jueves, 6 de julio de 2023

RATONES MECÁNICOS

Como siempre, la portada de la revista donde originalmente se publicó el relato de esta ocasión

El cuento "Ratones mecánicos" (Mechanical Mice) es un cuento escrito por Eric Frank Russell pero que se publicó bajo el nombre Maurice G. Hugi. Este "seudónimo" no lo es tal ya que es el nombre de un amigo de Russell. Según algunas fuentes, Hugi le dio la idea Russell, él la escribió pero quiso darle el crédito a su amigo utilizando su nombre. Como sea, muchas veces se encuentra el nombre de Maurice atado a este cuento.

Este relato se publicó por primera vez en las páginas de la revista Astounding Science‑Fiction de enero de 1941. Narra las desventuras de Dan Burman, un inventor que, utilizando un aparato de su creación (el psicófono) logra reproducir en el presente un extraño mecanismo proveniente del lejano futuro con lo cual podría causar una extraña paradoja temporal. 

RATONES MECÁNICOS

Eric Frank Russell y Maurice G. Hugi

Jugar con lo desconocido es querer meterse en problemas. ¡Y Burman lo hizo! Ahora, hay muchas personas que odian como al mismísimo diablo cualquier cosa que cliquetee, tictaquee, emita sonidos zumbantes o que, en general, se comporte como un despertador asmático. Tienen mecanofobia. Dan Burman fue el causante.

¿Quién no ha oído hablar de la Pequeña Batería Burman? ¡Exacto, se trata del mismo tipo! Fue el que la inventó, y además imaginó el slogan, ahora mundialmente famoso: «Energía en su bolsillo». Y no era pequeña hazaña el lograr algo del tamaño de un paquete de cigarrillos que suministrase cien veces más energía que su más eficiente competidora. Burman difería de todo el mundo al considerarlo una nimiedad.

Un día, me miró cuidadosamente y luego dijo:

—Cuando aquella revista técnica te envió a verme hace doce años, me escuchaste atentamente. No me trataste como si fuera un loco soñador o un idiota congénito. Hiciste un decente artículo sobre mí, e iniciaste la campaña de publicidad que iba a proporcionarme tanto dinero.

—No fue porque te apreciase —le aseguré—, sino porque estaba honestamente convencido de que tu batería era buena.

—Quizá —me estudió de una manera que indicaba que estaba ansioso por descargarse de algún peso que llevaba dentro—. Hemos sido bastante buenos amigos desde entonces. Hemos pasado buenas horas juntos, y creo que eres el único de mis pocos amigos al que puedo hacerle una confesión aparentemente estúpida.

—Adelante —le animé. Como él había dicho, habíamos sido bastante buenos amigos. Era porque nos caíamos bien el uno al otro. Congeniábamos. Burman era un tipo inteligente, y no tenía nada del típico profesor pedante. De unos cuarenta años de edad, aspecto normal, bien cuidado, podría haber pasado por un dentista de los caros.

—Bill —me dijo muy seriamente—, yo no inventé esa maldita batería.

—¿No?

—No —me confirmó—. Robé la idea. Y lo que realmente me enloquece es que no sabía muy bien lo que estaba robando y, lo que todavía es más demencial, ni siquiera sé de dónde la robé.

—Te explicas como un libro sin hojas —comenté.

—Eso no es nada. Después de doce años de cuidada y tediosa tarea, he construido algo más. Debe de ser la cosa más complicada que exista —se golpeó la rodilla con un puño, y alzó quejumbroso la voz—. Y ahora que la he completado, no sé lo que he hecho.

—¿Quieres decir que cuando un inventor experimenta no sabe lo que está haciendo?

—¡Yo, desde luego, no! —Burman sonaba jocosamente lúgubre—. Sólo he inventado una cosa en mi vida, y fue más por accidente que por sabiduría mía —se irguió—. Pero esa cosa fue la llave a un millón de ideas. Me dio la batería. Y casi me ha dado cosas de mayor importancia. En varias ocasiones ha estado a punto de dármelas, pero no del todo, dejando entre mis inadecuadas manos y mi mente, que los comprendía a medias, planes que alterarían este mundo mucho más allá de lo que nos sea posible comprender —inclinándose hacia adelante para dar más énfasis a sus palabras, añadió—: Ahora me ha dado un misterio que me ha costado doce años de trabajo y una buena cantidad de dinero. Lo acabé anoche. Y no sé qué infiernos pueda ser.

—Quizá si le diera una ojeada...

—Eso es exactamente lo que quisiera que hicieses —rápidamente, pasó a un creciente entusiasmo—. Es un trabajo excelente, aunque esté mal el que yo lo diga. Te apuesto lo que quieras a que no podrás decir lo que es, o qué es lo que se supone que debe hacer.

—Suponiendo que pueda hacer algo —le interrumpí.

—Sí —aceptó—. Pero estoy seguro de que debe hacer algo —se alzó y abrió una puerta—. Ven.

Era asombroso. La cosa era una caja metálica con una superficie lustrosa, chapada de rodio. Su tamaño y forma le hacían asemejarse a un ataúd puesto en pie, y tenía el mismo aire ominoso y tétrico de un féretro esperando a que alguien lo ocupase.

Había un par de pequeñas ventanillas acristaladas en su parte delantera, a través de las cuales podía verse una multitud de ruedecillas tan bien colocadas como las de un reloj de primera calidad. En otros lugares, varias pequeñas lentes atisbaban con indiferencia de esfinge. Había tres pequeñas trampillas en un costado, dos en el otro, y una muy grande delante. En la parte superior, dos barras metálicas acabadas en un pomo surgían corno unos cuernos, añadiendo un toque satánico al vago aire de aquellas cosa de estar deseando ser enterrada a medianoche.

—Es un empaqueta-muertos automático —sugerí, mirando al artefacto con franca repugnancia; señalé una de las trampillas—. Metes el sudario por aquí, y el cadáver sale por el otro lado, reverentemente arreglado y ya empaquetado.

—Así que tampoco te gusta su aspecto —comentó Burman; abrió un cajón de un armario cercano, y sacó una masa de esquemas—. Estas son sus tripas. Tiene un circuito eléctrico, transistores, condensadores, y algo que no puedo acabar de comprender, pero que supongo que debe de ser un horno eléctrico diminuto y extremadamente eficiente. Tiene partes que reconozco como cortadores de tornillos y formadores de ruedecillas. Lleva en su interior varias estampadoras múltiples de pequeña escala, aparentemente pensadas para trabajar con plancha metálica. Hay vagas sugerencias de que se trata de una línea de montaje que acaba en un gran compartimento cerrando por la puerta delantera. Dales tu mismo una ojeada a los esquemas. Podrás ver que es un artilugio extremadamente complicado, destinado a fabricar algo solamente un poco menos complicado.

Los esquemas mostraban que tenía razón. Pero no lo mostraban todo. Un diseñador eficiente de maquinaria podría haber deducido correctamente la función del artilugio si se le daban detalles completos. Burman lo admitió, diciendo que había hecho algunas partes «llevado por el entusiasmo del momento», mientras que se había sentido «impulsado a dibujar los diseños» de otras. A menos que se desmenuzara la máquina, sólo se tenían los datos suficientes como para atraer la curiosidad, pero no para satisfacerla.

—Pon en marcha el maldito cacharro, y veamos lo que hace.

—Lo he intentado —dijo Burman—, pero no se pone en marcha. No hay palanca alguna para hacerlo, ni nada que sugiera cómo se podría. He intentado todo lo que se me ha ocurrido, sin resultado. El circuito eléctrico termina en esas antenas de la parle superior, y hasta las he conectado a la corriente, sin que pasase nada.

—Quizá se ponga en marcha a sí mismo —aventuré. Mirándolo, se me ocurrió una idea—.  Con  un  mecanismo  de  tiempo —añadí—. ¿Eh? Preparado para un momento especial. Cuando suene la hora fatídica, se pondrá en marcha por sí mismo, como una bomba.

—No seas tan melodramático —dijo Burman, inquieto.

Inclinándose, miró por una de las pequeñas lentes.

—¡Buzzzz! —murmuró el artilugio con un tono tan bajo que casi resultaba inaudible.

Burman saltó un palmo. Luego se echó hacia atrás, contempló aprensivamente la cosa, y se volvió hacia mí:

—¿Oíste eso?

—¡Seguro! —tomando los esquemas, los revolví. Me costó algo encontrar la pequeña lente, pero allí estaba. Tenía una célula de selenio detrás de ella—. Un ojo. Te vio, y reaccionó. Así que no está muerto, aunque esté ahí mudo, sordo y ciego. Coloqué un pañuelo sobre la lente.

—¡Buzzzz! —repitió el ataúd, enfáticamente.

Tomando el pañuelo, Burman lo colocó sobre las otras lentes. No pasó nada. No se oyó un solo sonido. Ni una nota fúnebre. Simplemente, nada.

—No lo entiendo —confesó. Por aquel entonces, yo ya estaba bastante harto. Si aquel loco cacharro hubiera funcionado, yo hubiera escrito acerca de él, y quizá hubiera iniciado otra avalancha monetaria en dirección a Burman. Pero uno no puede hablar de una máquina que solo dice ¡buzzzz! cuando le da la gana. Decidí que era necesario un tratamiento severo.

—Te has mostrado muy misterioso acerca de cómo se te han ocurrido todas estas ideas —le dije—. ¿Acaso no puedes ir a la misma fuente de información para averiguar qué se supone que es esto?

—Te lo explicaré... O, mejor aún, te lo mostraré.

Burman sacó un recipiente de su caja fuerte, y del interior de éste un artefacto. Era mucho más simple que la inútil masa de componentes situada junto a la pared. Parecía uno de aquellos antiguos aparatos de galena, excepto que la galena era muy grande, muy brillante, y estaba colocada en el interior de un tubo de vacío. Había el mismo control único, el mismo tipo de alambrado. Y, unido a todo aquello por un cable extensible, había lo que pudiera haber sido un par de auriculares, sólo que en lugar de éstos había un par de círculos de cobre muy bien redondeados y pulimentados, moldeados de forma que se adaptasen a las sienes.

—Mi único y verdadero invento —dijo Burman, no sin un cierto orgullo justificable.

—¿Qué es?

—Un artilugio para viajar por el tiempo.

—¡Ja, ja! —mi risa era muy amarga. Había leído acerca de tales cosas. De hecho, había escrito sobre ellas. Estupideces. Nadie podía viajar por el tiempo, ni hacia adelante ni hacia atrás—. Quiero ver cómo te difuminas y desapareces en el futuro.

—Te mostraré algo, muy pronto —dijo Burman, con una seguridad que no me gustó. 

Lo dijo con el aire afirmativo de un hombre que sabe muy bien que puede hacer algo que todos los demás saben que no puede hacerse. Señaló hacia la radio de galena—. No fue descubierta en el primer intento. Millares deben de haberlo intentado y fracasado. Yo fui el afortunado. Quizá encontrase un mineral peculiarmente individualista; todavía no sé cómo hace lo que hace; jamás he podido repetir el experimento, ni aún con un cristal aparentemente idéntico.

—¿Y permite que viajes por el tiempo?

—Sólo hacia adelante. No me lleva hacia atrás, ni siquiera un solo día. Pero puede llevarme hacia adelante a una inmensa distancia, quizá hasta el mismo fin del mundo, tal vez por siempre a través de la eternidad.

¡Ahora sí que lo tenía! Se había enzarzado irremisiblemente en sus propias palabras absurdas. No pude controlar mis carcajadas.

—Puedes ir hacia adelante, pero no hacia atrás, ni siquiera un solo día. Entonces, ¿cómo infiernos puedes volver al presente cuando has llegado al futuro?

—Porque jamás abandono el presente —me replicó con tranquilidad—. No formo parte del futuro. Simplemente lo contemplo desde mi lugar en el presente. De cualquier forma, es viajar por el tiempo, en el sentido correcto del término —se sentó—. Mira, Bill ¿Quién eres?

—¿Quién, yo?

—Sí, ¿qué es lo que eres? —siguió, dando él mismo la respuesta—. Eres un cuerpo y una mente. ¿Cuál de ellos es Bill?

—Ambos —afirmé.

—Cierto... pero son partes diferentes de tu yo. No son lo mismo, aunque vayan juntos como hermanos siameses —su voz se hizo más seria—. Tu cuerpo se mueve siempre en el presente, la línea divisoria entre el pasado y el futuro. Pero tu mente es más libre. Puede pensar, y se halla en el presente. Puede recordar, y de pronto se halla en el pasado. Puede imaginar, y en un momento está en el futuro. En su propia elección de todos los futuros posibles. ¡Tu mente puede viajar por el tiempo!

Me había ganado la baza. Yo podía hallar puntos sobre los que argüir, pero, fundamentalmente, sabía que tenía razón. Jamás antes lo había mirado desde este punto de vista, pero era correcto en su afirmación de que cualquiera podía viajar por el tiempo dentro de los límites de su propia memoria e imaginación. En aquel mismo momento, yo podía regresar doce años hacia el pasado y verlo con los ojos de mi mente como un hombre más joven, pálido, delgado, más excitable y no tan frío y seguro de sí mismo. La imagen era perfecta, pues mi memoria es excelente. Durante aquel breve instante, me hallé a doce años en el pasado, totalmente, si exceptuamos mi cuerpo.

—Llamo a esa cosa un psicófono —prosiguió Burman—. Cuando uno imagina lo que será el futuro, uno hace una elección característica entre todas las posibilidades lógicas, escogiendo entre una multitud de futuros posibles el favorito de uno. El psicófono, de alguna manera... y sólo Dios sabe cómo, sintoniza realmente el futuro. Hace que uno vea en su mente el futuro tal como será realmente, eliminando todas las alternativas que no ocurrirán.

—Un estimulador de la imaginación, una máquina de !os sueños —me burlé, no sintiéndome tan seguro como sonaba mi voz—. ¿Cómo sabes que te está mostrando la verdad?

—Por su consistencia —me contestó con aire grave—. Repite las mismas imágenes y escenas demasiado a menudo como para que se explique el fenómeno como simple coincidencia. Además —agitó persuasivamente una mano— conseguí la batería del futuro. Y funciona, ¿no?

—Si —acepté, reluctante; señalé su psicófono—: A mí también me gustaría viajar en el tiempo. ¿Qué te parece si me dejaras intentarlo? Quizá logre resolver tu problema.

—Puedes intentarlo si lo deseas —me replicó, de bastante buena fe; me preparó un sillón—. Siéntale aquí, y te dejaré atisbar el futuro.

Colocando el soporte de los auriculares sobre mi cráneo, y apretando los discos de cubre contra mis sienes, justo en el nacimiento de las orejas, Burman conectó su psicófono a la corriente, poniéndolo en marcha; o más bien diré que trasteó un tanto en lo que supuse que era la forma de conectarlo.

—Lo único que tienes que hacer —me dijo— es cerrar los ojos, concentrarte, y luego permitir que tu imaginación vague por el futuro.

Manejó el control. En un par de ocasiones dijo: «Ah», y cada vez que lo dijo noté una peculiar sensación cosquilleante en mis infortunadas orejas. Al cabo de algunos segundos, exclamó: «Aja». Hice trampa y atisbé por las rendijas de mis párpados. El cristal estaba brillando como los ojos de las ratas en un sótano abandonado, con un carmín furtivo.

Cerrando mis propios instrumentos ópticos, dejé que mi mente vagase. Algo estaba fluyendo entre aquellos electrodos de cobre, un extraño e indescriptible algo que tanteaba con impalpables dedos alguna porción secreta de mi cerebro. Tuve la estúpida noción de que eran los diestros dedos de un mago aún por nacer que iba a gritar: «¡Presto!» y hacer aparecer mi preocupado trozo de carne pensante del interior de un sombrero del siglo XXX.

¿Cómo sería el siglo XXX? ¿Habría una vuelta al pasado? ¿Estaría de nuevo la humanidad compuesta por seres gruñones ataviados con pieles y ocultos en cavernas? ¿O habría continuado el progreso... quizá hasta hacer que el hombre se asemejase a los dioses?

¡Entonces, sucedió! ¡Lo juro! Me imaginé, voluntariamente, un salvaje, y luego un hombre de enorme cerebro con ojos brillantes... siendo este último mi versión de la fealdad que alcanzaremos algún día como raza. Justo en medio de este errático soñar, aquellos extraños dedos estrujaron mi cerebro, disolvieron mis fantasmas, y los reemplazaron con una imagen forzada que contemplé con toda la incapacidad de actuar y la claridad propias de una pesadilla.

Vi a un hombre gordo borboteando. De hecho, era un hombre bastante ordinario en su aspecto. En realidad, era tan normal que casi resultaba indiferenciable. Pero estaba vestido con una toga romana y llevaba una pequeña caja negra donde debería haber llevado una corona de laurel. Su auditorio estaba vestido de una forma similar, y todos balanceaban sus cajas como si se tratase de una convención de equilibristas. Lo que el gordo estaba disertando me parecía ininteligible, pero lo declamaba con una gran convicción.

La muchedumbre estaba al aire libre, y detrás de ella se veían grandes hileras curvadas de asientos. Probablemente se trataba de un auditorio público de algún tipo. Juzgando por la distancia de las últimas hileras, debía de tener un tamaño enorme. Muy por detrás de su borde se alzaba hacia el cielo un gran edificio, una construcción cúbica con paredes de lustrosos cuadrados, como un tremendo invernadero.

—¿Paqué?— aullaba el gordo, obviamente acalorado—. ¡Uk, uk, uk, momuni! Caj uneo, deno eso, deno quello —apuntó un dedo indignado contra el misterioso objeto en su coronilla—. Caj unco, uk, uk, uk. ¿Paqué? —miró airado a su alrededor—. ¡Pana!

La multitud murmuró su aprobación, aunque con un aire un tanto tímido. Pero ya era bastante para el gordo. Tomando una decisión, agitó su gordo puño y gritó:

—¡A tomporcul! —y luego se arrancó la caja de la coronilla.

Nadie dijo nada, nadie se movió. Anonadados y con los ojos muy abiertos, los componentes de la muchedumbre se quedaron muy quietos mirando corno si estuvieran paralizados ante la visión de un ser humano sin caja. Algo con un largo y aerodinámico cuerpo y amplias alas se alzó grácilmente en la distancia, y planeó sobre el auditorio, pero la multitud permaneció sin moverse ni pronunciar sonido.  Con una sonrisa de triunfo en su amplio rostro, el gordo aulló:

—¡Ave siaz algoora! ¡Ave siaz...!

No pudo seguir. Con una emisión de niebla de su cola, pero en perfecto silencio, la cosa planeante picó y lanzó un dardo de débil luz plateada. La luz tocó al gordo. Se pudrió donde estaba, como una víctima de una lepra ultrarrápida. Se pudrió, se desplomó, se hizo polvo en el interior de sus ropas vacías, transformándose en cenizas. Fue horrible.

Los espectadores no huyeron presas del pánico; ni una expresión de miedo, odio o disgusto surgió de sus muy apretados labios. En perfecto silencio permanecieron allí, mirando, tan solo mirando, como una horda de soldados de plomo. La cosa del cielo trazó un círculo para contemplar su tarea, y luego picó muy baja sobre la multitud, mientras una gruesa antena de su proa chisporroteaba furiosa. Como un solo hombre, la muchedumbre giró a la izquierda. Como un solo hombre comenzó a marchar: izquierda, derecha, izquierda, derecha.

Arrancándome el soporte, le dije a Burman lo que había visto, o lo que su artilugio le había persuadido que pensase que había visto.

—¿Qué demonios significaba aquello?

—Autómatas —murmuró—. Invernaderos y naves voladoras —hojeó un gran diario repleto de notas de su propia mano—. Ah, sí; parece que estuviste a principios del siglo XXX. La inquietud fue persistente durante veinte años antes de la Rebelión contra las Cajas.

—¿Qué rebelión?

—Contra las Cajas: la revolución de los autómatas contra los tecnócratas del siglo XXXI. Jackson-Dkj-99717, un conspirador afortunado y astuto que tenía una caja averiada, averió en secreto centenares de otras cajas, y al fin llevó a los rebeldes a la victoria en el 3047. Su tataranieto, un tipo bastante bruto y ambicioso, fue el causante de la rebelión de los Hombres Libres sin Caja contra su propio grupo en el poder, los jacksonócratas.

Me quedé con la boca abierta durante su recital, y luego le dije:

—En la forma en que lo cuentas, suena como si fuera historia.

—Naturalmente que es historia —afirmó—. Historia que aún no ha sucedido—. Se quedó pensativo durante un rato—. Estudiar el futuro puede parecerte una cosa extraña, pero para mí resulta bastante normal. Lo be hecho durante años, y quizá la familiaridad ha matado el asombro. El problema es que es difícil lograr una selectividad. Uno puede escoger un período especial veinte veces seguidas, pero jamás logra hallarse en el mismo mes, o siquiera en el mismo año. De hecho, uno puede considerarse afortunado si logra llegar dos veces a la misma década. El resultado es que mis datos son muy erráticos.

—Puedo imaginar eso —le dije—. Alguien que tenga un buen sentido del tiempo puede suponer qué hora es con exactitud al minuto, pero jamás con una exactitud al segundo, ni siquiera a los diez segundos.

—¡Así es! —me respondió—. Por lo tanto, he tenido el privilegio de contemplar el panorama del futuro, pero de una manera tan infernalmente fraccionada que jamás he podido hacerme con las cosas que me interesaban. En una ocasión tuve la fortuna de contemplar cómo montaban una batería en el siglo xxv, desde el principio hasta el final. Logré todos los detalles antes de perder la escena, a la que nunca más he logrado volver. Pero pude construir esa batería... y ya sabes con qué resultado.

—¡Así que ésa es la manera en que obtuviste tu famosa batería!

—¡Sí! Pero la mía, por buena que sea, no es tan buena como la que vi. Falta algún pequeño factor —su voz se espesó repentinamente cuando añadió—: Me faltó algo, porque tenía que faltarme.

—¿Por qué? —le pregunté, totalmente desconcertado.

—Porque la historia, pasada o futura, no permite ninguna paradoja grave. Porque habiendo robado esa batería en el siglo xxv, estoy en la historia de esa época como el inventor de ella en el siglo xx. Durante esos cinco siglos la han logrado mejorar algo, pero esa mejora me fue, automáticamente, negada. La historia del futuro es tan fija e inalterable para la gente del presente como lo es la historia del pasado.

—Entonces —le pedí—, explícame qué es ese complicado artefacto que no hace nada más que decir buzzzz.

—¡Maldita sea! —dijo, claramente airado—. ¡Eso es lo que está volviéndome loco! No puede ser una paradoja, no lo puede ser —luego, más cuidadosamente—: Así que debe de ser una paradoja aparente.

—De acuerdo. Ahora dime cómo se puede vender una paradoja aparente, y los usos comerciales de la misma, y yo te haré un artículo de primera.

Ignorando mi sarcasmo, prosiguió:

—Intenté vislumbrar el futuro tan lejos como fuera posible para una mente humana. No vi nada, nada más que la devastación de un suelo estéril sobre el que se hallaba una máquina extraña, brillando en silenciosa y solitaria majestad. De alguna forma parecía consciente de mi escrutinio a través del golfo de las incontables eras. Mantuvo mi atención con un poder cuasi-hipnótico. Durante más de un día, durante treinta horas, mantuve esa visión sin perderla... es el tiempo más largo que he logrado mantener una visión del futuro.

—¿Y bien?

—La diseñé. Hice unos diseños completos de la máquina, con la tranquila confianza de un diseñador experto. No podía ver su interior, pero de alguna manera supe cómo era, lo averigüé. Perdí la visión a las cuatro de la madrugada, encontrándome hundido en masas de diseños muy complicados, con una cabeza martilleante, grandes ojeras y una sensación como de terror en mi corazón —se quedó en silencio durante un corto rato—. Un año más tarde logré reunir el suficiente coraje, y comencé a construir la cosa que había dibujado. Me costó una cantidad infernal de dinero y una cantidad infernal de tiempo, pero lo logré... está acabada.

—Y lo único que hace es buzzz —indiqué, con genuina simpatía.

—Sí —suspiró dubitativo.

No había nada más que decir. Burman contempló hosco la pared, con su mente muy, muy lejos. Yo jugueteé descuidadamente con los discos de cobre del psicófono. Reconozco que mi imaginación es tan buena como la del que más, pero ni aunque en ello me fuera la vida podía imaginar o sugerir un uso provechoso para un ataúd metálico repleto de piezas de relojería. No, ni siquiera aunque lanzase extraños sonidos.

Un débil y suave rrrrr surgió del féretro. Era un nuevo sonido que nos hizo girar para contemplarlo con ojos desorbitados. De nuevo dijo: ¡rrrrr!. Vi cómo en su interior giraban las ruedas de precisión a través de la ventanilla frontal.

—¡Santo cielo! —dijo Burman.

—¡Buzzzz! ¡Rrrrr! ¡Clic! —repentinamente, todo el artilugio giró hacia un lado sobre sus ocultas ruedas.

Lo malo conocido no asusta ni la mitad que lo malo desconocido. No quiero decir que aquella repentina demostración de vida y movimiento nos dejase aterrorizados, pero ciertamente nos puso nerviosos, y nuestros corazones incrementaron su latir en una docena de buraps por minuto. Aquella cosa con forma de ataúd era, o podía ser, algo malo que no conocíamos. Así que nos quedamos allí, sin movernos, atisbándola fascinados, sintiéndonos aprensivos y sin saber por qué.

El movimiento cesó cuando la cosa se hubo deslizado medio metro. Se quedó allí, silenciosa, imperturbable, con sus lentes delanteras contemplándonos con una vítrea falta de expresión. Luego, se deslizó otro medio metro. De nuevo se detuvo. Más contemplación inexpresiva. Tras esto, un deslizarse más rápido y largo que la llevó justo junto a la mesa de laboratorio. En aquel punto dejó de moverse, y comenzó a emitir unos tics variados pero sincronizados, como los de un par de relojes antiguos resonando al unísono.

—¡Algo va a pasar! —dijo en voz baja Burman.

Si la máquina pudiera haber hablado, le habría quitado esas palabras de la boca. Apenas había dicho la frase, cuando se abrió una trampilla en el costado de la máquina, y un brazo metálico articulado reptó cautamente a través de la abertura, asiendo un cronómetro marino que se encontraba en la mesa.

Con un juramento que indicaba su sorpresa, Burman se abalanzó para rescatar el cronómetro. Era demasiado tarde. El brazo lo aferró, lo metió en el interior de la máquina, y la trampilla se cerró con un chasquido seco, similar al terrible sonido de una trampa para osos que se cierra. Simultáneamente, se abrió otra trampilla en la parte delantera, y otro brazo articulado saltó hacia adelante, volviendo a meterse en un movimiento ultrarrápido e imposible de seguir. Esa trampilla también se cerró de golpe, dejando a Burman contemplando boquiabierto sus rasgadas ropas, de las que había sido arrancado su caro reloj y su igualmente cara cadena de oro.

—¡Santo cielo! —exclamó, apartándose de la máquina.

Nos quedamos un rato mirándola. No se movió de nuevo, simplemente se quedó allí, tictaqueando tranquilamente, como si rumiase su mal habida comida. Sus lentes nos contemplaban con la tranquila falta de interés de una vaca bien alimentada. Tuve la estúpida idea de que estaba digiriendo feliz una masa de ruedecillas, engranajes y tornillos.

Dado que su sutil aire amenazador parecía haber desaparecido, o quizá porque notábamos que estaba totalmente preocupada con lo que hacía, efectuamos un intento por rescatar el valioso aparato de medición del tiempo de Burman. Este tiró con todas sus fuerzas de la trampilla por la que había desaparecido su reloj, pero no logró moverla. Yo lo ayudé, pero sin resultado. Estaba tan bien cerrada como si la hubiesen soldado. No logramos forzarla ni con un largo destornillador. Quizá con una barra de hierro o una buena palanqueta lo hubiéramos logrado, pero al llegar a este punto Burman decidió que no deseaba dañar una máquina que le había costado mucho más que el reloj.

—¡Tic-tic-tic! —dijo tranquilamente el féretro. Volvíamos a estar en el punto inicial, tanteando y sin saber más que antes. No había nada que hacer, y creí notar que el maldito artefacto lo sabía. Por eso se quedaba allí tranquilo, mirándonos a través de sus lentes y burlándose con su tic-tic-tic. De su tripa, o de donde se hubiera hallado su tripa de haber tenido una, se irradiaba un cierto calor. Según los dibujos de Burman, allí era donde estaba localizado el pequeño horno eléctrico.

¡La cosa estaba funcionando! De eso no cabía duda. Si Burman sentía lo mismo que yo, debía de estar bastante airado. Allí estábamos, como un par de estúpidos, sin saber lo que se suponía que debía hacer la máquina, mientras ésta lo estaba haciendo frente a nuestras mismísimas narices.

¿De dónde estaba sacando la energía? ¿Estaban sorbiendo aquellas antenas que surgían como cuernos de su cabeza alguna corriente de la atmósfera? ¿O estaría quizá absorbiendo una energía radial? ¿O tendría algún tipo de energía interna? Todo parecía mostrar que estaba haciendo algo, dando vida a alguna cosa, pero, ¿dando vida a qué?

—¡Tic-tic-tic! —era la única respuesta.

Nuestras preguntas seguían sin respuesta y nuestra curiosidad insatisfecha, y la máquina estaba aún tictaqueando atareada al llegar la medianoche. Decidimos dejar el problema hasta la siguiente mañana. Burman cerró su laboratorio con doble vuelta de llave antes de que nos marchásemos.

La tarea del agente de policía Burke era muy simple. Lo único que tenía que hacer era caminar una y otra vez alrededor de la manzana, manteniendo un ojo avizor sobre las tiendas en general y el gran almacén de joyería en particular, telefoneando al cuartelillo cada hora desde el poste de la esquina.

El trabajo nocturno era adecuado al carácter taciturno de Burke. Podía ir caminando, charlando consigo mismo, sin nada que le molestase o le apartase de sus cogitaciones internas. En aquel vecindario jamás pasaba nada durante la noche, jamás.

Deteniéndose frente al escaparate repleto de joyas, miró a través del cristal y la gruesa reja tras él, hacia donde una bombilla de poca potencia lanzaba su luz sobre la gigantesca caja fuerte. Allí dentro había la fortuna de un raja. El policía, la reja, las alarmas automáticas y unas muy ingeniosas trampas la protegían de los aventureros dedos de cualquiera que desease hacerse con el tesoro de un raja. En veinte años, nadie había llevado a cabo un tan loco intento. Ni siquiera había tratado nadie de apoderarse del contenido del escaparate protegido por la verja.

Miró hacia arriba, a la débilmente iluminada nube tras la cual se ocultaba la Luna. Girándose, siguió su caminar. Un gato pasó reptando junto a él, pisando cauta y silenciosamente, apretándose contra la esquina de la pared. Sus agudos ojos detectaron su acurrucada forma aún en la obscuridad nocturna, pero lo ignoró y siguió hacia la esquina.

Tras él, el gato llegó bajo el escaparate por el que acababa de mirar. Se detuvo, con una de las patas delanteras semialzada, y sus orejas inclinadas hacia adelante. Luego, aplastó su tripa contra el cemento, con sus encendidas pupilas muy abiertas, alertas y atentas. Su cola se movía lentamente de un lado a otro.

Algo pequeño y brillante llegó correteando hacia él, moviéndose con la rapidez y agilidad de un ratón por la esquina de la pared. El gato entró en tensión cuando el objeto se le acercó. De pronto, la cosa estuvo a su alcance, y el gato saltó con grácil ansiedad. Sus hambrientas garras golpearon una superficie que no era blanda y peluda, sino dura, brillante y resbaladiza. La cosa se le escapó corno un juguete de cuerda mientras intentaba en vano retenerla. Finalmente, con un resoplido irritado, el gato le lanzó un tremendo zarpazo, lanzándola a un par de metros de distancia, donde quedó boca arriba, emitiendo clics de protesta y pequeños pero urgentes impulsos que su félido atacante no podía captar.

Alcanzando el alcantarillado de un solo salto, el gato se acurrucó de nuevo. Otra cosa se acercaba. El gato aprestó sus músculos, y sus ojos brillaron. Otra cosa algo similar a! curioso objeto que acababa de capturar, pero algo mayor y un poco más ruidosa, y de una forma bastante diferente. Parecía un pequeño cilindro chapado en oro, con un frontis cónico de! que surgía una afilada hoja, y se deslizaba rápidamente sobre invisibles ruedas.

De nuevo saltó el gato. Más allá de la esquina, Burke oyó su breve maullido y el subsiguiente gorgoteo. El sonido no le preocupó: había oído gatos, ratas y otros animales hacer todo tipo de extraños ruidos en la noche. Flemáticamente, continuó su ronda.

Tres cuartos de hora más tarde, el agente de policía Burke había completado su paseo hasta volver al lugar fatal. Iluminando con su linterna el cadáver, giró al animal con su bota. Estaba degollado. Le habían cortado el cuello con tal salvajismo que casi habían desprendido su cabeza del cuerpo. Burke hizo una mueca al verlo. No apreciaba particularmente a los gatos, pero encontraba difícil el pensar que alguien pudiera odiarlos de tal manera.

—Hay alguien —murmuró— que se merecería que lo despellejasen vivo.

Su enorme pie empujó el gato muerto hacia la alcantarilla, donde los barrenderos se lo llevarían por la mañana. Volvió su atención hacia el escaparate, y vio la luz aún brillando sobre la intacta caja fuerte. Su mente seguía en el gato mientras sus ojos miraban y le decían que algo andaba mal. Entonces, volvió de nuevo su atención a su trabajo, se dio cuenta de lo que andaba mal, y sudó por cada uno de sus poros. No era la caja fuerte, era el escaparate.

Frente a la ventana, las apretadas bandejas de valiosos anillos seguían brillando tal como antes. A su derecha, la platería destellaba como siempre. Pero, a la izquierda, había habido antes una pequeña muestra de delicados y enormemente caros relojes. Ya no estaban allí, ninguno de ellos. Recordó que justo enfrente de todo se hallaba un excelente y bello cronómetro con diamantes cuyo precio equivalía a un sueldo. También éste había desaparecido.

El haz de su linterna temblaba mientras comprobaba la puerta de reja, encontrándola cerrada y asegurada. Tras ella, la puerta también estaba firmemente cerrada. El candado estaba cerrado, y su gruesa anilla seguía aún fuertemente fija. Fue al escaparate, y al fin halló un pequeño y cuidadoso orificio de unos cinco centímetros de diámetro en la parte inferior del ángulo más cercano a los objetos desaparecidos.

La maldición de Burke fue muy explosiva mientras se volvía y corría hacia la esquina. Su mano temblaba de indignación mientras asía el teléfono de la caja. Llamando al cuartelillo, recitó su historia. Creía tener una buena idea de lo que había sucedido, pues le parecía haber leído en cierta ocasión cómo habían llevado a cabo algo similar en alguna parte.

—Parece como si hubieran cortado una circunferencia con un compás de diamante, la hubieran extraído con una ventosa, y luego pescado los objetos a través del agujero con un gancho extensible —escuchó un momento, y luego dijo—: Sí, sí. Eso es lo que no entiendo... Los anillos valen diez veces más.

Sus ojos, aún asombrados, recorrieron la calle mientras atendía a la voz del otro extremo de la línea. Los ojos vagaron lentamente, descendieron, llegaron al alcantarillado, y permanecieron fijos en la poco visible forma que yacía allí. ¡Otro gato muerto! Aún aferrando el teléfono, Burke se movió tanto como le permitía el cable, extendió su bota y apartó el gato del bordillo. Dejó caer la luz sobre él. ¡Igual que el otro... de oreja a oreja!

—Y, escuche —gritó por el teléfono—, algún maníaco anda por aquí matando gatos.

Colgando el teléfono, se apresuró a regresar al escaparate violentado, haciendo guardia frente a él hasta que llegó el coche patrulla. Bajaron cuatro agentes de él.

—¡Gatos! —dijo el primero—. ¡Alguien anda tras los gatos! Hemos pasado a un par a dos manzanas de aquí. Estaban justo en medio de la calzada, bien iluminados por los faros, y casi los habían guillotinado. Tenían los cuerpos aún calientes.

El segundo gruñó, se acercó al escaparate, miró a la pequeña y limpia abertura y dijo:

—La gente que hizo esto debe ser demasiado lista como para haber dejado huellas.

—No fueron lo bastante listos como para llevarse los anillos —gruñó Burke.

—Quizá haya algo de razón en eso —concedió el otro—. Si se descuidaron en esto, quizá también lo hicieron en lo otro. Buscaremos huellas.

Un taxi llegó por la obscura calle, aparcando tras el coche de la policía. Un individuo impecablemente vestido, altivo y muy agitado, salió, corriendo hacia el grupo que esperaba. Unas llaves tintineaban en su pálida y húmeda mano.

—Soy Maley, el encargado. Ustedes me han telefoneado —explicó, sin aliento—. ¡Caballeros, esto es terrible, terrible! ¡El muestrario del escaparate vale miles, miles! ¡Qué perdida, qué pérdida!

—¿Qué tal si nos dejase entrar? —le preguntó calmoso uno de los policías.

—Naturalmente, naturalmente.

Tembloroso, abrió la puerta de verja, y la interior, usando unas seis llaves para ello. Entraron. Maley encendió las luces, y metió la cabeza entre los estantes de cristal, contemplando el escaparate vaciado.

—¡Mis relojes, mis relojes! —gruñó.

—Es horrible, horrible —dijo uno de los policías, hablando con bella solemnidad. Lanzó un guiño burlón a sus compañeros.

Maley se inclinó aún más, para inspeccionar un rincón vacío.

—Todos desaparecidos, todos desaparecidos —gimió—. Todo el muestrario de los mejores relojes de... ¡ayyyy! —su gemido les hizo saltar. Maley se agitó mientras trataba de abrirse camino por entre los estantes hacia la verja y el cristal que había tras ella—. ¡Mi reloj! ¡Mi propio reloj!

Los otros se pusieron de puntillas, miraron sobre sus hombros, y vieron la cadena de oro de un enorme reloj de bolsillo desapareciendo a través del agujero de cristal. Burke fue el primero en salir, recorriendo el suelo con su linterna. Entonces, divisó el reloj. Se estaba moviendo rápidamente, cerca del ángulo de la pared, pero se detuvo en seco cuando el haz de su linterna cayó sobre él. Creyó ver algo más, igualmente brillante y metálico, que desaparecía rápidamente en la obscuridad, más allá del círculo de luz.

Recogiendo el reloj, Burke se detuvo y escuchó. Los ruidos de los otros que se acercaban le impidieron que oyera con claridad, pero hubiera podido jurar que había escuchado un débil sonido zumbante, y un rápido y agitado tictaquear que no surgía del instrumento que tenía en la mano. Pero debía de haber sido producto de su preocupada imaginación. Frunciendo profundamente el ceño, se volvió hacia sus compañeros.

—No había nadie —aseveró—. Debió caérsele del bolsillo y rodar.

Maldita sea, pensó. ¿Podía rodar tanto un reloj? ¿Qué infiernos estaba sucediendo aquella noche? A lo lejos, calle arriba, algo gimió y luego gorgoteó. Burke se estremeció... podía imaginarse lo que era. Miró a los otros, pero, aparentemente, no habían oído nada.

Los periódicos lo mencionaron por la mañana. El total era: sesenta relojes y ocho gatos, y algunas cosas del almacén de un fabricante local de instrumentos científicos. Lo leí mientras iba hacia casa de Burman. Los detalles eran abundantes, pero no completos. Los tuve todos más tarde, cuando descubrimos el verdadero significado de lo sucedido.

Burman me esperaba cuando llegué. Parecía a un tiempo molesto y preocupado.

En el rincón, el féretro estaba tictaqueando ininterrumpidamente, con un sonido mucho más fuerte que el día anterior. La cosa sonaba como una verdadera colmena industrial.

—¿Y bien? —pregunté.

—Se ha movido mucho durante la noche —me dijo Burman—. Ha roto un par de termómetros y tomado el mercurio de ellos. Encontré algunos cajones y armarios abiertos, y otros cerrados, pero tengo la molesta sensación de que ha registrado cuidadosamente todo. Ha desaparecido un paquete de hojas de papel de estaño, y también un rollo de hilo de cobre —señaló con un dedo irritado hacia la parte inferior de la puerta por la que yo acababa de entrar—, y creo que es el culpable de los agujeros de ratón que hay ahí: no estaban ayer.

Desde luego, había un par de agujeros en la parte inferior de aquella puerta, pero ninguna rata los había hecho: eran limpios, definidos y redondos, casi como si un carpintero los hubiera hecho con una sierra de precisión.

—¿Qué sentido tiene el haber hecho eso? —interrogué—. No puede meterse por unos agujeros de ese tamaño.

—¿Qué sentido tiene todo el asunto? —replicó Burman. Lanzó una mirada de odio a la atareada máquina, que se la devolvió con sus inexpresivas lentes, continuando ininterrumpidamente su trabajo.

—¡Tic-tic-tic! —persistía la maldita cosa, y luego—: ¡Zummm! ¡Bump! ¡Clik!

Abrí la boca, pretendiendo lanzar un sarcástico comentario acerca de la máquina, cuando surgió un muy débil, sutil y extremadamente agudo gemido. Algo pequeño, metálico y brillante apareció disparado por una de las ratoneras, y atravesó a toda prisa el suelo hacia la rugiente monstruosidad. Se abrió una trampilla, y lo tragó con tal rapidez que hubo desaparecido antes de que lograra darme cuenta de lo que había visto. La cosa era un objeto cilíndrico y pulimentado parecido al carrete de una máquina de coser, pero de unas cuatro veces su tamaño, y había estado arrastrando algo también pequeño y metálico.

Burman me miró; yo miré a Burman. Entonces, trasteó por el laboratorio y encontró un tubo de acero de un metro de largo y un centímetro de grosor. Arrastrando una silla hasta la puerta, se sentó, aferró el tubo como una porra, y clavó la mirada en las ratoneras. Imperturbable, la máquina lo contempló y continuó claqueando.

Diez minutos más tarde, se oyó un repentino clic y otro pequeño zumbido. Nada entró por los agujeros, pero el curioso objeto que ya habíamos visto, u otro exactamente igual, cayó por una trampilla y se deslizó hacia la puerta junto a la que estábamos esperando. Tomó a Burman por sorpresa. Dio un loco golpe con el tubo mientras la cosa brillaba junto a sus pies y escapaba por el agujero. Había desaparecido ya antes de que el arma golpease el suelo.

—¡Maldita sea! —exclamó Burman, de corazón; mantuvo el tubo en equilibrio sobre las puntas de sus dedos mientras miraba con odio el industrioso ataúd—. Lo haría pedazos si no fuera porque me gustaría atrapar antes una de esas pequeñas cosas.

—¡Cuidado! —aullé.

No llegó a tiempo. Apartó su atención del féretro hacia los agujeros, blandiendo el pesado tubo con una mirada de asombro en el rostro. Pero su reacción fue demasiado lenta. Tres de los pequeños objetos misteriosos habían atravesado los agujeros y se hallaban a media distancia de camino antes de que su arma estuviera dispuesta a golpear. El féretro se los tragó con el golpeteo de una trampilla.

El trío invasor había corrido en fila india, y esta vez pude contemplarlos mejor. Los dos primeros eran artefactos dorados, muy similares al que ya habíamos visto. El tercero era mayor, más rápido, y me dio la impresión de que podía maniobrar con más ligereza. Tenía en su parte delantera una larga y aguda proyección, una cosa terrible y malévola parecida a un bisturí de cirujano. Su misma velocidad me impidió estudiarlo detenidamente, pero tuve la impresión de que la punta del bisturí estaba manchada de sangre. Comenzó a sudarme la espalda.

Se oyó un irritado arañar en la parte exterior de la puerta, y una garra de punta blanca tanteó con precaución por uno de los agujeros. El gato se alejó a una distancia segura cuando Burman abrió la puerta, pero miró ansioso hacia el interior del laboratorio. Su presencia no necesitaba explicación alguna: el despierto animal debía de haber atisbado a aquellos infernales pequeños seres. Los dos tuvimos la misma idea: los gatos son rápidos en sus ataques, muy rápidos. Si le dábamos la oportunidad, quizá aquél pudiera cazar por nosotros.

Lo llamamos con suaves palabras y gestos amistosos. Su ansiedad superó su normal recelo hacia los extraños, y entró. Cerramos la puerta tras él; Burman volvió a tomar su tubo, se sentó junto a la puerta, y trató de mantener un ojo en los agujeros y otro en el gato. No podía hacer ambas cosas, pero lo intentó. El gato olisqueó y rebuscó por la habitación, maullando con frustración; su comportamiento sugería que estaba buscando más visualmente que por el olfato. No había ningún olor.

Con persistencia felina, el animal exploró todo el laboratorio. Pasó varias veces junto al zumbante ataúd, pero lo ignoró completamente. Al fin, el gato lo dejó correr, se sentó en el rincón de la mesa del laboratorio, y comenzó a lavarse la cara.

—¡Tic-tic-tic! —exclamó la gran máquina; luego—: ¡Zummm! ¡Tump!

Se abrió una trampilla, y cayó uno de los objetos pequeños, corriendo hacia la puerta. Un segundo lo siguió. El primero fue demasiado rápido hasta para el gato, y también para el sorprendido Burman. «¡Bang!», cayó con violencia el trozo de tubo, mientras el primer objeto atravesaba triunfalmente un agujero.

Pero el gato cazó al segundo. Con un tremendo salto, con las patas extendidas y las uñas fuera, atrapó a su víctima a un palmo de la puerta. Trató de aferrar la resbaladiza cosa, no lo logró, y la perdió por un instante. El objeto giró a su alrededor en un loco rizo. El gato lo cazó de nuevo, lo perdió una vez más, emitió un resoplido irritado, y le dio un golpe contra el zócalo. El aparato quedó allí, boca arriba, con cuatro diminutas ruedas girando locamente en su parte inferior con un agudo y casi inaudible zumbido.

Con los ojos brillantes por la excitación. Burman dejó su arma y fue a recoger el objeto. Al mismo tiempo, el gato se deslizó hacia él, dispuesto a juguetear un poco. El artefacto yacía impotente sobre su espalda, pero antes de que cualquiera de los dos lograse alcanzarlo, la gran máquina del otro lado de la habitación dijo: «¡Clunc!», abrió una trampilla, y escupió otro artilugio.

Con asombrosa rapidez, el gato se giró y saltó sobre el recién llegado. Entonces siguió un pandemónium. Su presa fintó rápidamente con un destello dorado; el gato fintó con ella, escupió y resopló. Su pelo blanco y negro se entremezcló en el ardor del combate con ocasionales brillos dorados, y los resoplidos y bufidos ocultaron un persistente zumbido que crecía y disminuía, tal como ocurre cuando se acelera o frena un vehículo.

El gato emitió un jadeo particular, y el suelo apareció manchado de sangre. El animal manoteó locamente, emitió otro jadeo, al que siguió un gorgoteo, se estremeció, y se desplomó, mientras un chorro carmín brotaba del gran tajo en su garganta.

Apenas habíamos tenido tiempo de apreciar todo el significado de la terrible escena, cuando el vencedor se dirigió hacia Burman. Este se hallaba junto a la pared, con el objeto aún zumbante en su mano, con los ojos desorbitados de horror; pero tenía aún la bastante presencia de ánimo corno para dar un frenético salto un segundo antes de que la rápida amenaza llegase a sus pies.

Aterrizó tras la cosa, pero esta se giró sobre sí misma y se abalanzó de nuevo hacia él. Vi el metálico brillo de su bisturí mientras giraba con terrible velocidad, y este brillo estaba oculto por un pegajoso líquido carmesí en una extensión de cinco centímetros. Burman saltó de nuevo sobre el objeto, llegó hasta la mesa de laboratorio, y se subió encima.

—¡Dios mío! —jadeó.

Para entonces yo ya tenía el trozo de tubo que él había abandonado. Lo blandí, sintiendo su reconfortante peso, y luego hice todo lo que pude para lanzar al zumbante monstruo a través de la ventana, por encima del tejado. Pero era demasiado ágil para mí. Zumbó, aceleró, y evitó la misma punta del acero que descendía, rodeando por dos veces la mesa sobre la que Burman había tomado refugio. Me ignoraba por completo. De alguna manera, creí notar que respondía enteramente a alguna misteriosa llamada del artefacto que Burman había capturado.

Di un golpe desesperado, fallé de nuevo, aunque juro que esta vez no fue por más de un milímetro. Algo atravesó los agujeros de la puerta, voló junto a mí hacia la gran máquina. Débilmente, oí cómo se abrían y cerraban trampillas, y cómo, por encima de todo otro sonido, se escuchaba aquel tranquilo y persistente tic-tic-tic. 

Otro furioso golpe no logró más que desconchar e! suelo y causarme un dolor en el hombro.

Inesperada e increíblemente, la maldición dorada cesó sus locas vueltas alrededor de la mesa. Con un resonante clic y un zumbido mucho más fuerte que cualquiera de los anteriores, escaló fácilmente una pata de la mesa y llegó hasta su parte superior.

Burman abandonó su refugio de un solo salto. Aún seguía agarrando el objeto. Jamás había visto tan pálido su rostro.

—¡La máquina! —dijo roncamente—. ¡Machácala a golpes!

—¡Tunk! —hizo la máquina; se abrió una trampilla, soltando otro demonio provisto de bisturí—. ¡Tzzzz! —un tercero surgió a través de los agujeros de la puerta. Cuatro de los otros artefactos pasaron tras él y corrieron hacia el féretro, alcanzando su santuario. Un quinto llegó, más lentamente. Arrastraba un muelle de válvula de automóvil. Lo lancé de una patada contra la pared, mientras largaba un vano golpe contra uno de los provistos de bisturí.

Con otro salto, Burman evitó a un atacante. Un segundo le sajó el tacón de su zapato derecho mientras aterrizaba. De nuevo alcanzó la mesa, de la que había descendido ya su primer enemigo. Las tres cosas provistas de bisturí se abalanzaron hacia la mesa con un zumbido irritado que era aterrador.

—Suelta ese maldito cacharro —grité.

No lo soltó. Mientras el trío de guerreros zumbaba patas arriba, lo lanzó con todas sus fuerzas contra el ataúd que le había dado vida. Golpeó contra él, abolló la carcasa, y cayó al suelo. Burman estaba de nuevo en el suelo. El aparato que había lanzado yacía aplastado y silencioso, con sus pequeñas ruedas motrices paradas.

Los artilugios armados que giraban alrededor de la mesa parecieron cambiar de propósito al mismo tiempo que era destrozada la máquina capturada. Juntos, se apartaron de la mesa y desaparecieron por los agujeros de la puerta. Un cuarto surgió de la máquina, escoltando a dos de los otros, y también ellos atravesaron la puerta. Un segundo o dos más tarde, una nueva cosa, diferente del resto, surgió a través de uno de los agujeros. Era largo, de cuerpo redondo y extremidades chatas, de más o menos el tamaño de media porra de policía, con seis ruedas por debajo y una doble hilera de pequeños rectángulos delante. Casi atravesó toda la habitación mientras lo contemplábamos, fascinados. Vi cómo los rectángulos se agarraban y giraban mientras subía la bajada trampilla. ¡Eran diminutas orugas!

Burman ya tenía bastante. Tomó una decisión. Encontrando el tubo de acero, lo agarró con fuerza y se acercó al ataúd. Sus lentes parecieron burlarse de él mientras se le enfrentaba. Doce años de intensos trabajos iban a ser destruidos de golpe. Interminables días y noches de esfuerzo deshechos en un instante. Pero a Burman eso ya no le importaba. Con un furioso movimiento de los brazos, golpeó el cristal, demoliéndolo. Y usando luego el tubo como una lanza, destruyó el montaje de ruedas y engranajes que había detrás.

El féretro se estremeció y se deslizó bajo los cada vez más irritados golpes. Se abrieron las trampillas, dejando caer a los inertes hijos de la cosa. El maldito objeto gruñó y gimió mientras Burman lo hacía pedazos. Luego se quedó silencioso, quieto, una masa informe e inútil de componentes rotos y deformados.

Tomé la abollada forma del objeto que acababa de entrar. Era pesado, asombrosamente pesado, y aún tras la parcial destrucción, su construcción parecía maravillosa. Tenía un diminuto y casi invisible ojo en la parte delantera, pero su microscópica lente estaba astillada. ¿Había regresado para ser reparado?

—Eso es todo —dijo Burman, suspirando audiblemente.

Abrí la puerta para ver si los ruidos habían atraído la atención de alguien. No había sido así. Había uno de los objetos inerte junto a la puerta, y otro a un metro más allá. El primero llevaba asido un corto trozo de cadena de latón a un pequeño gancho de su parte trasera. La parte delantera del segundo se había abierto como un diafragma fotográfico, y en su interior había un par de brazos metálicos articulados, recogidos y aferrando un diamante de tamaño mediano. Parecía como si estuviera a punto de meterlo en su interior cuando Burman había destruido la gran máquina.

Recogiéndolos, los metí en el laboratorio. Su total inactividad, a pesar de que no parecían dañados, sugería que habían sido controlados por la gran máquina, obteniendo de ella su energía motriz. Si así era, entonces habíamos resuelto de la forma más simple nuestro problema, pues al destruir ésta habíamos destruido a todos sus hijos. Burman recuperó el aliento y comenzó a hablar.

—¡Un Robot Madre! Eso es lo que he hecho: un duplicado del Robot Madre. No me di cuenta, pero estaba construyendo con toda paciencia la cosa más peligrosa que jamás haya existido, una cosa que es una terrible amenaza, puesto que comparte con la humanidad la habilidad de reproducirse. ¡Gracias al cielo, lo detuvimos a tiempo!

—Así que —comenté, recordando lo que decía haber visto en el más lejano futuro —ese es el dueño, o, mejor dicho, la dueña final de la Tierra. Una perspectiva poco alentadora para la humanidad, ¿no?

—No necesariamente. No sé cuan lejos llegué, pero tengo la impresión de que era muy lejos en el futuro, y que la Tierra se había tornado estéril desde el punto de vista de la humanidad. Quizá la raza emigró a algún otro lugar del cosmos, dejando a sus máquinas esclavas, semiinteligentes, para que luchasen por la existencia o muriesen. Y lucharon... y sobrevivieron.

—Y entonces trataron de arreglar las cosas para alterar el pasado a su favor —sugerí.

—No, no lo creo. —Burman estaba ya mucho más calmado—. Creo que más que un malévolo intento fue un interesante experimento. Todo el asunto estaba condenado por anticipado, pues su éxito hubiera significado una paradoja imposible. No hay robots en el próximo siglo, ni noticia de ellos. Por consiguiente, los intrusos en nuestro tiempo debían ser destruidos y olvidados.

—Lo cual quiere decir —le señalé—, que no sólo destruirás la máquina, sino también todos tus diseños, tus notas y el psicófono, no dejando más que algunos acontecimientos extraños y un buen relato que yo podré contar.

—Exactamente... lo destruiré todo. He estado pensando en todo esto, y hasta este momento no he logrado darme cuenta de que el psicófono jamás será de la menor utilidad para mí. Únicamente me permite descubrir o inventar aquellas cosas que la historia ha decretado que inventaré, y que, por consiguiente, puedo descubrir sin necesidad de ese aparato. No puedo gastar bromas con la historia, pasada o futura.

—¡Hum! —no podía encontrar ninguna falla en su razonamiento—. ¿Te diste cuenta de la similitud con las abejas que presentaban nuestros antagonistas? Tu construiste la colmena, y de ella surgieron trabajadores, guerreros y... —señalé el último objeto— un zángano.

—Sí —dijo lúgubremente—. ¡Y estoy pensando en el néctar recogido: ochenta relojes! Sin mencionar todos los otros objetos que ya aparecerán en la prensa de !a noche, mas cualquier demanda por un gato asesinado. Menos mal que soy un hombre rico.

—Nadie sabe que tengas nada que ver con estos incidentes. Puedes compensar en secreto, si así lo deseas.

—Lo haré —declaró.

—Bien —proseguí, animado—. Todo ha acabado bien. Gracias al cielo, logramos eliminar la amenaza que nosotros mismos trajimos.

Con un suspiro de alivio, caminé hacia la puerta. Un agudo zumbido de un diminuto motor atrajo mi asombrada atención hacia el suelo. Mientras Burman y yo mirábamos con las bocas muy abiertas, uno de los trabajadores dorados se deslizó con facilidad por una de las ratoneras, notó la muerte del Robot Madre, y escapó por otro de los agujeros antes de que pudiéramos detenerlo.

Si Burman estaba estremecido antes, ahora lo estaba el doble. Llegó junto a la puerta, miró incrédulo la pequeña salida utilizada por el obrero, y luego a los otros intactos pero inmóviles obreros que yacían en la habitación.

—Bill —exclamó—, tu analogía de las abejas era perfecta. ¿No comprendes? ¡Hay otro enjambre! ¡Una reina logró escapar!

Desde luego, había otro enjambre. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas crearon un buen infierno. Burman pasó todo ese tiempo en el cuartelillo, tratando de convencer a la policía de que su relato no era una narración fantástica; pero que realmente le ayudó a persuadirlos de la veracidad de lo que decía eran los igualmente fantásticos informes que iban amontonándose.

Para comenzar, el viejo Gildersorne oyó un estrépito en su tienda a medianoche, pensó en su valioso conjunto de cámaras y proyectores cinematográficos, se puso los pantalones y bajó corriendo. Un instrumento muy aguzado se le clavó en el talón izquierdo mientras estaba a mitad de la escalera, haciéndole caer el resto de la misma. Yació allí, maltrecho y algo atontado, mientras unas cosas cliqueteaban y zumbaban en la obscuridad. Una tras otra, todo el contenido de su caja de valiosas lentes desapareció a través de un agujero en !a puerta. Y con ellas partió una cierta cantidad de engranajes y ruedas de proyector.

Diez personas se quejaron de que se les habían robado durante la noche relojes y despertadores. Dos de ellas estaban histéricas. Una juró que el ladrón era un «escarabajo de diez centímetros» que zumbaba como un motor de tren eléctrico de juguete. Saliendo de la cama, le dio un golpe con el pie, y notó cómo el duro objeto se le escapaba de debajo. Repleto de revulsión, volvió a subir el pie a la cama, «justo cuando otro escarabajo se abalanzaba hacia él». Burman no quiso decirle al agitado denunciante lo a punto que había estado de perder el pie.

Al siguiente día, llegaron otros treinta informes. Una docena de casas habían sido violadas, y cuatro tiendas robadas por cosas que tenían la agilidad de ratas y eran tan furtivas como ellas... pero que emitían débiles tics y zumbidos. Un ferroviario que regresaba a casa vio a una de ellas corriendo por el camino. Trató de agarrarla, perdió el índice y el pulgar, y se quedó cuidándose los muñones hasta que una ambulancia se lo llevó.

Aquellos bandidos tictaqueantes iban tras metales raros y piezas de precisión. No podía imaginarme cómo Burman o cualquier otro podría acabar con ellos de una vez por todas, pero el caso es que lo logró. Lo hizo poniéndoles trampas como a las ratas. Yo fui con él, ayudándole en su tarea, mientras consultaba un mapa.

—Todos los informes —dijo Burman— llevan a esta calle. Aquí fue abandonado un despertador que de pronto se puso a sonar, a dos automóviles les robaron pequeñas piezas cerca de aquí. Se han visto trabajadores rondando en esta área. Prácticamente en este mismo punto fueron eliminados cinco gatos. Todos los demás incidentes han tenido lugar a corta distancia.

—Lo que quiere decir —aventuré— que la reina está cerca de este lugar.

—Sí —miró arriba y abajo por la tranquila y vacía calle sobre la que la luna creciente derramaba su enfermiza luz. Eran las dos de la madrugada—. Acabaremos bien pronto con este asunto.

Ató el extremo de un carrete de resistente hilo a un pequeño trozo de cadena de plata, clavó el carrete a la pared, y dejó caer la cadena sobre el suelo. Yo hice lo mismo con la espiral de un reloj roto. Distribuimos varias pequeñas tuercas, algunas ruedas de reloj, diversas piezas de tomavistas, algunos ovillos pequeños de hilo de cobre, y otros atractivos objetos.

Tres horas más tarde regresamos, acompañados por la policía. Llevaban mazos y martillos. Todos nosotros llevábamos protecciones metálicas en los pies y piernas construidas con escaso tiempo por un taller de herrería.

¡Habían picado el anzuelo! Varios hilos habían sido rotos tras ser arrastrados por una cierta distancia, pero otros permanecían intactos. Todos ellos llevaban o apuntaban a una escalera de acero que bajaba al sótano de un almacén abandonado. Mirando hacia abajo, pudimos ver algunos hilos que atravesaban la ventana de abajo.

Burman dijo:

—¡Ahora! —y descendimos a la carrera. Saltaron los herrumbrosos cierres, se derrumbaron las podridas puertas, e irrumpimos en el almacén y su sótano.

Había una pequeña cosa con forma de ataúd pegada a una pared, una cosa que tictaqueaba ininterrumpidamente mientras sus lentes nos contemplaban con una absoluta falta de emoción. Era muy similar al Robot Madre, pero de sólo una cuarta parte de su tamaño. A la luz de un proyector portátil de la policía, era un objeto ominoso y acechante de horrible significado. A su alrededor, una activa horda hormigueaba por el suelo, zumbando y tictaqueando con metálica furia.

Entre irritados zumbidos y el crac de bisturíes despuntándose contra el acero, atravesamos aquella masa. Burman fue el primero en llegar hasta el féretro, aplastándolo con un tremendo golpe de su martillo de seis kilos, acabando de destruirlo totalmente con una rápida sucesión de golpes. Acabó exhausto. La hija del Robot Madre había dejado de existir, y su extraña tribu ya no se movía ni se estremecía.

Sentándose en una tambaleante caja de madera, Burman se secó la frente y dijo:

—¡Gracias al cielo que todo ha acabado!

—¡Tic-tic-tic-tic!

Se alzó de un salto, y agarró su martillo con una expresión salvaje en su rostro.

—Es mi reloj —se excusó uno de los policías—. Es muy barato, y hace un ruido infernal.

Se lo quitó, para enseñárselo al preocupado Burman.

—¡Tic! ¡Tic! —dijo el reloj, con mecánico aplomo.