viernes, 5 de junio de 2020

LA COSA QUE CENABA MUERTE

Número donde apareció por primera vez este relato

El siguiente cuento escrito por John H. Knox apareció por primera vez en la revista Thrilling Mystery en su edición de  abril de 1936. Cliff Slade quiere saber la causa de una extraña serie de mutilaciones que sufren las ovejas en un pueblecillo norteamericano. El pueblo ha empezado a sospechar de él ya que es un médico recién llegado pero tiene que demostrar su inocencia. Además, quiere saber qué ha ocurrido con su interés romántico, Esther Corman, quien ha cambiado mucho su forma de actuar después de ir de forma más o menos constante a las reuniones de un espiritista de enigmático nombre: Merro Daak.


Mucho antes que Scooby Doo, John H. Knox nos presenta una historia donde los hechos sobrenaturales puede que no lo sean tanto (no arruinaremos la sorpresa final) pero la trama tiene tantas vueltas de tuerca que si no tenemos cuidado terminaremos dudando de qué fue lo que pasó y quién es el verdadero culpable. Historia más pulp no podemos pedir: animales desmembrados, ocultistas depravados, damiselas en peligro, entes fantasmagóricos, misterios que resolver, todo reunido en un relato que si fuera una película sería tan mala que terminaría siendo buena. Lean bajo su propio riesgo. Están advertidos.

LA COSA QUE CENABA MUERTE
(The Thing That Dined on Death) 
John H. Knox

Cliff Slade estaba echado boca abajo, con los músculos rígidos, maldiciendo las hojas secas que crujían con cada movimiento de su cuerpo. La respiración le pesaba, se escapaba en espesas y lentas bocanadas de vapor de entre sus labios abiertos; los latidos del corazón eran como un pesado puño golpeándole las costillas. ¡Ahí! ¡Otra vez! El crujir de pies sobre hierba seca, y otro sonido, horrible e indescriptible, el rasgar de un cuchillo horadando duros tejidos de carne.

Más allá de la franja de hierba amarilla, un demonio se dedicaba a su abominable tarea… una oscura carnicería que había transformado las pacíficas colinas y caminos de los alrededores de Midvale en mataderos en los que se hallaban, noche tras, restos de un espanto indecible.

Los codos de Slade, que sujetaban el peso de su cuerpo, comenzaron a temblar. En el aire iluminado por la luna flotaba un olor muy familiar. ¿Qué clase de manos escarbaban de esa forma dentro de los intestinos de una bestia? Slade se estremeció. Había escuchado un solo balido, agudo, casi humano, de agonía.

Le pareció que provenía de un sendero que bordeaba la colina y salió del coche para escalar en su dirección. Ahora yacía a unas pocas yardas de la criatura sin nombre; sin embargo, no se atrevía a acercarse más. No era un cobarde, pero estaba desarmado y sabía que el monstruo, fuera lo que fuese, llevaba un cuchillo para realizar incisiones rápidas, podrían bien haber sido hechas por un cirujano desquiciado. Tembló violentamente al pensar en eso. Él mismo era doctor, el nuevo doctor de un pequeño pueblo de habitantes más bien desconfiados. Había oído que algunos rumores maliciosos lo señalaban a él como el demonio causante de las muertes.

Se levantó lentamente hasta ponerse de rodillas. Con dedos entumecidos arrancó un fragmento de roca. Se incorporó con cuidado, y la lanzó hacia las densas sombras del grupo de cedros. La roca se precipitó a través de ramas astilladas y golpeó el suelo de piedra con un ruido sordo. Sostuvo la respiración y aguzó el oído. No hubo otros ruidos. Tomó otra piedra y se zambulló bajo la luz de la luna. En tres saltos llegó hasta la zona de hierba de la colina. Se agachó pasando por debajo de ramas bajas y densas, luego se paró escudriñando la penumbra.

Rebuscó a oscuras una cerilla, la chasqueó con la uña del pulgar y mantuvo la débil llama protegida entre las palmas ahuecadas. Tuvo la impresión de que una mano invisible le atenazaba órganos vitales, retorciéndole el estómago en un nudo.

Y es que, casi rozándole los pies, yacía una oveja inerte. Le habían seccionado la garganta; tenía la cabeza retorcida y grotescamente ladeada. Le bastó con echar un vistazo a la herida en el abdomen para saber qué había pasado allí. Unas manos monstruosas se habían zambullido en el revoltijo sanguinolento y habían arrancado un órgano sangrante; el único botín, aparentemente: el hígado.

Algo parecido al vértigo intenso le hizo retroceder. Cuando llegó a lo alto de la colina, Slade inspeccionó la hilera de árboles que se cernía sobre él. Más allá del cementerio, se divisaba una guirnalda brillante de luces entre los árboles. Pensó en el propietario, el refinado asiático de enorme estatura, Merro Daak, que le había comprado la vieja casa de piedra a Peter Marsden y la había transformado en lujosa casa de campo. El nombre de Merro Daak, el popular astrólogo de la radio, estaba en boca de todas las mujeres del pueblo. Lo había visto con frecuencia, conduciendo su gran coche acompañado de sus compañeros, en cuyos neuróticos rostros Slade había podido vislumbrar la marca de inclinaciones enfermizas.

Slade regresó sin aliento al coche. Su mente era un torbellino de confusión. Había muchas piezas dispersas en ese rompecabezas. Pero, sobre todo, estaba pendiente la cuestión de Esther Corman.

Algo le encogió el corazón al pensar en Esther, en su cabello oscuro, en sus ojos. Unas semanas antes habían estado a punto de casarse. Luego Esther cambió, comenzó a evitarle, se volvió extraña y reservada. Tres semanas atrás, la mejor amiga de Esther, Mary Wycliffe, había desaparecido; dejó una nota bastante ambigua en la que decía que se iba a la ciudad y no regresaría. Poco después, Esther conoció a Merro Daak y se mostró extrañamente fascinada por él. Fue entonces cuando comenzó a cambiar.

Slade subió al descapotable. Una cosa era segura; esta noche iba a desvelar al menos una parte del misterio. Esa misma tarde Esther le había dicho que estaba saliendo con Len Marsden, el mejor amigo de Slade. Slade no le creyó. Esta noche iba a averiguarlo de los labios del propio Len.

El coche siguió por la sinuosa carretera que bordea Graveyard Hill y comenzó a subir la empinada cuesta hacia los riscos que la coronaban. Allí, en un lúgubre montec, se erguía la decrépita estructura de la casa en la que vivían Len y su padre, el viejo Peter Marsden, un hombre que en tiempos pasados fue rico pero que ahora estaba arruinado en salud, mente y fortuna. Slade condujo hasta la desvencijada entrada. Una tenue luz brillaba a través de las ventanas. Subió los ruinosos escalones de entrada y llamó a la puerta.

―¡Entre! ―ordenó una voz ronca.

Slade entró. Una oleada de aire caliente lo envolvió. La penumbra de la habitación estaba parcialmente disipada por la lumbre de una lámpara de aceite y las brasas rojas de la chimenea. El viejo Peter Marsden estaba sentado en su silla de ruedas cerca del fuego, con las piernas paralíticas cubiertas con una manta. Tenía, como siempre, una Biblia sobre su regazo. Desde el día en que una oscura tragedia nubló su mente y le paralizó los miembros, Marsden se había transformado en un fanático religioso y con frecuencia auguraba el advenimiento del fin del mundo.

―Parece… ―dijo Peter Marsden mientras Slade se acercaba al fuego restregándose las manos heladas― que hubieras visto un fantasma.

Slade intentó reírse.

―No, sólo he pasado para ver a Len.

―No ha vuelto aún ―graznó el viejo con voz lúgubre―. Pero espera un momento, tú no estás temblando sólo por el frío. ¿Qué ha ocurrido?

Slade miró fijamente al viejo Marsden. Bajo un mechón de pelo cano, el arrugado rostro cuadrado y cincelado con pronunciadas arrugas mostraba los estragos de un cerebro hecho añicos. Sin embargo, conservaba su sagacidad. Como un niño, el viejo era capaz de presentir las cosas, y no era fácil engañarle.

―Otra oveja, creo, descuartizada ―le dijo Slade, frunciendo el ceño―. No puedo imaginar qué tipo de endiablado...

―¿No puedes? ―interrumpió el anciano―. Si leyeses las Escrituras podrías. Es la señal de que el fin se acerca. Los esclavos del Anticristo están atareados haciendo su trabajo, sacrificando carne para el Dragón.

―¿El Anticristo?

―¡El falso profeta que en los últimos tiempos seduce al mundo, el profeta diabólico de Babilonia, que atrae a las gentes hacia la idolatría!

―¿Y quién…? ―comenzó a preguntar Slade.

―¿Quién? ¡Claro, quién! ―el viejo Marsden cacareó―. ¿Quién si no ese asiático babilónico, Merro Daak? ¿No se escuchan sus falsas profecías de un océano a otro, sus adivinaciones paganas a través de la radio? Escucha esto. ―pasó su delgado y oscuro dedo por un pasaje en la página abierta, y citó―: y se le otorgó una boca que hablaba de grandes cosas y blasfemias, y se le otorgó el poder de seguir haciéndolo durante cuarenta y dos meses.

Slade se giró rápidamente para mirar el fuego. Era extraño cómo el viejo hombre había expresado sus propias sospechas, aunque de distinta manera.

―¿Piensas que es el culpable de estas carnicerías? ―preguntó.

―Escúchame bien ―dijo Peter Marsden―, no estoy tan loco como la gente cree. ¿Para qué me iba a comprar él esa vieja casa, tan alejada aquí en las colinas? ¿Cómo es que trae hordas de visitantes desde tan lejos, y dejan las luces encendidas toda la noche? Te aseguro que adoran a los dioses de Babilonia en ese lugar, los adoran celebrando extraños y diabólicos ritos.

Slade se aclaró la voz y desvió la mirada. En efecto, se habían extendido muchos rumores sobre celebraciones paganas en ese lugar. Y los hígados... Había una conexión, si al menos pudiera encontrarla.

―Normalmente, Len está en casa a estas horas, ¿no es así?

―Normalmente ―reconoció el viejo.

―Entonces esperaré en su cuarto ―dijo Slade―. Quería pedirle prestado un libro; lo buscaré yo mismo.

Salió al oscuro vestíbulo y cerró la puerta tras de sí. Se dirigió al cuarto de Len, encendió la lámpara y la estufa de aceite que había junto al escritorio atestado de libros en el que estudiaba su amigo. Len, que trabajaba de día en un taller de maquinaria, estudiaba Ingeniería Civil por las noches. ¡Pobre Len! Un hombre joven con una mente tan brillante, luchando por salir de la pobreza.

Slade comenzó a pasear por el cuarto. Len Marsden era el único amigo íntimo que había encontrado en el pueblo. Es cierto que siempre sospechó que Len estaba enamorado de Esther. Pero eso no probaba nada.

Un desagradable pensamiento cruzó por su mente. ¡Existía un gen de locura en la familia de Len! ¿Qué pensar de esa tragedia que flotaba constantemente en el ambiente? Algo acerca de un hermano mayor que había maltratado a una chica del pueblo y había sido linchado por ello. La conmoción hizo que la mente del viejo Marsden se desmoronase, provocándole una súbita parálisis. Eso ocurrió hace cinco años. Sin embargo, si la locura corría por sus venas...

De repente se dio cuenta de que se había detenido frente a la librería. Había estado paseando la mirada sobre los títulos sin verlos realmente. Ahora un tomo doble con letras medio borradas le golpeó el cerebro como un mazazo: La magia de la antigua Babilonia.

El corazón le dio un vuelco. Con manos temblorosas tomó el libro de la estantería y lo llevó a la mesa. Al apoyarlo, se abrió por una pagina. Conteniendo la respiración, Slade se inclinó hacia delante y miró el título en la parte superior de la página. Hepatoscopia. En los márgenes del texto vio anotaciones con la letra de Len Marsden. Con ojos ansiosos comenzó a leer: el método favorito de adivinación entre los babilonios era el examen del hígado. Los pueblos primitivos consideraban que el alma residía ahí.

El cerebro le daba vueltas intentando digerir el espantoso significado de este hallazgo. Sin duda, Len Marsden había estado estudiando esta terrible y olvidada ciencia. ¿Por qué? Apretó los puños y cerró los ojos en un intento de hacer desaparecer las negras visiones que giraban alrededor del humo de la lámpara. Era absurdo sospechar de Len.

De repente se tensó, cerró el libro y dio media vuelta. Un sonido procedente del vestíbulo llegó a sus oídos: una puerta abriéndose suavemente. Apagó la luz, se acercó sigilosamente a la puerta, la abrió lentamente y miró al otro lado del vestíbulo en dirección a la cocina. Sintió náuseas y se le heló la respiración en los pulmones. Bajo la agitada luz de una vela vio el demacrado rostro de Len Marsden, que acababa de entrar por la puerta trasera. Este se dirigió al fregadero de la cocina. Entonces Slade vio algo en lo que no había reparado antes. Las manos de Len estaban manchadas de sangre.

La consternación y la incredulidad mantuvieron a Slade clavado al suelo. Incluso ahora, con la prueba de la culpabilidad delante de los ojos, resultaba una atrocidad demasiado terrible para ser cierta. Pero no sólo era la sangre, era la apariencia general de Len, el rostro blanquecino, atormentado, el aire de sigilo furtivo. Una ira irracional se encendió entonces en su interior. Abrió la puerta de par en par y salió a la luz. Len Marsden giró.

―¡Cliff Slade!

―Sí ―dijo Slade, con voz severa y lúgubre―. ¿Dónde está Esther?

―¿Esther? ―un gesto de aturdimiento cruzó el rostro de Len.

Slade avanzó unos pasos, con los nudillos cerrados en sólidos puños.

―Sí, Esther ―gruñó―. ¿Y qué es esa sangre?

Len dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo.

―No creerás… ¡No lo entiendes! No podía permitir que mi padre viera esas manchas. Su pobre mente ya está lo suficientemente atormentada. Estaba saliendo del pueblo, atajando por Graveyard Hill, cuando me topé de lleno con una de esas carnicerías en un bosque de cedros. Me manché... Pero ¿por qué me preguntas por Esther, Cliff?

―Porque ―dijo Slade― algo le ha pasado a Esther. Sale de noche y nadie sabe adónde. ¡Esta tarde me dijo que había estado saliendo contigo!

―¿Conmigo? ―Len tragó saliva―. Pero eso no es cierto. Esther me parece una mujer maravillosa, ya lo sabes. Pero nunca me interpondría entre vosotros dos. Yo también he notado que le pasa algo extraño desde que Mary Wycliffe desapareció. Pero no he salido con ella, Cliff, ni una sola vez, ¡te lo juro!

―De acuerdo ―dijo―, pero me gustaría saber por qué has estado estudiando sobre Babilonia.

―¿Viste el libro? ―preguntó―. Debería habértelo contado antes, supongo. Pero temía que pensases que eran sólo ideas dementes como las de mi padre; temía que pudieras pensar que yo también estaba chiflado. Pero el hecho, Cliff, es que creo tener una pista que nos lleva hasta el monstruo que se esconde detrás de estas atrocidades. Y podría ser también el causante de los problemas de Esther.

―Supongo que te refieres a Merro Daak.

―No te rías, Cliff. Ya sé lo que piensas de las ideas dementes de mi padre. Pero el viejo tampoco anda demasiado equivocado. Merro Daak es el autor de estas atrocidades. Quizás no sepas que el dios principal de los babilonios era Merodach, el equivalente fonético de Merro Daak. ¿Entiendes? El astrólogo es el líder de una secta que revive las antiguas prácticas de Babilonia, y...

―¿Qué ocurre? ―preguntó Slade.

A continuación aguzó el oído. En la parte delantera de la casa se había parado un coche con un chirrido de frenos. Las voces roncas de un grupo de hombres llegaban en ásperos murmullos. Estaban saliendo del auto y acercándose a la casa. Len Marsden tomó una toalla y empezó a secarse las manos. Luego apagó la vela rápidamente.

―¡Shhhh! ―Len siseó en la oscuridad―. He oído que mencionaban tu nombre. Ya sabes que ha habido rumores...

Slade se había acercado de puntillas a la puerta que llevaba al vestíbulo. Ahora sonaban pesados puños golpeando la puerta principal de la casa. La voz ronca del viejo Marsden graznó.

―Entren.

A continuación se produjo una explosión de ruidos, el arrastre de botas por el suelo y un parloteo confuso sobre el cual destacaba el tono profundo del Sheriff Corman, el padre de Esther.

―Ese joven doctor Slade ―le oyó decir Cliff―, estamos buscándole. Su coche está aparcado aquí delante.

―No está aquí. ¿Qué es lo que queréis de él? ¿Qué ha hecho?

―¡De todo! ―la tosca voz de Corman retumbó―. Se ha escapado con mi hija. Hay otro animal descuartizado, también, y Lafe Braze le vio abandonar el lugar en su coche.

―¿Estáis culpando de eso a Cliff? ―preguntó el viejo Marsden―. ¡Qué pandilla de ciegos estúpidos! ¡Yo sé quién mata a esas criaturas en la oscuridad de la noche!

―Es ese joven doctor ―gritó alguien de entre el grupo―. Supongo que debe de estar tramando algún tipo de experimento demencial.

―¡Experimento! ―chilló Peter Marsden―. ¡Es un experimento del infierno, y Merro Daak es el demonio!

―Le hemos interrogado ―dijo Corman―. Hay un grupo de amigos con él, y todos estaban acompañados cuando ocurrieron los hechos. Bueno, si Slade no está aquí, ¿qué hace su coche ahí delante?

Slade contuvo la respiración y comenzó a avanzar. Pero la mano tensa de Len Marsden lo retuvo sujetándole el brazo.

―¡Te lincharán! ―susurró Len―. No puedes meterte ahí en medio. Escápate por el camino de atrás. Les diré que fui yo quien trajo tu coche aquí. Tan pronto como pueda librarme de ellos me reuniré contigo en el huerto junto a la casa de Merro Daak, y averiguaremos qué está pasando aquí.

En el salón, un griterío confuso de gruñidos furiosos había terminado por ahogar las estridentes protestas del viejo Marsden.

―¡Registren el lugar! ¡Encontraremos al carnicero!

Pesadas botas retumbaron sobre la ruidosa tarima en dirección al pasillo. Con el corazón martilleando a ritmo entrecortado al compás del frenético torbellino de sus pensamientos, Slade sintió que le empujaban hacia la puerta trasera. Una ráfaga de aire frío le serenó un poco. Len tenía razón; no se podía razonar con hombres cuyas mentes estaban totalmente enajenadas por la tensión.

―¡Deprisa! ―murmuró Len.

Su mano apretaba la de Slade, que le devolvió la presión brevemente, y luego se giró y echó a correr a través de ráfagas blancas de luz de luna como un nadador frenético. Pasó junto al oscuro granero y otros edificios anejos, impulsado por el pánico. Una explosión de voces sonó detrás de él; una de ellas se elevó por encima del griterío.

―Soltad a los perros.

El cuerpo de Slade se sacudió recobrando el movimiento de nuevo; el terror del fugitivo a ser cazado le hizo zambullirse en la densa penumbra de los árboles. Las sombras parecían gotear desde el denso follaje, como si quisieran retenerlo con sus tentáculos y retrasar su huida. ¡Esther había desaparecido! Y ellos pensaban que él la había raptado, creían que él era el loco carnicero que arrancaba vísceras de animales en plena noche. Se imaginó a sí mismo en manos de aquellos lugareños enloquecidos y se estremeció.

Paró de golpe y se inclinó jadeante apoyándose sobre una pierna. Contempló la pendiente que bajaba a sus pies. Había llegado a un lugar situado directamente encima del cementerio. Abajo las blancas lápidas brillaban como los dientes diseminados de un gigante. A la derecha, como a medio kilómetro por la pendiente, brillaban las luces de la casa de piedra de Merro Daak. Echó a correr en esa dirección, luego se detuvo. ¡Los perros! Si encontraban su rastro en casa de los Marsden le seguirían directamente a su destino.

Un débil gorgoteo de agua se deslizó hasta sus oídos. Se acercó y llegó al borde del estrecho barranco por el que bajaba un riachuelo poco profundo desde los oscuros riscos de la cima. El riachuelo lo salvaría. Agarrándose a unos enebros escuálidos bajó escalando hasta el arroyo y se hundió dentro atravesando la helada superficie plateada. Agujas de frío le atravesaron las pantorrillas y le transmitieron frías corrientes a través de las venas. Pensó en bajar por el riachuelo, esconderse en el cementerio y ver qué dirección tomaban sus perseguidores. Esperaba que siguieran río arriba hacia las colinas, después de que los perros perdieran el rastro. Así tendría tiempo para llegar a su cita con Len.

Avanzó con dificultad por la helada corriente, resbalando sobre piedras musgosas, recobrando el equilibrio y dejándose arrastrar por la corriente. De repente se detuvo, temblando con un escalofrío que en este caso no había sido producido por el agua. Desde las oscuras laderas, a sus espaldas y a su izquierda, le llegó a los oídos un débil y horripilante aullido que lo atravesó como una daga de terror. Era el espeluznante ladrido de los perros rastreadores. Slade se lanzó por el empinado terraplén que había a su derecha, se movió con dificultad, y se aferró a un saliente de las rocas cortantes. Los pies se le habían transformado en molestos pesos congelados; los dedos estaban entumecidos por el frío. Se impulsó dolorosamente hacia arriba y se arrastró por la hierba seca jadeando. Ante él se extendía el cementerio, con su bosque sepulcral de mármol blanco. Echó una mirada hacia atrás.

En la ladera que se erguía sobre la casa de los Marsden, que ahora estaba con las luces apagadas, débiles puntos de linternas se balanceaban grotescamente entre los árboles. De nuevo el aullido lúgubre de los perros vibró en sus oídos. Subía con dificultad, arrastrando pies de plomo, clavándolos en las matas de hierba muerta mientras avanzaba entre las jorobadas sombras de las tumbas. En la cima de Graveyard Hill llegó al pequeño emparrado que se utilizaba en verano como capilla. Parras secas cubrían las celosías laterales y el techo estaba cubierto de paja. Slade lo escaló, se tumbó sobre el techo y comenzó a esconderse hundiéndose entre la paja. Totalmente cubierto excepto la cabeza, permaneció tumbado, temblando y observando las laderas de más allá del barranco.

Las linternas se agitaban de un lado a otro en la franja de árboles, acercándose poco a poco al riachuelo, mientras los sabuesos aulladores perdían el rastro, corrían en círculos y lo volvían a recuperar. Una impaciencia enfebrecida le ardía por las venas. Miró la esfera iluminada de su reloj. Había estado aquí durante veinte minutos malgastados. Pero ahora habían llegado al barranco y los perros redoblaron sus ladridos. Se movían de un lado a otro, arrastrando figuras en sombra tras las tensas correas, mientras intentaban recuperar de nuevo el rastro perdido. Los puntos de luz convergieron en un grupo. Ahora se alejaban, dirigiéndose hacia las colinas.

Ya estaba libre, al menos por algunas horas, libre para encontrar a Esther y sacarla de cualquiera que fuera el oscuro peligro que la amenazaba. Se enderezó y comenzó a apartar la paja con los pies.

―No se atreverán a hacerle daño ―murmuró desesperadamente―, no se atreverán.

Cerró la boca con un chasquido y los dientes le castañetearon cortando la última sílaba. Se inclinó hacia delante, con los músculos en tensión y escalofríos hormigueándole bajo la piel entre los omoplatos, y fijó la mirada en la blanca mancha cuadrada de un panteón que se erguía entre dos cipreses a una docena de metros de donde estaba. ¿Se había movido algo allí o habían sido imaginaciones? La luz de la luna, que se filtraba a través de los árboles, se reflejaba en franjas blanquecinas por toda la superficie de la fachada de piedra del panteón. Nada se movía ahora.

En todo caso, ¿de quién era el panteón? Había estado en el cementerio en pocas ocasiones, pero le pareció recordarlo. ¿No era ese…? ¡Dios Santo, sí que era! El panteón de Banker Trainor, que ese mismo día había abierto sus fauces una vez más para alojar a un nuevo ocupante, la hija del banquero, una frágil y esbelta joven de veinte años. Entonces se dio cuenta de que estaba temblando. Un sudor frío se concentraba sobre el ceño mientras se estremecía atenazado por espantosos presentimientos. Se preparó para bajar al suelo, pero en ese momento vio algo que le obligó a tumbarse de nuevo, sintiendo que unos dedos invisibles de horror se aferraban a su garganta. No habían sido imaginaciones suyas, una delgada línea de color negro se había convertido en una franja que cruzaba la blanca fachada de la tumba, una franja negra que se hacía cada vez más ancha. Lentamente, en silencio, como propulsada por las manos invisibles de un fantasma incorpóreo, la puerta del panteón se abrió de par en par.

Ahora se había transformado en un rectángulo grande y vacío de color negro, una boca negra que había engullido cuerpos y que ahora se estaba preparando para regurgitar.

Ocurrió tan repentinamente que Slade no pudo saber si se había desplazado hacia el oscuro vano o si se había materializado de forma instantánea ante sus ojos. Pero ahí estaba, una figura de terror abismal, blanca, alta, vestida con algo que colgaba a su alrededor en amplios pliegues, como una mortaja putrefacta, y que parecía tener cubierta la cabeza con una holgada capucha. Slade lo observó, forzando la vista para distinguir los rasgos del rostro bajo la capucha. Pero debajo tan sólo había una mancha oscura, un círculo de negrura vacía que coincidía exactamente con el tono de la penumbra circundante.

Bajo la capucha no había rostro alguno, tan sólo un vacío total, como un oscuro bostezo.

Se echó hacia atrás y deslizó el cuerpo con los pies por delante sobre el tejado hasta caer. El manto de hierba seca le golpeó al aterrizar en un montículo, pero se incorporó inmediatamente. La hierba había amortiguado el sonido de su caída. A continuación se irguió ligeramente, gateó hasta el borde del emparrado y echó un vistazo alrededor. La cosa había desaparecido. Salió a la luz de la luna, explorando la oscuridad. Y entonces lo vio. Ya se había alejado unos cuantos metros, y se movía como ningún ser viviente jamás se haya movido. Una mancha sin forma, blanca y parpadeante contra el fondo oscuro de los árboles, avanzaba a rápidos saltos como una cometa a merced de ráfagas descontroladas de aire. Se desplazaba a dos pies del suelo, que parecía no tocar en ningún momento.

Con un chillido desgarrador escapándose por entre sus dientes, Slade dio un respingo liberándose así de la estupefacción que lo atenazaba y se lanzó a correr tras el fantasma en fuga. Pero tan sólo pudo dar una docena de pasos porque, súbitamente, la pálida aparición parpadeó apagándose tras un destello informe de color blanco, se arremolinó como una bocanada de humo, y luego pareció replegarse sobre sí misma y disolverse en las negras sombras. Slade se paró bruscamente, colocando una mano por encima de sus sorprendidos ojos. ¿Qué era esa cosa? ¿Qué hacía en el sepulcro de un alguien recientemente enterrado? ¿Había liberado el astrólogo mediante magia a los seres incorpóreos de tiempos remotos para que vagasen de nuevo por la tierra?

Se dio la vuelta y examinó la puerta abierta del panteón. Un terror sobrehumano lo embargó en ese momento. Tuvo que reunir todo su valor, pero finalmente se decidió a entrar en el panteón, avanzando obstinadamente hacia el siniestro portal. Entró directamente en la cripta y rasgó contra la puerta la cerilla que ya sostenía en la mano, haciendo que chisporrotease en una llama amarilla. Entonces se detuvo, pero sólo por unos instantes. La cerilla se le cayó de los dedos. Se giró frenéticamente y salió disparado de nuevo a la luz de la luna. Y corrió sin parar, saltando por encima de tumbas, esquivando lápidas, evitando detenerse para que su mente asimilara la terrible imagen que acababa de registrar: el ataúd extraído de su nicho, la tapa forzada y abierta, la horrorosa visión en el interior.

Los pies de Slade se movían ahora a la velocidad del viento, impulsados por el ardiente torbellino de su cerebro que gritaba una y otra vez el nombre de Esther. Si existían cosas tan inconcebiblemente espantosas que ni siquiera los muertos eran inmunes a sus ataques, ¿qué serían capaces de hacerle al desvalido cuerpo de una mujer viva? ¿Y qué podrían estar haciéndole en ese momento a Esther Corman?

Slade se detuvo al borde del claro en el que estaba la vieja casa de piedra rodeada de jardines y un huerto. Había estado corriendo como corre un hombre en una pesadilla, totalmente inconsciente de lo que le rodea. Intentó calmarse. Necesitaba mantener la cabeza fría para vencer al demonio que se atrincheraba en aquella vieja mansión. Se arrastró hacia el huerto moviéndose furtivamente de un árbol a otro como una sombra. Las luces del piso de arriba estaban apagadas. Unas pocas ventanas del piso de abajo brillaban débilmente. Había invitados esta noche aquí, neuróticos adinerados, buscadores de emociones. Imaginó sus rostros flácidos y se estremeció.

¿Debería entrar, o sería mejor esperar a que se le uniese Len Marsden? Len conocía el terreno, la disposición de la casa. Había sido su hogar en otro tiempo, antes de que la ruina de Peter Marsden le forzase a vendérselo al astrólogo. ¿Por qué había elegido Merro Daak este lugar en concreto? Esta pregunta parecía atormentar al viejo Peter Marsden también.

Se detuvo, atisbando una enorme estructura gris en forma de cuña que se erigía entre los arbustos. Era el antiguo mausoleo de la familia Marsden, construido cuando la gente aún enterraba a sus muertos en sus propias tierras. Dos ideas iluminaron su mente simultáneamente. Esta vieja propiedad estaba cerca de un cementerio, y también cobijaba en su interior un panteón. Escalando por detrás del panteón, Slade se agazapó entre las sombras, observando las sombrías paredes de la casa. El ruido de unos pasos furtivos entre los tallos de hierba seca llegaron a sus oídos; una figura oscura se movía entre las sombras más allá de la cripta.

―¡Len!

―¿Cliff? ―dijo Len Marsden respirando aliviado―. Me llevó un rato librarme de ellos. Supieron que había mentido cuando les dije que no habías estado allí. Al viejo le dio un ataque y tuve que acostarlo, pero me obligaron a ir con ellos. Me escapé tan pronto como pude. ¿Qué es lo que te ha retrasado?

Slade se lo contó. Len silbó en voz baja.

―¡Dios santo! ―dijo―, entonces es incluso peor de lo que pensaba. ¿Estás convencido ahora?

―Estoy convencido ―dijo Slade gravemente―. ¿Cómo podemos entrar en la casa?

―Están reunidos en el sótano ―le explicó Len―. Parece que están celebrando algún tipo de ceremonia. Vayamos a investigar.

Se escabulleron sigilosos como sombras entre los matorrales del jardín, luego gatearon sobre sus manos y rodillas hasta la entrada negra y cuadrada que daba acceso a los cimientos de la casa. Un rumor de murmullos les llegó a los oídos mientras se acercaban, un zumbido susurrante, como el que produciría una colmena de abejas furiosas. Una ventana pequeña, con bisagras, estaba abierta tan sólo unos pocos centímetros. Echados en el suelo, Len y Slade se acercaron reptando. Una bocanada de aire caliente salió de la abertura y el zumbido de voces acabó tomándose en un cántico bajo y sombrío que salía de gargantas invisibles, extrañas palabras procedentes de los oscuros misterios del pasado:


¡Siete son ellos, siete son ellos! Deleitándose en Hades, ¡siete son ellos! Desconocen la compasión y la pena, los Malignos de la Tierrra.


Slade sentía cómo temblaba su cuerpo.

―¿Qué es esto? ―susurró al oído de Len.

Len tragó saliva; su respiración se hizo entrecortada mientras respondía.

―Están preparándose para algo terrible ―susurró―. Ése es el canto de los Siete Demonios de Babilonia, una especie de vampiro que robó las ofrendas de los altares de los dioses.

―¡Hagamos algo! ―dijo Slade entre dientes―. Si Esther está ahí dentro... ¿Cómo podemos entrar, Len?

Pero Len ya estaba alejándose a gatas. Slade lo siguió. Bordeando los cimientos, llegaron hasta la parte trasera de la casa y se detuvieron junto a otra ventana estrecha.

―Ésta ―susurró Len― da al cuarto trastero, o así era antes; conecta con el sótano principal. Entra tú. Yo escalaré hasta la ventana de la segunda planta y bajaré desde allí. Así nos aseguraremos de que al menos uno de nosotros consiga entrar ―apretó con fuerza la mano de Slade durante unos momentos―. ¡Buena suerte, amigo!

A continuación se levantó y se marchó. Slade zarandeó la ventana, localizó las bisagras y empujó suavemente. Se abrió con un débil chasquido. El interior estaba completamente a oscuras; el murmullo del canto aún era audible, pero algo amortiguado. La puerta que llevaba hasta el sótano principal debía de estar cerrada. Encendió una cerilla. La estrecha habitación de paredes de cemento estaba vacía excepto por unas pilas de muebles viejos y cajas apoyadas contra las paredes. Apagó la cerilla y se lanzó a través de la ventana con los pies por delante. Contuvo la respiración y permaneció inmóvil en la densa oscuridad.

Un arma. Necesitaba algún tipo de arma. Tan sólo llevaba consigo una navaja grande en el bolsillo. La sacó, la desplegó y se acuclilló en el suelo. El extraño rumor del canto aún resonaba en sus oídos. Agarró el pomo de la puerta, lo giró lentamente, empujó suavemente y miró a través de una rendija. Una ola de aire caliente le golpeó en la cara: el vapor de humos aromáticos. El estribillo del cántico penetró en sus oídos como una ola rugiente de demencia. En ese momento, los cantos cesaron. En el centro del pozo de penumbra que se abría frente a él, una esfera de luz verdosa brillaba en la oscuridad. Alumbraba como un planeta monstruoso en los confines del espacio, y comenzó a lanzar débiles rayos esmeralda sobre la misteriosa habitación y sobre los ocupantes congregados. Entonces una voz, la de Merro Daakse, se alzó, pronunciando cuidadosamente las palabras.

―Esta noche celebramos los misterios de Ishtar, diosa del Amor y la Fertilidad. Como Ishtar, Astaroth, Astarté, Afrodita, ella ha recogido la cosecha de los corazones de los hombres desde los comienzos de los tiempos.

La bruma de luz verde se hizo más brillante; la macabra escena apareció ante los ojos de Slade como si estuviera viendo a través de aguas turbias: la estancia de techo bajo, adornada con telas oscuras, las extrañas figuras de los adoradores arrodillados en un semicírculo frente al altar, y detrás de él la tarima elevada, con doseles de terciopelo. La voz parecía provenir de detrás de las cortinas.

―En los jardines colgantes de Babilonia cantaron las alabanzas de Ishtar, y en las grutas secretas de Nínive sus sacerdotes blandieron los cuchillos brillantes, las hojas brillantes y ávidas de sangre.

Tras estas palabras, pronunciadas lentamente y con maligno deleite, hubo una explosión de murmullos de éxtasis pagano entre las filas de los hombres reclinados. Slade observó con repulsión las figuras borrosas con sus extraños atuendos: capirotes cónicos cubrían sus cabezas, y sus cuerpos medio desnudos, cubiertos tan sólo con una falda, relucían con lentejuelas metálicas y brillantes. Si no hubiera sido por sus rostros, perfectamente podrían haber sido sacados de los templos colgantes del antiguo Nippur. Pero aquellos rostros desencajados con una pasión perversa y ahora descubiertos sin pudor alguno, brillaban bajo la luz verdosa con reflejos diabólicos. La mayoría eran rostros viejos; ricos hastiados, y rostros jóvenes también, con bocas soeces, flácidas y repugnantes.

―Ante vuestros ojos se representará el descenso de Ishtar al Hades, exactamente igual que fue representado por los iniciados de la Antigüedad. Veremos a la diosa descender a Aralu, la Tierra del No-retorno. En cada una de las Siete Puertas se la despojará de algunas de sus joyas y ropajes, desvalida ante los Dioses de la Oscuridad. Se postrará ante ellos mientras se ofrece un sacrificio para Allatu.

Cuando terminó de hablar, comenzó a escucharse un sonido amortiguado de trompetas desde algún lugar oculto, a la vez que se abrían las cortinas de la tarima. Un escalofrío pareció embargar a los devotos, que estiraban ahora sus blasfemos cuellos. Entonces apareció un doble trono en la tarima y todos expulsaron de sus pulmones grotescos jadeos. En uno de los asientos se hallaba Merro Daak, vestido como un rey babilónico, y en el otro apareció una mujer cubierta por amplios velos ondulados de distintos colores. Unas sandalias doradas calzaban sus diminutos pies, y una corona de oro adornaba su cabeza. El cabello suelto caía en ondas de ébano por encima de los hombros.

En ese momento se levantó y comenzó a descender los escalones de la tarima con elegantes y medidos pasos. Un rayo del globo verde iluminó repentinamente su rostro y Slade, de pie y totalmente rígido detrás de la puerta, sintió cómo se le agarrotaban los músculos, mientras garras de terror se clavaban en su carne. La mujer de los velos, que se paseaba ahora con porte seguro ante los ávidos ojos de la horda depravada, era Esther Corman.

¿Esther? ¿Ella, una sacerdotisa entregada a aquel ignominioso culto pagano? Fue necesario reunir todo su valor para controlarse. Sabía que debía esperar y no delatarse demasiado pronto. Esther bajó de la tarima y se dirigió hacia un extremo del semicírculo de adoradores reclinados. En ese momento, algunas figuras oscuras de las filas de acólitos se levantaron; siete en total, vestidas con túnicas vaporosas negras. Permanecieron erguidas, como centinelas de las puertas del infierno. Esther había paseado la mirada por la estancia y se dirigía ahora hacia el primero de los oscuros senescales. Se paró frente a él, y la figura ataviada de negro dio unos pasos hacia delante, alargó el brazo y le arrebató la corona de la cabeza.

―Entra ―ordenó―. ¡Es el mandato de Allatu!

Las trompetas ocultas sonaron dos veces. Las figuras reclinadas se doblaron aún más con los brazos extendidos sobre el suelo, y Esther se movió hasta la siguiente figura con túnica y repitió el ritual: la oscura figura le arrebató de sus hombros el velo carmesí; las trompetas resonaron, y Esther se movió al siguiente. Lágrimas calientes de vergüenza y rabia aguijonearon los ojos de Slade mientras observaba cómo se desarrollaba el funesto rito. A medida que cada nuevo velo era despojado, la furia de los repulsivos acólitos aumentaba. Se encorvaban y se erguían, lanzaban las manos al aire, ponían sus avariciosos ojos brillantes en blanco y comenzaban a murmurar y cacarear rezos blasfemos a Ishtar y los dioses-demonios de Babilonia.

En ese momento Esther llegó al último guardián del portal y Slade, sufriendo violentos temblores y empapado en sudor, vio cómo el último velo fue corrido. Se oyeron aullidos entre la turba. Después la vio dirigirse como un objeto animado de mármol hacia el altar cubierto de tela blanca y se inclinó dócilmente ante él. Entonces algo se movió entre las sombras a la izquierda del estrado. Dos sujetos cubiertos con taparrabos escarlata salieron a la luz. Sobre sus grandes hombros llevaban un catafalco en el que yacía un cuerpo. Se detuvieron junto al altar, bajaron su carga, la posaron sobre la tela blanca como un ofrecimiento y se retiraron alas sombras de nuevo.

―¡La ofrenda para Allatu! ―aullaron una docena de voces histéricas―. ¡La ofrenda para Allatu! ¡Permitamos que reciba el ofrecimiento!

Slade estaba paralizado en un torbellino de horror, mirando a la joven desvalida cuyo cuerpo brillaba como jade pulido bajo la misteriosa luz. Entonces la reconoció. ¡Era Mary Wycliffe, la chica que había desaparecido del pueblo hacía tres semanas!

Merro Daak, con una sonrisa afectada dibujada en su delgado y cruel rostro, estaba bajando del estrado. La luz verde se hacía cada vez más débil. ¿Era ésta la señal que daría paso a la ceremonia final, a ritos demasiado vergonzosos incluso bajo esta luz tenebrosa? De repente, las figuras reclinadas se levantaron, retorciéndose con convulsiones violentas. A continuación la luz se apagó y Slade, abriendo la puerta de par en par, saltó a la estancia. Se pasó el cuchillo a la mano izquierda y lo mantuvo apoyado contra su pierna. No lo usaría a menos que no quedara más remedio. Luego se lanzó contra la turba apretujada aporreando a uno y otro lado con el puño derecho. Sintió entonces el tacto de aquella carne gélida y sucia, de dedos lascivos, y no pudo evitar una náusea.

El murmullo inicial dio paso a chillidos estridentes y casi animales de alarma cuando Slade se abrió paso hacia el altar donde había visto por última vez a Esther inclinada en espantosa adoración. Casi había logrado pasar por entre la masa de dementes cuando percibió la presencia de un extraño. Roncos aullidos de ira hirvieron en sus gargantas y se arrojaron sobre él como perros. Luchó. Aullidos de dolor brotaban entre el jaleo a medida que sus puños se estrellaban contra escuálidas costillas, estómagos hundidos y enjutas mandíbulas. Pero aun así seguían acosándole; se agarraban a él como harpías enloquecidas, arañándole, escupiendo y siseando.

No había usado el cuchillo todavía, pero en este instante una oleada de sinrazón inundó su mente y, maldiciendo amargamente, arrastró con dificultad el puño izquierdo que sujetaba el mango del cuchillo asesino. Y entonces ocurrió: un grito desgarrador brotó de la densa penumbra como el ulular de una sirena, un solo alarido que atravesó los oídos con su mensaje aterrador. Era el grito de una mujer, un grito no sólo de dolor, sino también de agonía inexorable.

Como fantasmas marchitos, las invisibles manos que lo arañaban se apartaron del cuerpo de Slade, y en el aire, súbitamente congelado en un terrible silencio, se oyó el repicar de una risa macabra, y a continuación el golpe seco de un cuerpo al caer. Se acercó a trompicones hacia el estrado, donde tropezó con algo suave y pesado, y cayó sobre un revoltijo de líquido caliente y pegajoso. Se incorporó y estiró los brazos. Un sollozo de profunda consternación surgió de su garganta. Alguien se acercó apresuradamente con una vela. Una luz amarillenta extendió un resplandor en el aire sofocante y se hizo la luz sobre el inenarrable horror que acababa de tener lugar.

De forma instantánea lo entendió todo. Agachado, con sangre en las manos y en la ropa, Slade aún sostenía el cuchillo.

―¡Asesinato! ―chilló una voz estridente.

¿Dónde estaba Esther?

Slade se irguió, se pasó el cuchillo a la mano derecha y miró desafiante al círculo de rostros paralizados por el miedo. Echó una ojeada rápida por encima del hombro. El estrado y el doble trono estaban vacíos. Esther había desaparecido, y Merro Daak también. Se giró. El círculo de libertinos se cerró a su alrededor, con los ojos hundidos y las bocas abiertas. Slade se puso rígido y agitó el cuchillo con un rápido movimiento circular.

―¡El primero que se mueva cenará acero! ―aulló.

Después comenzó a andar hacia atrás lentamente. Retrocedió paso a paso, y paso a paso, manteniendo una distancia de seguridad, aquellos dementes le siguieron. A la izquierda del entarimado, en la pared del sótano, había visto una puerta. Si consiguiera llegar hasta ella. Ahora la pared estaba detrás de él. Se desplazó ligeramente hacia la izquierda, notó la puerta y buscó el pomo con los dedos. La puerta se abrió. En ese momento el grupo acobardado se abalanzó. Rápidamente, Slade se echó hacia atrás, empujando la puerta con su cuerpo. A continuación apoyó el hombro contra ella, cerrándola y dejando tras de sí gritos de frustración y puños aporreando. Un segundo después dedos ávidos encontraron el pomo y lo abrieron.

Slade se irguió, dio media vuelta y rebuscó una cerilla. No podía estar seguro del todo de lo que había a su alrededor. Tuvo una vaga impresión de algo vasto y amenazante cerniéndose sobre él, y un segundo más tarde un objeto pesado le golpeó en la cabeza. Cayó hacia atrás, golpeó la puerta y se derrumbó. La oscuridad que lo envolvía inundó su mente, y todo se hizo negro. Tenía la impresión de haber sabido desde hacía bastante tiempo que los tres estaban enterrados: él, Esther y un cadáver. No estaba seguro de si Esther y él estaban también muertos. Pero no parecía importar ya, con toda seguridad llevaban allí demasiado tiempo y sin duda iban a permanecer en ese lugar para siempre. Una extraña luz amarilla inundaba el lugar, por donde se paseaban las ratas.

En ese momento centró su atención en el ojo rojo, pequeño y brillante de una rata, anclando así su conciencia a algo que le impidiera ser arrastrado nuevamente a las profundidades del abismo. Sin duda, se encontraban en un panteón; había allí nichos de los que sobresalían las tapas de féretros en estado de descomposición. Y el cadáver junto al cual se acurrucaba ahora la rata era seguramente un inquilino permanente, sentado allí sobre una caja de embalaje en un extremo de la estancia, impasible e indiferente a los roedores que campaban a su alrededor. Pero había luz dentro; luz que provenía de una lámpara ordinaria apoyada sobre otra caja, a pocos pies de distancia.

Esa cosa sobre la caja, desde luego, no era agradable a la vista. Sus ropas estaban podridas; su rostro también era abominable, pero no estaba putrefacto. Estaba casi totalmente ennegrecido, reseco, correoso y arrugado, y los labios estaban tan ajados que dejaban al aire una dentadura amarillenta. Ya no había ningún ojo que mirase desde las cuencas vacías. Sin duda las ratas habían dado cuenta de ellos. ¿Por qué estaba sentado allí ese tipo horrible?

Slade paseó la mirada a su alrededor y miró a Esther. Al igual que él, estaba sentada sobre el suelo, apoyada contra la pared de cemento, con el cuerpo medio cubierto con una vieja manta. Tenía la cabeza ladeada y los ojos cerrados. ¿Por qué estaban sentados allí? Una cadena de hierro que rodeaba la garganta de Esther. Estaba cerrada con candado y acababa en una pesada argolla sujeta a la pared.

―¡Esther, Esther! Por amor de Dios, querida.

―Me he vuelto a dormir ―dijo ella―. No podía despertarte, yo… yo...

―Anímate, querida. ¿Qué ha ocurrido?

―No lo sé, Cliff, eso es lo peor de todo. Pero he pasado por un infierno, y luego… ¡esto! ―se estremeció y se arropó aún más con la manta―. Escucha, cuando Mary Wycliffe desapareció, sospeché de Daak. Me propuse encontrarla y para ello tuve que entablar amistad con ese monstruo, de modo que le permití que me trajera a este lugar, en el que entretiene y engaña a sus viciosos camaradas. Pero no encontré ningún rastro de Mary. Entonces me pidió que tomara parte en uno de sus horribles espectáculos. Me presté incluso a eso esta noche, y por primera vez pude ver a Mary. Sin duda la mantuvo prisionera aquí. En todo caso, cuando las luces se apagaron durante la ceremonia, intenté desatarla y levantarla. Luego… luego, no sé qué ocurrió. Me dio la sensación de que algo enorme y blanco estaba cerca de mí; después algo me golpeó la cabeza y me desmayé. Eso es todo lo que sabía hasta que recobré el sentido en este maldito lugar. ¿Dónde estamos, Cliff? ¿Por qué estás tú aquí?

―Me parece que estamos en el viejo panteón de los Marsden, querida. Imagino que Merro Daak lo ha utilizado antes. ¿Por qué no me dijiste nada de Daak y de tus planes, Esther?

―No podía, Cliff ―sollozó ella―. Sabía que ese hombre era un monstruo. Tenía miedo de que saltara la alarma y se viera obligado a matar a Mary para ocultar su crimen. Ese es el motivo de que te mintiese cuando te conté que había estado saliendo con Len. Pero ¿qué te ha ocurrido a ti, Cliff?

―No te preocupes. Si nos dejan tranquilos durante un rato, conseguiremos salir de aquí, o llamar la atención de alguien para que nos ayude.

Lo dijo sin convicción alguna. Echó el brazo hacia atrás para tirar del candado que mantenía cerrada la cadena alrededor de su cuello. Al palpar el pesado y sólido cerrojo pudo darse cuenta de lo desesperado de su situación. De pronto, alzó la cabeza y la sangre se le congeló en las venas, mientras los ojos palpitantes y dilatados se mantenían fijos en la puerta del panteón. El seguro de un cerrojo chasqueó; la puerta se estaba abriendo.

El terror le atenazó el cuerpo como una camisa de fuerza. Oyó a Esther sollozar desconsoladamente, pero no la miró. La puerta se abrió y, enmarcada por la pálida luminosidad de la noche, apareció la Criatura del cementerio. Había un cuerpo bajo los pliegues de esa sábana. Ahora pudo verlo y entender el terrible espejismo que producía contra un fondo oscuro. Y es que las piernas, los brazos y las manos, incluso el rostro, estaban enfundados en un ajustado mono negro. Entró, cerró la puerta y esperó allí, observándoles a través de pequeñas aberturas bajo las que se veían unos ojos brillantes. Slade tragó el duro nudo que tenía en su garganta.

―Daak, puedes quitarte el disfraz y dar la cara. ¿A qué juegas?

―¿Acaso no me reconoces, Cliff Slade?

¡Esto tenía que ser una pesadilla! No podía ser cierto. En ese momento, el demonio se había despojado de la manta, había levantado el brazo y se había quitado la capucha negra de la cabeza. ¡La huesuda y canosa cabeza de Peter Marsden!

―¡No puede ser! ―le interrumpió Slade―. Usted es… usted es paralítico…

―Era ―gruñó el viejo―, pero os he engañado a todos. Durante meses me quedé allí en esa silla regocijándome con la idea de que os estaba engañando. Los doctores decían que esta parálisis no era más que un ataque de histerismo, algo que estaba en la cabeza. De modo que ejercité las piernas a escondidas y me curé yo solo. No se lo dije a nadie. Tenía que hacer demasiadas cosas en secreto, cuidar de Emmett, intentar que se curase.

¡Emmett! ¡Intentar que se curase! La cabeza de Slade giraba en un torbellino. Dirigió sus ojos hacia la nauseabunda cosa con aspecto de momia que se hallaba sentada sobre la caja. ¡Emmett! ¡Ése era el nombre del hijo mayor del viejo Marsden, asesinado por una muchedumbre hacía cinco años!

―Veo que estás mirando a Emmett ―continuó el viejo, con un brillo de orgullo demente en sus ojos hundidos―. No tiene muy buen aspecto ahora, no señor. Pero supongo que puedo mantenerle con vida hasta la Resurrección.

―¿Con vida? ¡Pero si ha estado muerto desde hace cinco años! ―explotó Slade.

―Oh, se podría decir que está muerto, pero yo no estoy tan seguro. No hay corrupción en el cuerpo de Emmett. Justo después de que esa muchedumbre lo asesinase, le hice algunas cosas. Solía colarme aquí dentro en las noches cerradas, antes de sufrir esta parálisis; lo ahumé y lo unté con hierbas indias para que no se pudriese. He hecho un buen trabajo. No está del todo muerto, no lo está. Él se alimenta.

―¡Se alimenta! ―la palabra desgarró la garganta de Slade transformándose en un sollozo convulsivo―. No lo entiendo ―dijo, luchando por mantener un tono calmado―. ¿Quiere decir que ha estado alimentándolo durante todos estos años?

―Bueno ―dijo el anciano―, supongo que estuvo hambriento durante una temporada. Eso ocurrió justo cuando vendí la casa y cuando mis piernas aún estaban paralizadas. Pero yo estaba urdiendo un plan, y poco a poco fui confeccionando este traje negro para poder moverme por la oscuridad y alimentar a Emmett. Primero lo alimenté con escarabajos de la casa, pero no le sentaron muy bien. Entonces comprendí que lo que necesitaba era carne. Durante un tiempo lo alimenté con pollos, conejos y cosas así. Fue después de que el tal Merro Daak me comprase la casa cuando se me ocurrió cómo conseguirle algo.... más sabroso.

―Pero, un momento ―explotó Slade―, es evidente que no le ha servido para nada a Emmett, usted mismo puede verlo.

―No niego que tengas algo de razón en lo que dices ―el viejo Marsden le cortó secamente―, pero de alguna forma lo mantiene... consciente.

―¡Pero se equivoca! ―gritó desesperado―. Emmett está muerto. No puede comer. ¡Sabe que no puede comer!

Una sonrisa astuta desnudó los dientes amarillentos del anciano.

―Oh, sí, sí puede.

―Pero escuche ―rebatió Slade―, sospecharán de usted.

El anciano sonrió malicioso.

―Te equivocas de nuevo ―rió―. Le han echado toda la culpa a Daak.

Observando el rostro demente del hombre, Slade sintió cómo se apagaba la última llama de esperanza dejando una oscuridad total en su corazón. Podía oír junto a él a Esther sollozando en voz baja. Aturdido, vio al anciano levantarse de su asiento y comenzar a arrastrar un viejo ataúd de uno de los nichos inferiores. Un horror insoportable le ahogó en ese momento, presionándole la garganta hasta enmudecerle por completo. El viejo Marsden había arrastrado el ataúd hasta el suelo, había abierto la tapa, y con una risa nauseabunda había arrastrado fuera un cadáver tirando del cabello: era el cuerpo de Metro Daak.

―Te demostraré que Emmett puede comer ―dijo el viejo loco.

Tenía ahora una cuchilla en la mano. Se inclinó sobre el cuerpo del astrólogo muerto. Esther chilló. Volviéndose para mirarla, Slade vio que se había desplomado inconsciente. El mismo cerró los ojos en ese momento, sintiendo unas arcadas convulsas. Riéndose para sí mismo, el viejo se desplazó hasta la caja donde el cuerpo momificado de su hijo estaba apoyado de forma grotesca y presentó su terrorífica ofrenda ante él. Luego regresó y se sentó sobre la caja situada frente a Slade.

―No come si le miro ―dijo―, pero se lo comerá.

Slade observó, pero sus ojos hinchados estaban nublados por un terror indescriptible. Su cerebro no cesaba de dar vueltas; una demencia roja sobrevolaba por encima de él con pesadas alas. Entonces, confusamente, vio una oscura forma que reptaba de entre las sombras, la vio pestañear rápidamente con ojos rojos y tomar el sangriento bocado. ¡Una rata! Los dientes del roedor se hundieron en el sanguinolento premio y lo arrastraron hacia las sombras. El viejo Marsden se giró, con su rostro demente iluminado por un brillo de triunfo.

―¿Lo ves? Ya se lo ha acabado. ¡Emmett debe estar bastante hambriento esta noche! Pero, tranquilo, no sufrirás ese destino. Imagino que a Emmett no le gustaría comerse a uno de los amigos de Len. No voy a matarte. Voy a dejarte aquí para que hagas compañía a Emmett. Supongo que se siente muy solo. Tú puedes comer con él, si quieres. Pero esa chica...

Slade dejó de escucharle, tan sólo escuchaba el rugido ensordecedor que retumbaba dentro de su cabeza. La oscuridad lo asfixiaba en oleadas intermitentes; la escena brillaba tenuemente y se desvanecía ante él. Intentó un último forcejeo para liberarse, aunque sabía que sin esperanza alguna, y luego le suplicó que lo matase a él primero. De pronto se sentó erguido, con la cabeza dándole vueltas, e intentó enfocar su visión enloquecida en la puerta de la cripta… ¡que se estaba abriendo otra vez!

El viejo Marsden se levantó de un salto, aferrando fuertemente la ensangrentada cuchilla. La puerta se abrió. ¿Era todo esto un delirio demente o realmente era Len Marsden el que estaba de pie en la entrada? ¡Sí, era Len! Un grito salvaje de alegría enloquecida salió de los labios de Slade, se quebró y menguó hasta convertirse en un lloriqueo.

―Len, ¿tú aquí? ―escupió el viejo Marsden.

El rostro de Len era casi inhumano… cera sobre huesos. Sus ojos encogidos ardían con fiebre de locura.

―Estoy aquí… vine para advertirte. Te están buscando.

Una consternación incrédula golpeó el cerebro de Slade. Ni una sola palabra para él, ni siquiera una mirada de Len. La respiración del viejo Marsden emitía un leve silbido entre sus dientes. Miraba desconcertado a su hijo y señaló con la cuchilla.

―Cierra la puerta ―gruñó―. ¿Cómo me has encontrado?

―Lo supuse ―dijo Len―. Te oí farfullar acerca de Emmett en tus sueños. He venido a ayudarte. Yo también odio a la gente que lo mató.

La mente de Slade se desgarraba ahora en un delirio frenético. Len, con la sangre infectada corriendo por sus venas, había enloquecido bajo la presión, se había convertido en un demente también. Len cerró la puerta en ese momento y se acercó arrastrando los pies hasta donde estaba su padre. Peter Marsden se giró hacia los prisioneros.

―Lo que tengamos que hacer, hagámoslo rápido ―dijo―, ¿y qué hacemos con el joven Slade?

―¡Mátalos a los dos! ―dijo bruscamente Len―. Me robó a la chica.

Len se abalanzó rápidamente hacia Esther. Profiriendo un rosario de maldiciones, Slade le lanzó patadas al aire. Pero Len se había colocado al otro lado del cuerpo inconsciente de Esther.

―¡Lánzame las llaves! ―gritó.

Raudo como un roedor, el viejo Marsden brincó hasta un nicho, tomó un llavero con dos llaves y se lo lanzó a Len. Len agarró las llaves al vuelo. Slade, paralizado por un terror demoledor, vio cómo le temblaban los dedos a Len cuando abrió el candado, tomó el cuerpo de Esther y comenzó a arrastrarlo con tirones rápidos hasta el centro de la habitación, donde se inclinó sobre él como un lobo. Slade se lanzó contra la pared.

―¡La cuchilla! ―dijo implacable Len Marsden―, dame la cuchilla. Alimentaremos a Emmett antes de irnos.

La luz de la lámpara brilló sobre el filo de la cuchilla al pasar de la mano del viejo Marsden a la de Len. Slade cerró los ojos en ese momento y lo poseyó una negra locura. Fue el grito del viejo Marsden lo que lo despertó de su estupor horrorizado. Levantó la cabeza con un respingo mientras los ojos parecían salírsele de las órbitas. La cuchilla estaba en el suelo, junto al cuerpo de Esther, y Len y Peter Marsden luchaban en el centro de la cripta.

―¡Traidor! ―gritaba el anciano salvajemente mientras luchaba con una fuerza demente intentando zafarse de los brazos de Len que lo aprisionaban.

Slade contuvo la respiración. La fuerza del viejo loco era enorme. De vez en cuando se liberaba del abrazo de Len y lanzaba los puños al rostro y el cuerpo del joven. En ese momento Len tropezó y a punto estuvo de caer al suelo. Volvió a embestirle rápidamente, y en esta ocasión elevó su brazo derecho. Se oyó un crujido cuando impactó el golpe, y el viejo Marsden cayó hacia atrás con los brazos en el aire. La cabeza golpeó uno de los nichos de cemento que había a su espalda y se derrumbó en el suelo. Len se incorporó de nuevo, con la boca abierta y observando con una mirada acuosa el cuerpo inerte de su padre. Después se desplomó sobre la caja junto a la lámpara, enterró su rostro entre los brazos y se convulsionó entre amargos sollozos.

―¡Las llaves! ―gritó Slade―. ¡Lánzame las llaves!

Len se irguió, se sacó las llaves del bolsillo en el que las había guardado y se las lanzó a Slade. A continuación se acercó vacilante al cuerpo de su padre y se arrodilló junto a él.

―No está muerto ―dijo finalmente con un suspiro―. ¡Gracias a Dios no lo he matado!

Slade estaba levantando a Esther del suelo. Len se acercó para ayudarle. Pero un movimiento repentino le hizo girarse de nuevo hacia el cuerpo acurrucado del viejo Marsden. Se había enderezado y estaba sentado totalmente erguido, con la cuchilla en la mano.

―¡El manicomio! ―gritó―. ¿Me enviarás al manicomio?

Len saltó para arrebatarle la cuchilla. Pero llegó tarde. Con un movimiento limpio y rápido el anciano se hundió la brillante hoja en el cuello y cayó hacia atrás. Abrazando el frío cuerpo de Esther aún más fuerte, Slade salió a de aquella cripta de muerte. El aire helado sobre la cara le hizo sentir bien. Al este, los primeros rayos del amanecer difuminaban el pálido cielo.

The end


THRILLING MYSTERY


Thrilling Mystery  hizo su debut en octubre de 1935 como una publicación especializada en la temática conocida como “weird menace” o “amenaza extraña”. Surgió aprovechando el éxito de otras revistas como  Dime Mystery  y  Terror Tales


Fue publicada por Better Publications Inc, encargada de publicar otras revistas como Startling Stories, Strange Stories y Thrilling Wonder Stories.


A medida que cambiaron los gustos del público, también cambió la revista, eliminando gradualmente el extraño ángulo de amenaza y convirtiéndose en una revista de misterio convencional. Con el número del invierno de 1945, el título cambió a  Thrilling Mystery Novel Magazine. En el verano de 1947 se convirtió en la  revista Detective Mystery Novel, y finalmente en el número de invierno de 1949, el título se convirtió en Detective Mystery Novels Magazine . Fue una revista pulp de larga vida que publicó su último número en el invierno de 1951.


Por sus páginas pasaron autores tales como Fredric Brown, Lee Fredericks, Norman A. Daniels, William Morrison, Samuel Mines, Frank Johnson y John H. Knox.