viernes, 2 de julio de 2021

HENRY KUTTNER: UN MAESTRO OLVIDADO

El siguiente texto es el prólogo al libro "Lo mejor de Henry Kuttner". El autor es Ray Bradbury quien consideré a Kuttner como su maestro y que gracias a él pudo ir entrando en el mundo de las revistas pulp logrando, con el paso del tiempo, convertirse en el reconocido escritor que es hoy en día. Sin embargo, su maestro Henry Kuttner apenas hasta hace poco va teniendo poco a poco una revaloración de su obra, pese a que logró sobresalir, en su tiempo, como un escritor todoterreno. Dejo, pues, el texto para conocer un poco más sobre este escritor visto desde el punto de vista de otro escritor.

HENRY KUTTNER: UN MAESTRO OLVIDADO

Ray Bradbury

Recorred escuelas superiores y universidades, círculos semi-intelectuales más o menos sofisticados, y escuchad los nombres que se mencionan cuando se charla de libros. Con mucha frecuencia oiréis:

Tolkien. Lovecraft. Heinlein. Sturgeon. Wells. Verne. Orwell. Vonnegut. Y, perdonando la expresión, Bradbury.

Pero muy pocas veces Kuttner.

¿Por qué?

¿Por qué Henry Kuttner ha sido tan injustamente olvidado desde que murió en 1958?

¿Era un escritor tan bueno como los demás?

Sí.

¿Escribió tanto como ellos?

Más, en algunos casos.

¿Era un escritor rico, imaginativamente fértil, lleno de ideas?

Lo era.

¿Era tan florido como los otros que he mencionado?

Quizá no lo suficiente.

¿Se jactaba de sus logros?

Rara vez.

¿Se diversificaba demasiado, tal vez, trabajando en muchas subzonas de la ciencia-ficción y la fantasía?

Es muy posible.

En todo caso, este libro satisfará la necesidad de una colección que pueda ser leída dentro yo fuera de las escuelas y contribuirá a que el nombre de Kuttner se mencione más a menudo en los próximos años.

Pero antes que consideremos todas las razones del temporario olvido de Kuttner, debo incurrir en lo personal y demorarme un poco en ese aspecto.

Este prólogo a Henry Kuttner tiene que ser muy personal o no significará nada. No os abrumaré con interminables evaluaciones y abordajes intelectuales de sus cuentos; esa tarea os corresponde a vosotros, mientras recorréis este libro fascinante comprendiendo que habéis dado con la obra de un hombre que contribuyó a moldear la ciencia-ficción y la fantasía en los años más importantes, años que incluyeron la decadencia de Weird Tales , el crecimiento de Astounding Science Fiction , y el asombroso nacimiento de Unknown y The Magazine of Fantasy and Science Fiction . Me refiero al período comprendido entre 1938 y 1950, cuando la mayoría de los escritores realmente importantes del género entraron en escena —muchos de ellos estimulados por John W. Campbell, el editor de Astounding .

Kuttner fue uno de esos escritores.

Si me disculpáis la blasfemia, nunca perdonaré del todo a Dios por llevarse a Kuttner en 1958. Bastó esa muerte para que fuera un mal año para el recuerdo. Y especialmente malo porque el talento de Kuttner era peculiar y especial.

Nos gustaría fingir que las poblaciones de nuestro mundo están llenas de genios sin descubrir. Según mi experiencia, simplemente no es cierto. Los talentos genéticamente intuitivos son raros. La gente creativa es poca e infrecuente.

Casi siempre, cuando muere alguien, el inevitable lugar común es decir que era insustituible. Salvo en un nivel muy personal y afectivo, no es así. Hay ciertos escritores, indistinguibles unos de otros, que podrían ser sustituidos mañana sin alterar en lo más mínimo nuestra cultura universal.

Porque estamos rodeados de océanos de increatividad, y por campos de estiércol improductivo, admiro muchísimo al intuitivo Henry Kuttner. Era de veras especial, peculiar, y a su manera tranquila, maniáticamente creativo.

Me gustaría poder evocar toda clase de anécdotas maravillosas sobre Henry Kuttner. Pero los hechos son diferentes. Era un tímido que observaba y callaba.

Estoy seguro de que casi siempre le resulté ridículo y divertido. Cuando nos conocimos yo tenía diecisiete años, que al menos en mi caso significaba inseguridad, y por lo tanto, correteos, gritos y parloteos para ocultar confusiones y angustias privadas. Kuttner me toleró durante muchos años, hasta que me dio el mejor consejo creativo que recibí jamás.

—Ray —me dijo un día—, ¿me haces un favor?

—¿Cuál? —pregunté.

—Cállate.

—¿Cómo has dicho?

—Siempre estás cotorreando, aferrando a la gente el codo, tirándole de las solapas, gritando tus ideas —repuso Kuttner—. Desperdicias todas tus energías. Con razón nunca terminas tus cuentos. Los transformas en cháchara. Cállate.

Y claro que me callé.

En vez de malgastar mis cuentos oralmente, me puse a escribir uno por semana. Desde entonces nunca comenté mis ideas hasta que hubieron de ser redondeadas y enviadas al Este por correo.

Pero si Bradbury se callaba, mucho más se callaba Kuttner.

Frank Lloyd Wright una vez se pintó a sí mismo como un viejo loco por la arquitectura. Kuttner, entre los veinte y los cuarenta años, era un joven loco por la literatura. La de otros primero, la propia después. Su entusiasmo no era una locura efervescente, a voz en cuello, como la mía. Henry seguía el ritmo de su propio tambor, y marchaba tras su Musa callado y perseverante.

Entretanto, ayudó a seleccionar, escribir y publicar material para su revista Sweetness and Light , en la misma época que yo dirigía y publicaba mi espantosa y mimeografiada Futuria Fantasia , ocasionalmente con artículos de Kuttner y Heinlein.

Entretanto, también me sugirió los nombres de personas que podían influir en mi vida.

—Prueba con Katherine Anne Porter —dijo—, es magnífica. ¿Has leído a Eudora Welty? ¿Por qué no? ¿Has releído a Thorne Smith? Hazlo. ¿Qué tal los cuentos de Faulkner o, éste ni lo has oído nombrar, John Collier?

Me prestó libros de varios autores policiales y me aconsejó, como a Leigh Brackett, a quien estaba ayudando, leer a James Cain, Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Obedecí.

A Brackett y a mí siempre nos pareció que cada vez que levantábamos la vista encontrábamos a Kuttner a media cuadra, entrando o saliendo de las bibliotecas. La última vez que lo vi fue en un autobús que se dirigía a la Universidad de California y a su vasta biblioteca, donde él hurgaba entre los libros con una sonrisa beatífica y serena.

Escribía reservadamente, pero ojalá de vez en cuando hubiera aullado —como he aullado yo— para llamar la atención sobre sí mismo. Ya es hora de que prestemos atención, de que no acerquemos, de que estudiemos las calmas figuras del empapelado y descubramos a Kuttner.

Hojeando las páginas del presente volumen, descubro para mi consternación que no hay cómodas agarraderas por donde asir a Kuttner. Escribió narraciones serias y narraciones ligeras. No fue escritor de ciencia-ficción y fantasía ni humorista, y sin embargo fue todo eso. Si hubiera vivido mucho más tiempo, habría sido un problema para los críticos y bibliotecarios que gustan de etiquetar a los autores con precisión para archivarlos prolijamente en los estantes.

Kuttner también era un problema para sí mismo. Su primer cuento publicado, Las ratas del cementerio, se transformó inmediatamente en un clásico poco después de aparecer en Weird Tales, cuando él era todavía un adolescente. Esta rápida fama por lo que en esencia es una historia tremebunda, aunque a fin de cuentas brillante, hizo que Henry guardara un incómodo silencio en años posteriores cada vez que el cuento era mencionado. Realmente no quería convertirse en un Lovecraft segundón.

Pasó un largo período de pruebas y tentativas. En esa época escribió decenas de cuentos olvidables para varias revistas pulp de ciencia-ficción, hasta que de Thorne Smith, John Collier y Robert E. Howard surgió finalmente el admirable Henry Kuttner.

¿Cuál fue el momento crucial? ¿Cuándo el escritor de revistas pulp se transformó en el escritor de calidad? Supongo que podríamos señalar media docena de cuentos aparecidos en Unknown , la increíble revista de Campbell, pero prefiero seleccionar dos que se publicaron en Astounding y nos dejaron apabullados y boquiabiertos. Me siento personalmente ligado a ellos porque en las semanas en que Kuttner estaba terminando El Twonky y Mimosos se atristaban los borloros, me dio copias de los cuentos para que las llevara a casa, las leyera y estudiara. Entonces supe lo que hoy sabe todo el mundo: estaba leyendo dos cuentos que llegarían a ser muy especiales en su línea.

Sería difícil estimar el impacto que los dos produjeron en otros escritores del género. Pero muy probablemente tanto autores noveles como autores publicados hayan escrito cientos de imitaciones. Me considero uno de ellos. Dudo muchísimo que mi Hora cero , o siquiera La pradera , salieran jamás de mi máquina de escribir si no me hubiese guiado la imaginación de Kuttner.

Por eso causa tanta tristeza evocar la muerte prematura de Kuttner. Tenía algo que nos admira y atrae a todos: amor por las ideas y amor por la literatura. No era uno de esos cínicos que se meten en las revistas o la televisión buscando dinero fácil. Cuando tuvo que escribir por dinero, no lo hizo a gusto. Lo que de veras le gustaba era recorrer bibliotecas, descubrir nuevos escritores, indagar los nuevos enfoques de la actividad humana propuestos por psicólogos o científicos de cualquier especialidad. Estaba empezando a experimentar con cuentos, como algunos de los que hay en este volumen, relacionados con personalidades robot, intelectos automatizados y hombres perdidos entre esas máquinas.

Ojalá hubiera vivido en los años de Kennedy y Johnson y Nixon, los años en que las computadoras entraron realmente en escena, los años increíblemente paradojales en que llegamos a la Luna y apuntamos a las estrellas. Kuttner, que gracias a Dios era apolítico, nos habría dado atisbos de nuestra cultura político-tecnológica, que para la mayoría de nuestros escritores «testimoniales» son imposibles, pues se inclinan hacia la derecha o la izquierda. Kuttner nunca perteneció a nadie. Finalmente, nos perteneció a todos. En un mundo polarizado, necesitamos menos Mailers y muchos más Kuttners.

Esto nos trae de vuelta al problema de por qué el nombre de Kuttner está casi olvidado en nuestro género.

Su carácter de apolítico es sin duda parte de la respuesta. Cuando se menciona a Vonnegut, la polarización es instantánea. Lo mismo ocurre con Orwell. Y con Heinlein y Wells, y aun con Verne, que después de todo inventara al loco Nemo —reflejo invertido del loco Ahab—. Nemo devastaba al mundo dando lecciones de moral a militaristas aún más locos. Al margen de esto, Verne era un fanático propagandista de los buenos sentimientos que decía: tenéis una cabeza, usadla para guiar a vuestro corazón; tenéis un corazón, usadlo para guiar a vuestra cabeza; tenéis manos para cambiar el mundo. Cabeza, corazón, manos… Sumad todo y reconstruid el Edén.

No puedo recordar ninguna idea especialmente virulenta sobre la política o los políticos expresada por Kuttner. Parecía que nunca hubiera atravesado uno de seos períodos acalorados en que todos nos ponemos algo frenéticos con la Tecnología o el Socialismo o la Cientología. Cuando pasa la fiebre y el humo se disipa, nos preguntamos qué ha ocurrido y nos intriga que los amigos no nos dirijan la palabra por un tiempo, hasta que descubren que ya se nos cayó el pelo y dejamos de ser gorilas políticos y volvimos a ser humanos. Si a Kuttner alguna vez le pasó, yo nunca me enteré. Y no se nota en su obra.

De modo que como buena parte de lo que ha escrito no es, según la terminología moderna, Relevante con mayúscula, algunos probablemente le ponen diez peldaños más abajo que Orwell, y veinte más abajo que Vonnegut. Ni hace falta aclarar que es absolutamente vergonzoso. Lo que necesitamos no es más jerga política y tendenciosa, sino más ingenieros de tráfico que no se interesen en ninguna dirección especial salvo la supervivencia y vigilen las carreteras que conducen al futuro acicateándonos con creatividad, pero no necesariamente gritándonos como a niños malcriados.

Kuttner no era, pues, un revolucionario moral ni un reformador político. Era un escritor entretenido. Sus cuentos son pródigo en ideas y actitudes morales, sí. Pero no aturden, gritan, chillan, ni exigen necesariamente un cambio. Somo así, dice Kuttner, ¿qué piensan de nosotros?

Casi todos los escritores de ciencia-ficción son revolucionarios morales que de un modo u otro nos enseñan qué nos conviene más. Cuando Bernard Shaw y Bretrand Russell se aventuraron en el género, se pudo predecir (de hecho yo lo predije con lord Rusell) que resultarían revolucionarios morales dispuestos a dar lecciones y pontificar. A Shaw le fue mejor, desde luego. Russell llegó tarde al cuento, pero era ciencia-ficción, y apestaba a moralidad.

Ése, creo yo, es el punto flaco de Kuttner… si es que eso es un punto flaco, opinión que al menos yo no comparto. No es posible estar constantemente polarizado, no es posible pensar políticamente del mediodía a la noche. Ésa es la actitud del Creyente Sincero, que en última instancia significa el Fanático.

Kuttner no es fanático, ni se entrechoca los talones con joie de vivre . Es hurañamente calmo. Si celebra algo, lo hace con el cerebro.

Y así, cuanto más lo pienso, más creo que Kuttner ha sufrido la gran maldición de nuestra época. La gente ha preguntado con demasiada frecuencia: bien, ¿cómo usamos a Kuttner? ¿De qué nos sirve? ¿Qué clase de herramienta es? ¿Dónde encaja? ¿Cuál es la etiqueta apropiada? ¿Me mirará al gente si me paseo por el campus con Mimosos se atristaban los borloros en vez de Archipiélago Gulag ?

Si eso no lo explica todo, explica al menos una buena parte. En lo que tiende a ser una cultura práctica e higiénica, si no puedes limpiarte las orejas con un autor, tiendes a dejarlo, pues los otros te presionan para que lo hagas.

De modo que si este libro ha caído en vuestras manos y buscáis en Kuttner instrucción religiosa, mejoras seculares o renovación moral, salvo por ciertas excepciones será mejor que que volváis a Siddharta y otras limpiezas de ombligo cultas que los inmaduros del mundo se infligen unos a otros. Kuttner no pateará, morderá ni golpeará, y mucho menos besará, abrazará, acariciará o perfeccionará a nadie. Gracias a Dios. Ya tuve mi buena cuota de perfeccionamiento, así como ya tuve mi buena cuota de copos de algodón en demasiados circos.

Y si me permitís un último comentario, muy breve, muy personal, aquí está:

En 1942 se publicó mi primer cuento de horror en el número de noviembre de Weird Tales . El título es La vela , y las últimas trescientas palabras fueron escritas por Henry Kuttner. Tuve problemas con el cuento, se lo mandé a Hank y él respondió con un final completo. Era bueno. Yo no podía superarlo. Le pedí permiso para usarlo. Hank dijo sí. Ese final, hoy día, es lo único bueno de ese cuento viejo y merecidamente enterrado. Es grato poder decir que una vez Henry Kuttner colaboró conmigo.

Bien, aquí está la selección. Representa apenas una pequeña parte de los cientos de cuentos que Kuttner ha escrito.

Kuttner no tenía familia, pero… Sus hijos viven aquí, en este libro.

Son adorables y especiales y hermosos.

Quiero que los conozcáis.

    RAY BRADBURY.

    Los Angeles, California, 11 de julio de 1974.

Libro donde se tomó este texto