viernes, 30 de septiembre de 2022

EL HOMÚNCULO

"El homúnculo" (The Mannikin) es un relato escrito por Robert Bloch y que fue publicado en la edición de abril de 1937 de la revista Weird Tales. "Mannikin" significaría algo así como "maniquí" lo cual, para nosotros hablantes del español, nos daría la idea de estos muñecos de tiendas departamentales y, por lo tanto, nos haría pensar que el relato va hacia otro lado completamente diferente. El haber traducido el título a "El homúnculo" resulta más acertado pero, de una u otra forma, también logra "espoilear" mucho la trama de este cuento. Va una cosa por otra.


Por otra parte, con respecto al audiolibro que hoy comparto, varios usuarios de YouTube dicen que este relato les recordaba a Edward Mordrake. No lo conocía, para ser sinceros, pero ya investigué un poco y dejo el siguiente enlace: La inquietante historia de Edward Mordrake, el hombre con dos caras.

EL HOMÚNCULO

(The Mannikin)

Robert Bloch

Háganse a la idea de que no puedo jurar que mi historia sea cierta. Pudiera haber sido un sueño; o peor aún, un síntoma de algún severo desorden mental. Pero yo creo que es cierta. Despues de todo, ¿Cómo podemos estar seguros de todas las cosas que hay sobre la tierra? Aún existen monstruosidades extrañas, y espantosas e increibles perversiones. Cada año que pasa, cada nuevo descubrimiento geográfico o científico, saca a la luz algún nuevo fragmento de la macabra evidencia de que el mundo no es, exactamente, el lugar que imaginamos. En ocasiones ocurren incidentes peculiares, que rozan la locura más absoluta.

¿Cómo podemos estar seguros de la validez de nuestras patéticas concepciones de la realidad? A cada hombre entre un millón, le es revelado un espantoso conocimiento, y el resto de nosotros permanecemos piadosamente ignorantes. Ha habido viajeros que jamás regresaron, y trabajadores de minería que desaparecieron. Y algunos de los que regresaron, fueron considerados locos, debido a lo que contaron, y otros prefirieron ocultar la sabiduría que tan horriblemente les había sido revelada. Ciegos como somos, sabemos muy poco de aquello que acecha más allá de nuestra vida normal. Ha habido relatos sobre serpientes marinas y criaturas de las profundidades; leyendas de enanos y gigantes; informes de raros horres médicos y partos antinaturales. Asombrosas pesadillas de la personalidad humana, han salido a la luz bajo el espantoso estímulo de la guerra, de la plaga o de la hambruna. Ha habido caníbales, necrófilos, y gules, ritos impíos de adoración y sacrificio; maniacos homicidas, y crímenes blasfemos. Y cuando pienso, entonces, en lo que he visto y oído, y lo comparo con otras grotescas e increibles realidades, comienzo a temer por mi razón.

Pero si existe alguna explicación cuerda de este asunto, le imploro a Dios que se me diga, antes de que sea demasiado tarde. El Doctor Pierce me dice que debo calmarme; me aconsejó que escribiera esta narración con el fín de mitigar mi aprensión. Pero no estoy calmado, y nunca me calmaré hasta que sepa la verdad de una vez por todas; hasta que esté enteramente convencido de que mis miedos no están fundados en una espantosa realidad.

Ya era un hombre nervioso, cuando acudí a descansar a Bridgetown. Había sido una dura prueba, aquel año en la escuela, y me hallaba muy feliz de apartarme de la tediosa rutina de las clases. El éxito de mis cursos de lectura aseguraban mi puesto en la facultad para el próximo año, y en consecuencia, aparté de mi mente cualquier especulación académica, cuando decidí tomarme unas vacaciones. Elegí ir a Bridgetown debido a las excelentes posibilidades que el lago me brindaba para la pesca de trucha. Las instalaciones que elegí, de entre toda la voluminosa literatura sobre hoteles, consistían en un lugar tranquilo y pacífico, según anunciaba el sencillo folleto. No ofrecía un campo de golf, un paseo, o una piscina cubierta. No hacía mención de ningún enorme salón de bolos, una orquesta de dieciocho piezas, o una cena formal. Y lo mejor de todo, el anuncio ni siquiera ensalzaba la grandeza escénica del lago y el bosque. No proclamaba, polisilábicamente, que el Lago Kane era "Un eterno paraiso de la Naturaleza, en el que cerúleos cielos y frondosa vegetación impelen al gozoso visitante a saborear los gozos de la juventud". Por aquel motivo, hice la reserva, llené mi maleta, preparé un par de pipas y salí.

Quedé más que satisfecho con el lugar, cuando llegué. Bridgetown es un pueblo pequeño y rústico; un apartado superviviente de días más antiguos y sencillos. Situado en el mismo Lago Kane, se halla por completo rodeado de bosques, y de suaves prados bañados por el sol en los que la gente de las granjas vive en serena felicidad. El peso de la civilización moderna ha caído muy débilmente sobre esta gente y sus maneras tranquilas. Son pocos los automóviles, tractores y demás. Hay algunos teléfonos, y a unas cinco millas de distancia, la Autovía del Estado proporciona un cómodo acceso al pueblo. Eso es todo. Las casas son viejas, las calles rectas. Los artistas, diletantes suburbanos y ascetas profesionales aún no han invadido aquel bucólico escenario. El número de veraneantes es pequeño y selecto. Unos cuandos cazadores y aficionados a la pesca, pero nada de ese gentío ordinario que sale a cazar por placer. Las familias de por allí no comparten esos gustos; ignorantes y poco sofisticados como son, reconocen fácilmente la vulgaridad.

Así que mi entorno era ideal. El lugar en el que me hospedaba era un hostal de tres plantas junto al mismo lago ‑la Casa Kane, regentada por Absolom Gates. Era un personaje de la vieja escuela; un vigoroso y encanecido veterano cuyo padre se había dedicado a la pesca hasta finales de los sesenta. Él mismo era un apasionado de todo lo referente a la pesca; pero sólo desde la ventana del salón Waltonian. Su instalación era algo así como la Meca de los pescadores. Las habitaciones eran grandes y aireadas; la comida abundante y excelentemente preparada por la hermana viuda de Gates. Tras mi primera inspección, me preparé a disfrutar de una estancia notablemente placentera.

Entonces, en mi primera visita al pueblo, me topé con Simon Maglore por la calle.

Conocí por primera vez a Simon Maglore durante mi segundo curso como instructor en la Escuela. Incluso entonces, me había impresionado enormemente. Y no sólo debido a sus características físicas, aunque eran bastante inusuales. Era alto y delgado, con unos hombros enormemente grandes, y la espalda ligeramente inclinada. No se trataba de una joroba, en el sentido habitual de la palabra, pero parecía sufrir un peculiar abultamiento tumoroso junto a su hombro izquierdo. Intentaba disimular aquel bulto, con gran vergüenza, pero su prominencia hacía que dichos intentos resultaran estériles. De todos modos, aparte de su desafortunada deformidad, Maglore había sido un tipo muy bien parecido. De cabello negro, ojos grises, piel suave, parecía ser un fino especimen de hombre inteligente. Y fue esa inteligencia lo que tanto me había impresionado de él. Su trabajo en clase era rotundamente brillante, y en ocasiones alcanzaba calidades que rondaban el puro genio. Pese al deje peculiarmente mórbido de su trabajo en poesía y ensayo, era imposible ignorar el poder y la imaginación que podían producir tan salvajes escenarios y delirantes colores. Uno de sus poemas ‑La Bruja está Ahorcada ‑le hizo merecedor del Premio Edsworth Memorial de aquel año, y algunas de sus obras principales, fueron reeditadas en ciertas antologías privadas.

Desde el principio, sentí un gran interés hacia ese joven y su inusual talento. Al principio, no había respondido a mis intentos por llegar a él; me supuse que era un alma solitaria. Hasta qué punto era ésto debido a su peculiaridad física o a su actitud mental, es algo que no puedo decir. Había vivido solo en el pueblo, y se decía que tenía grandes metas. No se mezclaba con los demás estudiantes, aunque le habrían aceptado de buena gana, por su ánimo dispuesto, su encantadora disposición, y su vasto conocimiento del arte y la literatura. De cualquier modo, gradualmente, conseguí imponerme a su natural reticencia, y me gané su amistad. Me invitó a sus habitaciones, y hablamos.

Y fue entonces cuando averigüé sus firmes creencias en lo oculto y esotérico. Me habló de sus antepasados en Italia, y del interés que habían mostrado por la brujería. Uno de ellos había sido agente de los Medici. Habían emigrado a América en épocas tempranas, debido a ciertos cargos lanzados contra ellos por la Santa Inquisición. También me habló de sus propios estudios en los reinos de lo desconocido. Sus habitaciones estaban plagadas de extraños dibujos que había confeccionado a partir de sueños, e imágenes de arcilla, aún más extrañas. Sus estanterías contenían multitud de libros raros y antiguos. Observé la obra de Ranfts, "De Masticatione Mortuorum in Tumulis" (1734); la valiosísima "Cábala de Saboth" (traducción griega, circa 1686); los "Comentarios sobre la Brujería", de Mycroft; y el infame "Los Misterios del Gusano", de Ludvig Prinn.

Realicé numerosas visitas a sus apartamentos, antes de que Maglore abandonara la Escuela, repentinamente, en el otoño del año 33. La muerte de sus padres le hizo acudir al Este, y partió sin despedirse. Pero en el fondo, había aprendido a respetarle bastante, y sentía un profundo interés por sus planes futuros, que incluían un libro sobre la historia de la pervivencia de los cultos de brujas en América, y una novela que trataba sobre el efecto psicológico de la superstición sobre la mente. Nunca me escribió, y no volví a saber nada más de él hasta este encuentro casual en la calle del pueblo.

Me reconoció. Dudo mucho que yo hubiera sido capaz de identificarle a él. Había cambiado. Mientras nos estrechábamos la mano, noté su apariencia desastrada y poco cuidada. Parecía más viejo. Su rostro era más delgado, y mucho más pálido. Tenía oscuras sombras en torno a sus ojos ‑y en ellos. Sus manos temblaban; su rostro forzaba una sonrisa sin vida. Su voz era más profunda al hablar, pero preguntó por mi salud del mismo modo encantador que siempre lo había hecho. Rápidamente le expliqué el motivo de mi presencia allí, y comencé a preguntarle.

Me informó de que vivía allí, en la pequeña ciudad; había vivido allí desde la muerte de sus padres. Estaba trabajando de lleno en sus libros, pero sentía que el resultado de su labor justificaba de sobra cualquier inconveniente físico que pudiera sufrir. Se disculpó por su desaseado aspecto y sus maneras cansadas. Deseaba tener una larga charla conmigo alguna de estas noches, pero iba a estar muy atareado durante los próximos días. Posiblemente, a la semana siguiente, podría ir a visitarme al hotel ‑en aquel momento había salido a comprar papel al colmado del pueblo y se disponía a regresar a su casa. Con una precipitada despedida, me volvió la espalda y se alejó.

Y al hacerlo, recibí otro sobresalto. El bulto de su espalda había crecido. Ahora era virtualmente el doble de grande de lo que era cuando le conocí, y no había ya posibilidad alguna de ocultarlo. Indudablemente, el trabajo duro se había cobrado un precio severo en las energías de Maglore. Pensé en un sarcoma, y me estremecí. Caminando de vuelta al hotel, estuve dándole vueltas a la cabeza. La apariencia de Simon me preocupaba. No era saludable para él, el trabajar tan duro, y la elección de sus temas puede que no fuera la adecuada. El constante aislamiento y la tensión nerviosa se habían combinado para minar su constitución de un modo alarmante, y tomé la determinación de ofrecerme como mentor de sus actos. Resolví visitarle a la menor oportunidad, sin esperar a una invitación formal. Algo tenía que hacer.

A mi llegada al hotel se me ocurrió otra idea. Le preguntaría a Gates qué era lo que sabía sobre Simon y su trabajo. Quizás hubiera algo interesante aparte de su actividad, que pudiera explicar su curiosa transformación. De modo que busqué al entrañable caballero y le expuse la cuestión.

Lo que aprendí de él me dejó perplejo. Por lo visto, a los habitantes no le gustaban ni el Amo Simon, ni su familia. Sus antepasados habían sido bastante adinerados, pero su nombre había sido enturbiado por una dudosa reputación, incluso desde los primeros días. Brujas y hechiceros, tanto unos como otros, constituían su árbol genealógico. Sus oscuras actividades habían sido cuidadosamente ocultadas al principio, pero la gente de su entorno podía atestiguarlo. Por lo visto, casi todos los Maglore habían poseído ciertas malformaciones físicas que les habían hecho sospechosos. Algunos habían nacido con velos en los ojos; otros con pies palmeados. Uno o dos habían sido enanos, y todos ellos habían sido acusados, en algún momento, de poseer el popular "mal de ojo". Algunos de ellos habían sido nictálopes, podían ver en la oscuridad. Simon no era, por lo visto, el primer jorobado de la familia. Su abuelo lo había sido, y antes que él, su tatarabuelo.

Había también, muchos indicios de endogamia y de ser un clan cerrado. Eso, en opinión de Gates y de su gente, apuntaba claramente a una cosa... Brujería. Y tampoco era la única evidencia. ¿Acaso los Maglore no evitaban el publo y permanecían recluidos en su vieja casa de las colinas? Además, ninguno de ellos iba a la iglesia. ¿No se sabía de ellos, además, que daban largos paseos al ponerse el sol, y de noche, cuando toda la gente decente y respetable estaba durmiendo? Probablemente, tenían sus buenas razones para no mostrarse sociables. Quizás tenían cosas que deseaban ocultar en su vieja casa, y puede que tuvieran miedo de que esas cosas se supieran por allí. La gente sabía que aquel lugar estaba repleto de libros embrujados e impíos, y había una vieja historia que decía que toda la familia era fugitiva de algún lugar del extranjero, debido a algo que habían hecho. Despues de todo, ¿Quién podía decirlo? Parecían sospechosos; actuaban de un modo raro; quizás lo eran. Desde luego, nadie podía decirlo a ciencia cierta. La histeria en masa de la quema de brujas y los rumores de posesiones satánicas no habían penetrado hasta esta parte de la región. No había indicios de altares en los bosques, ni las espectrales presencias forestales de los mitos indios. Ninguna desaparición ‑bovina o humana‑ podía ser imputada a la familia Maglore. Legalmente, su historial estaba limpio. Pero la gente les temía. Y éste último ‑Simon‑ era el peor.

Nunca se había comportado como es debido. Su madre murió al nacer él. Habían tenido que traerse a un doctor de fuera del pueblo ‑ningún hombre de la localidad habría tratado un caso así. El bebé, además, había nacido casi muerto. Durante algunos años nadie le había visto. Su padre y su tío habían dedicado todo su tiempo a cuidar de él. Cuando tenía siete años, el muchacho había sido enviado a una escuela privada. Regresó una vez, cuando tenía casi doce años. Fue cuando murió su tío. Se volvió loco, o algo así. En cualquier caso, tuvo una especie de ataque, que acabó desembocando en una hemorragia cerebral, según dijo el doctor.

Simon era por entonces, un muchacho muy apuesto ‑excepto por la giba, claro está. Pero no parecía estar muy desarrollada en aquel tiempo ‑de hecho, era bastante pequeña. Se quedó algunas semanas, y luego regresó de nuevo a la escuela. No había vuelto a aparecer hasta la muerte de su padre, hacía dos años. El anciano había muerto a solas en su gran casa, y el cuerpo no había sido descubierto hasta varias semanas después. Un vendedor ambulante había llamado; entró en el abierto vestíbulo, y encontró al viejo Jeffrey Maglore muerto en su gran butacón. Sus ojos estaban abiertos, y velados por una mirada de espantoso temor. Ante él, había un gran libro de hierro, cubierto de extraños e indescifrables caracteres.

Un médico, convocado apresuradamente, pronunció que su muerte se debía a un fallo cardíaco. Pero el vendedor, tras escrutar aquellos ojos cubiertos de pavor, y mirando las grotescas e inquietantes figuras del libro, no estaba tan seguro de ello. No tuvo oportunidad de curiosear por allí, de todos modos, pues aquella noche llegó el hijo. La gente le miró de un modo extraño cuando vino, pues aún no se le había enviado aviso alguno sobre la muerte de su padre. Callaron, también, cuando él les mostró una carta de hacía dos semanas, con la escritura del viejo, que anunciaba una premonición de muerte inminente, y aconsejaba al joven que regresara a casa. Las cuidadosas y contenidas frases de aquella carta, parecían tener un significado secreto; pues el joven nunca llegó a preguntar sobre las circunstancias de la muerte de su padre. El funeral fue privado; y el consiguiente entierro tuvo lugar en la cripta familar, junto a la casa.

Los insólitos y peculiares eventos que rodearon el regreso al hogar de Simon Maglore, pusieron inmediatamente en guardia a la gente. Tampoco ocurrió nada que alterara su opinión original acerca del muchacho. Permanecía solo todo el tiempo, en aquella casa silenciosa. No tenía criados, y no hizo amigos. Sus poco frecuentes viajes al pueblo, los hacía con el único propósito de obtener vituallas. Se las llevaba él mismo, en su coche. Compraba una buena cantidad de carne y pescado. De vez en cuando paraba por la farmacia, donde compraba sedantes. No parecía nada comunicativo, y contestaba a todas las preguntas con monosílabos. Aún así, era obviamente, una persona bien educada. En general, se rumoreaba que estaba escribiendo un libro. Gradualmente, sus visitas se hicieron cada vez menos frecuentes.

Entonces, la gente empezó a comentar su cambio de apariencia. De un modo sutil, pero evidente, se había alterado inquietantemente. En primer lugar, se notó que su deformidad se había incrementado. Se veía obligado a llevar un amplio gabán para ocultar su volumen. Caminaba con una ligera inclinación, como si su peso le diera problemas. Además, no iba nunca al médico, y nadie, de entre la gente del pueblo, tenía el valor de hacerle comentario alguno, o preguntarle sobre su estado. También estaba envejeciendo. Comenzaba a parecerse a su tío Richard, y sus ojos habían adoptado ese guiño especial que denotaba un poder nictalópico. Todo aquello excitaba los rumores entre la gente, para quien la familia Maglore había sido tema para interesantes conjeturas durante generaciones.

Más tarde, dichas especulaciones se habían basado en hechos más tangibles. Pues recientemente, Simon había aparecido por varias de las granjas aisladas de la región, paseando furtivamente. Preguntaba sobre todo a la gente de edad avanzada. Estaba escribiendo un libro, según les decía, acerca del folklore. Deseaba preguntarles sobre las antiguas leyendas de los alrededores. Preguntaba si alguno de ellos, había oído alguna vez relatos concernientes a cultos locales, o rumores sobre rituales en el bosque. ¿Había alguna casa encantada o lugar embrujado en la espesura? ¿Habían oído alguna vez el nombre "Nyarlathotep", o referencias a "Shub‑Niggurath" o al "Mensajero Negro"? ¿Podían recordar algo de los antiguos mitos de los Indios Pasquantog, acerca de los "hombres‑bestia", o recordaban alguna historia sobre oscuros encapuchados que sacrificaban terneros en las montañas? Estas y otras preguntas similares, pusieron en guardia a los granjeros, ya de por sí suspicaces por naturaleza. Si hubieran poseido tales conocimientos, éstos habrían sido de una naturaleza decididamente impía, y no se habrían atrevido a revelarlos a aquel forastero tan pagado de sí mismo. Algunos de ellos, sabían algo de esas cosas, debido a antiguos relatos que les habían llegado desde la costa, más al norte, y otros habían escuchado pesadillas susurradas por reclusos, acerca de las montañas del este. Había un montón de cosas en torno a esas materias, que ellos, francamente, no sabían, y que sospechaban que ningún forastero debería escuchar. Fuera donde fuera, Maglore se encontraba con evasivas o con reacciones escandalizadas, y partía tras haber dado una impresión decididamente mala.

Las historias sobre sus visitas comenzaron a multiplicarse. Adoptaron el tópico de una elaborada discusión. Un anciano lugareño en particular... un granjero llamado Thatcherton, que vivía solo en una pequeña parcela al oeste del lago, por debajo de la autovía... tenía una historia singularmente interesante que contar. Maglore había aparecido una noche, alrededor de las ocho, y llamó a la puerta. Persuadió a su anfitrión para que dialogara con él, y entonces intentó engatusarle, prometiendo revelarle cierta información concerniente a la presencia de un cementerio abandonado, que se rumoreaba existía en algún lugar de los alrededores.

El granjero contó que su invitado estaba en un estado próximo a la histeria, que afirmaba con la cabeza una y otra vez, del modo más melodramático, y hacía frecuentes alusiones a un montón de estupideces mitológicas sobre "los secretos de la tumba", "el decimotercer servidor", "la Fiesta de Ulder", y "los cantos de los Dholes". También hablaba de "el ritual del Padre Yig", y ciertos nombres que pronunció, relaccionados con raras ceremonias en el bosque, que decía tenían lugar cerca de aquel cementerio. Maglore preguntó si le había desaparecido algún ternero, y si su anfitrión había escuchado alguna vez "voces en el bosque, haciéndole proposiciones". El hombre dijo que no, a todas aquellas cosas, y se negó a permitir que su invitado regresara a inspeccionar la zona por el día. En aquel momento, el inesperado visitante se mostró muy enfadado, y estaba a punto de objetar acaloradamente, cuando ocurrió algo muy extraño. Maglore empalideció de repente, y pidió que se le excusara. Parecía estar sufriendo fuertes dolores internos, pues se inclinó hacia delante y se dirigió a trompicones hasta la puerta. Y mientras lo hacía, ¡Thatcherton recibió la enloquecedora impresión de que la joroba de su espalda se estaba moviendo! Parecía agitarse, y agarrarse a los hombros de Maglore, ¡como si éste tuviera un animal escondido bajo su gabán! En aquella situación, Maglore se giró bruscamente, y se dirigió de espaldas hacia la salida, como intentando ocultar aquel inusual fenómeno. Salió rápidamente, sin mediar palabra, y corrió por el camino en dirección a su coche. Corrió como un mono, se introdujo frenéticamente en el interior del coche, y lo puso en marcha precipitadamente, haciendo que las ruedas rechinaran, mientras se alejaba del patio a toda prisa. Desapareció en la noche, dejando detrás a un hombre entristecido e intrigado, que no tardó en difundir entre sus amigos, el relato de su fantástico visitante.

Desde entonces, sus paseos habían cesado bruscamente, y hasta aquella misma tarde, Maglore no había vuelto a aparecer en el pueblo. Pero la gente seguía hablando, y no era bienvenido. Le hacían el vacío a ese hombre, fuera lo que fuera. Ésta era, en resumen, la historia de mi amigo Gates. Cuando terminó, me retiré a mi alcoba sin hacer comentarios, para meditar sobre el relato. No me inclinaba a apoyar las supersticiones locales. Mi larga experiencia en tales materias me hacían desacreditar automáticamente la mayoría de sus detalles. Sabía lo bastante de la psicología rural como para darme cuenta de que cualquier cosa fuera de lo ordinario es mirada siempre con sospecha. Supongamos que la familia Maglore vivía recluida: ¿Y qué? Cualquier grupo de procedencia extranjera tendería a vivir apartado. Parecía garantizada una predisposición racial a la deformidad... lo cual no les convertía en brujos. La masa ha perseguido a mucha gente acusándoles de brujería, cuando su único crimen consistía en poseer algún defecto físico. Incluso la endogamia era algo fácil de esperar cuando se sufría de ostracismo social. Pero ¿Qué había de mágico en todo aquello? Esas cosas son bastante comunes entre la gente del campo, no sólo entre los extranjeros. Además. ¿Libros raros? Seguramente. ¿Nictalopía? Era algo bastante común en todo el mundo. ¿Locura? Quizás... una mente solitaria suele degenerar. Simon era brillante, de todos modos. Desafortunadamente, su atracción hacia lo místico y lo desconocido le estaban conduciendo a la abstacción. Había sido una mala idea el buscar información para su libro entre la analfabeta población de aquel sitio. Naturalmente, eran intolerantes y desconfiados. Y su paupérrima condición física conseguía una importancia exagerada ante los ojos de aquellos crédulos pueblerinos.

Aún así, probablemente había la suficiente verdad en aquella narración distorsionada como para hacer que fuera imperativo el hablar al momento con Maglore. Debía salir de aquella atmósfera insana, y ver a un médico eficiente. Su genio no debía ser malgastado o destruído por tal obstáculo ambiental. Le asfixiaba, mental y físicamente. Me decidí a visitarle a la mañana siguiente. Tras aquella resolución, bajé a cenar, di un corto paso por el embarcadero del lago, a la luz de la luna, y me retiré a dormir.

A la tarde siguiente, me dispuse a cumplir mi propósito. La Mansión Maglore se alzaba en una explanada a una media milla de Bridgetown, y se reflejaba fantasmalmente sobre el lago. No era un lugar agradable; era demasiado viejo, y demasiado descuidado. Imaginé el aspecto que tendrían sus destartaladas ventanas en una noche sin luna, y me estremecí. Aquellas aberturas vacías me recordaban a un murciélago ciego. El tejado a dos aguas parecía su embozada cabeza, y las amplias habitaciones laterales, coronadas con torrecillas, bien podían servir de alas. Cuando me percaté del camino que seguían mis pensamientos me sentí sorprendido e inquieto. Mientras caminaba por el largo paseo, a la sombra de los árboles, me esforcé en reprimir mi imaginación. Estaba allí por un motivo concreto.

Me hallaba casi calmado cuando llamé al timbre. Su espectral sonido arrancó ecos por los serpenteantes corredores del interior. Sonaron pasos débiles y vacilantes, y entonces, con un chasquido, la puerta se abrió. Allí, recortado contra el umbral, estaba Simon Maglore. Maglore se asomaba al crepúsculo gris, y la distorsionada forma de su cuerpo quedaba piadosamente sumergida en una oleada de sombras. Había algo siniestro en el repelente ángulo que adoptaba al inclinarse así, y no me atreví a mirar fijamente a su abultada espalda o a sus brazos, que colgaban lacios a los lados. Tan sólo su rostro resultaba visible por completo. Era una máscara mortuoria de cera, con una expresión vacía que parecía no reconocerme.

Sólo sus ojos estaban vivos. Sus pupilas dilatadas brillaban en la oscuridad con una intensidad felina. Le observé, intentando dominar la inexplicable repulsión que surgía en mi interior.

‑Simon,‑le dije, ‑He venido a...

Sus labios se apretaron. ¿Fue una ilusión debida a la luz, o sus labios me parecieron gusanos blancos que se arrastraban por su rostro? ¿Fue una ilusión o su boca me pareció una negra caverna de la cual surgieron sus palabras?

No pude saberlo. No tuve certeza de nada, excepto de una cosa; la voz que se arrastró débilmente hasta mis oídos no era la voz del Simon Maglore que yo conocía. Era más débil, chillona, y cargada de una oculta sorna.

‑Vete. No puedo verte hoy ‑susurró.

‑Pero quería ayudarte. Yo...

‑Vete, estúpido... ¡Vete!

La puerta se cerró con un portazo ante mi atónita cara, y me encontré solo. Pero no estuve solo en mi camino de vuelta al pueblo. Mis pensamientos se hallaban hechizados por la presencia de otro... aquella presencia agresiva, ajena, que una vez fue mi amigo, Simon Maglore.

Aún me hallaba aturdido cuando regresé al pueblo. Pero después de llegar a mi cuarto del hotel, comencé a razonar conmigo mismo. Mi romántica imaginación me había jugado una mala pasada. El pobre Maglore estaba enfermo... probablemente era víctima de algún severo trastorno nervioso. Recordé que acostumbraba a comprar sedantes en la farmacia local. En mi estúpido arranque emotivo, había confundido tristemente su desafortunada dolencia. ¡Qué crío había sido! Debía regresar al día siguiente y disculparme. Después, Maglore debía ser persuadido para marcharse, y volver de nuevo a su ser original. Parecía estar francamente mal, y además, su temperamento le estaba dominando. ¡Cómo había cambiado ese hombre!

Aquella noche dormí poco. Por la mañana temprano volví a salir. En esta ocasión evité cuidadosamente las inquietantes imágenes mentales que la vieja casa sugería a mi susceptible cerebro. En ello estaba cuando toqué el timbre. Fue un Maglore diferente el que me recibió. También él había cambiado para bien. Parecía viejo y enfermo, pero había una luz normal en sus ojos y una sana entonación en su voz mientras me hacía entrar cortésmente, y se disculpaba por su delirante espasmo del día anterior. Era víctima de frecuentes ataques, según dijo, y planeaba marcharse en breve y tomarse unas largas vacaciones. Estaba ansioso por terminar su libro... ya le quedaba muy poco... y regresar al trabajo de la Universidad. Y de aquel asunto, cambió abruptamente la conversación a una serie de nostálgicos interludios. Recordaba nuestra mutua asociación en el campus, cuando nos sentábamos a charlar, y parecía ansioso por enterarse de los asuntos de la Escuela. Durante casi una hora, virtualmente monopolizó la conversación y la mantuvo de ese modo, para así evitar cualquier pregunta directa de naturaleza personal por mi parte.

De cualquier modo, me resultó fácil ver que estaba muy lejos de encontrarse bien. Parecía estar trabajando bajo una intensa presión; sus palabras parecían forzadas, su actitud tensa. Una vez más, noté lo pálido que estaba; como desprovisto de sangre. Su malformada espalda parecía inmensa; y su cuerpo, en consecuencia, parecía encogido. Recordé mis temores sobre un tumor canceroso, y me pregunté si no sería el caso. Mientras tanto, se agitaba, obviamente incómodo. Su charla parecía casi vacía; las estanterías estaban desordenadas, y los espacios vacíos estaban cubiertos de polvo. No había papeles ni manuscritos visibles sobre la mesa. Una araña había construido su tela en el techo. Durante una pausa en su conversación, le pregunté por su trabajo. Respondió vagamente que era muy absorbente, y que le estaba robando casi todo su tiempo. De todos modos, había realizado algunos descubrimientos sorprendentes, que resultaban un pago generoso por sus esfuerzos. Le resultaría emocionalmente agotador, en su actual estado, entrar en detalles sobre lo que estaba haciendo, pero podía anticiparme que ya sólo sus hallazgos en el campo de la brujería abrirían nuevos capítulos a la historia antropológica y metafísica. Estaba particularmente interesado en la vieja tradición acerca de los "familiares"... las diminutas criaturas que se decía que eran los emisarios del diablo, y que se suponía que ayudaban a la bruja o el hechicero bajo la forma de un pequeño animal... una rata, un gato, un ave o un reptil. En ocasiones se representaban como pertenecientes al cuerpo del mismo brujo, o nutriéndose de él. La idea de una "tetilla del diablo" en los cuerpos de las brujas, allí donde sus familiares succionaban los nutrientes de su sangre, quedaba plenamente iluminada por los hallazgos de Maglore. Su libro tenía también un aspecto médico; tenía la firme convicción de presentar tales hechos sobre bases científicas. Los efectos de desórdenes glandulares en los casos denominados de "posesión demoniaca" eran también estudiados.

Y con aquello, Maglore terminó abruptamente. Se sentía muy cansado, me dijo, y necesitaba algo de reposo. Pero confiaba en ver terminado en breve su trabajo, y entonces le gustaría marcharse para un largo descanso. No era saludable para él, el vivir solo en aquella vieja casa, y en ocasiones le asaltaban pensamientos extraños, y tenía raros lapsus de memoria. De todos modos, no tenía alternativa en aquellos momentos, dado que la naturaleza de sus investigaciones demandaban tanto privacidad como soledad. En ocasiones, sus experimentos requerían de ciertas vías y cursos para los que era mejor no ser molestado, y no estaba muy seguro de cuánto tiempo podría seguir aguantando la presión. De todos modos, lo llevaba en la sangre... probablemente yo ya estaba al corriente de que procedía de una larga saga de necromantes. Pero basta de tales cosas. Me rogó que me fuera al momento. Volvería a escucharle de nuevo, a primeros de la semana siguiente.

Mientras me levantaba, noté de nuevo lo débil y agitado que parecía Simon. Ahora caminaba con una excesiva inclinación, y la presión sobre su espalda debía de ser enorme. Me condujo por el largo vestíbulo hasta la puerta, y mientras guiaba el camino, noté el temblor de su cuerpo, mientras se delimitaba contra el llameante crepúsculo que penetraba a través de los paños de las ventanas. Sus hombros se movían con una lenta y suave ondulación, como si la giba de su espalda estuviera latiendo de vida. Recordé el relato de Thatcherton, el viejo granjero, que clamaba haber visto realmente tal movimiento. Durante un momento, me asaltó una poderosa náusea; entonces me di cuenta de que la menguante luz estaba creando una ilusión óptica de lo más común.

Al alcanzar la puerta, Maglore se esforzó por despedirme apresuradamente. Ni siquiera extendió su mano para un apretón de despedida, sino que se limitó a murmurar un breve "buenas noches", con voz tensa y dubitativa. Le observé en silencio unos instantes cuán desmejorado parecía su rostro, antaño apuesto, incluso ante la luz de rubí del ocaso. Entonces, mientras observaba, una sombra reptó por su cara. Parecía ser púrpura y oscura, en una súbita y escalofriante metamorfosis. El oscurecimiento aquel, se hizo más pronunciado, y leí el pánico en sus ojos. Incluso mientras me forzaba a mí mismo a responder a su despedida, el horror se arrastró hasta su rostro. Su cuerpo cayó en aquella peculiar y encogida postura que ya antes había notado, y sus labios se curvaron en una macabra expresión. Por un momento, pensé de verdad que aquel hombre estaba a punto de atacarme. En lugar de ello, se rió... una risa chillona, aguda, que ascendió oscuramente hasta mi cerebro. Abrí la boca para hablar, pero él retrocedió hacia la oscuridad del vestíbulo y cerró la puerta.

Me quedé estupefacto por la sorpresa, no del todo desprovista de miedo. ¿Estaría enfermo Maglore, o en realidad era un demente? Cosas así de grotescas no parecían posibles en un hombre normal. Me apresuré, avanzando en el brillante crepúsculo. Mi mente, embrujada, estaba inmersa en profundas deliberaciones, y el distante sonido de los cuervos se mezclaba con mis pensamientos, como una letanía malvada.

A la mañana siguiente, tras una noche de turbulentas deliberaciones, tomé una decisión. Funcionara o no, Maglore debía marcharse, y al momento. Estaba a punto de sufrir un serio colapso físico y mental. Sabiendo lo inútil que me iba a resultar, el regresar allí y dscutir con él, decidí que podía emplear algunos métodos más fuertes para hacerle ver la luz. De modo que, aquella tarde, me entrevisté con el Doctor Carstairs, el médico local, y le conté todo lo que sabía. Enfaticé particularmente, el inquietante suceso de la tarde anterior, y le dije con franqueza lo que sospechaba. Tras una larga discusión, Carstairs accedió a acompañarme al momento hasta la casa de los Maglore, y allí tomar las medidas que fueran necesarias para sacarle de allí. En respuesta a mi petición, el doctor trajo consigo los materiales necesarios para un completo examen físico. Una vez que pudiera persuadir a Simon para que se sometiera a un diagnóstico médico, estaba seguro de que vería que los resultados hacían necesario que se pusiera en tratamiento al instante.

El sol se ocultaba cuando me acomodé en el asiento del copiloto del Ford del Doctor Carstairs y nos dirigimos a las afueras de Bridgetown por la carretera del sur, donde los cuervos emitían sus peculiares sonidos. Nos movíamos lentamente, y en silencio. De modo que fuimos capaces de escuchar claramente aquel singular y agudo alarido desde la vieja casa de la colina. Agarré el brazo del doctor sin mediar palabra, y un segundo más tarde abandonábamos la carretera y nos introducíamos en el patio de entrada. "Dese prisa", musité mientras recorría a toda prisa el paseo y me disponía a subir de un salto los escalones hasta la cerrada puerta principal.

Golpeamos la madera con el puño, inútilmente, y entonces nos dirigimos a las ventanas del ala izquierda. La luz del ocaso menguaba en una tensa y expectante oscuridad, mientras trepábamos por la abertura y nos dejábamos caer sobre el suelo del interior. El Doctor Carstairs accionó una linterna de bolsillo, y nos pusimos de pie. El corazón me retumbaba en el pecho, pero ningún otro sonido rompió el silencio sepulcral mientras abríamos la puerta de la estancia y avanzábamos por el oscuro vestíbulo hasta el estudio. A nuestro alrededor, sentí una horrible Presencia; un demonio al acecho que vigilaba nuestro avance con ojos de insana burla, y cuya maligna alma se agitó con una risa infernal mientras abríamos la puerta del estudio y descubríamos lo que yacía en su interior.

Entonces, ambos gritamos. Simon Maglore yacía a nuestros pies, con la cabeza girada, y sus apretados hombros descansando sobre un pequeño lago de cálida sangre fresca. Estaba boca abajo, y se había quitado la ropa de cintura para arriba, de modo que toda su espalda era visible. Cuando vimos lo que allí descansaba, casi enloquecimos, y entonces comenzamos a hacer lo que debíamos, intentando apartar nuestra mirada, en la medida de lo posible, de aquella cosa absolutamente monstruosa del suelo.

No me pidan que lo describa con detalle. No puedo hacerlo. Hay ocasiones en las que los sentidos se nublan piadosamente, debido a que una completa percepción podría ser fatal. Incluso ahora, hay ciertas cosas que desconozco acerca de aquella abominación, y no me atrevo a permitirme recordarlas. Tampoco les hablaré sobre los libros que encontramos en aquella habitación, o sobre el terrible documento que había sobre la mesa, y que constituía la Obra Maestra inacabada de Simon Maglore. Lo quemamos todo en la chimenea antes de llamar al pueblo solicitando un forense; y si el doctor se hubiera salido con la suya, también habríamos destruído a la Cosa. Y fue entonces, cuando apareció el forense para hacer su examen, cuando los tres juramos guardar silencio en lo concerniente al modo exacto en el que Simon Maglore había hallado la muerte. Entonces nos fuimos, pero antes de que yo hubiera quemado el otro documento... la carta dirigida a mí, que Maglore se hallaba escribiendo en el momento de morir.

Y así, como ven, nadie lo supo jamás. Más tarde me encontré con que la propiedad me había sido donada, y la casa está siendo demolida mientras escribo estas líneas. Pero debo hablar, aunque sólo sea para aliviar mi propio tormento. No me atrevo a reproducir la carta por entero; pero sí puedo incluir una parte de aquella increible blasfemia:

"...y por ello, claro está, es por lo que comencé a estudiar brujería. Aquello me impelía a hacerlo. ¡Dios, si sólo pudiera hacer que comprendieras ese horror! El nacer de este modo... con esta cosa, este homúnculo, ¡ese monstruo! Al principio era pequeño; todos los doctores decían que era un siamés no desarrollado. ¡Pero estaba vivo! Tenía un rostro y dos manos, pero con unas piernas se adentraban en mi carne, y que le conectaban a mi cuerpo..."

"Durante tres años lo mantuvieron bajo sigiloso estudio. Yacía con el rostro inclinado hacia abajo, apoyado en mi espalda, y sus manos se agarraban a mis hombros. Los hombres decían que contaba con su propio par de diminutos pulmones, pero que carecía de estómago y de sistema digestivo. Aparentemente, obtenía sus nutrientes a través del tubo carnoso que lo unía a mi cuerpo. ¡Y crecía! Pronto, abrió los ojos, y comenzó a desarrollar unos pequeños dientes. En una ocasión, mordió en la mano a uno de los doctores... De modo que decidieron mandarme de nuevo a casa. Era obvio que no podía ser extirpado. Juré mantener en secreto todo el asunto, y ni siquiera mi padre lo supo, casi hasta el final. Vestía ropas anchas, y aquello no crecía demasiado, al menos hasta que regresé... ¡Entonces se produjo aquel cambio infernal!"

"Me hablaba, te digo, ¡Me hablaba!... aquel rostro pequeño y arrugado, como el de un monito... el modo en que movía aquellos diminutos ojos rojizos... esa vocecita chillona decía "más sangre, Simon... Quiero más"... y entonces crecía; debía alimentarle dos veces al día, y cortar las uñas de sus pequeñas manos negras..."

"Pero nunca predije esto; ¡Jamás me dí cuenta de que estaba tomando el control! Antes me habría suicidado. ¡Lo juro! El año pasado comenzó a darse a conocer durante algunas horas y a darme algunos datos. Dirigía la redacción de mi libro, y en ocasiones me obligaba a salir de noche en extraños vagabundeos... Tomaba cada vez más y más sangre, y yo me debilitaba más y más. Cuando volvía en mí, intentaba combatirlo. Busqué todo aquel material sobre las leyendas de los familiares, e investigué, intentando zafarme de su dominio. Pero fue en vano. Y mientras tanto, él crecía y crecía; se hizo más fuerte, más atrevido y más sabio. Ahora hablaba conmigo, y en ocasiones me tanteaba. Supe que deseaba que le escuchara y obedeciera todo el tiempo. ¡Las promesas que me hizo aquella horrible boquita! Convocaría al Oscuro y me uniría a un Culto. Entonces tendríamos poder para mandar, y para llamar a la tierra a una nueva Maldad."

"No deseaba obedecer... ya lo sabes. Pero me estaba volviendo loco, y perdía tanta sangre... ahora, Eso tomaba el control casi todo el tiempo, y ello hizo que yo temiera volver a la ciudad, porque esta Cosa diabólica podría pensar que yo estaba intentando escapar, y podría moverse en mi espalda y asustar a la gente... Cuando tenía los lapsus, y Eso controlaba mi mente, escribía sin parar... y entonces viniste."

"Sé que quieres que me vaya, pero Eso no me dejará. Es demasiado tozudo para permitirlo. Incluso mientras intento escribir estas líneas, puedo sentirle, lanzando órdenes a mi mente para que me detenga. Pero no me detendré. Te lo contaré todo, mientras aún tenga oportunidad; antes de que me domine para siempre y cumpla su negra voluntad con mi pobre cuerpo, y domine mi alma indefensa. Deseo que sepas dónde se halla mi libro, para que puedas destruirlo si algo ocurriera. Quiero decirte cómo disponer de esos espantosos volúmenes viejos de la librería. Y por encima de todo. Deseo que me mates, si llegaras a ver que el homúnculo ha ganado el control absoluto. ¡Dios sabe lo que intentará hacer cuando me haya doblegado!... ¡Qué duro me está resultando luchar, pues en todo momento me está ordenando que baje mi pluma y queme esta hoja! Pero le combatiré... debo hacerlo, hasta que pueda contarte qué fue lo que me dijo la criatura... lo que planea dejar suelto por el mundo cuando me tenga totalmente esclavizado... Te lo diré... No puedo pensar... Lo escribiré, ¡Maldito seas! ¡Para!... ¡No! ¡No hagas eso! Mantén tus manos..."

Eso es todo. Maglore se detuvo allí, debido a su muerte; porque aquella Cosa no deseaba que se revelara su secreto. Es espantoso pensar en aquel horror, propio de una pesadilla, pero ese pensamiento no es el peor. Lo que me turba es lo que vi cuando abrimos aquella puerta... la imagen que explicaba cómo había muerto Maglore.

Allí estaba Maglore, en el suelo, cubierto de sangre. Estaba desnudo hasta la cintura, como ya he dicho; y yacía boca abajo. Pero en su espalda estaba aquella Cosa, tal como la había descrito. ¡Y fue aquel pequeño monstruo, temiendo que sus secretos fueran revelados, quien trepó un poco más alto por la espalda de Simon Maglore, y quien, apretando sus diminutas zarpas negras en torno a su desprotegido cuello, las hundió en la carne hasta matarle!

Disfruten de este audiolibro en voz del canal "Anotaciones de Madrugada".

domingo, 25 de septiembre de 2022

EN EL CORAZÓN DE LA TIERRA (LA PELÍCULA, 1976)


"At the Earth's Core" es una película producida en el Reino Unido en el año 1976. El director fue Kevin Connor y el guion estuvo a cargo de Milton Subotsky. basándose en la novela homónima de Edgar Rice Burroughs. La música es de Mike Vickers. El reparto está conformado por Doug McClure, Peter Cushing, Caroline Munro, Godfrey James, Anthony Verner, Cy Grant, Sean Lynch, Keith Barron, Helen Gill, Robert Gillespie y Michael Crane

El científico inglés Abner Perry (el siempre querido Peter Cushing), obsesionado por la estructura de nuestro planeta, ha inventado una máquina diseñada para viajar al centro de la Tierra. Cuando decide formar parte de su propio experimento, convence a su ayudante David Innes (Doug McClure) para que pruebe la máquina con él, pero el invento escapará de su control y revertirá la situación hasta mandar al inventor y a su ayudante a un viaje en el tiempo que les llevará hasta la prehistoria.

Pronto se darán cuenta de que la prehistoria no es tal y como la habían estudiado, un grupo de seres parecidos a los reptiles tienen a los humanos como esclavos. Abner y David caerán presos por estos reptiles, que según han podido comprobar han desarrollado un eficaz control mental gracias a su gran capacidad intelectual.

Todo cambiará cuando David conozca a la princesa Dia (la guapísima Caroline Munro), una humana que ha perdido su estatus al ser capturada por los reptiles. Abner y David descubrirán aterrados que los seres sacrifican a los humanos, pero cuando Dia es elegida para ser la siguiente víctima en ser sacrificada, David actuará y se proclamará el líder de una rebelión de la raza humana para salvar a su princesa.


viernes, 23 de septiembre de 2022

JANDAR OF CALLISTO

Jandar of Callisto es una novela de fantasía científica del escritor estadounidense Lin Carter, la primera de su serie Callisto. Dell Books lo publicó por primera vez en rústica en diciembre de 1972 y se reimprimió dos veces hasta septiembre de 1977. La primera edición británica fue publicada por Orbit Books en 1974. Más tarde se reunió junto con Black Legion of Callisto en la colección ómnibus Callisto: Volumen 1 (2000). El libro incluye un mapa de Calisto como se prevé en la historia.

Lin Carter

La historia es contada en primera persona por el protagonista, Jonathan Dark. Lin Carter, el autor real, afirma haber simplemente editado el manuscrito que, al igual que los trabajos posteriores de la serie, supuestamente llegó a él desde las ruinas de la antigua ciudad de Arangkhôr en Camboya.

Dark, un piloto de helicóptero que transporta suministros médicos en el sudeste asiático, se ve obligado a descender en las selvas de Camboya, donde descubre Arangkhôr. Allí se desliza hacia un pozo hecho de una sustancia misteriosamente resbaladiza, que resulta ser un dispositivo de procedencia desconocida que lo teletransporta a otro mundo. Finalmente, se determina que el mundo en cuestión es la luna joviana de Calisto, que, bajo una ilusión proyectada de desolación sin aire, resulta tener una atmósfera respirable, una biología alienígena y habitantes humanos (presumiblemente descendientes de las víctimas del pozo durante el período anterior en que Arangkhôr fue abandonada). Callisto es conocida por sus habitantes como Thanator.

Después de casi ser víctima de un Yathib, uno de los depredadores locales, Dark es salvado por una tribu nómada de Yathoon, una raza insectoide inteligente. El rescate resulta ser una bendición a medias, ya que también está esclavizado. Mientras está con ellos, aprende el idioma de Thanator, que comparten Yathoon y humanos por igual, y sus captores aprenden su nombre, más o menos. "Jandar" es lo más cercano que pueden interpretar a "Jon Dark", y sigue siendo Jandar durante el resto de la serie. Al escapar, se encuentra con una hermosa mujer en peligro. Para Jandar, es amor a primera vista; ella tarda un poco más en simpatizar con él: tres libros completos, en realidad. Ella es la princesa Darloona, que ha sido exiliada de su ciudad-estado natal de Shondakar por la Legión Negra conquistadora. Sus intentos de ayudarla no son muy efectivos y caen en manos de otra tribu de Yathoon.

Son liberados de este segundo cautiverio por la aparición de una aeronave comandada por Thuton, príncipe de la ciudad-estado de Zanadar. Los zanadarianos son " Piratas del cielo ", asaltantes que usan la tecnología aérea que solo ellos poseen para sustraer las posesiones de otros, en este caso, Jandar y Darloona del Yathoon. Thuton demuestra buena disposición hacia sus compañeros de la realeza, pero menos hacia Jandar, quien celosamente lo incita a pelear. Como el príncipe es un maestro de la espada y el terrícola nunca ha adquirido esa habilidad en particular, el resultado es predecible y humillante. El resultado es que Dark vuelve a ser un esclavo, esta vez en Zanadar.

En la ciudad de los Sky Pirates, logra escapar nuevamente, aprende a esgrimir y levanta a sus compañeros esclavos en una rebelión contra sus opresores. En un intento por rescatar a Darloona, se enfrenta a Thuton por segunda vez. Sus camaradas, que se han apoderado de una de las aeronaves de los zanadarianos, pueden extraer tanto a él como a la princesa antes de que puedan matarlo. Al huir de la ciudad, devuelven Darloona a su pueblo, los Ku Thad, que han estado viviendo en las junglas del Gran Kumala desde su exilio de Shondakar. Sin embargo, la celebración dura poco, ya que la princesa es raptada poco después por un grupo de asalto de la Legión Negra.

Lester del Rey

Al revisar este libro junto con los siguientes dos volúmenes, Lester del Rey encontró que la serie era una "lectura bastante entretenida", pero señaló que Carter había "copiado todos los trucos de Burroughs, incluidos las fallas". 

"Una princesa de Marte", el modelo detrás de "Jandar of Callisto"

HAROLD McCAULEY


Harold William McCauley nació el 11 de julio de 1913 en Chicago. Su padre fue William James McCauley de Illinois. William James tenía alrededor de veintidós años y trabajaba en una cervecería local y, finalmente, en el Triannon Ballroom, uno de los lugares de jazz más históricos de Chicago. Su madre murió de complicaciones unos meses después de su nacimiento por lo que Harold McCauley fue criado sin adopción formal por su abuela materna, Christiana Grace, quien recientemente se había casado con su segundo esposo, Fred Grace, un maquinista en una fábrica de pianos. Vivían en 3440 West 47th Street en Chicago. 

En 1927, Harold, a la edad de catorce años, estudió en el Instituto de Arte de Chicago con J. Allen St. John, quien lo inspiró a interesarse por la ciencia ficción y el arte fantástico. Más tarde estudió en la Academia Americana de Arte en Chicago. En 1934, a la edad de veintiún años, comenzó a sufrir una enfermedad cardíaca crónica.

De 1939 a 1942 trabajó en el ajetreado estudio de arte de Chicago de Haddon Sundblom, donde posó para la pintura original de Sundblom del alegre Quaker Oats Man. En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, tenía veintinueve años y padecía una afección de la columna vertebral que lo incapacitaba, por lo que no estaba médicamente apto para servir en el ejército.

Después de 1946, trabajó como artista de plantilla en la editorial Ziff-Davis, con sede en Chicago. Pintó portadas para sus revistas pulp Amazing, Fantastic Adventures, Imaginations, Imaginative Tales, Mammoth Detective y Mammoth Western. A la edad de 40 años, el 11 de julio de 1953, se casó con su modelo, Grace Lorraine Lindeman. Vivían en Chicago en 7650 South Campbell Avenue, donde criaron a un hijo y dos hijas.

En la década de 1950 creó arte publicitario para Coca-Cola, Pepsi, Orange Kist y Schlitz Beer. También pintó pin-ups y calendarios. En 1958 pintó ilustraciones de historias de interiores para la revista masculina Rogue. A principios de la década de 1960, trabajó para una editorial de libros eróticos, Nightstand Library, de Evanston, Illinois.

En 1962 se mudó a Melbourne, Florida, para trabajar como artista del personal de un contratista de defensa. También impartió clases de arte privadas desde el estudio de su casa por las tardes y los fines de semana. En 1970 se sometió a una innovadora operación a corazón abierto, de la que tuvo una larga recuperación. Harold McCauley murió de neumonía en un hospital de Melbourne, Florida, a los sesenta y cuatro años el 16 de diciembre de 1977.




lunes, 19 de septiembre de 2022

ALGO VIEJO

Portada de la edición donde apareció por primera vez este relato

"Algo viejo" (Something Old) es un relato de terror de la escritora norteamericana Mary Elizabeth Counselman que fue publicado por primera vez en noviembre de 1950 en la revista Weird Tales para ser reeditado en la antología Half in Shadow en 1964.

ALGO VIEJO

(Something Old) 

Mary Elizabeth Counselman

Fue una boda pequeña. Quizás si se hubiera celebrado en una iglesia, o en cualquier otro lugar sagrado, Celia habría estado a salvo de esa fuerza maligna. Pero fue una boda pequeña, casera.

Los invitados ya se habían sentado. Conversaban en susurros, que se desvanecieron cuando Mary McPherson comenzó a cantar con su voz dulce de contralto. En la biblioteca, Bob Hanson, el joven asistente del conservador del museo, sonreía débilmente a su padrino, que además era su jefe. Walter Ferris le devolvió la sonrisa, palmeándose el bolsillo de la chaqueta.

—Claro que tengo el anillo! —dijo—. Está aquí. Además —añadió—, tengo otros seis anillos conmigo, por si acaso el tuyo se pierde.

Ante la mirada confundida de su sobrino, el conservador sacó una pequeña cajita de piel y la abrió, mostrando medía docena de curiosos círculos de metal con una piedra semipreciosa.

—Fui corriendo hasta Peabody de camino hacia aquí —le explicó—, y él me dio la mercancía que había llegado de Londres. Son bonitos, ¿verdad?

El novio asintió, aflojándose el cuello de la camisa. Quizás por décima vez en los últimos tres minutos, volvió a mirar el reloj. Luego empezó a ponerse nervioso cuando la puerta del estudio se abrió dando paso a una joven con un lindo vestido blanco y una cesta con pétalos de rosa. Sonrió a su futuro cuñado y lo tomó de la mano, mostrando una hilera de dientes blanquísimos.

—¡Bob! Celia me ha dicho si tú o el señor Perris le podéis dejar algo del museo para que lo pueda llevar de adorno. Ya tiene algo nuevo y algo azul, sólo necesita algo viejo.

Ambos hombres rieron, agradecidos ante cualquier cosa que relajara la tensión de la espera. Ferris se acercó al teléfono sonriendo, de pronto recordó el estuche de piel que había vuelto a meter en el bolsillo. El canoso conservador del museo miró las joyas brevemente, luego eligió un anillo de metal negro, de forma hexagonal, y con un extraño símbolo grabado en cada lado.

—¡Aquí tienes, querida! Seguramente es la reliquia más vieja de nuestra colección, un antiguo anillo de compromiso babilónico. La inscripción reza: «mía, amantísima; mía por toda la eternidad». Muy romántico, ¿no?

La muchachita de las flores asintió con la risita cómplice de un conspirador. Pronto desapareció de nuevo por la puerta del estudio, y en seguida comenzaron a entrar los primeros miembros del cortejo. Bob se enderezó como el condenado que marcha a la silla eléctrica y sonrió a su tío tímidamente.

—¡Ya no hay quien me salve! —se quejó mientras caminaban juntos hacia el altar donde se iba a celebrar la ceremonia.

El grueso pastor miraba complaciente a los invitados mientras esperaba a que la novia llegara andando ceremoniosamente, llevada del brazo de su padre. Entonces apareció, una figura pálida y rubia envuelta en satén blanco con una guirnalda de capullos naranja encima de la corona del velo. Sonreía tímidamente a su hermanita, que bailoteaba delante esparciendo los pétalos de rosas. En la mano derecha llevaba un único anillo, y Bob se dio cuenta de que se trataba del antiguo y pesado anillo.

En ese momento Celia se detuvo junto a él, y el joven asistente del conservador no pudo mirar más que su rostro, delicioso y encendido.

—Queridos míos —entonó el pastor—, nos hallamos aquí reunidos, a los ojos de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer…

Bob suspiró, guiñando amablemente el ojo a la muchacha que estaba a su lado. De repente, se puso muy serio al observar en el rostro de su amada una expresión asustada. No le estaba mirando a él, sino un poco más allá, detrás de su tío, a un sitio sombrío que estaba al otro lado del altar. Tenía la garganta contraída, como si estuviera intentando con todas sus fuerzas acallar un grito que le salía del alma.

Bob siguió su mirada, pero no pudo ver nada. Luego se dio cuenta de que Celia estaba tirando del anillo que llevaba en el dedo, como si quisiera quitárselo. Ese simple hecho ya era por sí solo desconcertante, pues el objeto era casi dos veces más ancho que su fino dedo. Y sin embargo, ahora no podía sacárselo, ni tan siquiera girarlo. Mientras tiraba del anillo con desesperación, una fina gota de sangre resbaló por debajo del metal oscuro y formó una manchita roja en la falda de satén blanco.

—Robert Edward Hanson, ¿quieres a esta mujer por…? —preguntaba el pastor con voz sonora.

Bob contestó con un murmullo ausente mientras contemplaba la mano de la novia. Celia le miró con una expresión de impotencia, y susurró:

—Querido, el anillo… ¡no puedo quitármelo! ¿Qué hago? Está muy apretado…

Su futuro marido se acercó con un gesto protector que hizo que las mujeres más mayores suspiraran como recordando viejos tiempos.

—No te preocupes, querida. Ya lo sacaremos después. ¿Te hace daño?

—¡Sí! —susurró Celia—. El dedo se me está hinchando. ¡Me aprieta muchísimo!

—Celia Anne Mitchell, ¿quieres a este hombre…? —proseguía el pastor, con el ceño fruncido por la interrupción.

—¡Sí, quiero! —dijo la novia, y luego emitió un gritito que reprimió con rapidez.

De nuevo Bob, y también su tío, vieron cómo tiraba del anillo, y en seguida dos gotitas más de sangre salieron de debajo y resbalaron hasta caer sobre la blancura inmaculada del vestido de novia.

Luego, tras unas palabras breves, terminó la ceremonia, y la pareja de jóvenes subió al coche de Bob, riendo y tratando de esquivar la lluvia de arroz que caía sobre ellos.

—¡Gracias a Dios se ha terminado! —rió la muchacha, sofocada—. Se supone que ahora puedes echarme el brazo por encima. ¡Por fin solos! ¡También es parte de la ceremonia!

Bob obedeció.

—En el fondo eres un romántico —suspiró ella—. Oh, Bob, ha sido muy bonito que me dieras este anillo tan, tan viejo de la colección. Un anillo babilónico de compromiso, dice tu tío. ¡Y la inscripción es perfecta!

Su marido tragó saliva avergonzado, y luego decidió que aquélla sería una de las pocas cosas que no le revelaría nunca.

—Lo elegí para ti —mintió—. Pero llegué a asustarme. Con el anillo, quiero decir —señaló el aro negro que ahora parecía suelto en el dedo de la mujer—. Me pregunto cómo se te hinchó de esa manera. ¿Crees que puede tratarse de algún tipo de alergia?

—Nervios, supongo. Pero parecía que estaba más apretado, Y luego... ¡Bah, por el amor de Dios! ¡No he vuelto a ver al coco en una esquina oscura desde que tenía la edad de Betsy!

—¿El coco?

—¡Oh, los nervios otra vez! Fue cuando el pastor inició la ceremonia. Y luego otra vez, cuando dije: «¡Sí, quiero!». Detrás del piano, en la esquina oscura. Creo que vi algo. Eso es todo.

Se rió alegremente, pero el hombre percibió un pequeño escalofrío que recorrió sus brazos desnudos y que le puso la carne de gallina.

—¿Qué viste? ¿El fantasma perverso de tu pasado? —se mofó con simpatía—. ¿A alguno de esos pobres muchachos con el corazón destrozado que se arrojaron por algún puente cuando leyeron la tarjeta de invitación de nuestra boda?

Celia hizo una mueca y luego bajó los ojos, insegura. De nuevo sintió un pequeño escalofrío, como si la rozara una ráfaga de viento helado.

—No. Era… Bueno, ¡al principio parecía un perro! Un sabueso enorme y peludo, como un san bernardo. Y su color era de un gris oscuro, excepto la cabeza. —se estremeció visiblemente—. ¡Pero no quiero volver a hablar de eso! —rogó—. ¡Sólo ha sido una fantasía estúpida! Toma, querido, guárdamelo. Es muy pesado y se me resbala continuamente. No quisiera perderlo nunca.

El pequeño hotel de montaña que habían elegido para pasar la luna de miel estaba colgado en una cresta cubierta de laureles que dominaba cinco estados. Mientras penetraban en el vestíbulo y se acercaban al mostrador de la recepción, apareció como caído del cielo un hombrecillo de aspecto benévolo que chasqueó los dedos en dirección a un portero negro que estaba medio dormido.

—¿La suite nupcial? —murmuró mientras guiñaba un ojo a Bob, de manera que todos los que estaban en el vestíbulo se dieron cuenta—. ¡Los Hanson, claro! Aquí está su reserva. Sí, sí —añadió con malicia, sin dejar de hablar en susurros—. ¿Luna de miel? ¡Les alegrará saber que nuestra suite nupcial es a prueba de ruidos! ¡Nadie podrá escuchar las dulces palabras que sin duda le dirá a esta encantadora muchacha!

Nada más cerrar la puerta, cuando el sonriente portero se hubo marchado unos minutos después, Bob y Celia estallaron en carcajadas y se fundieron en un largo beso. Permanecieron abrazados durante un rato, mirando la ancha puerta francesa que se abría sobre un pequeño balcón.

—¡Oh, Bob, me siento muy feliz de haber podido reservar la suite nupcial! Mamá y papá pasaron aquí su luna de miel, creo que ya te lo dije. Y por eso es por lo que quería tanto —se detuvo bruscamente, mirándole por el rabillo del ojo—. ¿Querido? —susurró—. Devuélveme el anillo, me gustaría tenerlo un rato mientras vas abajo y me traes un paquete de cigarrillos, o lo que sea. ¿Vale? ¡Es parte de la ceremonia! Después pediremos que nos suban la cena y veremos la puesta de sol.

Se arrojó feliz a sus brazos y luego le empujó riéndose hasta la puerta. Bob le entregó el anillo y se marchó. Como le había pedido su esposa, estuvo vagabundeando por el vestíbulo del hotel durante casi media hora, hasta que por fin regresó y llamó a la puerta de la suite nupcial.

Su esposa Celia no abrió la puerta. El sol se había puesto detrás de las montañas y algunas estrellas diminutas comenzaban a brillar en el cielo. Bob llamó de nuevo, un poco más fuerte, a la vez que pronunciaba el nombre de su esposa. Se produjo una respuesta, una voz chillona y áspera, que le gritó en un lenguaje que no había oído jamás. Era una voz femenina. Se parecía a la de Celia y sin embargo no era suave ni melodiosa como la de ella. Pudo distinguir una o dos palabras: ziggurat y shimtu, seguidos de una ristra de sonidos que parecían una especie de cántico: inuma iluawelum.

Bob, asombrado y muy nervioso, comenzó a aporrear la puerta, temeroso de los sonidos que provenían del interior. Se trataba, como describiría luego, de un sonido susurrante, como si se hubiera levantado un viento muy fuerte, aunque en el exterior la noche era tranquila y cálida, con relámpagos esporádicos que iluminaban el cielo por el sur. Dos veces escuchó una especie de sonido profundo, horrible, como el gruñido de un mono, pero acompañado de retazos de palabras.

Luego, desesperado, empezó a empujar la puerta con todas las fuerzas de sus hombros. Se abrió de golpe al tercer impacto y el joven recién casado estuvo a punto de caer, seguido de cerca por el portero y el recepcionista de rostro amable que habían oído el barullo desde abajo. Celia yacía en la amplia cama de matrimonio, envuelta en un vestido de color verde pálido que colgaba hecho jirones. La sangre salía de su boca y apenas había una porción de su cuerpo, delgado y casi desnudo, que no tuviera una marca de violencia. Estaba boca arriba, gimiendo, con los ojos medio cerrados. Pero, como los tres hombres descubrieron mientras corrían a su lado, la expresión de su rostro no mostraba dolor o pánico, sino un éxtasis indescriptible, una felicidad salvaje, casi histérica.

Movió los labios, pronunciando una sencilla palabra; cuando Bob se inclinó sobre ella, su joven rostro se crispó en una mueca horrible.

—¿Campana…? —repitió Bob—. ¿Qué campana, querida? Ah, ¿no podías llamar pidiendo ayuda? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible que... ese demonio... o lo que sea...?

Se volvió hacia el aterrorizado recepcionista y miró detrás de él la fila de huéspedes que curioseaban desde el umbral.

—¡Hagan algo! —chilló Bob—. ¡Llamen a la policía! Mi esposa ha sido...

Prefirió no pronunciar aquellas terribles palabras, luego puso la mano de Celia en su mejilla, maldiciendo y hablándole suavemente a un mismo tiempo. Mientras lo hacía, el enorme anillo babilónico resbaló de su dedo y fue rodando hasta el pie de Bob. Una sección de su parte exterior en forma de hexágono se abrió y el joven marido recogió el anillo distraídamente, mirando el compartimento oculto. En su interior, enmarcado en un delgado triángulo de oro, había una pequeña pieza de tejido que en un primer momento le pareció seda mezclada con un hilo negro. Luego Bob vio que el médico del hotel se abría paso entre la gente y cerraba la puerta de la habitación tras él.

—¿Usted ha hecho esto? —le preguntó con frialdad—. Joven, le recomiendo que visite a un psiquiatra y que anule su matrimonio de inmediato. Usted es un veterano, ¿no? A veces, hay determinados momentos en los que la fatiga del combate...

—¡Basta! —Bob estalló—. ¡Yo me encontraba en el vestíbulo! Alguien ha debido de llamar después de que me fuera. Y Celia abrió la puerta, creyéndose que era yo. ¡Está claro que nadie pudo haber subido por la balconada!

—Está bien, está bien, muchacho. Tranquilícese. Mi nombre es Markham. He sido el médico de este hotel desde hace dieciocho años, pero jamás me había encontrado con nada... Dígame, ¿tiene algún rival o enemigo que sea capaz de...? Esto ha sido hecho por una mente trastornada, obviamente. Un maníaco con marcadas tendencias sádicas. Yo no le recomendaría —añadió— que su esposa se moviera en varios días. La han arañado con saña. No tiene heridas graves y lo peor ha sido el shock. ¿Quiere que se lo notifique a alguien?

—¡No! ¡Sí! A mi tío, Walter Ferris, el conservador del museo estatal —dijo Bob distraído—. ¿Por qué la habré dejado sola, aunque solo fuera unos minutos? —gimió—. Quería estar a solas un rato, como todas las novias. Y yo...

El doctor puso una mano sobre su hombro.

—Claro —dijo amablemente, aunque con una expresión de cautela en los ojos—. Ahora, hijo, dígame, ¿sufre de dolores de cabeza con frecuencia? Mmm, ¿pérdida de la memoria? ¿Pesadillas recurrentes en las que usted...?

—¡Por Dios santo! —gritó—. ¡Usted piensa que ya le hice eso a la pobre Celia! ¡Que soy un enfermo mental y que no recuerdo nada! ¡Pero sí lo recuerdo! Hablamos del paisaje y de que pediríamos que nos subieran la cena. Luego me… me fui abajo a por un paquete de cigarrillos, porque Celia quería... desvestirse.

—Sí —dijo el doctor con calma—. Pero el recepcionista me ha dicho que usted ha estado en la habitación con su mujer desde casi una hora antes de que bajara al vestíbulo solo. Y que parecía nervioso, según uno de los porteros —sonrió—. Bueno, eso es normal en un recién casado. Pero...

—¡Pero no puedo haberlo hecho! ¿Cómo voy a hacerlo? —avanzó hacia el médico—. ¡Doctor! Una vez, cuando era un niño, me caí de un poni. Me golpeé en la cabeza. ¿Es posible que eso...?

—Puede ser —asintió el médico con delicadeza, y luego se dio cuenta de que el joven cada vez estaba más nervioso—. Usted ha sufrido un shock terrible. ¿Qué le parece si se hospeda en la habitación contigua a la mía durante esta noche? Y por la mañana... Qué anillo más raro tiene ahí. Es muy antiguo, ¿no? Tiene un escarabajo genuino de la tumba de Ramsés. Y un ídolo maya. Qué pequeño y qué horrendo. ¿Le importa si le echo un vistazo?

Bob Hanson bajó la vista tristemente hacia su mano, que todavía sujetaba el anillo babilónico que su tío había regalado a la novia. El médico lo observó por todos sus lados, examinando detenidamente el fragmento de tela que se ocultaba en el compartimento secreto.

—¡Vaya! —murmuró—. ¡Muy interesante! ¡Un anillo para el pelo! Y de los comienzos de la cultura babilónica, según estas escrituras cuneiformes.

Hablaba en un tono suave y bajo, llevándose lentamente a Bob Hanson de la habitación en la que yacía su joven esposa, semiinconsciente y maltratada. Poco a poco condujo al aturdido muchacho a una habitación que el portero acababa de abrir. Bob se hundió en la cama, bebiendo agradecido de la botellita de brandy que Markham le había puesto en los labios. Luego, una vez más, hundió su cara entre las manos.

—¡Celia! —gimió—. Tan dulce e inocente. ¿Por qué le han hecho esto? Estoy seguro de que no ha besado a más de un par de chicos en toda su vida, en alguna fiesta escolar o algo así. Crecimos juntos. Yo jamás le haría daño por nada del mundo.

El doctor suspiró. En contraste con el joven sano que estaba sobre la cama, parecía cansado y mustio, y sus ojos eran sombríos, acostumbrados a ver toda clase de sufrimientos humanos. También había visto una buena cantidad de crímenes y criminales, y había pasado varios años trabajando en un asilo del Estado. Observó a Bob con cautela, fijándose en cómo se retorcía los dedos como si fueran pequeñas culebras.

—No se preocupe —le tranquilizó—. El guardia del hotel está vigilando a la puerta de la habitación de su esposa. Nada más puede herirla esta noche. Pero creo que lo mejor es que duerma aquí, hasta que se haga alguna investigación sobre lo sucedido.

—¡Pero yo no soy así! ¡Lo recuerdo todo! Alguien ha forzado la puerta.

—No. Eso es imposible, señor Hanson. Ya lo he comprobado. Una de las doncellas estuvo limpiando al otro lado de la habitación durante todo el tiempo que usted dijo haber pasado en el vestíbulo, mientras su mujer estaba sola. Ningún intruso pudo entrar en el dormitorio durante su ausencia sin que la doncella lo viese. Y es obvio que nadie sería capaz de subir a la habitación por la balconada. Hay una caída de casi veinte metros.

Bob se hundió tras escuchar las tranquilas palabras del doctor; tenía los ojos completamente abiertos con una expresión de incredulidad. Movió la cabeza de un lado a otro lentamente, incapaz de creerlo. Luego, mientras el médico se encogía de hombros, se arrojó boca abajo sobre la cama, ahogando su llanto.

—Está bien —dijo con brusquedad—. Notifíqueselo a mi tío, por favor. Él hará todo lo que usted crea necesario. Se ocupará de mí y de llevar a Celia a casa.

Cerca de la medianoche, después de que el joven Hanson hubiera caído en un sueño inquieto gracias a los sedantes, el doctor salió de puntillas de la habitación, llevando consigo el anillo que Bob había recogido cuando resbaló de la maltrecha mano de su esposa. El doctor Markham sacudió la cabeza. Era un caso muy extraño y trágico. Leyó con ironía la romántica inscripción que figuraba en el anillo de compromiso, traduciendo los extraños símbolos de un pesado volumen que había encima de su mesa. «Mía por toda la eternidad»

El médico lanzó un gruñido. No podía hacer nada más, excepto ingresar al joven y agradable muchacho en un hospital psiquiátrico después de que hubiera avisado a sus familiares de la salvaje agresión que había perpetrado a su joven esposa. Markham se sentó delante de la mesa de trabajo y suspiró, examinando el pesado anillo despreocupadamente mientras le daba vueltas al asunto. El metal era muy oscuro, de un negro curioso y pulsante que parecía inflarse y expandirse como el humo. Curioso, aplicó una gota de ácido sobre uno de los seis lados exteriores del objeto, y descubrió que estaba hecho de hierro y oro, y de otro tipo de metal que estaba más allá de sus conocimientos.

Abrió el compartimento secreto y observó durante un rato el delgado tejido de fina seda mezclada con otro material negro y más basto que había en su interior. Impulsivamente, abrió su navaja y extrajo una muestra de ambos tejidos, poniéndolos acto seguido bajo el microscopio. Como sospechaba, los dos eran restos de cabello, pero combinados de extraña manera. Descubrió que la muestra que parecía seda amarilla era, efectivamente, pelo humano. Pero los filamentos negros y bastos pertenecían a algún tipo de animal, quizás un perro o un mono.

Entonces, bruscamente, entrecerró los ojos. Una idea demencial había surgido en su cabeza, tan fantástica que no se atrevía a mencionársela a nadie.

Se levantó de la silla, subió las escaleras hasta el piso de arriba y entró en la habitación de la joven, tras saludar distraídamente al guardia del hotel que dormitaba en la puerta. Markham se sentó con cuidado encima de la cama, tomó el pulso a la muchacha y frunció el ceño al contemplar de nuevo los arañazos y moratones que tenía en el cuello y los hombros. Luego, con gran cautela, deslizó el enorme anillo en su dedo y aguardó. Casi al instante, la expresión calmada de la joven desapareció dando paso a una especie de excitación, de éxtasis mezclado con miedo.

Empezó a agitarse y mascullar en sueños, y Markham tuvo que acercarse mucho para conseguir descifrar sus palabras: una extraña combinación entre el inglés y lo que pudo reconocer como sumerio, la antigua lengua de Babilonia.

—¡Ai! ¡Phogor! —gimoteaba la joven—. ¡Ven! E-Im-Khur-sag. ¡Los altos parajes del viento! La escalera ondulante me llevará a ¡Ai! ¡Belpeor!. ¡Tu sierva... espera... tu placer!

Celia emitió un grito de repente y, delante de los ojos atónitos de Markham, comenzó a surgir un enorme moratón rojo sobre la piel del esbelto cuello de la muchacha. Pronto apareció otro sobre uno de sus hombros desnudos, mientras la joven se estremecía y gritaba de nuevo. El doctor se secó la frente, ahora perlada de sudor. Aunque la noche afuera se mantenía clara y en calma, escuchó un sonido susurrante, como si se hubiera levantado un viento muy fuerte. Por debajo y a través del rugido, escuchó una voz profunda y gutural en la que se podían apreciar palabras y frases espantosas que impregnaban el aire de la habitación como una blasfemia.

Markham tragó saliva, se agachó con rapidez y sacó el anillo del dedo de Celia, el anillo que se había contraído, dejando una profunda marca en su carne.

—¡Buen Dios! —el médico pronunció con un estremecimiento—. Jamás habría pensado que tuviera el privilegio de contemplar un caso genuino. ¡Un estigma! ¡Un estigma histérico! Sin duda. Pero ¿cómo se ha producido?

Recorrió con sus dedos los arañazos y moratones que presentaba el cuerpo de Celia, y frunció los labios con una mueca silenciosa de asombro. ¡Algunas heridas estaban sangrando! Y las uñas, que hacía tan sólo un rato arañaban desesperadamente el aire a su alrededor, se encontraban ahora rotas, como si hubieran tropezado con algún objeto sólido. Markham las examinó más de cerca, abrió su navaja y sacó algo de debajo de una de ellas. ¡Un pelo! ¡Un pelo negro y basto, exactamente igual al que había encontrado en el anillo! Pero a lo mejor la propia Celia Hanson había hurgado en aquel compartimento secreto antes de que tuviera lugar el extraño ataque.

El doctor Markham volvió a sus habitaciones y permaneció sentado durante un rato, pasando la mirada por los voluminosos tomos de su librería: obras de referencia que versaban sobre las reliquias antiguas a las que era aficionado. Hacia el amanecer se desperezó con una sensación extraña y alerta. Cuando se hubo despertado del todo sintió que alguien más estaba en la habitación. Desde la mesa, volvió la cabeza en silencio. Una mano tanteaba el cajón que estaba a su lado, revolviendo entre las medicinas. Escogió un frasquito que tenía una calavera dibujada en la etiqueta, advirtiendo que se trataba de un medicamento peligroso.

El doctor se irguió, agarró la mano e hizo que soltara el frasco. Con un movimiento experto hizo que el joven Bob Hanson se sentara en una silla al mismo tiempo que daba un puntapié al frasquito de veneno.

—¿Por qué me ha detenido después de lo que he hecho? —musitó—. ¡He sido yo, nadie más pudo entrar en la habitación! ¿No se da cuenta? ¡Tengo que proteger a Celia! Ella intentaría entenderme, perdonarme. ¿No se da cuenta de que es la única solución?

—Excepto —interrumpió Markham— si miramos los hechos y empleamos el sentido común y algo de imaginación. Tranquilícese, muchacho. No ha sido usted.

—¿Atraparon al hombre que hizo esto?

—No hay ningún hombre. Mi joven amigo, tengo muchas razones para pensar que los arañazos y moratones de su esposa son estigmas. Es decir, que han sido causados por la histeria y la autohipnosis. Se trata de un fenómeno médico muy difícil de observar.

El joven Hanson parpadeó, profundamente asombrado.

—Pero —espetó— ¿no pretenderá decirme que Celia...? ¡Ella no es una mujer histérica! ¿Quiere decir ahora que es ella, y no yo, la que necesita ayuda mental?

—Quizás —dijo con calma— en mi informe médico pondré que su joven esposa temía el matrimonio de manera inconsciente, aunque en la realidad confía y ama a su marido. ¡Psiquiatras! Nosotros, los científicos —sonrió con ironía—, somos muy reacios a aceptar todos estos hechos tan extraños como si fueran una verdad médica. Personalmente creo que, durante el corto espacio de tiempo que dejó a su esposa sola en la habitación y teniendo en cuenta su estado emocional, ella se hizo especialmente hipersensible a... bueno, a lo que la Sociedad Americana de Investigación Médica llama psicometría.

—¿Psico...? —repitió Hanson—. ¡Vaya! ¡Algo he oído acerca de eso! Hace poco se hicieron unas pruebas de percepción extrasensorial en Harvard. Es lo contrario de la clarividencia, ¿no es así? Un medium en psicometría puede tener algún objeto en sus manos y sentir el pasado, o ciertos sucesos que tuvieron lugar en el pasado y que están íntimamente relacionados con ese objeto.

—¡Exactamente! Y yo he observado que a ella le ha ocurrido lo mismo durante su, llamémosle trance, si lo prefiere. Estos actos están impresos en el metal, la madera y la piedra, de la misma manera que la radiactividad permanece impregnada en ciertos lugares. Todo el mundo puede sentirlo a veces, pero algunos son más receptivos que otros. Señor Hanson, creo que su mujer es una de esas personas, y que revive una experiencia que está fuertemente impresa en el antiguo anillo babilónico que le entregó. Usted lo llama anillo de compromiso, y seguramente eso es lo que es, pero de una manera más espantosa.

El doctor tembló visiblemente, luego prosiguió:

—He examinado con suma atención la inscripción cuneiforme. ¡Resulta mucho más siniestra que romántica! Si a ello le añadimos lo que su esposa musitaba en sueños cuando deslicé el aro en su dedo, creo que el objeto es un anillo de compromiso de alguna joven novia de la antigua Babilonia. Una muchacha virgen de la ciudad de Peor, en el Tigris.

»Existía una antigua costumbre religiosa, como seguramente usted sabe, entre los adoradores del dios Baal, que en babilónico es Bel, el señor o poseedor. Se trataba de un rito espantoso. Justo después de la boda se obligaba a la joven novia a que se sentara en el templo y se entregara al primer extraño que arrojara sobre su regazo un puñado de plata. Ella no podía negarse, aunque fuera un ladrón leproso. Después, y sólo después, la novia podía marcharse legalmente con su marido. Era una práctica tan inimaginable que los cananeos llamaban al dios el Señor de la Vergüenza, o Baal-ze-bub, el Señor de las Moscas. El extraño, por supuesto, representaba a Bel. Un monstruo peludo e indecente con cuerpo de bestia y el rostro lujurioso de un viejo. Pero a veces, si la muchacha era muy hermosa e inocente, el propio dios reclamaba sus primeros frutos, que era como se denominaba a aquella práctica.

—¿Y Celia? —se forzó a pronunciar su nombre—. ¿Ella revive...?

—La experiencia de la joven novia de Peor —asintió lúgubremente el médico—. Por medio de la psicometría. ¡Una experiencia verdaderamente espeluznante! ¡No es de extrañar que su cuerpo se vea afectado físicamente, hasta el extremo de mostrar esas terribles heridas! De todas las deidades impías de la antigüedad, Bel, o Baal, fue conocido y despreciado por su obscena brutalidad. La mayoría de los profetas de la cristiandad predicaron en su contra y quemaron sus templos: Daniel, Isaías, Jeremías. No exageraban lo más mínimo cuando proclamaban que los ritos de Bel era una abominación.

El joven Hanson temblaba descontroladamente.

—¡Mi pobre Celia! —gimió—. Tendremos que hospitalizarla. ¡Pero la esperaré! ¡La ayudaré a olvidar esta terrible experiencia aunque me cueste el resto de mi vida!

El doctor Markham sonrió, dando unas palmaditas cariñosas en la espalda de Bob.

—Pero no creo que dure mucho —dijo con alegría—. A no ser que esté muy equivocado —Miró por la ventana y descubrió que el sol comenzaba a brillar, límpido y cálido, sobre las cimas montañosas—. Casi me atrevo a afirmar que su hermosa mujer está a punto de despertarse, hambrienta y preguntándose dónde se ha metido su marido. ¿Quiere que vayamos a verla?

El joven asintió impaciente y al rato ambos se encontraban delante de la cama de Celia. Ella miró a Markham, cubriéndose el desgarrado vestido con las sábanas. Luego, mientras el doctor le tomaba la muñeca con una agradable sonrisa, se relajó un poco y le hizo una mueca a Bob.

—¡Oh! ¿Usted es el médico? ¡Vaya! ¿Me he desmayado la pasada noche o algo así? ¡Pobre Bob! Debió de desesperarse llamando a la... —gimió débilmente, dejándose caer de nuevo en la cama—. ¡Pero me siento espantosamente mal! ¡Y esas terribles pesadillas! ¡Era como una especie de perro! ¡Lo mismo que vi durante la boda! ¡Agh! Se acercaba a mí, y yo estaba aterrorizada, y sin embargo... —movió la cabeza de un lado a otro, como intentando recordar algo que permanecía oculto—. ¡Ay, todo está mezclado!

Bob se acercó rápidamente a la cama y ella estiró ambas manos.

—Oh, querido —se disculpó—. No quiero asustarte. Pero me sentía como drogada. No podía levantarme. ¡Tan sólo soñaba una y otra vez con esa extraña y antigua ciudad! Las calles estaban llenas de una multitud de gente que se agrupaba alrededor de un edificio enorme y muy alto. Algunos hombres con trajes de ceremonia bailaban una especie de danza. Luego —se estremeció— uno de ellos arrancó de los brazos de su madre a un pobre bebé y... ¡y estrelló su cabeza contra una gran piedra de seis lados! ¡Era espantoso! Pero yo no podía despertar. Luego una muchacha joven, con una corona de flores en la cabeza... ¡Se parecía a mí! Había una larga hilera de ondulantes escalones que subían desde el exterior a aquella torre enorme. Subí y subí, mientras el gentío aullaba debajo. Se abrió una puerta. Y una habitación inmensa se iluminó con un extraño resplandor verdoso, ¡una habitación decorada únicamente con unas pinturas espantosas sobre las paredes! ¡Esas pinturas hicieron que me ruborizara! También había un enorme diván y joyas azules y doradas, amontonadas entre los cojines. ¡Y el viento, el viento aullaba sin cesar! Luego yo...

Celia se detuvo, pero al rato continuó, con la respiración sofocada por el horror.

—Miré arriba, y aquella Cosa se acercaba, hablando con una horrible voz gutural. ¡Me deseaba!

Gimió débilmente y escondió la cabeza en la almohada. Bob Hanson miró con desesperación al doctor Markham. Pero el médico negó con la cabeza. Con mucho cuidado, levantó las sábanas y dejó al descubierto el cuello y los hombros desnudos de la muchacha, que antes estaban llenos de moratones y arañazos.

El joven Hanson miró atónito. ¡Las heridas habían desaparecido!

Volvió a mirar al doctor Markham a los ojos, boquiabierto. Pero de nuevo el viejo y sabio médico sacudió la cabeza, y se dirigió inadvertidamente hacia la puerta.

—Todos estamos muy afectados por los nervios y las pesadillas —dijo con suavidad—. Yo no me preocuparía demasiado por todo esto, jovencita. Relájese durante unos días, ¡y disfrute su luna de miel! ¡Se encontrará bien en cuanto tome el desayuno en compañía de su amado! Volveré más tarde. ¡Mucho más tarde!

Cerró la puerta tras de sí, sonriente, y caminó por el pasillo de vuelta a sus quehaceres habituales. El anillo, el maligno anillo de Bel-peor, todavía estaba en su bolsillo, y pensaba enviárselo por correo a Walter Ferris junto con el relato de todo lo que había sucedido, como el joven Hanson le había sugerido. Bob podría decirle a su esposa que lo había perdido. Lo que fuera, con tal de que no volviera a tenerlo cerca y pudiera volver a deslizarlo en su dedo, como muchos siglos antes de Cristo había hecho aquella otra joven novia de Peor.

Markham frunció el ceño. Había muchas otras premisas sobre este caso que aún no comprendía, ¡y muchas más que ni tan siquiera se atrevía a comprender! Aquel cabello negruzco y basto en el compartimento secreto del anillo, por ejemplo, y los restos del mismo que había encontrado en las uñas de Celia. A lo mejor se podría explicar de alguna manera racional; pero lo que no podía explicar era que los filamentos rubios que estaban entremezclados con el cabello oscuro fueran, tras observarlos al microscopio, exactamente idénticos al cabello de Celia, a pesar de que estaban encerrados en el interior de aquel antiguo anillo babilónico desde hacía tres mil años.

* * *

Dejo también la versión en audiolibro para quien quiera disfrutarla.