martes, 15 de marzo de 2022

LA CALAVERA DEL MARQUÉS DE SADE

"La calavera del marqués de Sade" (originalmente intitulado The Skul of the Marquis de Sade) es un cuento escrito por Robert Bloch que se publicó por primera vez en la revista Weird Tales en septiembre de 1945.

Este cuento fue adaptado al cine 20 años después bajo el título de The Skull, película conocida en español como "La maldición de la calavera". Con respecto a dicha adaptación, Jesús Palacios, en su antología TerrorVisión dice lo siguiente:

La maldición de la calavera destaca no sólo como respetuosa adaptación del relato de Bloch, sino también por la presencia de los ubicuos pero siempre admirables Peter Cushing y Christopher Lee, si bien el segundo sólo en un pequeño papel, y muy especialmente por la ingeniosa y arriesgada puesta en escena de Francis, quien recurre a menudo al POV, o punto de vista subjetivo, de la propia calavera asesina, creando una narrativa alucinada, con un imaginativo trabajo de cámara, además de prescindiendo a menudo de diálogos y música, para dejar que imágenes y silencios arrapen al espectador en una atmósfera ocasionalmente perturbadora, onírica e inquietante.


LA CALAVERA DEL MARQUÉS DE SADE

Robert Bloch

I

Christopher Maitland se recostó en el respaldo de su silla frente a la chimenea y acarició las tapas de un libro viejo. Su rostro delgado, cincelado por la luz parpadeante de la lumbre, mostraba la característica expresión de la preocupación académica.

La curiosidad intelectual de Maitland estaba centrada en el volumen que sostenía en las manos. En breve, se preguntaba si la piel humana que se había empleado para la encuadernación de aquel libro procedía de un hombre, una mujer o un niño.

El libro le había asegurado que aquel tomo estaba encuadernado con una porción de la piel de una mujer, pero Maitland, por mucho que deseaba creerle, era de naturaleza escéptica. Los libreros que venden este tipo de objetos eróticos no son en su mayoría gente de fiar y los años de trato de Christopher Maitland con tales individuos habían hecho añicos cualquier atisbo de fe en su veracidad.

Sin embargo, tenía esperanzas de que la historia fuera cierta. Estaba muy bien tener un libro encuadernado con la piel de una mujer. Estaba muy bien tener una crux ansata tallada en un fémur, una colección de cabezas dayak, una marchita Mano de Gloria robada de un cementerio de Mainz. Maitland poseía todos estos objetos y muchos más. Porque era coleccionista de objetos extraños.

Maitland aceró el libro a la luz y examinó las tapas para localizar poros bajo la superficie curtida de las tapas. Las mujeres tienen los poros más finos que los hombres, ¿no es así?

—Disculpe, señor.

Maitland se volvió a Hume cuando éste entro en el cuarto.

—¿Qué ocurre? -preguntó.

—Esa persona está aquí otra vez.

—¿Persona?

—El señor Marco.

—¡Oh!

Maitland se levantó, ignorando la expresión de disgusto casi grotesca del mayordomo. Reprimió una risilla. Al pobre Hume no le gustaba Marco, ni ninguno de los caballeros disolutos que suministraban a Maitland los objetos de su colección. Y la propia colección no le gustaba lo más mínimo, tampoco… Maitland recordó vívidamente el temblor asqueado del viejo sirviente mientras desempolvaba la caja que contenía la momia del sacerdote de Horus decapitado por brujería.

—Marco, ¿eh? Me pregunto que se traerá entre manos… -musitó Maitland-. Bueno, será mejor que le haga pasar.

Hume se dio media vuelta y salió con una más que patente falta de entusiasmo. En cuanto a Maitland, su excitación fue en aumento. Acarició con la mano el dorso de un tao-tieh de jade y se pasó la lengua por los labios con una expresión muy similar a la esculpida en el rostro de la imagen china de la glotonería.

El viejo Marco esta allí. Eso significaba que había alguna adquisición especial. Tal vez Marco no fuera exactamente la clase de tipo que uno invitaría al club, pero tenía su utilidad. Maitland no sabía de dónde sacaba algunas de las cosas que le ofrecía, pero tampoco se preocupaba mucho Eso era asunto de Marco. La rareza de sus ofertas era lo que interesaba a Christopher Maitland. Si uno quería un libro encuadernado con piel humana, el viejo Marco era justamente el tipo al que dirigirse… aunque tuviera que hacer él mismo la faena de desollar y encuadernar. ¡Todo un personaje, el viejo Marco!

—El señor Marco, señor.

Hume se retiró, una sombra de formalidad, y Maitland hizo señas a su visitante para que pasara.

El señor Marco se derramó por la habitación. El hombrecillo era gordo y grasiento; la carne se amontonaba como cera coagulada alrededor del moribundo tocón de una vela. Su palidez cérea acentuaba el símil. Lo único que parecía faltar era una mecha brotando de la bola calva de grasa que hacía las veces de cabeza del señor Marco.

El hombre gordo alzó la mirada hacia el rostro enjuto de Maitland con lo que intentaba ser una sonrisa halagadora. La sonrisa también rezumaba y contribuía al aura de suciedad que parecía rodear a Marco.

Pero Maitland no era consciente de tales cosas. Su atención estaba centrada en el curioso paquete que Marco llevaba bajo un brazo… un gran paquete envuelto en un prosaico papel de envolver de carnicero que, de alguna manera, contribuía a la fascinación que provocaba en Maitland.

Marco cambió el paquete de brazo con cuidado mientras se quitaba su abrigo gris de paño. No pidió permiso para despojarse del abrigo, ni tampoco esperó a que le invitaran para sentarse.

El hombrecillo gordo simplemente se sentó cómodamente en uno de los sillones frente a la chimenea, echó mano a la caja abierta de puros de Maitland, cogió un cigarro y lo encendió. Mientras tanto, el gran paquete redondo saltaba arriaba y abajo sobre su regazo a cada convulsión de su rotunda barriga.

Maitland miraba al paquete. Marco miraba a Maitland. Maitland fue el primero en hablar.

—¿Y bien? -preguntó.

La sonrisa zalamera se expandió. Marco inhaló rápidamente, luego abrió la boca para dejar salir una voluta de humo y una respuesta.

—Siento haber venido sin avisar, señor Maitland. Espero no estar molestando.

—No se preocupe -contestó Maitland secamente- ¿Qué hay en el paquete, Marco?

La sonrisa de Marco se ensanchó.

—Algo selecto -susurró-. Algo jugoso.

Maitland se inclinó sobre el sillón y su cabeza adelantada proyectaba una sombra lupina en la pared.

—¿Qué hay en el paquete? -repitió.

—Usted es mi cliente favorito, señor Maitland. Sabe que jamás vengo a verle a menos que tenga algo realmente inusual. Pues bien, lo tengo, señor. Lo tengo. Se sorprenderá al ver lo que esconde este papel de envolver de carnicero, aunque es bastante apropiado. ¡Sí, totalmente apropiado!

—¡Deje ya el parloteo, amigo! ¿Qué hay en ese paquete?

Marco levantó el bulto de su regazo. Lo giró cuidadosamente, pero con firmeza. 

—No parece gran cosa -ronroneó-. Redondo. Lo suficientemente pesado. ¿Es un balón medicinal, eh? O un panal. Vaya, incluso podría ser una col. Sí, se podría confundir con una col común. Pero no lo es. Oh, no, no lo es. Qué intriga, ¿eh?

Si la intención del hombrecillo era provocar un ataque de apoplejía a Maitland, casi lo logra.

—¡Ábralo ya, maldita sea! -gritó.

Marco se encogió de hombros, sonrió y comenzó a retirar el papel de envolver. Christopher Maitland ya no era el caballero perfecto, el anfitrión perfecto. Ahora era un coleccionista, despojado de toda pretensión… la encarnación del tembloroso entusiasmo. Revoloteaba por encima del hombro de Marco mientras éste retiraba el papel de envolver de carnicero con sus dedos regordetes.

—¡Ahora! -susurró Maitland.

El papel cayó al suelo. Apoyada sobre el regazo de Marco había una bola grande y brillante de papel de plata.

Marco comenzó a retirar el papel de plata, rasgándolo en tiras plateadas. Maitland se quedó sin aliento cuando vio lo que salió del envoltorio.

Era una calavera humana.

Maitland vio el horrendo hemisferio brillando como marfil blanco a la luz del fuego... Entonces, mientras Marco lo giraba, observó las cuencas vacías y los orificios nasales que jamás sentirían el aliento humano. Maitland advirtió la estructura regular de los dientes, adheridos a una mandíbula bien formada. A pesar de la repulsión instintiva que le provocaba se mostró sorpresivamente atento.

Le parecía que la calavera era inusualmente pequeña y delicada; sorprendentemente bien conservada a pesar de una leve pátina amarilla por el paso del tiempo. Pero Christopher Maitland estaba impresionado por una peculiaridad innegable. Esa calavera era diferente, sin duda alguna.

¡La calavera no sonreía!

Debido a una peculiar formación o malformación del pómulo en yuxtaposición con las mandíbulas, la calavera no simulaba una sonrisa. La clásica mueca de regocijo atribuida a todas las calaveras estaba ausente aquí.

Aquella calavera tenía una expresión sobria, seria.

Maitland pestañeó y dejó escapar un carraspeo avergonzado. ¿Qué estaba haciendo, divagando en consideraciones estúpidas sobre una calavera? Era lo suficientemente ordinaria. ¿Qué pretendía el viejo Marco al presentarle un objeto tan tonto con tanto preámbulo?

Sí, ¿qué pretendía Marco?

El hombrecillo gordinflón levantó la calavera a la luz de la lumbre girándola de vez en cuando con una impresionante muestra de orgullo. Su sonrisa de satisfacción contrataba extrañamente con la sobriedad indeleble de la huesuda faz de la calavera.

Maitland por fin expresó su perplejidad con palabras.

—¿Por qué tanta ceremonia? -preguntó-. ¿Es que me trae la calavera de una mujer, o de una adolescente…?

La risotada de Marco interrumpió sus palabras.

—Exactamente lo mismo que dijo el frenólogo -exclamó el hombrecillo resollando.

—¡Al infierno con el frenólogo, amigo! Hábleme de su calavera, si es que hay algo que contar.

Marco le ignoró. Volvió a girar la calavera entre sus manos regordetas con una sonrisa satisfecha que asqueó a Maitland.

—Puede que sea pequeña, pero es una belleza, ¿verdad? -reflexionó el hombrecillo-. Una estructura tan delicada y mire… hay una mínima pátina en la superficie.

—No soy paleontólogo -respondió Maitland en tono seco-. Ni tampoco un profanador de tumbas. ¡Cualquiera pensaría que somos Burke y Hare! Sea razonable, Marco… ¿para qué querría yo una calavera ordinaria?

—¡Por favor, señor Maitland! ¿Por quién me toma? ¿Cree que osaría insultar a su inteligencia trayéndole una calavera ordinaria? ¿Cree que le pediría mil libras por la calavera de un don nadie?

Maitland dio un paso atrás.

—¿Mil libras? -gritó-. ¿Mil libras por eso?

—Y le sale barato -le aseguró Marco-. Las pagará gustoso cuando conozca la historia.

—No pagaría esa cantidad ni por la calavera de Napoleón -le aseguró Maitland-. Ni por la de Shakespeare, ya puestos.

—Descubrirá que el propietario de esta calavera es más de su agrado -le aseguró Marco.

—Ya está bien. ¡Suéltelo ya, amigo!

Marco le miró de frente, y con un dedo índice regordete golpeó la frente ósea del cráneo.

—Está viendo ahora mismo -murmuró- la calavera de Donatien Alphose Francis, el marqués de Sade.

II

Giles de Retz era un monstruo. Los inquisidores de Torquemada cometieron la diabólica ingenuidad de los demonios que pretendían exorcizar. Pero fue el marqués de Sade el que sirvió de ejemplo del deseo viviente por el dolor. Su nombre simboliza la crueldad encarnada… el comportamiento salvaje que los hombres llaman “sadismo”.

Maitland conocía la extraña historia de Sade y la repasó mentalmente.

El conde, o marqués de Sade, nació en 1740, de distinguido linaje provenzal. Era un joven atractivo cuando se enroló en su regimiento durante la Guerra de los Siete Años… un hombre refinado de tez pálida y ojos azules, cuya afectada timidez escondía una perversidad maligna.

Cuando contaba 23 años de edad, el marqués fue encarcelado durante un año como resultado de un crimen brutal. En efecto, pasó veintisiete años de su vida posterior encarcelado por sus actos... actos que incluso hoy día tan sólo llegan a vislumbrarse. Las flagelaciones, la administración de extravagantes drogas y las torturas a mujeres han servido para convertir su nombre en sinónimo de infamia.

Pero Sade no era un libertino al uso con una pulsión primitiva por infligir sufrimiento. Más bien, era el “filósofo del dolor”… un entusiasta estudioso, un hombre de una cultura y gusto exquisitos. Era una persona extraordinariamente instruida, un pensador disciplinado, un asombroso psicólogo… y un sádico.

¡Cómo se habría revuelto el marqués si hubiera podido prever las miserables perversiones que hoy se asignan a su nombre! La tortura de animales por campesinos ignorantes… las palizas a niños a manos de cuidadores histéricos en instituciones públicas… las crueldades sin sentido infligidas por maniacos en otros y por otros en maniacos… todos estos comportamientos son catalogados hoy día como “sádicos”. Y, sin embargo, ninguno de ellos es una manifestación de la filosofía antinatural de Sade.

El concepto de Sade de la crueldad no tenía nada de ocultamiento o engaño. Practicaba su credo abiertamente y escribió explícitamente sobre tales temas durante los años que pasó en presión. Porque el fue el Apóstol del Dolor y su palabra divina fue revelada a todos los hombres en obras como Justine… Juliette… Aline y Valcour… la extravagante La filosofía en el tocador, y la más que abominable Las 120 jornadas de Sodoma.

Y Sade ponía en práctica lo que predicaba. Era amante de muchas mujeres… un amante celoso que tan sólo deseaba compartir los abrazos de sus amantes con un solo rival. Ese rival era la Muerte, y se cuenta que todas las mujeres que experimentaron las caricias de Sade llegaron finalmente a preferir las de su rival.

Tal vez, las torturas de la Revolución Francesa se inspirasen de forma indirecta en la filosofía del marqués… una filosofía que comenzó a circular en Francia tras la publicación de sus famosos volúmenes.

Cuando se instalaron guillotinas en las plazas públicas, Sade emergió de su larga serie de encarcelamientos y caminó por las calles entre hombres enloquecidos por la visión de la sangre y el sufrimiento.

Él era un pequeño fantasma gris y amable, bajito, calvo, de suaves maneras y palabras. Sólo alzó la voz para salvar a sus parientes aristocráticos de pasar por la cuchilla. Su vida pública fue ejemplar en esos últimos años.

Pero los hombres continuaron murmurando sobre su vida privada. Se rumoreaba sobre su interés por la brujería. Se dice que para el marqués de Sade el derramamiento de sangre era un sacrificio. Y los sacrificios a ciertos eres reportan oscuros beneficios. Los gritos de las mujeres enloquecidas por el dolor son como una oración para las criaturas del Averno…

El marqués era astuto. Años de confinamiento por sus “ofensas contra la sociedad” lo habían convertido en una persona recelosa. Se movía con suma cautela y aprovechaba al máximo los momentos de aguas revueltas para llevar a cabo discretos y poco notorios entierros siempre que terminaba con una amante.

Pero al final la precaución no fue suficiente. Una diatriba desafortunada contra Napoleón sirvió de excusa a las autoridades. No hubo denuncia, ni tampoco se perpetró una farsa de juicio.

Sade simplemente fue encerrado en Charenton como un loco común. Quienes conocían sus crímenes quedaban demasiado conmocionados para hacerlos públicos… y, sin embargo, había algo de satánica grandeza en el marqués que, de alguna manera, impedía que lo destruyeran abiertamente. Uno no piensa en asesinar a Satán. Pero Satán encadenado…

Satán encadenado languidecía. Convertido en un hombre enfermo, medio ciego, que arrancaba los pétalos de las rosas en un último gesto destructividad demoniaca, el marqués pasó sus días de declive olvidado por todos. Prefirieron olvidar, prefirieron creer que estaba loco.

En 1814 murió. Se prohibieron sus libros, se profanó su memoria y sus actos se negaron. Pero su nombre siguió vivo, y sigue vivo como símbolo eterno del mal innato…

Éste era Sade tal como Christopher Maitland lo conocía. Y como coleccionista de objetos eróticos o curiosos, la idea de poseer la verdadera calavera del fabuloso marqués le intrigaba. Tras dejar a un lado sus reflexiones, dirigió la irada a la seria calavera y a continuación al sonriente Marco.

-—¿Mil libras, ha dicho?

—Exactamente -asintió Marco-. Un precio de lo más razonable, teniendo en cuenta las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? -discrepó Maitland-. Me trae una calavera. Pero ¿qué pruebas puede proporcionarme de su autenticidad? ¿Cómo ha llegado a sus manos este memento mori tan inusual?

—Vamos, vamos, señor Maitland… ¡por favor! Sabe perfectamente que no debe preguntarme sobre mis fuentes de suministros. Es lo que me gusta llamar un secreto del negocio, ¿comprende?

—Muy bien. Pero no me basta sólo con su palabra, Marco. Por lo que recuerdo, Sade fue enterrado cuando murió en Charenton en 1814.

La sonrisa lechosa de Marco se abrió aún más.

—Bueno, puedo corregirle en ese punto -dijo-. ¿No tendrá un ejemplar de los Estudios de Ellis sobre el tema? En la sección itutlada Amor y dolor hay una información que podría interesarle.

Maitland se hizo con el ejemplar y Marco rebuscó por las páginas.

—¡Aquí! -exclamó triunfal-.  Según Ellis, la calavera del marqués de Sade fue exhumada y examinada por un frenólogo. La fenología era una pseudociencia bastante popular en aquella época, ¿lo sabía? Aquel individuo quería comprobar si la formación craneal indicaba que el marqués era realmente un loco.

“Afirma que descubrió que la calavera era pequeña y proporcionada, como la de una mujer. ¡Exactamente lo mismo que ha dicho usted, como recordará!

“Pero lo verdaderamente importante es esto. La calavera no fue enterrada de nuevo.

“Cayó en las manos de un tal doctor Londe, pero hacia 1850 fue robada por otro médico que se la llevó a Inglaterra. Eso es todo lo que Ellis sabe sobre el tema. El resto lo he deducido por mí mismo… pero mejor no hablar más. Aquí tiene la calavera del marqués de Sade, señor Maitland.

“¿Acepta mi oferta?

— Mil libras -suspiró Maitland-. Es demasiado por una calavera mohosa y una historia que se sostiene con pinzas.

— Bueno… digamos ochocientas libras. ¿Un trato rápido y sin rencores?

Maitland miró a Marco. Marco miró a Maitland. La calavera miró a ambos.

— Quinientos, entonces -ofreció Marco-. Pero ahora mismo.

—Debe de ser un timo -dijo Maitland-. Si no, no tendría tantas ansías por cerrar la venta.

La sonrisa de Marco volvió a expandirse.

— Por el contrario, señor. Si estuviera intentando timarlo no le quepa duda de que no me movería del precio ofertado. Pero deseo deshacerme rápidamente de la calavera.

—¿Por qué?

Por primera vez durante la conversación, el pequeño y grueso Marco vaciló. Giró la calavera en las manos y la colocó sobre la mesa. A Maitland le dio la impresión de que Marco evitaba mirarla cuando respondió.

—No lo sé exactamente. Es sólo que no me apetece tener un objeto como éste. Me dispara la imaginación. Una pena, ¿verdad?

—¿Le dispara la imaginación?

—Empiezo a imaginarme que me siguen. Por supuesto, no son más que tonterías, pero…

— Empieza a imaginar que le sigue la policía, de eso no hay duda -le acusó Maitland-. Porque ha robado la calavera. ¿No es así, Marco?

Marco ocultó la mirada.

—No -farfulló-. No es eso. Pero no me gustan las calaveras… no es mi idea de objeto decorativo, se lo aseguro. Soy un poco aprensivo.

“Además, usted vive en esta casa enorme. Está seguro. Yo ahora vivo en Wapping. Estoy pasando una mala racha. Le vendo la calavera. Usted la guarda aquí con el resto de su colección, puede mirarla cuando le plazca… y el resto del tiempo se la quita de en medio para que no le moleste. Así yo no la tendré rodando por mi humilde morada. De hecho, cuando la venda, pienso vaciar las habitaciones y mudarme a un alojamiento decente. Por eso quiero deshacerme de ella en realidad. Por quinientas libras, dinero en mano.

Maitland vaciló.

—Debo meditarlo -afirmó-. Deme su dirección. Si finalmente me decido a comprar, iré mañana con el dinero. ¿Le parece justo?

— Muy bien -suspiró Marco.

A continuación, sacó un sucio trozo de lápiz y arrancó un trozo de papel de unos de los envoltorios que habían caído al suelo.

— Aquí tiene la dirección -dijo.

Maitland se metió en el bolsillo la nota mientras Marco envolvía de nuevo la calavera con papel de aluminio. Lo hizo con movimientos rápidos, como si deseara ocultar cuanto antes los dientes brillantes y las oquedades de los ojos. Después envolvió el papel de aluminio con el papel de carnicero, cogió su abrigo con una mano  el bulto redondo con la otra.

— Le espero mañana -dijo-. Y, por cierto, tenga cuidado cuando abra la puerta. Ahora tengo un perro guardián, una bestia salvaje. Podría hacerle pedazos a usted o a cualquiera que intente llevarse la calavera del marqués de Sade.

III

Maitland tenía la impresión de que habían apretado demasiado sus ataduras. Sabía que los hombres enmascarados estaban a punto de darle una paliza, pero no entendía por qué le habían amarrado las muñecas con cadenas de acero.

Sólo cuando sostuvieron los atizadores metálicos sobre el fuego comprendió la razón… sólo cuando levantaron las barras candentes por encima de sus cabezas fue consciente de por qué le habían encadenado.

Porque al primer feroz beso del latigazo, Maitland no pestañeó… se convulsionó. Su cuerpo, lacerado por el terrible golpe, describió un arco. Atado con correas habría liberado las manos tras el estímulo del insoportable tormento. Pero las cadenas de hierro aguantaron y Maitland apretó los dientes al tiempo qu los dos hombres vestidos de negro lo fustigaban con fuego vivo.

Los contornos de la mazmorra se emborronaron y el dolor de Maitland también se emborronó. Se sumergió en una oscuridad que sólo fue rota por la consciencia del ritmo... el ritmo del metal salvaje y candente que descendía sobre su espalda desnuda.

Cuando recobró el sentido, Maitland supo que los golpes habían acabado. Los hombres de negro, silenciosos y ocultos tras máscaras, se inclinaban ahora sobre él para abrir los grilletes. Lo incorporaron con cuidado y lo condujeron lentamente por la mazmorra hacia el gran cofre metálico. 

¿Cofre? No era un cofre. Los cofres no suelen estar colocados en posición vertical y abiertos. Los cofres no tienen en las tapas el relieve de los rasgos grabados del rostro de una mujer.

Los cofres no tienen pinchos metálicos en su interior.

El reconocimiento llegó al mismo tiempo que el horror.

¡Esa era la Dama de Hierro!

Los hombres enmascarados eran fuertes. Lo arrastraron hacia delante y lo empujaron a las profundidades de la gran matriz de metal para torturas. Le amarraron las muñecas y los tobillos con grilletes. Maitland comprendió entonces lo que le esperaba. 

Cerrarían la tapa sobre él. Luego, girando la manivela, las paredes se estrecharían… poco a poco, mientras los pinchos penetraban en su cuerpo. Porque el interior de la Dama de Hierro estaba tachonado de crueles puntas, firmes y afiladas según el ingenio de los malditos.

Las puntas más largas serían las primeras en clavársele al descender la tapa. Esas puntas estaban situadas de manera que atravesarían las muñecas y los tobillos. Él quedaría así crucificado mientras la tapa continuaba su inexorable descenso. Unas puntas más cortas penetrarían a continuación los muslos, los hombros y los brazos. Luego, mientras forcejeaba, en agonizante empalamiento, la tapa presionaría aún más, hasta que las puntas más pequeñas se acercaran lo suficiente para penetras los ojos, la garganta y, misericordiosamente, el corazón y el cerebro.

Maitland gritó, pero el sonido apenas sirvió para reventarle los tímpanos al tiempo que la tapa se cerraba. El metal oxidado chirrió y luego se escuchó un ruido más siniestro de maquinaria. Estaban girando la manivela, moviendo las hileras de pinchos cada vez más cerca de su cuerpo atenazado…

Maitland tensó e cuerpo en la oscuridad a la espera del primer beso penetrante de la Dama de Hierro.

Entonces, y sólo entonces, se dio cuenta de que no estaba solo allí en la oscuridad.

¡No había puntas de hierro en la tapa! En su lugar, una figura se perfiló en la superficie de hierro interior. A medida que la tapa descendía, simplemente la figura se aproximaba al cuerpo de Maitland.

La figura no se movía, ni siquiera respiraba. Descansaba contra la superficie y, cuando la tapa se movió hacia adelante, Maitland sintió la presión de carne fría y extraña contra la suya propia. Los brazos y piernas se unieron en un abrazo inconsciente, pero aun así la tapa continuó avanzando y presionando aquella figura sin vida contra él. Estaba a oscuras, pero ahora podía ver la cara que se cernía a menos de dos centímetros de sus ojos. El rostro era blanco fosforescente. Y el rostro… ¡no era un rostro!

Y entonces, mientras aquel cuerpo se aferraba a su cuerpo en la oscuridad y aquella cabeza tocaba su cabeza, y los labios de Maitland presionaban el espacio donde deberían estar los otros labios, se enfrentó al terror definitivo.

El rostro no era un rostro, ¡era la calavera del marqués de Sade!

El peso del olor a podredumbre de matadero ahogó a Maitland, que volvió a caer en la oscuridad mientras el obsceno recuerdo le perseguía hasta el olvido total.

Pero incluso el olvido tiene un final y Maitland volvió a despertarse. Los enmascarados lo habían soltado y ahora estaban reanimándole. Estaba echado sobre unos tablones y miró hacia las puertas abiertas de la Dama de Hierro. Sintió un extraño alivio al ver que el interior estaba vacío. No había ninguna figura en el interior de la tapa. Tal vez no había habido en realidad ninguna figura.

La tortura trastoca la mente humana. Pero ahora la necesitaba. Podía ver que la extremada atención que mostraban los hombres de negro era fingida. Le habían sometido a aquel trauma por extrañas razones y había salido de todo ello sin un rasguño.

Le ungieron la espalda, le ayudaron a ponerse de pie y le sacaron de la mazmorra. En el largo pasillo que había más allá, Maitland vio un espejo. Le guiaron hasta él.

¿Le había cambiado la tortura? Durante unos segundos, temió mirar en el espejo.

Pero le sujetaron frente al espejo y pudo contemplar su imagen reflejada… Maitland observó su cuerpo tembloroso, ¡sobre el cual se posaba la funesta y seria calavera del marqués de Sade!

IV

Maitland no reveló a nadie su sueño, pero no perdió tiempo en comentar la visita y la oferta de Marco.

Su confidente era un viejo amigo y compañero coleccionista, sir Fitzhugh Kissroy. A la tarde siguiente, sentado en el cómodo estudio de sir Fitzhugh, le relató rápidamente los detalles pertinentes.

El brillante Kissroy de barba pelirroja le escuchó en silencio.

—Naturalmente, quiero esa calavera -concluyó Maitland-, pero no puedo entender por qué Marco está tan desesperado por deshacerse de ella cuanto antes. Además, tengo muchas dudas sobre su autenticidad. Así que me preguntaba… ya que eres un experto, Fitzhugh, ¿te gustaría ir a visitar a Marco conmigo y examinar la calavera?

Sir Fitzhugh se rio y sacudió la cabeza.

—No hace falta examinarla —declaró—. Estoy seguro de que la calavera, tal como la describes, es la del marqués de Sade. Parece completamente genuina.

Maitland lo miró con la boca abierta.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó.

Sir Fitzhugh sonrió complacido.

—Porque, mi querido amigo… ¡esa calavera me la tobaron a mí!

—¿Qué?

—Así es. Hace unos diez días, un merodeador se metió en la biblioteca por los ventanales que dan al jardín. Nadie del servicio se percató de ello y se largó de noche con la calavera.

Maitland se levantó.

—Increíble —murmuró—. Pero, por supuesto, ahora tendrás que venir. Identificaremos tu propiedad, liaremos que Marco se enfrente a los hechos y recobraremos la calavera de inmediato.

—Nada de eso —contestó sir Fitzhugh—. Estoy encantado de que hayan robado la calavera. Y te aconsejo que te mantengas alejado de ella.

»No denuncie el robo a la policía y no tengo intención de hacerlo. Porque esa calavera trae… mala suerte.

—¿Mala suerte? —Maitland miró a su huésped—. ¿Tú, con tu colección de momias egipcias malditas, me dices eso? Nunca diste pábulo a toda esa palabrería supersticiosa,

—Exactamente. Por lo tamo, cuando te digo que creo sinceramente que esa calavera es peligrosa, debes tener fe en mis palabras.

Maitland reflexionó. Se preguntó si sir Fitzhugh habría experimentado los mismos sueños que le atormentaron a él mismo después de ver la calavera. ¿Había algún aura asociativa en aquella reliquia? Y, si era así, eso tan sólo aumentaba la peculiar fascinación ejercida por la adusta calavera del marqués de Sade.

No te entiendo en absoluto —declaró—. Habría jurado que no podrías esperar ni un segundo en recuperar esa calavera.

—Quizás no soy el único que no puede esperar —murmuró sir Fitzhugh.

—¿A qué te refieres?

—Ya conoces la historia de Sade. Conoces el poder de fascinación morbosa que tales genios malignos ejercen en la imaginación de los hombres. Tú mismo sientes esa fascinación; por eso quieres la calavera.

»Pero tú eres una persona normal, Maitland. Quieres comprar la calavera y guardarla junto a ni colección de objetos eróticos. Una persona anormal tal vez no piense en comprarla. Podría querer robarla… o incluso matar a su propietario para poseerla. En concreto, si lo que desea hacer es algo más que poseerla, por ejemplo, si quiere venerarla.

La voz de sir Fitzhugh bajó hasta convertirse en un susurro:

—No estoy intentando asustarte, amigo mío —prosiguió—. Pero conozco la historia de esa calavera. Durante los últimos cien años ha pasado de mano en mano por muchos hombres. Algunos eran coleccionistas y cuerdos. Otros eran miembros pervertidos de cultos secretos, adoradores del dolor, devotos de la Magia Negra. Algunos han muerto intentando conseguir esa espeluznante reliquia, y otros han sido… sacrificados por ella.

»Por azar, llegó a mí hace unos seis meses. Un hombre como tu amigo Marco me la ofreció. No por mil libras, ni quinientas. Me la regaló porque le causaba auténtico terror. 

»Por supuesto, me reí de tales ideas, al igual que tú ahora te estás riendo de las mías. Pero durante los seis meses que he tenido la calavera en mi poder he sufrido.

»He padecido extraños sueños. Simplemente mirar el rictus grave y artificial es suficiente para provocar pesadillas. ¿No has sentido que emanaba algo de esa cosa? Dicen que Sade no estaba loco… y les creo. Era mucho peor; estaba poseído. Hay algo inhumano en esa calavera. Algo que atrae a otros, hombres vivos cuyas calaveras esconden una característica bestial que es también no-humana o inhumana.

»Y he tenido que enfrentarme con algo más que mis sueños. Me llegaron llamadas de teléfono y cartas misteriosas. Algunos sirvientes han informado sobre merodeadores nocturnos por los alrededores.

—Probablemente no sean más que ladrones normales, como Marco, en busca de objetos valiosos —comentó Maitland.

—No —dijo sir Fitzhugh con un suspiro—. Esos desconocidos merodeadores hicieron algo más que intentar robar la calavera. ¡Entraron en mi casa de noche y la adoraron!

»¡Y estoy completamente convencido de este asunto, re lo aseguro! Guardé la calavera en una vitrina de cristal en la biblioteca. Con frecuencia, cuando iba allí para echarle un vistazo por las mañanas, descubría que había sido movida durante la noche.

»Sí, movida. A veces la vitrina estaba hecha añicos y la calavera encima de la mesa. En una ocasión la encontré en el suelo.

»Por supuesto, interrogué a los sirvientes. Sus coartadas eran perfectas. Era obra de alguien de fuera que probablemente temía poseer del todo la calavera, pero que aun así necesitaba acceder a ella de vez en cuando para practicar algún rilo abominable y pervertido.

»¡Entraban en mi casa, te lo aseguro, y adoraban a esa repugnante calavera! Y cuando la robaron, yo me sentí muy contento… muy, muy contento.

»Lo único que puedo decirte es que re mantengas alejado de todo esto. ¡No vayas a ver al tal Marco y no te impliques más con esa maldita reliquia de cementerio!

Maitland asintió.

—Muy bien —dijo—. Te agradezco la advertencia.

Dejó a sir Fitzhugh poco después.

Media hora más tarde subía las escaleras del destartalado ático de Marco.

V

Subió las escaleras hasta la habitación de Marco… escaló los quejumbrosos escalones del alojamiento desvencijado en el Soho y escuchó los latidos curiosamente amortiguados de su propio corazón.

Pero no por mucho tiempo. Un repentino aullido resonó desde el descansillo superior y Maitland subió los últimos peldaños con una urgencia demente.

La puerta de la habitación de Marco estaba cerrada con llave, pero los sonidos que salían del interior llevaron a Maitland a tomar medidas desesperadas.

Las advertencias de sir Fitzhugh le habían convencido para llevar consigo su revólver de reglamento en esta misión; ahora lo desenfundó y voló la cerradura de un disparo.

Maitland abrió la puerta de par en par justo cuando los aullidos alcanzaron el definitivo y demente crescendo. Irrumpió en el cuarto y luego se cubrió para protegerse.

Algo salió despedido hacia él desde el suelo; algo se abalanzó a su garganta.

Maitland levantó el revólver y disparó a ciegas.

Durante unos segundos su visión se empañó y sus oídos ensordecieron. Cuando se recuperó, estaba medio arrodillado en el suelo ante la entrada. Una silueta peluda   cadáver de un perro guardián gigantesco.

De repente, recordó la referencia que hizo Marco al animal. ¡Así que eso lo explicaba todo! El perro había aullado y le había atacado. Pero… ¿por qué?

Maitland se levantó y entró en el sórdido dormitorio. Todavía ascendía lavoluta de humo de los disparos. Volvió a posar la mirada en el animal y advirtió entonces los brillantes colmillos amarillentos en el rictus sonriente incluso en la muerte. Luego, echó un vistazo a su alrededor, al mobiliario barato, al escritorio desordenado, a la cama deshecha…

La cama deshecha en la que yacía Marco con la garganta desgarrada en un rosario rojo de muerte.

Maitland observó el cuerpo del hombrecillo regordete y sintió un escalofrío.

Entonces vio la calavera. Estaba apoyada sobre la almohada junto a la cabeza de Marco: un siniestro compañero de cama que parecía mirar curiosamente al cadáver con una expresión de fantasmal camaradería. La sangre había salpicado los pómulos vacíos, pero incluso bajo aquellas manchas sangrientas, Maitland pudo ver la peculiar solemnidad del cráneo.

Por primera vez sintió en toda su extensión el aura de maldad que envolvía la calavera de Sade. Se podía palpar en aquella habitación devastada; se podía palpar, al igual que la presencia de la propia muerte. La calavera parecía brillar con una fosforescencia real de casa de los horrores.

Maitland sabía ahora que su amigo le había dicho la verdad. Aquel terror óseo poseía un terrible magnetismo inherente… un genuino Elixir de Muerte que manipulaba y acosaba las mentes de los hombres… y los animales.

Debió de ocurrir de esa manera. El perro, enloquecido por un ansia asesina, finalmente había atacado a Marco mientras dormía, y lo había destrozado. Luego, intentó atacar a Maitland cuando entró. Y durante ese tiempo, la calavera había estado observándolo todo; observando y regodeándose exactamente igual que Sade se habría regodeado si sus ojos azules claros hubieran pestañeado en aquellas oscuras cuencas.

Quizás, en algún lugar dentro de aquel cráneo, los restos marchitos de su cruel cerebro todavía estaban sensibilizados ame el terror. La fuerza magnética que concentraba ejercía una fuerte atracción en Maitland, a pesar de lo que ya sabía.

Por eso, Maitland, empujado por una compulsión que no era capaz de explicar, y que tampoco pretendió justificar, se agachó y agarró la calavera. La sostuvo durante un largo rato en la clásica pose de Hamlet.

Luego salió de aquella habitación, para siempre… portando el cráneo en sus manos.

El miedo cabalgaba sobre los hombros de Maitland mientras se apresuraba por las calles en penumbra. El miedo le susurraba extrañamente al oído, advirtiéndole de que se diera prisa, no fueran a encontrar el cadáver de Marco y salieran tras él.

El miedo le llevó a entrar en su propia casa por una puerta lateral y dirigirse directamente a sus aposentos para que nadie pudiera ver la calavera que escondía bajo el abrigo.

El miedo fue el compañero de Maitland toda aquella noche. Se quedó allí sentado, observando la calavera sobre la mesa y estremecido por la repulsión que le provocaba.

Sir Fitzhugh tenía razón, lo sabía. De aquella calavera y el negro cerebro en su interior manaba una influencia malsana. Había hecho que Maitland desoyera las prudentes advertencias de su amigo… también que Maitland robara la calavera a aquel hombre muerto… y que ahora se escondiera en aquel cuarto solitario.

Debería llamar a las autoridades, lo sabía. Aún mejor, debería deshacerse de la calavera. Donarla, tirarla a la basura y librar al mundo de aquello para siempre. Había algo desconcertante en aquel maldito objeto… algo que no llegaba a comprender.

Porque, sabiendo todas estas verdades, todavía deseaba poseer la calavera del marqués de Sade. Se producía un encantamiento maligno, la vileza durmiente en el alma de los hombres despertaba y reaccionaba a la lujuria despreciable que manaba en oleadas de la calavera.

Observó detenidamente la calavera, le recorrió un escalofrío… pero sabía que no podría renunciar a ella. Y tampoco tenía fuerzas para destruirla. Tal vez poseerla le llevara finalmente a la locura. La calavera incitaría a otros a cometer indescriptibles excesos.

Maitland reflexionó y meditó en busca de una solución para aquel objeto impasible que le miraba con la terquedad de la muerte.

Se hizo tarde. Maitland bebía vino y caminaba de un lado a otro de la estancia. Estaba agotado. Tal vez por la mañana podría analizar la situación y llegar a una conclusión lógica y sensata.

Sí, estaba alterado. Las extrañas insinuaciones de sir Fitzhugh le habían trastornado, y los espantosos sucesos acaecidos a última hora de la tarde le habían sacado de quicio.

No tenía sentido dar pábulo a estúpidas imaginaciones sobre la calavera del loco marqués… lo mejor era descansar.

Se tumbó en la cama. Alargó el brazo para pulsar el interruptor y apagó la luz. Los rayos de la luna se filtraron por la ventana y buscaron la calavera sobre la mesa, envolviéndola con una luminosidad inquietante. Volvió a examinar las mandíbulas que, aunque debieran, no sonreían.

Luego, cerró los ojos e hizo un esfuerzo por quedarse dormido. Por la mañana llamaría a sir Fitzhugh, le confesaría todo y entregaría la calavera a las autoridades.

Su maligna carrera (real o imaginaria) llegaría a su fin. Pues que así fuera.

Maitland cayó en un profundo sueño. Antes de dormirse, intentó prestar atención a algo… algo desconcertante… la misma impresión que tuvo al contemplar el cuerpo del perro guardián en la habitación de Marco. La forma en la que brillaban sus colmillos.

Sí. Eso era. No había visto sangre en el hocico del perro guardián. Extraño. Porque el perro guardián había degollado a Marco. Nada de sangre… ¿cómo podía ser?

Bueno, mejor sería dejar ese tema para la mañana, también…

Mientras dormía, Maitland tuvo la sensación de ser consciente de que soñaba. Y que en su sueño abría los ojos y parpadeaba a la brillante luz de la luna. Dirigió la mirada a la mesa y vio que la calavera ya no reposaba sobre la superficie.

Eso también era curioso. Nadie había entrado en el cuarto, o él se habría despertado.

Si no hubiera estado seguro de que estaba soñando, Maitland se habría sobresaltado aterrorizado al ver el rayo de luna en el suelo… el rayo de luna que alumbraba la calavera rodando.

Giraba una y otra vez, y su rostro huesudo permanecía más impasible que nunca. Con cada vuelta se aproximaba más a la cama.

Maitland casi llegaba a oír el golpeteo de la calavera cuando rodó sobre el suelo desnudo a los pies de la cama. Luego tuvo lugar la grotesca progresión tan típica de las fantasías nocturnas. ¡La calavera ascendió por el lateral de la cama!

Con los dientes, se agarró a la esquina que colgaba de la sábana, y el cráneo, literalmente, se impulsó hacia fuera y arriba, balanceando la sábana en un arco y aterrizando en la cama a los pies de Maitland.

La escena era tan vívida que pudo sentir el golpe al impactar en el colchón. Las sensaciones táctiles continuaron y Maitland sintió que la calavera rodaba por la colcha. Subió hasta su cintura y luego se aproximó a su pecho.

Maitland vio entonces los rasgos óseos a la luz de la luna, apenas a unos quince centímetros de su cuello. Sintió un peso frío sobre la garganta. Ahora la calavera comenzó a moverse.

Entonces se dio cuenta de que estaba atrapado en la peor de las pesadillas y luchó por despertarse antes de que el sueño continuara.

Un grito ascendió por su garganta… pero no llegó a brotar de ella. Porque la garganta de Maitland fue cercenada por dientes que ya se aprestaban a masticar:  unos dientes que se hundieron en el cuello con toda la fuerza de una mandíbula humana en movimiento.

La calavera cercenó la yugular de Maitland con cruel celeridad. Se escuchó un gemido, un gorgoteo y, a continuación, ningún otro sonido.

Un rato más tarde la calavera se enderezó sobre el pecho de Maitland.

El pecho de Maitland ya no se movía y la calavera permaneció allí con una curiosa apariencia de satisfecho reposo.

La luna iluminó el cráneo y reveló una circunstancia de lo más curiosa. Era un detalle sin importancia, pero  que de alguna manera parecía encajar… dada la situación.

Reposando sobre el pecho del hombre al que había asesinado, la calavera del marqués de Sade ya no tenía un rictus impasible. Sus rasgos ahora mostraban una indiscutible e inequívoca sonrisa sádica.