jueves, 26 de noviembre de 2020

LAS RATAS DEL CEMENTERIO


Número de Weird Tales (marzo de 1936) donde se publicó por primera vez este relato.

"Las ratas del cementerio" (The Graveyard Rats) es un relato escrito por Henry Kuttner y publicado en el número de marzo de 1936 de la revista Weird Tales. Cuando Kuttner publicó su cuento había cumplido apenas 21 años. Había entrado en contacto con Lovecraft y estaba siendo aceptado dentro de su círculo de amistades. Ahora bien, ¿en qué es semejante y en qué diferente "Las ratas del cementerio" a otros relatos pertenecientes a los Mitos de Cthulhu y a otros relatos pulp?

Podemos observar que en "Las ratas del cementerio" no aparece ninguna "deidad" lovecraftiana ni hay un investigador que se ha encontrado con extraños secretos que le han de costar la vida o la cordura, ni hay un libro de saberes prohibidos o un objeto de extraño origen. Al contrario, el personaje es un simple sepulturero que vive de la rapiña, su motivación no es el saber sino la codicia y aunque se enfrenta a algo sobrenatural, este elemento aparece tan veladamente que de pronto parece que no se le da importancia y, además, no se identifica con ningún "dios" o primordial.

Conserva de los mitos lovecraftianos la mención a ritos realizados en algún momento de la época colonial, los "extraños cargamentos" provenientes de lugares lejanos y exóticos y las ideas de que las leyendas populares tienen su posible origen en hechos "reales" y de que la realidad cotidiana no es más que una fachada que oculta, semejante a la tierra del cementerio de este relato, misterios que sería mejor no llegar a conocer.

Tzvetan Todorov

Tzvetan Todorov en su "Introducción a la literatura fantástica" cuenta que el relato propiamente fantástico se mueve en el delgado filo que divide al relato maravilloso del relato extraño. En el relato maravilloso de ante mano se sabe que hay elementos sobrenaturales que terminan siendo parte del universo de los personajes. Así, por ejemplo, el vampiro realmente existe y nadie duda de su existencia. En cambio, en el relato extraño los eventos sobrenaturales terminan teniendo una explicación "racional" y están bajo las leyes del mundo de todos los días (este es el caso del weird menace): el vampiro en realidad es un hombre que se hacía pasar por vampiro. En el relato fantástico son la duda y la ambigüedad las que perduran hasta el final de la historia. 

En el caso de "Las ratas del cementerio", todo es, aparentemente normal: un sepulturero, un cementerio y una infestación de ratas. Estas ratas son anormalmente grandes pero, en lo que cabe, es posible. El que el sepulturero se meta a los túneles excavados por las ratas va entrando ya en lo fantástico aunque todavía es "posible". El que Masson se encuentre con un cadáver renegrido es probable (al fin y al cabo está en el subsuelo de un cementerio). Sin embargo, en el momento en que el cadáver se mueve y lo empieza a perseguir caemos de lleno en lo maravilloso pues resulta que las leyendas y habladurías que se mencionaron en los primeros párrafos son realidad: lo sobrenatural existe y es muy real. Ese es el trasfondo de todos los mitos de Cthulhu: los dioses lovecraftianos y demás criaturas aunque lo nieguen los personajes, tienen una existencia real dentro de su universo narrativo. Al contrario de los relatos weird menace en donde todos los hechos, por sorprendentes que sean, tienen una explicación racional y lo sobrenatural no existe.

Henry Kuttner empezó su carrera literaria como escritor de cuentos de terror, pero él, como muchos grupos musicales que no querían ser recordados por su primer gran éxito, no quería convertirse en un "Lovecraft de segunda división". Logró sobresalir como escritor de cuentos de fantasía y ciencia ficción pero seguimos recordándolo actualmente por su magnífico primer cuento. Esperemos, en otros momentos, rescatar más relatos de este escritor. Por ahora, los dejamos con este cuento que es tan popular que hay muchas páginas que lo reproducen y mencionan, y este blog no va a ser la excepción. 

LAS RATAS DEL CEMENTERIO

(The Graveyard Rats)

Henry Kuttner

El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas seguían allí.

Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio. Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas cabía tranquilamente el cuerpo de un hombre. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.

Masson se asombraba a veces de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.

En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes agudos y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Masson no hacía caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.

Los dientes postizos suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno cuando muere. La ropa, naturalmente, es diferente, porque la empresa de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había arreglado para que no haya investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas, aun cuando éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos saqueado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos agujeros lo asombraba. Curiosamente, las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si trabajasen bajo la dirección de algo dotado de inteligencia. Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de tierra húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía semanas no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus cubiles; no se veía ni una. Pero el rostro flaco de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera. Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala. Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían parpadear apenas las luces de Salem a través de la lluvia. Sacó la linterna del bolsillo. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un murmullo inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una ira insensata, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!

En un rapto de cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la linterna y enfocó el interior del ataúd. La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago había sido perforado, y el agujero comunicaba con una galería, aparentemente, pues en aquel momento desaparecía por allí un pie fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado sólo unos instantes. Se agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La linterna cayó dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.

Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. Llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por  aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se enganchó la linterna al cinturón y se introdujo por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo más rápido posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.

El aire se hacía irrespirable por el hedor del cadáver. Masson decidió que, si no lo alcanzaba en un minuto, regresaría. El terror empezaba a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Y prosiguió, cruzando varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le reveló en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta. El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta allí. Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas. De repente, una puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían.

Al enfocar la linterna hacia atrás, lanzó un gemido de horror: una docena de enormes ratas lo observaban atentamente, y sus ojos malignos parpadeaban bajo la luz. Eran deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra. La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente.

Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de carmesí. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse. El estruendo lo dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez. Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron tanto.

Masson aprovechó la tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.

Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. Lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano. Se trataba de una momia negra y arrugada, y vio, preso de un pánico sin límites, que se movía. Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a poca distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre. Cuando aquel horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.

Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus ojos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!

La tierra estaba empapada por la lluvia. Se enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando, frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos. Se acercaban las ratas... Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!

Jadeando de terror, avanzaba mientras la tierra se desprendía. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le descompuso. Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo! Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima? Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia el aire...

Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos oculares. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. De pronto, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.

Dejo esta versión del canal "Apuntes de madrugada". Que lo disfruten.