Este relato se publicó por primera vez en The Blue Book Magazine.
ÉSTA ES LA TIERRA
Nelson S. Bond
Ésta es la Tierra que vosotros dividiréis por suertes. Y ni la división ni la unidad importan. Ésta es la Tierra. Tenemos nuestra herencia.
T. S. ELIOT: Miércoles de Ceniza.
Me pregunto lo que se siente al estar muerto. Se siente frío; eso ya lo sé. Nuestro padre estaba frío cuando nos lo llevamos, como había dispuesto, por las largas y tortuosas rampas y escarpadas laderas; a través de las grandes cavernas y las macizas compuertas que, al trasponerlas, gemían con asmáticos suspiros, abriendo su boca sobre los amplios corredores que había tras ellas; cuando pasamos junto a la intrincada maraña de acero chamuscado y escombros, para salir al vasto silencio del tétrico Exterior.
Allí, en el hueco de una llanura que descendía en forma de cráter, en la que los objetos salientes y desiguales arrojaban sombras negrísimas y recortadas sobre la blancura deslumbradora de las arenas, le cavamos con nuestras propias manos una tumba donde tendría su postrera morada. Allí, como él había ordenado, le sepultamos. A pesar de los rayos abrasadores del sol, él estaba frío y yerto. Su carne era de hielo, como sus labios y sus ojos, que siempre habían irradiado tan cálida bondad.
Éramos cuatro los que llevamos a nuestro padre en su último viaje. Mis compañeros eran más jóvenes que yo. Maravillados y boquiabiertos, mudos de pasmo y admiración, contemplaban el extraño Exterior que les rodeaba. Me pareció que sentían un temor que les llenaba de inquietud.
Pero mis sentimientos eran más completos, porque yo había leído los libros. Yo conocía la pena y la lamentación. En las viejas escrituras yo había viajado ya por estos lugares, viendo aquella tierra como había sido. En mis vagabundeos imaginarios había visto los campos cubiertos de hierba, había contemplado las flores multicolores balanceándose en la brisa estival, había avizorado el rápido vuelo de las aves que cruzaban el cielo como flechas policromas para posarse con maravillosa precisión sobre las frondosas copas de los verdes árboles y lanzar desde allí sus trinos.
Mas a la sazón todo esto había desaparecido. La tierra estaba yerma. Ningún arroyuelo serpenteaba por aquella desolación. No había en ella pastos, bosques ni prados. Sólo quedaba la tierra áspera y desolada. Semejantes a escuálidos y descarnados cráneos de piedra, las rocas desnudas se alzaban sobre las estériles dunas arenosas. Los lechos secos de ríos desaparecidos trazaban profundos símbolos desprovistos de significado sobre la llanura. Y sobre nuestras cabezas, un enorme sol que ocupaba una cuarta parte del firmamento lanzaba sus rayos abrasadores implacables sobre una corteza surcada por espantosas cicatrices, cubierta de detritus y hendida por costras de metal fundido y luego congelado.
Reinaba un silencio total. Ningún viento agitaba aquella inmensidad. Ninguna voz entonaba el cántico de la naturaleza. Y ningún pájaro lanzaba sus trinos al aire.
Me alzaré y me iré ahora, me iré a Innisfree.
Y una cabañita allí me construiré,
hecha de adobes y cañas;
allí tendré nueve hileras de habas, una colmena para mis abejas,
y viviré solo en el claro do zumban las abejas.
Así eran las canciones que solían cantar.
—Nuestra reclusión no durará siempre — dijo mi padre un día—. Ahora nos vemos obligados a vivir bajo tierra, como una desvalida raza de nuestros trogloditas. Debemos vivir aquí porque no tenemos otra elección posible. Pero cuando se cumpla el tiempo fijado, Dios, en su infinita sabiduría, os permitirá salir de nuevo. Llegará un día en que reverdecerá otra vez la tierra. Otro día, Dios mediante, habrá vida sobre ella...
—¿Hemos terminado? —preguntó el menor de mis hermanos. La fosa había sido excavada, los restos de , nuestro padre habían sido descendidos a ella y la última y lenta palada de arena deleznable había rellenado la reciente cicatriz abierta sobre la tierra tan atormentada. El túmulo confundíase ya con la llanura. Moví la cabeza.
—Aún no —respondí, abriendo el volumen que había llevado conmigo al Exterior. Las líneas negras y paralelas de letra impresa avanzaban en atrevido relieve sobre la limpia y marfileña blancura de la página —. Tenemos que leer el libro, dijo nuestro padre. Nos ha señalado los pasajes que debemos leer.
Mis hermanos inclinaron la cabeza, como les habían enseñado. Leí aquellas palabras ante ellos y el túmulo.
Junto a las aguas de Babilonia
nos sentamos para verter nuestro llanto
acordándonos de Sión.
Os costará creer estas cosas, decía mi padre, pero son ciertas. Están escritas en los libros para que las leáis. Los libros no mienten, como los hombres. Los hombres son falaces y engañosos, pero las imágenes dicen la verdad. En los libros encontraréis imágenes del mundo que nosotros habíamos construido.
Teníamos grandes ciudades, esparcidas por toda la faz de la tierra. Ciudades con edificios que se alzaban hasta el cielo, como agujas de piedra, cristal y acero rutilante. Brillaban llenas de vida durante el día y con luz propia por la noche; bajo los techos de sus innumerables hogares, los hombres trazaban los planes de portentosas hazañas, o soñaban en el triunfo, en la felicidad.
Éramos una raza de ingenieros locos, de trabajadoras hormigas que construían lo que soñaban. Nuestras amplias y largas autopistas unían entre sí nuestras atareadas colmenas; nuestros puentes franqueaban los ríos; si una montaña se alzaba a nuestro paso, la perforábamos para abrir un atajo que atravesaba su mismo corazón.
Embragados de sabiduría, abrumados de orgullo, habíamos dominado la Naturaleza, plegándola a nuestros caprichos. Nuestros rápidos trenes cruzaban amplios continentes sobre brillantes carriles, nuestros trasatlánticos eran verdaderas islas flotantes construidas por el hombre. El aire era nuestro dominio. Ni la propia Naturaleza había creado aves tan poderosas como aquellos gigantes que cruzaban el cielo y que no sólo trasponían las nubes, sino que penetraban en el aire enrarecido que se extiende más allá de la atmósfera.
No terminaría nunca de contarte cosas. Pero imagínate, si puedes, dos billones de seres inquietos moviéndose frenéticamente en una búsqueda incesante del conocimiento, de mayores lujos y comodidades... ambicionando siempre lo más nuevo, lo más bello, lo más grande. Esto te dará alguna idea de cómo vivíamos. El mundo ya no nos bastaba. Durante mi juventud, empezamos a mirar a las estrellas. Se lanzaron los primeros cohetes de pruebas. Todos los hombres provistos de razón estaban convencidos de que, antes de veinte años, los hijos de la Tierra, pondrían su planta sobre la Luna.
Habíamos dominado a todos los antiguos enemigos del hombre... excepto a uno. Manteníamos a raya al hambre y la pobreza. Los elementos estaban domados y reducidos a la obediencia: tierra, fuego, aire y agua se inclinaban ante nuestra sabiduría científica y nuestra destreza. En nuestros inmaculados hospitales conspirábamos para limitar los daños causados por las dolencias y enfermedades; en la última década de nuestra grandeza alargamos el término medio de vida en más de treinta años. Así fue como redujimos a la impotencia a los mayores enemigos de la humanidad. Excepto uno. Y éste era el propio hombre.
Habíamos sondeado los secretos de la Naturaleza. Mas no habíamos aprendido una cosa. Y ésta era la humildad. No habíamos aprendido a convivir pacíficamente.
Hubo tres guerras, cada una de ellas mayor que la precedente, cada una de ellas más larga que la anterior. La primera se libró al antiguo estilo: hombre contra hombre, fuerza bruta contra fuerza bruta. Luego se introdujeron innovaciones. Y cuando aquella guerra tocaba a su fin, apelamos por primera vez a nuestro reciente arsenal de conocimientos científicos. Enfrentamos el acero contra la carne débil y perecedera; el estrépito de las armas que la ahogaron bajo el rugido de los cañones de largo alcance y el que producían los tanque al avanzar. Lanzamos gases y llamas; la atmósfera fue cruzada por nuestras primeras y torpes aves de presa pero su intervención aún no fue decisiva. Aquella fuel la última gran batalla de los brutos.
La segunda fue una guerra de laboratorio. Cada con tendiente tenía sus ejércitos, pero los combates decisivos no se libraron en el campo de batalla. Las victorias se consiguieron en pequeñas salas, en las que un grupo de hombres trazaba diagramas y elaboraba fórmulas. Los buques de guerra gobernados por el hombre no tenían defensa contra los proyectiles teledirigidos, que los aniquilaban. Fue una guerra de cohetes, de radar y de lógica. La garra de la muerte se abatió con mayor fuerza, sobre los que no vestían uniforme ni empuñaban armas. Su preludio estuvo constituido por una voz aguda e histérica que vociferaba locas amenazas sobre todo el mundo por medio de cables invisibles por los que discurría la energía eléctrica; su telón final fue una grasienta columna de humo que se alzaba en forma de seta gigantesca sobre las ruinas de lo que había sido una ciudad. Ésta fue la última gran batalla del pueblo.
La tercera guerra fue la más curiosa de todas, porque la mayoría de los combatientes no sabían que los habían movilizado. Fue una guerra de cerebros e ideas, de consignas e influencia psíquica. Fue librada con frases, pronunciadas e implícitas; con argumentos y palabras fríamente elegidas. Fue una guerra incruenta... si puede llamarse incruenta a una guerra que produjo sus heridas únicamente en los corazones y las almas de los hombres. Fue la más mortífera de las tres guerras mundiales porque se cobró su tributo entre todas las clases sociales: ricos, pobres, humildes y orgullosos; viejos, jóvenes, débiles y fuertes; todos fueron pasados por el mismo rasero cíe manera inexorable.
Durante muchos años nadie pereció brutalmente en un campo de batalla. Pero nadie conocía la dicha completa. Las luchas y las tendencias eran constantes, como la inquietud, la desazón y un temor que nada acallaba. La incertidumbre y la duda fueron las armas de esta guerra, las arrugas y las cejas fruncidas sus galones, corazones dolientes sus antorchas. Aquélla fue la última gran batalla de las almas.
La guerra final no fue en verdad una guerra. Antes más bien fue la inevitable consecuencia del abatimiento en que la tercera contienda, la guerra de nervios, sumió a la Humanidad. Fue un último y frenético gesto de desesperación. Fue el suicidio de la raza espoleado por años de temor, realizado en unos segundos de furia.
En algún lugar un dedo oprimió un botón y se produjo un contacto. Y en un instante, cielos y tierra fueron una bola de fuego. Ésta fue la última gran batalla de la Humanidad...
«Barreré completamente todas las cosas de la faz de la tierra», dijo el Señor.
«Consumiré hombres y bestias,
Aniquilaré las aves del cielo y los peces del mar;
lanzaré peñascos sobre los malvados;
arrebataré al hombre de la faz de la tierra»,
dijo el Señor.
Mi padre nos dijo: Os contaré por qué nosotros fuimos salvados.
En aquellos lejanos días, yo era un hombre de ciencia. En compañía de un grupo de colegas trabajaba en estas cavernas, perfectamente ocultas bajo la superficie de la tierra. La empresa a que nos dedicábamos era ultrasecreta... Vosotros habéis visto las máquinas y sabéis qué era lo que estudiábamos: el átomo, y las terribles posibilidades que encerraba.
Estábamos ocho de nosotros aquí el día de la muerte. Seis éramos varones, dos hembras. Yo era el más joven; los restantes han muerto hace ya mucho tiempo. Nuestros laboratorios estaban bien abastecidos y provistos de reservas alimenticias para mucho tiempo, y habían sido cuidadosamente diseñados para que fuesen autónomos en lo que se refiere a artículos tan preciosos para la vida como el aire y el agua, pues habéis de saber que, al trabajar a tan gran distancia de la superficie, nuestra provisión de aire tenía que ser artificial. Además, disponíamos de una serie de compuertas neumáticas que impedían que el aire se escapase por los corredores.
Fueron estas medidas de seguridad las que nos salvaron la vida. Debemos la supervivencia a la gran profundidad y aislamiento en que nos hallábamos, a aquellas herméticas cámaras de acero. Porque cuando llegó el fuego y tras él el gran vacío, nuestras cavernas se conmovieron y temblaron... pero resistieron.
Sabemos lo que sucedió, pero no cómo sucedió. No basta con decir que se debió a la bomba de hidrógeno. Ésta es una explicación capciosa y que no pasa de ser una simple conjetura. Por lo que sabemos, la chispa pudo haber sido originada por la escisión de un elemento totalmente distinto. Actualmente no podemos saber cuáles eran las fuerzas con que experimentaba nuestro enemigo.
Lo único que sabemos es que alguien cometió un tremendo error al no tener en cuenta que la atmósfera terrestre, sustento de la vida, estaba compuesta en una quinta parte de oxígeno, sin cuya presencia ninguna combustión es posible.
¿Cuándo aquella primera chispa inició su reacción en cadena...? Tampoco lo sabemos. Pero en el espacio de unos segundos, todo cuanto se arrastraba, andaba o volaba en el Exterior fue aniquilado. Conquistadores y conquistados, soñadores y necios incapaces de soñar, todos se convirtieron en simples motas que ardieron en la-breve llamarada que llenó los cielos. Y que duró un instante, hasta consumir totalmente la envoltura gaseosa de la tierra. A continuación se abatió sobre ella el espantoso frío del espacio interplanetario, para reclamar el globo que él había engendrado.
No hace falta que os cuente el resto. Escrito está. En nuestros libros consta la historia de nuestra vida subterránea. Sabéis cómo sobrevivimos año tras año, cómo continuamos nuestras investigaciones, esforzándonos por hallar el medio de devolver a la tierra su envoltura atmosférica, cómo vosotros nacisteis bajo la superficie de nuestro mundo... patéticos retoños de los últimos miembros de una raza que no renunciaban a la esperanza al pensar en la tierra, esperando que un día volvería a ser como antaño y que vosotros continuaríais en ella la labor iniciada por nosotros.
Todo esto sucedió hace muchos años. Yo ya soy viejo. Mis compañeros, uno tras otros, han alcanzado el eterno descanso. Todos han desaparecido y solamente quedo yo, el último de los ancianos, el último de aquel grupo insignificante que salió indemne del fuego celestial. Yo también falleceré pronto. Como ellos, seré transportado al Exterior, para que mis cenizas se mezclen con el polvo de aquella humanidad a la que yo también pertenecía.
Mas cuando yo desaparezca, no debéis llorar mi pérdida. Por encima de todo, no debéis perder las esperanzas. Nuestro encarcelamiento no durará siempre. Ahora nos vemos obligados a vivir bajo la tierra, cual desvalida raza de modernos trogloditas. Debemos morar en las profundidades porque no nos queda otra elección. Pero cuando se cumpla el tiempo fijado, Dios, en su infinita sabiduría, os permitirá salir de nuevo. Llegará un día en que reverdecerá otra vez la tierra. Otro día, Dios mediante, habrá vida sobre ella. Ésta es la tierra... y vosotros sois sus herederos.
¡Entonaré Tus alabanzas, porque estoy hecho de un modo terrible y maravilloso!
Digna de pasmo es Tu obra, como mi alma sabe muy bien.
Mi sustancia no fue oculta a Tu vista cuando me hicieron en secreto
extrañamente entretejido en las partes más inferiores de la Tierra.
Cerré el libro y mis hermanos alzaron la cabeza.
—¿Hemos terminado? —preguntó el más joven. Yo asentí, y dejamos el túmulo. En el firmamento donde el sol no brillaba, las estrellas ardían sobre el negro de azabache del espacio como minúsculos y dolorosos diamantes. Abandonamos lentamente el Exterior, atravesando las vacías cavernas y las rechinantes compuertas, descendiendo por las largas galerías y los tortuosos pasadizos hacia la recogida morada abierta en las entrañas de la tierra que era nuestro solitario imperio.
Una vez allí, ordené a cada cual que se dedicase a su tarea. Nuestro padre había dicho que el trabajo debía continuar. Yo soy el hermano mayor y a mí me corresponde a partir de este momento trazar los planes... y tomar las decisiones.
Permanecí un rato sentado y sumido en mis cavilaciones. Luego me levanté para hacer mi ronda diaria. Vi de nuevo las tinas y crisoles, los laboratorios donde trabajan mis hermanos. El último lugar que visité fue la sala donde estaba instalada la emisora. Aquel ritual no podía ser omitido.
—En algún lugar de la tierra — solía decir con frecuencia mi padre — pueden existir otras cavernas. En su interior pueden vivir otros hombres, que como nosotros, se esfuercen por establecer contacto con sus semejantes perdidos.
Pulsé el aparato, lanzando una señal al mundo silencioso. El mundo, como siempre, no contestó.
Y finalmente volví a esta habitación. Era la estancia de mi padre; aquí están los libros que él leía y los libros en que escribía. Aquí, en apretadas líneas, inscribió sobre unas páginas descoloridas por el tiempo el canto del cisne de la Humanidad. Y hoy, como tributo a su memoria, yo he añadido estas frases:
Mas aquellos que esperen en el Señor, aquéllos heredarán la tierra.
Así está escrito; así lo quiso mi padre. Mas... ¿Vale la pena? ¿Vale la pena que investiguemos y nos esforcemos para sentar de nuevo nuestros reales sobre una tierra requemada, desprovista de encanto y atractivo? ¿Qué ocurrirá si un día la tierra vuelve a cubrirse de verdor? ¿Será también un hogar para nosotros, que no nacimos en ella? ¿Qué ocurrirá si la poblamos nuevamente, reconstruimos sus ciudades, continuamos los tortuosos sueños del hombre v elevamos sus ambiciones hasta las estrellas? ¿Tendrá algún significado para nosotros, alguna alegría?
Creo que no. Y creo que mi padre erró al pedirnos que continuásemos su obra. Ahora que él ha fallecido, la vida ya no tiene finalidad para nosotros. Nosotros, sus herederos, no concedemos valor al legado que nuestro padre moribundo nos hiciera.
Por consiguiente, hace algunos momentos que accioné el interruptor; el interruptor central que gobierna los mandos que suministran un simulacro de vida a mis hermanos robots. Ahora ellos permanecen silenciosos ante sus puestos enmudecidos, como inmóviles tributos al último y mayor esfuerzo del hombre por perpetuar su linaje. Una raza de imágenes metálicas del hombre. ¡Qué lástima que no naciesen hijos de aquellos ocho estériles supervivientes del último día de la tierra!
Ahora, dentro de un instante, accionaré el interruptor que hay sobre mi pecho; el interruptor que me da vida. Entonces yo también permaneceré silencioso para siempre, como mis hermanos.
¿Qué se debe de sentir al estar muerto?