No podía hacer nada más, excepto ingresar al joven y agradable muchacho en un hospital psiquiátrico después de que hubiera avisado a sus familiares de la salvaje agresión que había perpetrado a su joven esposa. Markham se sentó delante de la mesa de trabajo y suspiró, examinando el pesado anillo despreocupadamente mientras le daba vueltas al asunto. El metal era muy oscuro, de un negro curioso y pulsante que parecía inflarse y expandirse como el humo. Curioso, aplicó una gota de ácido sobre uno de los seis lados exteriores del objeto, y descubrió que estaba hecho de hierro y oro, y de otro tipo de metal que estaba más allá de sus conocimientos.
Abrió el compartimento secreto y observó durante un rato el delgado tejido de fina seda mezclada con otro material negro y más basto que había en su interior. Impulsivamente, abrió su navaja y extrajo una muestra de ambos tejidos, poniéndolos acto seguido bajo el microscopio. Como sospechaba, los dos eran restos de cabello, pero combinados de extraña manera. Descubrió que la muestra que parecía seda amarilla era, efectivamente, pelo humano. Pero los filamentos negros y bastos pertenecían a algún tipo de animal, quizás un perro o un mono.
Entonces, bruscamente, entrecerró los ojos. Una idea demencial había surgido en su cabeza, tan fantástica que no se atrevía a mencionársela a nadie.
Se levantó de la silla, subió las escaleras hasta el piso de arriba y entró en la habitación de la joven, tras saludar distraídamente al guardia del hotel que dormitaba en la puerta. Markham se sentó con cuidado encima de la cama, tomó el pulso a la muchacha y frunció el ceño al contemplar de nuevo los arañazos y moratones que tenía en el cuello y los hombros. Luego, con gran cautela, deslizó el enorme anillo en su dedo y aguardó. Casi al instante, la expresión calmada de la joven desapareció dando paso a una especie de excitación, de éxtasis mezclado con miedo.
Empezó a agitarse y mascullar en sueños, y Markham tuvo que acercarse mucho para conseguir descifrar sus palabras: una extraña combinación entre el inglés y lo que pudo reconocer como sumerio, la antigua lengua de Babilonia.
—¡Ai! ¡Phogor! —gimoteaba la joven—. ¡Ven! E-Im-Khur-sag. ¡Los altos parajes del viento! La escalera ondulante me llevará a ¡Ai! ¡Belpeor!. ¡Tu sierva... espera... tu placer!
Celia emitió un grito de repente y, delante de los ojos atónitos de Markham, comenzó a surgir un enorme moratón rojo sobre la piel del esbelto cuello de la muchacha. Pronto apareció otro sobre uno de sus hombros desnudos, mientras la joven se estremecía y gritaba de nuevo. El doctor se secó la frente, ahora perlada de sudor. Aunque la noche afuera se mantenía clara y en calma, escuchó un sonido susurrante, como si se hubiera levantado un viento muy fuerte. Por debajo y a través del rugido, escuchó una voz profunda y gutural en la que se podían apreciar palabras y frases espantosas que impregnaban el aire de la habitación como una blasfemia.
Markham tragó saliva, se agachó con rapidez y sacó el anillo del dedo de Celia, el anillo que se había contraído, dejando una profunda marca en su carne.
—¡Buen Dios! —el médico pronunció con un estremecimiento—. Jamás habría pensado que tuviera el privilegio de contemplar un caso genuino. ¡Un estigma! ¡Un estigma histérico! Sin duda. Pero ¿cómo se ha producido?
Recorrió con sus dedos los arañazos y moratones que presentaba el cuerpo de Celia, y frunció los labios con una mueca silenciosa de asombro. ¡Algunas heridas estaban sangrando! Y las uñas, que hacía tan sólo un rato arañaban desesperadamente el aire a su alrededor, se encontraban ahora rotas, como si hubieran tropezado con algún objeto sólido. Markham las examinó más de cerca, abrió su navaja y sacó algo de debajo de una de ellas. ¡Un pelo! ¡Un pelo negro y basto, exactamente igual al que había encontrado en el anillo! Pero a lo mejor la propia Celia Hanson había hurgado en aquel compartimento secreto antes de que tuviera lugar el extraño ataque.
El doctor Markham volvió a sus habitaciones y permaneció sentado durante un rato, pasando la mirada por los voluminosos tomos de su librería: obras de referencia que versaban sobre las reliquias antiguas a las que era aficionado. Hacia el amanecer se desperezó con una sensación extraña y alerta. Cuando se hubo despertado del todo sintió que alguien más estaba en la habitación. Desde la mesa, volvió la cabeza en silencio. Una mano tanteaba el cajón que estaba a su lado, revolviendo entre las medicinas. Escogió un frasquito que tenía una calavera dibujada en la etiqueta, advirtiendo que se trataba de un medicamento peligroso.
El doctor se irguió, agarró la mano e hizo que soltara el frasco. Con un movimiento experto hizo que el joven Bob Hanson se sentara en una silla al mismo tiempo que daba un puntapié al frasquito de veneno.
—¿Por qué me ha detenido después de lo que he hecho? —musitó—. ¡He sido yo, nadie más pudo entrar en la habitación! ¿No se da cuenta? ¡Tengo que proteger a Celia! Ella intentaría entenderme, perdonarme. ¿No se da cuenta de que es la única solución?
—Excepto —interrumpió Markham— si miramos los hechos y empleamos el sentido común y algo de imaginación. Tranquilícese, muchacho. No ha sido usted.
—¿Atraparon al hombre que hizo esto?
—No hay ningún hombre. Mi joven amigo, tengo muchas razones para pensar que los arañazos y moratones de su esposa son estigmas. Es decir, que han sido causados por la histeria y la autohipnosis. Se trata de un fenómeno médico muy difícil de observar.
El joven Hanson parpadeó, profundamente asombrado.
—Pero —espetó— ¿no pretenderá decirme que Celia...? ¡Ella no es una mujer histérica! ¿Quiere decir ahora que es ella, y no yo, la que necesita ayuda mental?
—Quizás —dijo con calma— en mi informe médico pondré que su joven esposa temía el matrimonio de manera inconsciente, aunque en la realidad confía y ama a su marido. ¡Psiquiatras! Nosotros, los científicos —sonrió con ironía—, somos muy reacios a aceptar todos estos hechos tan extraños como si fueran una verdad médica. Personalmente creo que, durante el corto espacio de tiempo que dejó a su esposa sola en la habitación y teniendo en cuenta su estado emocional, ella se hizo especialmente hipersensible a... bueno, a lo que la Sociedad Americana de Investigación Médica llama psicometría.
—¿Psico...? —repitió Hanson—. ¡Vaya! ¡Algo he oído acerca de eso! Hace poco se hicieron unas pruebas de percepción extrasensorial en Harvard. Es lo contrario de la clarividencia, ¿no es así? Un medium en psicometría puede tener algún objeto en sus manos y sentir el pasado, o ciertos sucesos que tuvieron lugar en el pasado y que están íntimamente relacionados con ese objeto.
—¡Exactamente! Y yo he observado que a ella le ha ocurrido lo mismo durante su, llamémosle trance, si lo prefiere. Estos actos están impresos en el metal, la madera y la piedra, de la misma manera que la radiactividad permanece impregnada en ciertos lugares. Todo el mundo puede sentirlo a veces, pero algunos son más receptivos que otros. Señor Hanson, creo que su mujer es una de esas personas, y que revive una experiencia que está fuertemente impresa en el antiguo anillo babilónico que le entregó. Usted lo llama anillo de compromiso, y seguramente eso es lo que es, pero de una manera más espantosa.
El doctor tembló visiblemente, luego prosiguió:
—He examinado con suma atención la inscripción cuneiforme. ¡Resulta mucho más siniestra que romántica! Si a ello le añadimos lo que su esposa musitaba en sueños cuando deslicé el aro en su dedo, creo que el objeto es un anillo de compromiso de alguna joven novia de la antigua Babilonia. Una muchacha virgen de la ciudad de Peor, en el Tigris.
»Existía una antigua costumbre religiosa, como seguramente usted sabe, entre los adoradores del dios Baal, que en babilónico es Bel, el señor o poseedor. Se trataba de un rito espantoso. Justo después de la boda se obligaba a la joven novia a que se sentara en el templo y se entregara al primer extraño que arrojara sobre su regazo un puñado de plata. Ella no podía negarse, aunque fuera un ladrón leproso. Después, y sólo después, la novia podía marcharse legalmente con su marido. Era una práctica tan inimaginable que los cananeos llamaban al dios el Señor de la Vergüenza, o Baal-ze-bub, el Señor de las Moscas. El extraño, por supuesto, representaba a Bel. Un monstruo peludo e indecente con cuerpo de bestia y el rostro lujurioso de un viejo. Pero a veces, si la muchacha era muy hermosa e inocente, el propio dios reclamaba sus primeros frutos, que era como se denominaba a aquella práctica.
—¿Y Celia? —se forzó a pronunciar su nombre—. ¿Ella revive...?
—La experiencia de la joven novia de Peor —asintió lúgubremente el médico—. Por medio de la psicometría. ¡Una experiencia verdaderamente espeluznante! ¡No es de extrañar que su cuerpo se vea afectado físicamente, hasta el extremo de mostrar esas terribles heridas! De todas las deidades impías de la antigüedad, Bel, o Baal, fue conocido y despreciado por su obscena brutalidad. La mayoría de los profetas de la cristiandad predicaron en su contra y quemaron sus templos: Daniel, Isaías, Jeremías. No exageraban lo más mínimo cuando proclamaban que los ritos de Bel era una abominación.
El joven Hanson temblaba descontroladamente.
—¡Mi pobre Celia! —gimió—. Tendremos que hospitalizarla. ¡Pero la esperaré! ¡La ayudaré a olvidar esta terrible experiencia aunque me cueste el resto de mi vida!
El doctor Markham sonrió, dando unas palmaditas cariñosas en la espalda de Bob.
—Pero no creo que dure mucho —dijo con alegría—. A no ser que esté muy equivocado —Miró por la ventana y descubrió que el sol comenzaba a brillar, límpido y cálido, sobre las cimas montañosas—. Casi me atrevo a afirmar que su hermosa mujer está a punto de despertarse, hambrienta y preguntándose dónde se ha metido su marido. ¿Quiere que vayamos a verla?
El joven asintió impaciente y al rato ambos se encontraban delante de la cama de Celia. Ella miró a Markham, cubriéndose el desgarrado vestido con las sábanas. Luego, mientras el doctor le tomaba la muñeca con una agradable sonrisa, se relajó un poco y le hizo una mueca a Bob.
—¡Oh! ¿Usted es el médico? ¡Vaya! ¿Me he desmayado la pasada noche o algo así? ¡Pobre Bob! Debió de desesperarse llamando a la... —gimió débilmente, dejándose caer de nuevo en la cama—. ¡Pero me siento espantosamente mal! ¡Y esas terribles pesadillas! ¡Era como una especie de perro! ¡Lo mismo que vi durante la boda! ¡Agh! Se acercaba a mí, y yo estaba aterrorizada, y sin embargo... —movió la cabeza de un lado a otro, como intentando recordar algo que permanecía oculto—. ¡Ay, todo está mezclado!
Bob se acercó rápidamente a la cama y ella estiró ambas manos.
—Oh, querido —se disculpó—. No quiero asustarte. Pero me sentía como drogada. No podía levantarme. ¡Tan sólo soñaba una y otra vez con esa extraña y antigua ciudad! Las calles estaban llenas de una multitud de gente que se agrupaba alrededor de un edificio enorme y muy alto. Algunos hombres con trajes de ceremonia bailaban una especie de danza. Luego —se estremeció— uno de ellos arrancó de los brazos de su madre a un pobre bebé y... ¡y estrelló su cabeza contra una gran piedra de seis lados! ¡Era espantoso! Pero yo no podía despertar. Luego una muchacha joven, con una corona de flores en la cabeza... ¡Se parecía a mí! Había una larga hilera de ondulantes escalones que subían desde el exterior a aquella torre enorme. Subí y subí, mientras el gentío aullaba debajo. Se abrió una puerta. Y una habitación inmensa se iluminó con un extraño resplandor verdoso, ¡una habitación decorada únicamente con unas pinturas espantosas sobre las paredes! ¡Esas pinturas hicieron que me ruborizara! También había un enorme diván y joyas azules y doradas, amontonadas entre los cojines. ¡Y el viento, el viento aullaba sin cesar! Luego yo...
Celia se detuvo, pero al rato continuó, con la respiración sofocada por el horror.
—Miré arriba, y aquella Cosa se acercaba, hablando con una horrible voz gutural. ¡Me deseaba!
Gimió débilmente y escondió la cabeza en la almohada. Bob Hanson miró con desesperación al doctor Markham. Pero el médico negó con la cabeza. Con mucho cuidado, levantó las sábanas y dejó al descubierto el cuello y los hombros desnudos de la muchacha, que antes estaban llenos de moratones y arañazos.
El joven Hanson miró atónito. ¡Las heridas habían desaparecido!
Volvió a mirar al doctor Markham a los ojos, boquiabierto. Pero de nuevo el viejo y sabio médico sacudió la cabeza, y se dirigió inadvertidamente hacia la puerta.
—Todos estamos muy afectados por los nervios y las pesadillas —dijo con suavidad—. Yo no me preocuparía demasiado por todo esto, jovencita. Relájese durante unos días, ¡y disfrute su luna de miel! ¡Se encontrará bien en cuanto tome el desayuno en compañía de su amado! Volveré más tarde. ¡Mucho más tarde!
Cerró la puerta tras de sí, sonriente, y caminó por el pasillo de vuelta a sus quehaceres habituales. El anillo, el maligno anillo de Bel-peor, todavía estaba en su bolsillo, y pensaba enviárselo por correo a Walter Ferris junto con el relato de todo lo que había sucedido, como el joven Hanson le había sugerido. Bob podría decirle a su esposa que lo había perdido. Lo que fuera, con tal de que no volviera a tenerlo cerca y pudiera volver a deslizarlo en su dedo, como muchos siglos antes de Cristo había hecho aquella otra joven novia de Peor.
Markham frunció el ceño. Había muchas otras premisas sobre este caso que aún no comprendía, ¡y muchas más que ni tan siquiera se atrevía a comprender! Aquel cabello negruzco y basto en el compartimento secreto del anillo, por ejemplo, y los restos del mismo que había encontrado en las uñas de Celia. A lo mejor se podría explicar de alguna manera racional; pero lo que no podía explicar era que los filamentos rubios que estaban entremezclados con el cabello oscuro fueran, tras observarlos al microscopio, exactamente idénticos al cabello de Celia, a pesar de que estaban encerrados en el interior de aquel antiguo anillo babilónico desde hacía tres mil años.
* * *
Dejo también la versión en audiolibro para quien quiera disfrutarla.