jueves, 27 de enero de 2022

MESTIZOS EN VENUS


"Half-Breeds on Venus" es un relato de ciencia ficción escrito por Isaac Asimov que fue publicado por primera vez en la revista Astonishing Stories de diciembre de 1940. La historia comienza poco después de los eventos finales de la historia anterior de Half-Breed.


Frederik Pohl, editor de la revista Astonishing Stories, le pidió a Asimov que escribiera una continuación de su anterior historia de intitulada "Half-Breed" que había sido un éxito. Asimov pasó los meses de abril y mayo de 1940 escribiendo y presentó la secuela el 3 de junio. El cuento fue aceptado el 14 del mismo mes y luego publicado en el número de diciembre de 1940.


"Mestizos en Venus" fue la vigésima historia escrita por Asimov, la décima publicada, la primera después de una historia anterior, y su primera historia de portada, es decir, la primera historia que inspiró con un dibujo de la portada de la revista. Contando diez mil palabras, también fue la historia más larga que Asimov había publicado hasta ese momento.


En su libro antológico (The Early Asimov) el escritor realizó el siguiente comentario sobre su historia:

El 25 de marzo de 1940, el día que presenté "Homo Sol" por última vez, fui a ver a Pohl a su oficina. Me dijo que la reacción provocada por "Mestizo" había sido tal que creía justificado pedirme que escribiera una continuación. Era la primera vez que me solicitaban un relato específico con una aceptación virtualmente garantizada por adelantado.

Pasé los meses de abril y mayo trabajando en la continuación, "Mestizos en Venus", y lo presenté a Pohl el 3 de junio. El 14 de este mismo mes lo aceptó. La historia tenía diez mil palabras, la más extensa que había vendido hasta aquel momento. Lo que es más, las revistas de Pohl tenían tanto éxito que su presupuesto se había incrementado y pudo pagarme cinco octavos de centavo por palabra: 62.50 dólares.

Apareció en el número de Astonishing que llegó a los quioscos el 24 de octubre de 1940, casi dos años después de mi primera venta. Además, este día fue memorable para mí, pues fue la primera vez que el dibujo que había en la portada de la revista se tomó de uno de mis relatos. Yo había hecho la portada.

El título del relato y mi nombre aparecieron en primera plana en letras mayúsculas. Era una halagadora señal de que mi nombre contribuía a vender revistas ya en aquella época.

El relato, no es nada sorprendente; refleja mí situación personal en aquella época. Habla ido a una escuela superior de muchachos y a un colegio universitario de muchachos. Sin embargo, ahora que estaba en una escuela universitaria de graduados, el ambiente era, por vez primera, coeducacional.

A finales de 1939, descubrí que una preciosa joven rubia tenía el pupitre vecino al mío en el laboratorio de mi curso sobre química orgánica sintética. Naturalmente, me sentí atraído.

La convencí para que saliera conmigo a lo largo de ingenuas citas, La primera de las cuales coincidió con mi vigésimo cumpleaños, en que la llevé al Radio City Music Hall. Durante cinco meses, la perseguí con ineficaz romanticismo.

No obstante, al término del curso ella consiguió su diploma de licenciada en arte y, habiendo resuelto no proseguir sus estudios para obtener el doctorado, dejó la escuela y aceptó un empleo en Wilmington, Delaware, abandonándome, abatido y desconsolado.

Me repuse, naturalmente, pero mientras ella estaba aún en la escuela, escribí "Mestizos en Venus". De todas las historias que he escrito, ésta es la que más trata sobre las relaciones entre dos jóvenes de distinto sexo. El nombre de la heroína era Irene, el mismo que el de mi atractiva vecina rubia del laboratorio.

Sin embargo, unas cuantas citas a nivel de cogerse la mano no obraron la magia requerida para que yo dominara literariamente la temática amorosa, y, en mis relatos posteriores, continué haciendo escaso uso de las chicas… y creo que eso fue una buena cosa.

MESTIZOS EN VENUS
(Half-Breeds on Venus)

Isaac Asimov

La húmeda y soñolienta atmósfera vibró violentamente y se partió en dos. La desnuda altiplanicie se estremeció tres veces, cuando los pesados proyectiles en forma de huevo descendieron del espacio exterior. El sonido del aterrizaje retumbó desde las montañas de un lado hasta el frondoso bosque del otro, y después todo volvió a ser silencio.

Una a una, se abrieron tres puertas, y unas figuras humanas salieron en vacilante fila india.

Un millar de ojos contemplaban el paisaje y un millar de bocas charlaban con excitación.

¡Los híbridos habían aterrizado en Venus!

Max Scanlon suspiró con fatiga.

—¡Aquí estamos!

Se apartó de la portilla y se dejó caer en su propio sillón especial.

—Son tan felices como niños… y no les culpo. Tenemos un mundo nuevo para nosotros solos y esto es una gran cosa. Pero, sin embargo, nos esperan días muy difíciles. ¡Casi estoy asustado! ¡Es un proyecto tan poco aventurado, pero tan difícil de completar!

Un tierno brazo se posó en su hombro y él lo asió firmemente, sonriendo a los dulces ojos azules que se encontraron con los suyos.

—Pero tú no estás asustada, ¿verdad, Madeline?

—¡Claro que no! —y su expresión se hizo más triste—. Si nuestro padre hubiera venido con nosotros…

Después de estas palabras hubo un largo silencio, mientras ambos se sumían en sus pensamientos. Max suspiró.

—Me acuerdo de él en aquel día de hace cuarenta años; traje viejo, pipa, todo. Me adoptó. ¡A mí, un despreciado mestizo! Y… ¡y te encontró para mí, Madeline!

—Lo sé —Había lágrimas en sus ojos—. Pero aún sigue con nosotros, Max, y siempre lo estará…

—¡Eh, papá, cógela, cógela!

Max se dio la vuelta al oír la voz de su hijo mayor, justo a tiempo para coger el revoltijo de brazos y piernas que se le echó encima.

La sostuvo gravemente frente a sí.

—¿He de entregarte a tu papá, Elsie? Te reclama.

La pequeña agitó las piernas con embeleso.

—No, no. Yo te quiero a ti, abuelito. Quiero que me lleves sobre los hombros y salgas con abuelita a ver lo bonito que es todo esto.

Max se volvió hacia su hijo y le hizo serias señas de que se fuera.

—Vete, padre desdeñado, y da una oportunidad al viejo abuelito.

Arthur se echó a reír y se enjugó el rostro.

—Quédatela, por todos los cielos. Nos ha hecho correr de lo lindo a mi mujer y a mí ahí fuera. Hemos tenido que arrastrarla por el vestido para evitar que se metiera en el bosque. ¿Verdad, Elsie?

Elsie pareció recordar súbitamente un pasado agravio.

—Abuelito, dile que me deje ver esos árboles tan bonitos. No quiere hacerlo —se desasió del abrazo de Max y corrió a la portilla—. Míralos, abuelito, míralos. Ya no está oscuro. No me gustaba nada que estuviera oscuro, ¿y a ti?

—Tampoco, Elsie; no me gustaba nada que estuviera oscuro. Pero ya no lo está, y no volverá a estarlo nunca más. Ahora vete corriendo con abuelita. Hará un pastel especial para ti. ¡Vamos, corre!

Siguió con la mirada la partida de su esposa y su nieta con ojos sonrientes, y después, al volverse hacia su hijo, recobró su seriedad.

—¿Y bien, Arthur?

—Bien, papá, ¿qué hacemos ahora?

—No hay tiempo que perder, hijo. Tenemos que empezar a construir inmediatamente… ¡bajo tierra!

Arthur adoptó una actitud atenta.

—¡Bajo tierra! —frunció el ceño con consternación.

—Lo sé, lo sé. No había dicho nada antes, pero hay que hacerlo. Hemos de desaparecer de la faz del sistema a cualquier precio. Hay terrícolas en Venus, de pura sangre. No hay muchos, es verdad, pero sí algunos. No deben encontrarnos… por lo menos, hasta que estemos preparados para lo que pueda ocurrir.

—Pero, padre, ¡bajo tierra! Vivir como topos, privados de la luz y el aire. No me gusta nada.

—Oh, tonterías. No dramatices más de la cuenta. Viviremos en la superficie, pero la ciudad, las centrales eléctricas, las reservas de comida y agua, los laboratorios, todo esto ha de estar debajo y ser inexpugnable.

El anciano híbrido intentó desviar el tema.

—Pero olvidémoslo. Quiero hablarte de otra cosa, algo que ya hemos discutido.

Los ojos de Arthur se endurecieron y desvió su mirada hacia el techo. Max se levantó y colocó las manos sobre los fuertes hombros de su hijo.

—Tengo más de sesenta años, Arthur. No sé cuánto tiempo viviré. En cualquier caso, lo mejor de mí pertenece al pasado y es preferible que ceda el liderazgo a una persona más joven y vigorosa.

—Papá, esto son necedades sentimentales y tú lo sabes. Ninguno de nosotros te llega a la suela de los zapatos y nadie prestará atención más de un segundo a un plan para designar tu sucesor.

—No les pediré que me escuchen. Está decidido… y tú eres el nuevo jefe.

El joven movió la cabeza firmemente.

—No puedes obligarme en contra de mi voluntad.

Max sonrió de un modo raro.

—Me temo que estás evadiendo tu responsabilidad, hijo. Dejas a tu pobre anciano padre a merced de las fatigas y esfuerzos de un trabajo que sobrepasa el vigor de sus años.

—¡Papá! —fue la ofendida réplica—. No es así. Tú sabes que no lo es. Tú…

—Pues demuéstralo. Míralo de esta manera. Nuestra raza necesita una jefatura activa y yo no puedo proporcionársela. Siempre estaré aquí —mientras viva— para aconsejarte y ayudarte lo mejor que pueda, pero de ahora en adelante, tú debes tomar la iniciativa.

Arthur frunció el ceño y pronunció de mala gana estas palabras:

—De acuerdo. Aceptaré el puesto de comandante de campo. Pero recuerda, tú eres comandante en jefe.

—¡Perfecto! Y ahora celebremos el acontecimiento —Max abrió un armario y extrajo una caja, de la que sacó un par de cigarros. Suspiró—. La reserva de tabaco está a punto de agotarse y no tendremos más hasta que cultivemos el nuestro propio, pero… fumaremos a la salud del nuevo jefe.

Anillos de humo azul se elevaron hacia el techo y Max frunció el ceño mirando a su hijo.

—¿Dónde está Henry?

Arthur sonrió.

—¡Dunita! No lo he visto desde que hemos aterrizado. No obstante, puedo decirte con quién está.

Max gruñó:

—Yo también lo sé.

—El muchacho aprovecha la ocasión. Ya no faltan muchos años, papá, para que mimes a una segunda serie de nietos.

Y padre e hijo se sonrieron afectuosamente y escucharon en silencio el ahogado sonido de felices risas de los cientos de híbridos que había fuera.

Henry Scanlon ladeó la cabeza y levantó la mano pidiendo silencio.

—¿Oyes un ruido de agua, Irene?

La chica que había junto a él asintió.

—En aquella dirección.

—Pues vayamos hacia allí. Antes de que aterrizáramos he visto un río por aquí y quizá sea éste.

—Muy bien, si tú lo deseas, pero creo que deberíamos regresar a las naves.

—¿Para qué? —Henry se detuvo y la miró fijamente—. Pensaba que te alegrarías de estirar las piernas después de pasar semanas en una nave abarrotada.

—Bueno, puede ser peligroso.

—No aquí en las tierras altas, Irene. Las tierras altas venusianas. son prácticamente una segunda Tierra. Verás que esto es un bosque y no una jungla.

Irene reprimió una rápida sonrisa y lanzó una pícara mirada a su vanidoso compañero.

—Me doy perfecta cuenta. Éste es el peligro.

El pecho de Henry se desinfló con un audible jadeo.

—Muy gracioso… y más ahora que me porto tan bien—. Se alejó un poco, reflexionó malhumoradamente un rato, y después se dirigió a los árboles con frialdad—: Esto me recuerda que mañana es el cumpleaños de Daphne. He prometido hacerle un regalo.

—Regálale un cinturón adelgazante —fue la rápida contestación—, ¡La muy gorda!

—¿Quién está gorda? ¿Daphne? No me lo parece.

—Está gorda.

Henry apresuró el paso y la alcanzó.

—Claro que prefiero a las chicas delgadas.

Irene giró sobre los talones y cerró los puños.

—Yo no estoy delgada y tú eres un mono increíblemente estúpido.

—Pero, Irene, ¿quién ha dicho que hablaba en serio?

La joven enrojeció hasta las orejas y se alejó, con el labio inferior temblando. La sonrisa desapareció de los ojos de Henry y fue sustituida por una mirada de inquietud. Alargó vacilantemente el brazo y lo deslizó alrededor de los hombros de ella.

—¿Enfadada, Irene?

—No —dijo.

Sus ojos se encontraron y, durante un momento, Henry vaciló… y averiguó que quien vacila pierde; pues con un súbito movimiento y una suave carcajada, Irene se encontró de nuevo libre.

Señalando hacia una entrada entre los árboles, gritó.

—¡Mira, un lago! —y se alejó corriendo.

Henry frunció el ceño, murmuró algo en voz baja. Y corrió tras ella.

Los dos híbridos —muchacho y muchacha— permanecieron en la orilla con las manos cogidas y absortos en la belleza del paisaje.

Entonces se oyó un ahogado chapoteo, no lejos de allí, e Irene se echó en brazos de su compañero.

—¿Qué pasa?

—Nada. Me parece que se ha movido algo en el agua.

—Oh, imaginaciones tuyas, Irene.

—No. De verdad, he visto algo. Surgió y… oh, Henry, no me abraces tan fuerte…

Casi perdió el equilibrio cuando Henry la soltó de pronto y asió rápidamente su pistola de tonita.

Justo delante de ellos, una mojada cabeza verde salió del agua y les contempló con un par de grandes ojos saltones. Su ancha boca carente de labios se abrió y cerró con rapidez, pero no emitió ningún sonido.

Max Scanlon contempló pensativamente las abruptas colinas que se alzaban enfrente y se llevó las manos a la espalda.

—Lo crees así, ¿verdad?

—Desde luego, papá —insistió Arthur con entusiasmo—. Si nos escondemos bajo estos montones de granito, nadie podría encontrarnos. No tardaremos ni dos meses en formar toda la caverna, con nuestra ilimitada energía.

—¡Hum! ¡Requerirá mucho cuidado!

—¡Lo tendremos!

—En las regiones montañosas suele haber terremotos.

—Podemos erigir bastantes rayos estáticos como para sostener todo Venus, haya terremotos o no.

—Los rayos estáticos consumen mucha energía, y cualquier avería que nos dejara sin energía significaría el fin.

—Podemos acoplar cinco centrales eléctricas independientes. No fallarán las cinco a la vez.

El anciano híbrido sonrió.

—Muy bien, hijo. Veo que lo has planeado cuidadosamente. ¡Adelante! Empieza en cuanto quieras…

—¡Perfecto! Regresemos a las naves —Escogieron cautelosamente su camino de bajada por la rocosa pendiente.

—¿Sabes, Arthur? —dijo Max, deteniéndose de pronto—. He estado pensando en esos rayos estáticos.

—¿Sí? —Arthur le ofreció el brazo, y los dos reanudaron el descenso.

—Se me ha ocurrido que si pudiéramos hacerlos en un campo bidimensional y en forma de curva, tendríamos una defensa perfecta, mientras durara nuestra energía… un campo estático.

—Para eso se necesita radiación de cuatro dimensiones, papá… es una bonita idea, pero no puede realizarse.

—Oh, ¿de verdad? Bueno, escucha esto…

Sin embargo, lo que Arthur debía escuchar permaneció secreto, por lo menos aquel día. Un penetrante grito a poca distancia de ellos les hizo aguzar la vista. Hacia ellos se dirigía la decidida figura de Henry Scanlon, y siguiéndole, a mucha distancia y con un paso mucho más lento, iba Irene.

—Dime, papá, hace muchísimo rato que te busco. ¿Dónde estabas?

—Aquí mismo, hijo. ¿Y tú?

—Oh, por los alrededores. Escucha, papá. Te acuerdas de que los exploradores nos hablaron de unos anfibios que habitaban en los lagos altos de Venus, ¿verdad? Bueno, los hemos localizado. ¿No es cierto, Irene?

La muchacha hizo una pausa para recobrar el aliento y asintió con la cabeza.

—Son de lo más atractivo, señor Scanlon. Todos verdes —Arrugó la nariz, riéndose.

Arthur y su padre intercambiaron una mirada de duda. El primero se encogió de hombros.

—¿Estáis seguros de no haberlo imaginado? Recuerdo una ocasión, Henry, en que viste un meteoro en el espacio, casi nos morimos del susto, y después resultó ser tu propio reflejo en el cristal de la portilla.

Henry, penosamente consciente de la disimulada risa de Irene, sacó hacia delante un labio inferior lleno de beligerancia.

—Vamos, Art, me parece que te estás buscando una paliza. Y soy lo bastante mayor para dártela.

—¡Vamos, calmaos! —exclamó el anciano Scanlon con voz perentoria—, y tú, Arthur, aprende a respetar la dignidad de tu hermano pequeño. En cuanto a ti, Henry, todo lo que Arthur quería decir es que esos anfibios son tan tímidos como conejos. Nadie ha conseguido nunca verlos más de un segundo.

—Pues nosotros sí, papá. A muchos de ellos. Supongo que se sintieron atraídos por Irene. Nadie se le resiste.

—Ya sé que tú no puedes —y Arthur se rió fuertemente.

Henry volvió a ponerse rígido, pero su padre se interpuso entre los dos.

—Estaos quietos los dos. Vayamos a ver a esos anfibios.

—Es sorprendente —exclamó Max Scanlon—. Son tan amigables como niños. No puedo entenderlo.

Arthur movió la cabeza.

—Yo tampoco, papá. A lo largo de cincuenta años, ningún explorador ha logrado observar bien a uno, y aquí están… han acudido como moscas.

Henry echaba guijarros al lago.

—Mirad eso, todos vosotros.

Ahora los anfibios se amontonaban en número cada vez mayor, acercándose al mismo borde del lago, donde asían las gruesas cañas de la orilla y contemplaban con ojos saltones a los híbridos. Sus palmeadas y musculosas patas podían verse por debajo de la superficie del agua, moviéndose hacia delante y hacia atrás con perezosa gracia. Su boca sin labios se abría y cerraba sin cesar con ritmo extraño y desigual.

—Me parece que están hablando, señor Scanlon —dijo Irene, de pronto.

—Es muy posible —convino pensativamente el anciano híbrido—. Tienen la caja craneal bastante grande, y es posible que posean una inteligencia considerable. Si los órganos de su voz y oído están sintonizados para emitir ondas de mayor o menor frecuencia que las nuestras, no podemos oírlos… y eso podría explicar muy bien la falta de sonido.

—Probablemente, están hablando de nosotros con la misma preocupación que nosotros de ellos —dijo Arthur.

—Sí, y preguntándose qué clase de monstruos somos —añadió Irene.

Henry no dijo nada. Se aproximaba al borde del lago con pasos cautelosos. El suelo que pisaba se hizo cada vez más fangoso, y las cañas más gruesas. El grupo de anfibios más cercano volvió hacia él unos ojos ansiosos, y uno o dos se alejaron silenciosamente.

Pero el más próximo se mantuvo quieto. Tenía la amplia boca firmemente cerrada; los ojos expresaban cautela… pero no se movió.

Henry se detuvo, vaciló, y después alargó la mano.

—¡Hola, fib!

El «fib» contempló la mano alargada. Con mucho cuidado, extendió su propio antebrazo palmeado y tocó los dedos del híbrido. Con un salto, lo retiró de nuevo, y su boca se movió con silenciosa excitación.

—Ten cuidado —dijo la voz de Max desde detrás—. Así les asustarás. Tienen la piel terriblemente sensible y los objetos secos pueden irritarla. Mete la mano en el agua.

Lentamente, Henry obedeció. Los músculos del fib se pusieron en tensión para escaparse al más ligero movimiento, pero éste no llegó. La mano del híbrido volvió a alargarse, esta vez completamente mojada.

Durante un largo minuto no ocurrió nada, mientras el fib parecía reflexionar en su interior sobre su futura línea de conducta. Y después, tras dos falsos intentos y apresuradas retiradas, los dedos volvieron a tocarse.

—Hola, fib —dijo Henry, y estrechó la mano verde.

Siguió un único salto de asombro y después una nueva y vigorosa presión que entumeció los dedos del híbrido. Evidentemente animados por el ejemplo del primer fib, sus compañeros se aproximaron, ofreciendo multitud de manos.

Los otros tres híbridos avanzaron hasta el lodo y ofrecieron también sus manos mojadas.

—Es gracioso —dijo Irene—. Cada vez que estrecho una mano, pienso en el cabello.

—¿En el cabello?

—Sí, el nuestro. Tengo la imagen de un cabello blanco y largo, que se mantiene levantado y reluce bajo el sol.

—¡Cierto! —interrumpió de repente Henry—. Yo también tengo esta impresión, ahora que lo mencionas. Pero sólo cuando estrecho una mano.

—¿Y tú, Arthur? —preguntó Max.

Arthur asintió a su vez, mientras enarcaba las cejas.

Max sonrió y golpeó la palma de su mano con el puño.

—Es una especie de telepatía primitiva, demasiado débil para que ocurra sin contacto físico e incluso entonces sólo capaz de producir unas sencillas ideas.

—Pero ¿qué cabello, papá? —preguntó Arthur.

—Quizá fuera nuestro cabello lo que les atrajera en primer lugar. Nunca han visto algo parecido… y… bueno; ¿quién puede explicar su psicología?

De pronto, se puso de rodillas y remojó su alta cresta de cabello. Hubo un batir de agua y aparecieron nuevos cuerpos verdes que se acercaban. Una mano verde pasó suavemente por encima de la rígida cresta blanca, provocando un parloteo excitado, aunque silencioso. Luchando entre ellos por conseguir una posición ventajosa, compitieron por el privilegio de tocar el cabello hasta que Max, agotado, tuvo que volver a levantarse.

—Es probable que, a partir de ahora, sean amigos nuestros durante toda la vida —dijo—. Una extraña especie de animales.

En aquel momento, Irene se fijó en un grupo de fibs a cien metros de la orilla.

—¿Por qué no se acercan? —preguntó.

Se volvió hacia uno de los fibs más cercanos y señaló a los otros haciendo frenéticos gestos de dudoso significado. No recibió más que solemnes miradas como respuesta.

—Así no, Irene —reprendió Max amablemente. Extendió la mano, asió la de un complaciente fib y permaneció inmóvil durante un momento. Cuando la soltó, el fib se sumergió en el agua y desapareció. Al cabo de un instante, sus perezosos compañeros se acercaban lentamente por la costa.

—¿Cómo lo ha hecho? —inquirió Irene.

—¡Telepatía! Le he estrechado la mano fuertemente y he representado la imagen de un aislado grupo de fibs y una larga mano que se extendía sobre el agua para estrechar las suyas —Sonrió con amabilidad—. Son muy inteligentes, o no me hubieran entendido con tanta rapidez.

—¡Pero si son hembras! —gritó Arthur, con súbita y estupefacta incredulidad—. Por todo lo sagrado, ¡están amamantando a sus hijos!

—Ohh —exclamó Irene con repentino placer—. ¡Mirad esto!

Se hallaba arrodillada sobre el barro, con los brazos extendidos hacia la hembra más cercana. Los otros tres contemplaron con hipnotizado silencio cómo las nerviosas hembras fib estrechaban sus diminutas crías contra el pecho.

Pero los brazos de Irene hicieron ligeros gestos de invitación.

—Por favor, por favor. Es tan mono. No le haré daño.

Es muy dudoso que la madre fib la entendiera, pero con un súbito movimiento, alargó un pequeño fardo verde que se movía sin cesar y lo depositó en los brazos que lo esperaban.

Irene se levantó, gritando de satisfacción. Los pequeños pies palmeados daban patadas en el aire y, a su alrededor, ojos asustados la contemplaban fijamente. Los otros tres se aproximaron y lo observaron con curiosidad.

—Realmente es de lo más encantador. Mirad qué boquita tan graciosa. ¿Quieres cogerlo, Henry?

Henry retrocedió de un salto como si le hubieran pinchado.

—¡De ninguna manera! Probablemente se me caería

—¿Tienes alguna imagen en el pensamiento, Irene? —preguntó Max, pensativamente.

Irene reflexionó y frunció el ceño al concentrarse.

—Nno. Es demasiado pequeño, quizá…, ¡oh, sí! Es… es… —Se interrumpió y trató de reírse—. ¡Tiene hambre!

Devolvió el diminuto bebé fib a su madre, cuya boca se movía en transportes de alegría y cuyos musculosos brazos estrechaban contra sí a la pequeña criatura.

—Seres amigables —dijo Max—, e inteligentes. Que se queden con sus lagos y ríos. Nosotros nos quedaremos con la tierra y no interferiremos con ellos.

Un híbrido solitario se hallaba en la Montaña Scanlon y sus gemelos de campaña estaban enfocados hacia el monte Rocoso, a unos quince kilómetros sobre las colinas. Durante cinco minutos, los gemelos no se movieron y el híbrido permaneció como una estatua vigilante hecha de la misma roca de la que estaban formadas todas las montañas de alrededor.

Y entonces los gemelos de campaña descendieron, y el rostro del híbrido reflejó una profunda tristeza. Se apresuró a descender la colina hasta la guardada y oculta entrada de Ciudad Venus.

Pasó junto a los guardas sin pronunciar una sola palabra y descendió a los pisos inferiores, donde la sólida roca seguía siendo reducida a la nada y moldeada a voluntad por controlados chorros de superenergía.

Arthur Scanlon levantó la vista, y con una súbita premonición de desastre hizo señas a los desintegradores para que se detuvieran.

—¿Qué sucede, Sorrell?

El híbrido se inclinó hacia delante y susurró una sola palabra al oído de Arthur.

—¿Dónde? —La voz de Arthur era ronca.

—Al otro lado de la montaña. Ahora vienen a través del monte Rocoso en dirección hacia nosotros. Divisé el destello del sol sobre metal y…

—¡Dios mío! —Arthur se pasó distraídamente la mano por la frente y después se volvió hacia los ansiosos híbridos que les observaban, desde los mandos del desintegrador—. ¡Continuad tal como estaba planeado! ¡No hay cambios!

Se apresuró a subir las plantas hasta la entrada, y dio las pertinentes órdenes:

—Triplicad inmediatamente la guardia. Nadie más que yo o los que vengan conmigo podrán salir. Enviad en seguida algunos hombres por cualquiera de los rezagados y ordenadles que busquen refugio y no hagan ruidos innecesarios.

Después, volvió a la avenida central para dirigirse a la morada de su padre.

Max Scanlon levantó la vista de sus cálculos y su grave frente se suavizó.

—Hola, hijo. ¿Sucede algo? ¿Otro estrato resistente?

—No, nada parecido —Arthur cerró la puerta con cuidado y bajó la voz—. ¡Terrícolas!

—¿Colonizadores?

—Así parece. Sorrell ha dicho que entre ellos había mujeres y niños. Son varios centenares en total, equipados para quedarse… y caminando en esta dirección.

Llegaban a través del monte Rocoso en una larga y oscilante hilera. Aguerridos pioneros con sus valerosas mujeres consumidas por el trabajo y sus descuidados y medio salvajes niños, criados con tosquedad. Los anchos y bajos «Camiones Venus» traqueteaban con torpeza por los caminos vírgenes, cargados con amorfas masas de artículos caseros de primera necesidad.

Los jefes contemplaron el paisaje y uno habló en sílabas recortadas y espasmódicas:

—Casi hemos llegado, Jera. Ahora estamos al pie de las montañas.

Y el otro comentó lentamente:

—Y hay buena tierra de cultivo. Podemos construir nuestras granjas y establecernos —suspiró—. Este último mes ha sido muy pesado. ¡Me alegro de haber llegado!

Y desde una montaña vecina —la última montaña antes del valle— los Scanlon, padre e hijo, unos puntos invisibles en la distancia, contemplaban a los recién llegados con pesar.

—La única cosa para la que no podíamos prepararnos… y ha ocurrido.

Arthur habló lentamente y de mala gana:

—Son pocos y no van armados. Podemos echarles de aquí en una hora —dijo con súbita fiereza—. ¡Venus es nuestro!

—Sí, podemos echarles en una hora, en diez minutos. Pero regresarían, a miles, y armados. No estamos preparados para luchar contra toda la Tierra, Arthur.

El joven se mordió el labio y murmuró unas palabras con algo de timidez:

—Por el bien de la raza, padre…, podríamos matarles a todos.

—¡Nunca! —exclamó Max, con los ojos echando chispas—. No seremos los primeros en atacar. Si matamos, no podemos esperar misericordia de la Tierra.

—Pero, padre, ¿qué otra alternativa tenemos? No podemos esperar misericordia de la Tierra de ninguna manera. Si nos localizan, si llegan a sospechar nuestra existencia, toda nuestra hégira habrá carecido de sentido y seremos derrotados desde el principio.

—Lo sé, lo sé.

—Ahora no podemos cambiar —continuó Arthur, apasionadamente—. Hemos pasado meses preparando Ciudad Venus. ¿Cómo podríamos abandonarla?

—No podemos —convino Max, sin entonación.

—Vivir como topos después de todo. ¡Fugitivos! ¡Refugiados asustados! ¿No es así?

—Dilo de la manera que quieras… pero hemos de escondernos, Arthur, y enterrarnos.

—¿Hasta…?

—Hasta que yo, o nosotros, perfeccionemos la curva bidimensional de los rayos estáticos. Rodeados por una defensa impenetrable, podremos salir al espacio exterior. Puede llevarnos años; puede llevarnos una semana. No lo sé.

Todo estaba en silencio en Ciudad Venus, y los ojos se volvían hacia la planea superior y las salidas ocultas. Fuera había aire, sol, espacio… y terrícolas.

Se habían establecido varios kilómetros más arriba, junto al cauce del río. Levantaban sus rústicas casas; despejaban la tierra de alrededor; construían granjas.

Y en las entrañas de Venus, mil cien híbridos formaban su hogar y aguardaban a que un anciano localizara las escurridizas ecuaciones que permitirían que los rayos estáticos se extendieran en dos dimensiones y describieran una curva.

Irene reflexionaba sombríamente mientras, sentada sobre un saliente rocoso, miraba hacia donde una mortecina luz gris indicaba la existencia de una salida al aire libre.

—¿Sabes, Henry?

—¿Qué?

—Apuesto a que los fibs podrían ayudarnos.

—¿Ayudarnos a hacer qué, Irene?

—Ayudarnos a desembarazarnos de los terrícolas.

—¿Por qué lo crees?

—Bueno, son muy inteligentes, mucho más de lo que pensamos. Sin embargo, sus mentes son diferentes por completo y quizá pudieran solucionarlo. Además… acabo de tener una corazonada —De pronto retiró su mano—. No tienes por qué sujetármela, Henry.

Henry tragó saliva.

—Es que tu asiento no es seguro… podrías caerte, ¿sabes?

—¡Oh! —Irene observó el espacio que había bajo sus pies—. Tienes parte de razón. Hay mucha altura desde aquí.

Henry decidió que estaba en presencia de una oportunidad, y actuó en consecuencia. Hubo un momento de silencio mientras consideraba seriamente si ella tendría frío… pero antes de que hubiera llegado a la conclusión de que quizá fuera así, ella habló de nuevo.

—Lo que iba a decirte, Henry, es lo siguiente. ¿Por qué no salimos para ver a los fibs?

—Papá me mataría si tratara de hacer algo así.

—Sería muy divertido.

—Sí, claro, pero es peligroso. No podemos arriesgarnos a que alguien nos vea.

Irene se encogió de hombros con resignación.

—Bueno, si tienes miedo, no hablemos más de ello.

Henry se sobresaltó y enrojeció.

—¿Quién tiene miedo? ¿Cuándo quieres que vayamos?

—Ahora mismo, Henry. En este mismo momento.

—Muy bien. Vayamos. —Se puso en marcha a grandes pasos, arrastrándola tras de sí. Y entonces se le ocurrió una idea y se detuvo en seco.

Se volvió hacia ella con fiereza.

—Yo te enseñaré si tengo miedo. —Sus brazos la rodearon súbitamente y su pequeño grito de sorpresa fue ahogado con efectividad.

—Vaya —dijo Irene, cuando volvió a estar en posición de hablar—. ¡Qué bruto eres!

—Desde luego. Soy un famoso bruto —balbuceó Henry, mientras descruzaba los ojos y se desembarazaba de la sensación de vértigo que había sentido—. Ahora vayamos a ver a esos fibs; y recuérdame, cuando sea presidente, que levante un monumento al camarada que inventó el beso.

Recorrieron el pasillo de paredes rocosas, pasaron por detrás de unos centinelas que miraban hacia el exterior, atravesaron la abertura cuidadosamente camuflada, y se encontraron en la superficie.

Ninguno de los dos hubiera podido decir si los fibs, por alguna extraña facultad suya, presentían la presencia de amigos, pero apenas habían llegado a la orilla cuando unas manchas de color verde que se acercaban por debajo del agua, les anunciaron la llegada de las criaturas.

Una gran cabeza verde de ojos saltones surgió del agua, y, al cabo de un segundo, el lago estuvo lleno de cabezas que se sacudían.

Henry se mojó la mano y asió el miembro delantero amigo que se le ofrecía.

—Hola, fib.

—Pregúntales sobre los terrícolas, Henry —apremió Irene. Henry le hizo señas de impaciencia.

—Espera un poco. Lleva tiempo. Lo hago lo mejor que puedo.

Irene se quedó mirándolos un momento, desconcertada.

—¿Qué ha pasado?

Henry se encogió de hombros.

—No lo sé. He representado a los terrícolas y él parecía entender lo que yo decía. Después he representado a los terrícolas luchando contra nosotros y matándonos… y él ha representado a muchos de nosotros y sólo a unos cuantos de ellos y otro combate en el que nosotros les matábamos. Pero después le he dicho que nosotros les matábamos y entonces venían muchos más de ellos, hordas y hordas, y nos mataban y entonces…

Pero la muchacha se tapó los torturados oídos con las manos.

—Oh, Dios mío. No me extraña que la pobre criatura no haya comprendido nada. Me maravilla que no se haya vuelto loco.

—Bueno, lo he hecho lo mejor que he podido —fue la sombría contestación—. De cualquier forma, esta idea de locos ha sido tuya.

Irene no pudo replicarle ya qué, cuando estaba abriendo la boca, el lago se llenó nuevamente de fibs.

—Han vuelto —dijo.

Un fib se adelantó y asió la mano de Henry mientras los demás se amontonaban alrededor con gran excitación. Hubo varios momentos de silencio e Irene se impacientó.

—¿Qué dicen? —preguntó.

—Cállate, por favor. No lo entiendo. Algo sobre grandes animales, o monstruos, o… —Su voz se desvaneció y el surco que tenía entre los ojos se hizo más profundo con su dolorosa concentración.

Asintió, primero abstraídamente, y después con fuerza.

Se levantó y agarró las manos de Irene.

—Lo he entendido, y es la solución perfecta. Nosotros dos solos salvaremos a Ciudad Venus, Irene, con la ayuda de los fibs, si quieres venir conmigo a las tierras bajas mañana. Podemos llevarnos un par de pistolas de tonita y reservas de comida, y si seguimos el río, no tardaremos más de dos o tres días y otro tanto para regresar. ¿Qué dices, Irene?

La juventud no se caracteriza por la prudencia. La vacilación de Irene no fue más que para causar efecto.

—Bueno, quizá no deberíamos ir nosotros dos, pero, pero yo iré contigo.

Hacía calor en las tierras bajas, y el fuego hacía que aumentase, pero Henry se acurrucó junto a él y miró con ansiedad a Irene, que dormía al otro lado.

Ya hacía tres días que habían abandonado las altiplanicies. El riachuelo se había convertido en un tranquilo río de aguas templadas, cuyas orillas estaban cubiertas por la telilla verde de las algas. Los agradables bosques habían dado lugar a junglas de enmarañado espesor y numerosos recovecos. Los diversos ruidos de vida habían aumentado de volumen, convirtiéndose en un ruidoso crescendo. El aire se hizo más cálido y húmedo; el terreno, pantanoso; los alrededores, más fantásticamente desconocidos.

Y, sin embargo, no existía verdadero peligro. Henry estaba convencido de ello. La vida venenosa era desconocida en Venus, y respecto a los monstruos de piel áspera que poblaban las junglas, el fuego por la noche y los fibs durante el día los mantenían alejados.

Por dos veces el penetrante chillido de un centosaurio había sonado en la distancia y por dos veces el sonido de unos árboles que crujían había impulsado a los dos híbridos a abrazarse con temor. En ambas ocasiones, los monstruos habían vuelto a alejarse.

Aquélla era la tercera noche que pasaban fuera, y Henry se movía con intranquilidad. Los fibs confiaban en que a la mañana siguiente podrían iniciar el regreso, y el recuerdo de Ciudad Venus era muy atractivo.

Se tendió sobre el estómago y contempló melancólicamente el fuego, pensando en sus veinte años de edad…, casi veinte años.

«Bueno, ¡qué diablos! —Arrancó unas briznas de hierba que tenía debajo—. Ya es hora de que empiece a pensar en casarme». —Y su mirada se posó involuntariamente en la durmiente figura que había al otro lado del fuego.

Como respuesta, hubo un parpadeo y una mirada vaga en los ojos de un azul profundo. Irene se incorporó y se desperezó.

—No puedo dormir —se quejó, pasándose la mano por el cabello—. Hace demasiado calor.

El buen humor de Henry persistió.

—Has dormido durante horas… y roncado como un trombón.

Los ojos de Irene se abrieron por completo.

—¡No es verdad! —Después, con voz vibrante de tragedia—: ¿Lo dices en serio?

—¡No, claro que no! —Henry prorrumpió en carcajadas y sólo se detuvo cuando los dedos del pie de Irene entraron en súbito y agudo contacto con la boca de su estómago—. ¡Ay! —exclamó.

—¡No vuelvas a dirigirme la palabra, señor Scanlon! —fue la fría observación de la muchacha.

Ahora le tocó el turno a Henry de ponerse trágico. Se levantó con aterrorizada consternación y dio un solo paso hacia la joven. Y entonces se inmovilizó al oír el penetrante grito de un centosaurio. Cuando recobró la serenidad, se encontró a Irene entre los brazos.

Enrojeciendo, se apartó, y entonces volvió a sonar el chillido del centosaurio, pero desde otra dirección… y la muchacha volvió a refugiarse en sus brazos, casi inmediatamente.

—Creo que los fibs han cazado a los centosaurios. Ven conmigo y se lo preguntaremos.

Los fibs eran manchas borrosas en el gris amanecer que rompía. Hileras e hileras de individuos fatigados y abstraídos era todo lo que se veía. Sólo uno parecía encontrarse desocupado, y cuando Henry se soltó del apretón de manos, dijo:

—Han capturado a tres centosaurios y éstos son todos los que pueden dominar. Nos pondremos inmediatamente en camino hacia las altiplanicies.

La salida del sol sorprendió al grupo a tres kilómetros río arriba. Los híbridos, bordeando la costa, lanzaban temerosas miradas hacia la jungla limítrofe. A través de los claros ocasionales veían unos grandes cuerpos grises. El ruido de los gritos que emitían los reptiles era casi continuo.

—Lamento haberte traído, Irene —dijo Henry—. Ahora no estoy tan seguro de que los fibs puedan cuidarse de los monstruos.

Irene movió la cabeza.

—No te preocupes, Henry. Yo quise venir. Sólo que… ojalá se nos hubiera ocurrido que los fibs trajeran a las bestias por sí solos. No nos necesitan.

—¡Sí que nos necesitan! Si un centosaurio pierde el control irá directamente hacia los híbridos y no podrán escapar. Nosotros tenemos las pistolas de tonita para matar a los saurios, en caso de que ocurra lo peor…

La primera noche ninguno de los híbridos pudo conciliar el sueño. En algún lugar, invisibles en la oscuridad del río, los fibs establecieron turnos, y su control telepático sobre los minúsculos cerebros de los gigantescos centosaurios de veinte patas mantuvo su tenue dominio. En la jungla, monstruos de trescientas toneladas aullaban impacientemente contra la fuerza que les conducía río arriba contra su voluntad y se enfurecían con impotencia ante la invisible barrera que les impedía acercarse al riachuelo.

El avance era lento. Cuando los fibs se cansaban, los centosaurios eran un gran obstáculo. Pero gradualmente, el aire se hizo más fresco. El espesor de la jungla disminuyó y la distancia que les separaba de Ciudad Venus se acortó.

Henry saludó los primeros signos de los conocidos bosques de la zona templada con un trémulo suspiro de alivio. Tan sólo la presencia de Irene evitó que abandonara su papel de héroe.

Se sentía lastimosamente ansioso de que su viaje terminara, pero sólo dijo:

—Ya casi ha concluido todo, menos el griterío. Y puedes apostar a que habrá griterío, Irene. Seremos unos héroes, tú y yo.

El entusiasmo de Irene era débil.

—Estoy cansada, Henry. Déjame dormir —Se dejó caer lentamente al suelo, y Henry, tras comunicarse con los fibs, se reunió con ella.

—¿Cuánto falta, Henry?

—Un día más, Irene. Mañana, a esta hora, habremos llegado —No parecía feliz—. Tú crees que no hubiéramos tenido que hacerlo nosotros solos, ¿verdad?

—Bueno, en aquel momento parecía una buena idea.

—Sí, lo sé —dijo Henry—. Me he dado cuenta de que siempre se me ocurren ideas que parecen buenas de momento, pero que luego se vuelven malas.

—Lo único que sé —dijo Irene— es que no me importará no volver a dar un paso en el resto de mi vida. Ahora no me levantaría…

Su voz se desvaneció, mientras sus bonitos ojos azules escudriñaban hacia la derecha. Uno de los centosaurios se cayó en las aguas de un pequeño afluente del riachuelo que estaban siguiendo. Revolcándose en el agua, su enorme cuerpo de serpentina, sostenido por diez pares de robustas patas, relucía horriblemente. Su repugnante cabeza se alzaba hacia el cielo y su terrorífico grito traspasó el aire. Otro se le reunió.

Irene se había puesto en pie.

—¿Qué esperas, Henry? ¡Vámonos! ¡Aprisa!

Henry asió firmemente su pistola de tonita y la siguió.

Arthur Scanlon ingirió violentamente su quinta taza de café y, haciendo un esfuerzo, ajustó la lente óptica del audiómetro. Sus ojos, pensó, estaban convirtiéndose en un obstáculo demasiado grande. Se los frotó hasta irritarlos por completo y lanzó una mirada sobre su hombro hacia la cansada figura que dormía en el diván.

Se arrastró hasta ella y le arregló el cubrecama.

—Pobre mamá —murmuró, y se inclinó a besar los pálidos labios. Se volvió hacia el audiómetro y alzó un puño amenazador—. Espera a que te eche las manos encima, maldito aparato.

Madeline se movió.

—¿Ya es de noche?

—No —mintió Arthur con débil alegría—. Llegará antes que anochezca, mamá. Tú, duerme y deja que yo me ocupe de todo. Papá está arriba trabajando en ese campo estático y dice que ha hecho progresos. Dentro de unos cuantos días todo estará solucionado.

Se sentó silenciosamente junto a ella y cogió su mano con fuerza. Los fatigados ojos de Madeline volvieron a cerrarse.

La luz de señales empezó a centellear y, con una última mirada a su madre, salió al pasillo.

—¿Qué hay?

El híbrido que esperaba saludó vigorosamente.

—John Barno quiere notificarle que se acerca una tormenta. —Le alargó un informe oficial. Arthur le dio una malhumorada ojeada.

—¿Y qué? Ya hemos tenido muchas, ¿no? ¿Qué esperan de Venus?

—Según todos los indicios, ésta será particularmente mala. El barómetro ha descendido de forma sin precedentes. La concentración iónica de la atmósfera superior está en un máximo nunca igualado hasta ahora. El río Beulah se ha desbordado y aumenta rápidamente de nivel.

El otro frunció el ceño.

—No hay ni una sola entrada a Ciudad Venus que no esté a más de cincuenta metros sobre el nivel del río. En cuanto a la lluvia, podemos confiar en nuestro sistema de drenaje —De pronto hizo una mueca—. Vaya a decirle a Barno que, por mí, puede llover durante cuarenta días y cuarenta noches. Quizá eso ahuyente a los terrícolas.

Se volvió para marcharse, pero el híbrido se mantuvo firme.

—Le pido perdón, señor, pero esto no es lo peor. Hoy mismo, una partida de reconocimiento…

—¿Una partida de reconocimiento? ¿Quién ordenó que saliera?

—Su padre, señor. Debían ponerse en contacto con los fibs, no sé por qué.

—Bueno, prosiga.

—Señor, los fibs no han sido localizados.

—¿Se habían ido?

El híbrido asintió.

—Se cree que han buscado refugio de la próxima tormenta. Esta es la razón de que Barno tema lo peor.

—Dicen que las ratas abandonan el barco que naufraga —murmuró Arthur. Enterró la cabeza en sus manos temblorosas—. ¡Dios mío! ¡Todo a la vez!

Irene se estremeció.

—Ha empezado a hacer mucho viento y frío, ¿verdad?

—Es el aire frío de las montañas. Me parece que se acerca una tormenta —declaró Henry distraídamente—. Creo que el río ha crecido.

Un corto silencio y, después, con súbita vivacidad:

—Pero mira, Irene, sólo faltan unos cuantos kilómetros para llegar al lago, y allí ya estaremos prácticamente en el pueblo terrícola. Casi lo hemos logrado.

Irene asintió.

—Me alegro por nosotros… y también por los fibs.

Tenía razón en sus últimas palabras. Los fibs nadaban ahora con mucha lentitud. El día antes había llegado un destacamento adicional desde la parte alta del río, pero incluso con estos refuerzos, el avance se había reducido a un paseo. Un desacostumbrado frío! atacaba a los reptiles de múltiples patas y cedían cada vez con mayor dificultad a una fuerza mental superior.

Las primeras gotas cayeron cuando acababan de atravesar el lago. La oscuridad era completa, y a la luz azul de los rayos, los árboles que les rodeaban parecían fantasmales espectros que alzaran sus dedos hacia el cielo. Un súbito destello, a lo lejos, encendió la pira funeraria de un árbol fulminado por un rayo.

Henry palideció.

—Vayamos hacia el claro de allí enfrente. En un tiempo como éste, los árboles son peligrosos.

El claro del que hablaba formaba las afueras del pueblo terrícola. Las casas, burdamente construidas, toscas y pequeñas frente a la furia de los elementos, estaban iluminadas con luces que hablaban de la ocupación humana. Y cuando el primer centosaurio apareció por entre los árboles astillados, la tormenta estalló súbitamente con toda su furia.

Los dos híbridos se acercaron más el uno al otro.

—Todo depende de los fibs —gritó Henry, tratando de hacerse oír por encima del viento y la lluvia—. Espero que lo logren.

Los tres monstruos se dirigieron hacia las casas. Se movían con más rapidez, al emplear los fibs hasta la última gota de su poder mental.

Irene sepultó su cabeza mojada en los hombros igualmente empapados de Henry.

—¡No puedo mirar! Estas casas no resistirán. ¡Oh, pobre gente!

—No, Irene, no. ¡Se han detenido!

Los centosaurios pateaban con fuerza y sus chillidos sonaban con estridencia y claridad sobre el ruido de la tormenta. Sorprendidos terrícolas salían apresuradamente de sus cabañas.

Cogidos por sorpresa —la mayoría estaba durmiendo— y enfrentados con una tormenta venusiana y unos monstruos venusianos de pesadilla, era imposible una acción organizada. Tal como iban, sin llevar nada más que su ropa, echaron a correr.

Y cuando parecía que todos habían huido, los gigantescos reptiles volvieron a avanzar, y donde antes había habido casas, sólo quedaron astillas machacadas.

—No volverán nunca, Irene, no volverán nunca —Henry se hallaba sin aliento ante el éxito de su plan—. Ahora somos héroes y… —Su voz aumentó de intensidad hasta convertirse en un alarido—. ¡Irene, retrocede! ¡Corre hacia los árboles!

Los aullidos de los centosaurios habían adquirido una nota más profunda. El más cercano se levantó sobre las patas posteriores y su enorme cabeza, a sesenta metros del suelo, se recortó de un modo horrible contra los relámpagos. Con un ruido sordo, volvió a caer sobre todas sus patas y se dirigió hacia el río, que bajo la gran tormenta se había convertido en un incontenible torrente.

¡Los fibs habían perdido el control!

La pistola de tonita de Henry despidió un destello al entrar rápidamente en acción, mientras apartaba a Irene de allí. Ella, sin embargo, retrocedió con lentitud y sacó su propia pistola.

La bola de luz púrpura que indicaba la eficacia de un tiro centelleó y el centosaurio más cercano dio un grito de agonía mientras su enorme cola golpeaba contra los árboles circundantes. A ciegas, con un agujero donde antes había habido una pata chorreando sangre, cargó hacia ellos.

Un segundo destello púrpura y se cayó con un golpe sordo que provocó un temblor de tierra, mientras su postrer alarido alcanzaba un crescendo de terrorífica intensidad.

Pero los otros dos monstruos corrían hacia ellos. Avanzaban ciegamente hacia la fuente del poder que les había mantenido en cautividad durante casi una semana; cargaban con violencia y toda la fuerza de su insensato odio al río.

Entonces, súbitamente, el estampido de unas pistolas de tonita sonó a lo lejos. Destellos de color púrpura, una violenta agitación, alaridos espasmódicos y luego el silencio en el cual el viento, como intimidado por los recientes acontecimientos, respetó momentáneamente la paz.

Henry gritó con alegría y realizó una improvisada danza guerrera.

—Han venido de Ciudad Venus, Irene —gritó—. ¡Han abatido a los centosaurios y ya todo ha terminado! ¡Hemos salvado a los híbridos!

Sucedió en una exhalación. Irene había dejado caer su pistola y sollozaba con alivio. Corría hacia Henry cuando tropezó… y se cayó al río.

—¡Henry! —El viento ahogó el sonido.

Durante un espantoso momento, Henry se vio incapaz de moverse. Sólo fue capaz de contemplar, estúpida e incrédulamente, el lugar donde Irene había estado, y después se encontró en el agua.

—¡Irene! —contuvo el aliento con dificultad. La corriente lo llevaba hacia delante—. ¡Irene!

Ningún sonido excepto el viento. Sus esfuerzos por nadar eran inútiles, Ni siquiera podía salir a la superficie más que un segundo de vez en cuando; sus pulmones estallaban.

—¡Irene! —No hubo contestación.

Y entonces algo le tocó. Lo atacó instintivamente, pero la presión aumentó. Se sintió levantado hasta la superficie. Sus torturados pulmones recibieron el aire a borbotones. La sonriente cara de un fib le contempló y después de esto no hubo más que confusas impresiones de frío y oscura humedad.

Se fue dando cuenta de lo que le rodeaba por etapas. Primero, de que estaba sentado sobre una manta debajo de los árboles, con otras mantas alrededor de su cuerpo. Después, sintió sobre sí la cálida radiación de lámparas térmicas y la iluminación de focos atómicos. La gente se amontonaba frente a él y vio que ya no llovía.

Miró vagamente a su alrededor y entonces murmuró:

—¡Irene!

Estaba a su lado, igual de arropada que él, y sonreía débilmente.

—Estoy bien, Henry. Los fibs me salvaron.

Madeline estaba inclinada sobre él y tragó el café caliente que ella acercó a sus labios.

—Los fibs nos han contado lo que vosotros dos les habéis ayudado a hacer. Todos estamos orgullosos de vosotros, hijo… de ti y de Irene.

La sonrisa de Max transfiguró su rostro en la personificación del orgullo paternal.

—La psicología que habéis empleado ha sido perfecta. Venus es demasiado grande y tiene demasiadas áreas acogedoras para que los terrícolas vuelvan a un lugar que creen infestado de centosaurios… por lo menos durante un buen tiempo. Y cuando vengan, tendremos nuestro campo estático.

Arthur Scanlon se apresuró a romper su mutismo.

—Tu tutor y yo —le dijo— estamos preparando una fiesta para pasado mañana, así que mejórate y descansa. Será la cosa más bonita que has visto nunca.

Henry intervino:

—Una celebración, ¿eh? Bueno, te diré lo que puedes hacer. Cuando se haya acabado, podrás anunciar un compromiso.

—¿Un compromiso? —Madeline se enderezó y pareció interesada—. ¿A qué te refieres?

—A un compromiso… para casarme —fue la impaciente respuesta—. Supongo que ya soy bastante mayor. ¡El día de hoy lo demuestra!

Los ojos de Irene se hallaban fijos en la hierba con furiosa concentración.

—¿Con quién, Henry?

—¿Eh? Contigo, naturalmente. ¡Santo Dios! ¿Con quién otra iba a ser?

—Pero no me lo has pedido… —pronunció estas palabras lentamente y con una gran firmeza.

Por un momento Henry se ruborizó, y después encajó las mandíbulas.

—Pues no voy a hacerlo. ¡Te lo estoy diciendo! ¿Qué decides?

Se acercó más a ella y Max Scanlon emitió una risita e hizo señas a los demás para que se fueran. De puntillas, se alejaron.

Una velada sombra apareció frente a ellos y los dos híbridos se separaron con confusión. Se habían olvidado de los demás.

Pero no era otro híbrido.

—¡Pero…, pero si es un fib! —gritó Irene.

Atravesó la distancia que les separaba cojeando con torpeza, con la inexperta ayuda de sus musculosos brazos. Entonces, se desplomó pesadamente sobre el estómago y extendió sus miembros anteriores.

Su propósito era claro. Irene y Henry le asieron una mano cada uno. Reinó el silencio durante uno o dos minutos y los ojos del fib brillaron solemnemente a la luz de las lámparas atómicas. Después se oyó un súbito grito de vergüenza por parte de Irene y una tímida risa por parte de Henry. El contacto fue roto.

—¿Has entendido lo mismo que yo? —preguntó Henry. Irene estaba roja.

—Sí, era una larga hilera de minúsculos bebés fibs, quizá quince…

—O veinte —dijo Henry.

—…¡Con largo cabello blanco!

Un irreconocible Isaac Asimov de 24 años (c. 1944)