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viernes, 31 de diciembre de 2021
EL CRACK DEL 29
FREDERIK POHL
EL INTRUSO
jueves, 30 de diciembre de 2021
NOSE ART
EDWARD D'ANCONA
lunes, 13 de diciembre de 2021
SCIENCE FICTION QUARTERLY
Science Fiction Quarterly fue una revista pulp estadounidense de ciencia ficción que se publicó de 1940 a 1943 teniendo una “resurrección” o segunda época de 1951 a 1958. Esta revista fue publicada por Louis Silberkleit durante el boom de las revistas de ciencia ficción a finales de los años 1930.
Uno de los empleados de Hugo Gernsback, Louis Silberkleit, estableció su propia editorial en 1934 cuando fundó la Winford Publishing Company. Hacia finales de la década de 1930 Silberkleit decidió lanzar una revista pulp de ciencia ficción a través de su editorial Blue Ribbon Magazines; el título que eligió fue Science Fiction. Gernsback le recomendó a Silberkleit que nombrara como editor a Charles Hornig, quien ya tenía experiencia en el puesto por haber trabajado en Wonder Stories para Gernsback de 1933 a 1936. Silberkleit aceptó la recomendación y contrató a Hornig en octubre de 1938. Hornig no tenía despacho en la editorial así que trabajaba desde su casa yendo a la oficina solo lo necesario para dejar los manuscritos y el material de impresión rechazado, y recoger las pruebas tipográficas.
Con el fin de repartir costes entre sus revistas, Silberkleit decidió lanzar dos títulos adicionales.En noviembre de 1939 apareció el primer número de Future Fiction, que fue seguido en julio de 1940 por Science Fiction Quarterly. Hornig fue el editor de las tres revistas. En octubre de 1940, Hornig recibió una citación para la prestación del servicio militar, pero era pacifista y decidió trasladarse a California y registrarse como objetor de conciencia. Siguió editando las revistas desde la costa oeste, pero Silberkleit estaba descontento con el arreglo.
Silberkleit permitió a Hornig conservar su puesto como editor de Science Fiction y ofreció la dirección de los otros dos títulos a Sam Moskowitz quien declinó la oferta. Donald A. Wollheim había oído hablar de la oferta y le recomendó a Robert W. Lowndes que le escribiera a Silberkleit quien lo contrató en noviembre de 1940.
Science Fiction Quarterly buscó reimprimir una novela en cada número como historia principal; Silberkleit consiguió los derechos de reimpresión de dos de las primeras novelas de ciencia ficción y de varios de los libros de Ray Cummings. Sin embargo, los editores Hornig como Lowndes contaron con presupuestos muy reducidos para llevar adelante la revista. Hornig trabajó con Julius Schwartz, un agente literario amigo suyo, lo que le dio acceso a los relatos de los escritores representados por Schwartz, aunque este no permitiría que aparecieran los nombres reales de sus autores a menos que se les pagara al menos un centavo por palabra. Hornig no podía pagar esa tarifa en todo lo que compró, por lo que pagó medio centavo por palabra en muchas de sus adquisiciones a través de Schwartz, por lo que estos relatos se publicaron bajo seudónimos. Como era de esperar, debido a sus bajas tarifas, las historias enviadas a Hornig generalmente ya habían sido rechazadas por las revistas que pagaban mejor. El resultado fue una ficción mediocre, incluso la de los escritores reconocidos que Hornig fue capaz de atraer. Además, las revistas pagaban a la hora de la publicación, no a la aceptación, y este retraso en el pago también desalentó a algunos autores de presentar sus trabajos.
Los primeros números de Lowndes como responsable fueron el de primavera de 1941 de Science Fiction Quarterly y el de abril de 1941 de Future Fiction Inicialmente Silberkleit mantuvo un control más estricto sobre las selecciones editoriales de Lowndes que el que mantuvo con Hornig, y vetó cinco de los siete relatos propuestos por Lowndes para el número de abril de 1941, pero ya por el número de agosto de 1941, Lowndes recordó posteriormente que Silberkleit «estaba satisfecho y sabía lo que yo estaba haciendo, y ... no necesitaba supervisar ninguna de las historias que yo había aceptado».El número de primavera de 1943 fue el último de la primera etapa de Science Fiction Quarterly; Silberkleit se vio obligado a dejar algunas de sus revistas debido a la escasez de papel en tiempos de guerra, y decidió conservar sus revistas de wértern y de detectives en su lugar.
Lowndes pudo sacar la revista adelante gracias a la colaboración de sus amigos los Futurianos, un grupo de jóvenes escritores entre los que se encontraban Isaac Asimov, James Blish y Donald A. Wollheim. La segunda etapa de la revista siguió con la política de publicar una novela como referente principal, sin embargo, la práctica las mejores historias eran los relatos de menor extensión.
Lowndes también atrajo a algunos nuevos escritores, como Poul Anderson, William Tenn o Arthur C. Clarke. Second Dawn, de Clarke, que apareció en el número de agosto de 1951, está entre las mejores obras que Lowndes pudo conseguir; también publicó La última pregunta, de Isaac Asimov, en el número de noviembre de 1956, y Common Time, de James Blish, en el de agosto de 1953. Lowndes también fue capaz de adquirir algunos trabajos de no ficción de buena calidad para la revista, incluida una serie de artículos de James Blish sobre la ciencia en la ciencia ficción, y artículos sobre ciencia ficción de Thomas D. Clareson y L. Sprague de Camp. Blish, escribiendo bajo el seudónimo William Atheling, Jr., comentó en 1953 que Lowndes estaba haciendo un «trabajo sorprendentemente bueno» con todas las revistas de ciencia ficción de Silberkleit, a pesar de las bajas tarifas y la lentitud en el pago a los autores.
En 1950 Silberkleit relanzó Future Fiction, y al año siguiente Science Fiction Quarterly también vio la luz de nuevo, con el primer número de la nueva etapa fechado en mayo de 1951. Una nueva revista, Dynamic Science Fiction, le siguió en 1952. Lowndes fue el editor de las tres revistas, todas publicadas en formato pulp. Las ventas eran satisfactorias, pero Silberkleit decidió experimentar con el formato digest, que empezaba a ser más popular. A finales de 1955 canceló Dynamic Science Fiction, cambió Future Fiction al formato digest, y relanzó Science Fiction también en formato digest y bajo un nuevo título, Science Fiction Stories. Sólo Science Fiction Quarterly se dejó en formato pulp, pues Silberkleit creía que una digest trimestral no tendría tanto éxito como una pulp trimestral.Sin embargo los pulp estaban agonizando y cuando Other Worlds se pasó al digest en 1956, Science Fiction Quarterly se convirtió en la única revista de ciencia ficción que todavía se publica como pulp.
En 1957 cerró American News Company, uno de los distribuidores más importantes de la revista, y los cambios resultantes en la red de distribución de la revista a nivel nacional, junto con sus pobres ventas, finalmente acabaron con Science Fiction Quarterly. El último número fue el de febrero de 1958.
COLÓN ERA UN ESTÚPIDO
"Colón era un estúpido" (Columbus Was a Dope) es un relato de ciencia ficción escrito por Robert A. Heinlein, publicado por primera vez en la edición de mayo de 1947 de Startling Stories. Más tarde apareció en dos de las colecciones de Heinlein, The Menace from Earth (1959) y Off the Main Sequence: The Other Science Fiction Stories of Robert A. Heinlein (2005) así como en la antología publicada por Peter Haining bajo el título The Future Makers (1968)
El relato habla, brevemente, sobre un hombre gordo llamado Barnes que bebe "a la antigua" en un bar exponiendo sus ideas a un vendedor de acero haciéndole ver que el plan de crear una nave generacional para viajar a Próxima Centauri es una idea descabellada. El cantinero, por su parte, dice que el mundo necesita exploradores para que así la humanidad pueda ir avanzando.
En este relato Heinlein presenta dos puntos de vista antagónicos acerca de la exploración espacial en particular y de los avances tecnológicos en general: por un lado, la aparente inutilidad de ir más allá de lo ya conocido y, por otro, el deseo indomable de conocer más y más a costa de lo que sea.
COLÓN ERA UN ESTÚPIDO
Robert A. Heinlein
—Me gusta tomar un trago cuando hago un trato —dijo el gordo alegremente alzando la voz por encima del silbido del acondicionador de aire—. Beba, profesor, yo ya llevo dos más que usted.
Alzó la vista de la mesa mientras la puerta del ascensor del otro lado se abría. Un hombre salió y penetró en la fresca penumbra del bar; parpadeó un momento como si viniera del cegador desierto exterior.
—Eh, Fred, Fred Nolan —gritó el gordo—. ¡Ven aquí! —Se volvió a su invitado—. Un tipo que me encontré en el avión cuando venía de Nueva York. Siéntate, Fred. Saluda al profesor Appleby, ingeniero jefe de la nave espacial Pegasus… cuando se construya. Acabo de venderle al profesor una partida de acero para su carraca. Celébralo con nosotros.
—Encantado, Mr. Barnes —dijo Nolan—. Ya conozco al doctor Appleby. A propósito de… la Compañía de Instrumentos de Clímax.
—La Clímax nos suministra equipos de precisión —explicó Appleby.
Barnes pareció sorprendido, luego sonrió.
—Eso me toma de sorpresa. Al principio tomé a Fred por un tipo del gobierno o uno de sus científicos novatos. ¿Qué va a ser, Fred? ¿Un anticuado? ¿Lo mismo, profesor?
—De acuerdo. Pero, por favor, no me llame «profesor». No lo soy y me hace más viejo. Todavía soy joven.
—Le llamaré, este… Doc. ¡Pete! ¡Dos anticuados y otro Manhattan doble! ¿Sabe? Yo esperaba encontrarme con un científico de historieta, con barba blanca y larga. Pero ahora que nos conocemos, hay algo que no puedo encajar.
—¿Qué es?
—Bueno, a su edad, venir a enterrarse en este sitio olvidado de Dios…
—No podemos construir el Pegasus en Long Island —apuntó Appleby— y éste es el sitio ideal para ello.
—Sí, claro, pero no es eso. Es… bueno, mire, yo vendo acero. Usted quiere aleaciones especiales para una nave espacial; yo se las vendo. Pero por eso mismo, ahora que el negocio ya no tiene nada que ver con esto, ¿por qué quiere usted hacerlo? ¿Por qué intentar ir a la Próxima de Centauro o a cualquier otra estrella?
Appleby pareció divertido.
—Eso no puede explicarse. ¿Por qué los hombres intentan escalar el Everest? ¿Qué se le perdió a Peary en el polo norte? ¿Por qué Colón consiguió que la reina Isabel empeñara sus joyas? Nadie ha estado jamás en la Próxima de Centauro… de modo que nosotros vamos a ir.
Barnes se volvió a Nolan.
—¿Tú lo entiendes, Fred?
Nolan se encogió de hombros.
—Yo vendo instrumentos de precisión. Algunas personas plantan crisantemos; otras construyen naves espaciales. Yo vendo instrumentos.
La amable cara de Barnes pareció no comprender.
—Bien… —El camarero trajo las bebidas—. Eh, Pete, dime una cosa. ¿Te largarías en la expedición Pegasus si pudieras?
—Ni hablar.
—¿Por qué no?
—Me gusta estar aquí.
El Dr. Appleby asintió.
—Ésa es su respuesta, Barnes, al revés. Unos tienen el espíritu de Colón y otros no.
—Está muy bien todo eso de Colón —insistió Barnes—, pero Colón esperaba y deseaba regresar. Ustedes no. Sesenta años… usted me dijo que les llevaría sesenta años. Vaya, tal vez ni siquiera llegue vivo allí.
—Tal vez nosotros no pero sí nuestros hijos. Y nuestros nietos podrán regresar.
—Pero… Oiga, ¿está usted casado?
—Por supuesto que sí. La expedición está compuesta sólo por familias. Es una tarea para dos o tres generaciones. —Sacó una cartera de bolsillo—. Ésta es la señora Appleby, con Diana. Diana tiene tres años y medio.
—Es una niña muy bonita —dijo Barnes sobriamente pasándole la foto a Nolan, que sonrió y se la devolvió a Appleby—. ¿Qué pasará con ella? —prosiguió Barnes.
—Irá con nosotros, naturalmente. No querrá usted que la meta en un orfanato, ¿verdad?
—No, pero… —Barnes apuró el resto de su bebida—. No lo entiendo —admitió—. ¿Quién toma otro trago?
—Yo no, gracias —declinó Appleby, acabándose el suyo y poniéndose en pie—. Tengo que irme a casa. La familia, ya sabe —sonrió.
Barnes no hizo nada por detenerlo. Le dio las buenas noches y le contempló mientras se iba.
—Mi ronda —dijo Nolan—. ¿Lo mismo?
—¿Eh? Sí, claro. —Barnes se levantó—. Vayamos a la barra, Fred. Allí podremos beber decentemente. Necesito por lo menos seis tragos.
—De acuerdo —aceptó Nolan, levantándose—. ¿Cuál es su problema?
—¿Problema? ¿No viste la foto?
—¿Y?
—¿Y? ¿No sentiste nada? Yo también soy un vendedor, Fred. Vendo acero. No me importa lo que los clientes quieran hacer con él. Se lo vendo y se acabó. Vendería a cualquiera una cuerda para ahorcarse con ella. Pero me gustan los críos. No puedo quedarme igual al pensar que esa monada de criatura va a ir en esa… ¡esa expedición de chiflados!
—¿Por qué no? Lo mejor es que esté con sus padres. Se aficionará a las planchas de acero lo mismo que los demás críos se aficionan a estar en las aceras.
—Escucha, Fred. ¿No se te ha ocurrido ninguna idea de cómo lo harán?
—Creo que pueden.
—Pues yo te digo que no. No tienen ninguna probabilidad. Lo sé. Hablé al respecto con nuestro personal técnico antes de abandonar la casa central. Nueve probabilidades sobre diez de que se achicharren en el despegue. Y eso es lo mejor que puede ocurrirles. Si consiguen salir del sistema solar, lo que no es probable, nunca podrán conseguirlo. Jamás alcanzarán las estrellas.
Pete colocó otro vaso lleno delante de Barnes. Éste se lo tomó y dijo:
—Ponme otro, Pete. No pueden. Es teóricamente imposible. Se congelarán, se achicharrarán, o se morirán de hambre. Pero no lo conseguirán nunca.
—Quizá sí.
—No hay quizás que valgan. Están locos. Date prisa con ese trago, Pete. Tómate uno a mi cuenta.
—Voy. Gracias, es igual.
Pete preparó el cóctel, cogió una jarra con cerveza y los combinó.
—Aquí Pete es un tipo sabio —dijo Barnes confidencialmente—. A él no le toman el pelo con esos viajes a las estrellas. Colón… ¡Puf! Colón fue un estúpido. Debería haberse quedado en la cama.
El camarero negó con la cabeza.
—Usted me confunde, Mr. Barnes. Si no hubiera sido por hombres como Colón, nosotros no estaríamos aquí hoy… ahora. No tengo exactamente espíritu de explorador. Pero tengo fe. La expedición Pegasus no me parece descabellada.
—¿No te indigna el saber que irán niños?
—Bueno… también había niños en el Mayflower, según me dijeron.
—No es lo mismo —Barnes miró a Nolan y luego al camarero—. Si el Señor deseara que fuéramos a las estrellas, nos habría equipado con propulsión a chorro. Ponme otro, Pete.
—Ya ha bebido lo suyo, Mr. Barnes.
El atribulado gordo estuvo a punto de replicar, pero se lo pensó mejor.
—Me voy a la Sky Room a ver si encuentro pareja para bailar —anunció—. Buenas noches.
Se dirigió hacia el ascensor tambaleándose ligeramente.
Nolan contempló su salida.
—Pobre Barnes —dijo, encogiéndose de hombros—. Creo que somos poco cariñosos con él, Pete.
—No. Yo creo en el progreso, eso es todo. Recuerdo que mi viejo deseaba que la ley prohibiera las máquinas voladoras para que no rompieran a nadie el cuello. Proclamaba que nadie volaría jamás y que el gobierno debería tomar cartas en el asunto. Se equivocó. Yo no tengo espíritu de aventurero, pero hay gente que sí y creo que llegarán a alguna parte. Así es como se hace el progreso.
—No pareces tan viejo como para recordar que antes la gente no podía volar.
—He recorrido mundo mucho tiempo. Aquí sólo llevo diez años.
—Diez años, ¿eh? ¿Y nunca sentiste ganas de conseguir un empleo que te permitiera respirar un poco de aire fresco?
—No. Ni ahora ni cuando servía bebidas en la calle Cuarenta y dos respiraba ningún aire fresco. Pero me gusta estar aquí porque siempre ocurre algo nuevo; primero los laboratorios atómicos, luego el gran observatorio y ahora la nave espacial. Aunque no sea ésta la verdadera razón de mi prolongada permanencia. Me gusta estar aquí. Ésta es mi casa. Observe esto.
Cogió un inhalador de brandy, un gran globo de frágil cristal, lo sopesó y lo lanzó hacia lo alto, hacia el techo. Se elevó suave y grácilmente, deteniéndose durante un fugaz momento en la cúspide de su ascenso, para caer luego con ligereza, con mucha ligereza, como un buzo en una película en cámara lenta. Pete lo contempló caer frente a su nariz y luego lo cogió con el pulgar y el índice, lo acarició por la parte del cañón y lo devolvió al estante.
—¿Lo ve? —dijo—. Un sexto de gravedad. Cuando atendía el bar allá en la Tierra, mis juanetes me fastidiaban todo el tiempo. Aquí peso tan sólo 16 kilos. Me gusta estar en la Luna.
lunes, 6 de diciembre de 2021
EL BRILLANTE HALO DE LA MUERTE
El presente relato fue publicado por primera vez en la revista Spicy Detective Stories en octubre de 1935. "El brillante halo de la muerte" es una historia protagonizada por el detective Dan Turner, escrita por Robert Leslie Bellem y que representa un claro ejemplo de los relatos publicados en las revistas "spicy" de la época: Acción dura y pura acompañada por insinuaciones eróticas y uno (o varios) desnudos "justificados" por una trama que a veces llega a caer en lo inverosímil pero que logra el cometido fundamental de los relatos pulp, entretener por un momento sin necesidad de complicarse la vida con disertaciones filosóficas o "profundas".
EL BRILLANTE HALO DE LA MUERTE
(Death’s Bright Halo)
Robert Leslie Bellem
Estaba lloviendo y tenía prisa. Me encontraba dentro de mi cupé, a punto de salir pitando, cuando Sammy Weissmann saltó sobre el estribo del auto e introdujo la cabeza en el interior.
No me gustaba Sammy Weissmann. Era gordo, era grasiento, y olía a ajo. En otros tiempos fue uno de los más reputados agentes de Hollywood; había llevado los contratos de muchísimas estrellas y aspirantes a estrellas. Pero en los últimos meses había sufrido varios reveses. En ese momento, apestándome toda la jeta con su aliento a ajo, me dijo:
—Escucha, Dan Turner. Te daré cien ñapos si me encuentras a Lorna McFee.
Negué con la cabeza y dije:
—Ni hablar, Sammy. Me voy a tomar unas vacaciones del detectiveo.
—Pero, maldita sea, hombre —dijo Sammy—. ¡Tienes que ayudarme a encontrarla! ¡La necesito! Los estudios N—D—N quieren darle un papel de categoría. Y eso significa pasta en mi bolsillo... ¡Y sólo Dios sabe lo bien que me vendría ese dinero! ¡Pero Lorna McFee ha desaparecido de la faz de la tierra!
—Probablemente aparezca dentro de uno o dos días —le dije—. Quizás está por ahí de juerga. Dale tiempo para que se le pase la curda.
—¡Sabes perfectamente que Lorna McFee no es de ese tipo de chicas!—me miró indignado.
De hecho, tenía razón. Lorna McFee era una preciosa morenita que había comenzado hacía poco a labrarse una reputación en el mundo del cine. No había ni un solo rastro de escándalo en su vida privada. No bebía, ni fumaba, ni salía por ahí en actitudes promiscuas. Pero, ¡demonios!, intentar encontrar a una chica desaparecida en Hollywood es una labor tan ardua como intentar encontrar una gota de mantequilla en una olla de grasa hirviendo.
Varias actrices de turbias producciones habían desaparecido recientemente, y para mí Lorna no era más que otro nombre añadido a la lista. Además, Sammy Weissmann tan sólo me había ofrecido cien machacantes. No era suficiente... Y sabía que no podía pagarme más.
Así pues, metí la marcha atrás y revolucioné el motor.
—Lo siento, Sammy—dije—. Nos vemos.
Tuvo que saltar a toda prisa del estribo para evitar que los pantalones se le quedaran enganchados en el guardabarros del coche aparcado junto al mío. Le oí gritar.
—Maldito seas, Turner... ¡te haré pagar por esto! —sonaba tremendamente enojado. En cualquier caso, solía estar siempre de muy mal genio.
Me dirigí a Santa Mónica Boulevard entre el tráfico vespertino. Me disponía a pasar una velada con Jeff Truman, la vieja gloria de las películas del Oeste. De vez en cuando Jeff y yo nos reuníamos para nuestra pequeña celebración escocesa. Me gustaba beber con él porque su capacidad era similar a la mía. Normalmente ambos perdíamos el sentido al mismo tiempo, y así ninguno de los dos tenía que quedarse despierto y escuchar al otro roncar.
Jeff Truman tenía una casa en la playa, en una zona aislada al otro lado de los Pacific Pallisades, donde residía todo el año. No había participado en ninguna película desde hacía mucho tiempo. Tenía fama de ser problemático con los contratos y todos los estudios lo tenían vetado. Lo cual me parecía una verdadera pena, porque Jeff sabía cabalgar, disparar y actuar bastante mejor que los nuevos guaperas del celuloide.
Finalmente llegué a la ciudad de Santa Mónica y me dirigí a la autopista de la costa. Y entonces comenzaron a ocurrir cosas...
Siendo detective privado en Hollywood, he tenido ocasión de oír historias sobre nudistas y he visto a muchos de esos colgados. Pero los nudistas normalmente se desnudan en el cálido verano. No es habitual que vayan corriendo por la arena de una playa desierta empapada por la lluvia y a mediados de diciembre, y sin una sola prenda de vestir. Ni siquiera en Baja California. El mes de diciembre puede ser condenadamente frío aquí.
Por lo tanto, deduje que la señorita que se acercaba corriendo totalmente desnuda a través del tormentoso crepúsculo debía de haberse escapado de algún manicomio.
Sin embargo, no tenía la expresión de estar pirada. Sólo parecía estar totalmente aterrorizada. A medida que se acercaba pude distinguir que se trataba de una china o una japonesa... en cualquier caso, algún tipo de asiática. Era joven y muy bonita. Sus redondos y pequeños pechos eran demasiado sólidos para saltar a pesar de lo mucho que corría; y su cuerpo de color marfil era delgado, pero sin resultar escuálido.
No llevaba encima ni una maldita cosa excepto una especie de collar plateado. Y un collar no resulta de mucho abrigo cuando el termómetro baja a dos grados y de las nubes cae la lluvia a cántaros sobre la extensa superficie de la creación.
Pisé el freno y eché un vistazo a la chica. No es muy habitual ver a mujeres orientales desnudas corriendo por las playas, y además yo soy de naturaleza curiosa. El cabello negro y mojado de la dama de ojos almendrados flotaba tras ella como un banderín negro; cuando me vio dentro del coche dejó escapar un estridente quejido, hizo un quiebro y comenzó a avanzar por la arena de la playa directamente hacia mí.
—¡Qué demonios! —exclamé y salté fuera de mi cafetera, olvidándome la automática junto a mi asiento. Estaba claro que la delicada oriental estaba en serios apuros. Huía de alguna cosa que la había asustado hasta la médula. Sus pisadas eran manchas rojizas en la arena húmeda, como si se hubiera cortado los pies en las puntiagudas rocas de la playa. Corría tambaleándose y tropezándose y su rastro llevaba hasta una lujosa villa en la playa junto al océano.
Reconocí la casa. Había sido la casa de verano de Sammy Weissmann, el agente que se había colgado al estribo de mi coche hacía una hora en Hollywood. Pero el sheriff había expropiado la casa de Sammy debido a algunos problemas de liquidez.
La monada de ojos oblicuos estaba ya cerca de mí, y seguía gritando al máximo de su capacidad pulmonar. No pude ver a nadie persiguiéndola, pero mi mano se lanzó hacia la automática calibre 32 que siempre llevo en la funda del hombro. Luego recordé que había dejado el revólver en mi cupé.
Antes de que pudiera darme la vuelta para cogerlo del auto, ocurrió algo. La chica oriental paró en seco y se quedó petrificada. Echó las manos al collar plateado que rodeaba su cuello de marfil y tiró con los dedos intentando arrancárselo. Y a continuación ¡el collar comenzó a brillar como un halo azulado!
Era como si chisporroteara y escupiera chispas. Una ráfaga de aire sopló hacia mí, transportando un hilillo de humo.
Lo olí. ¡Era olor a carne quemada!
He visto a muchos asesinos mientras les freían el trasero en la silla eléctrica. Conozco ese peculiar y nauseabundo olor.
Eché a correr como un demonio hacia la dama de ojos rasgados. Pero ya no había nada que hacer. No podría haberla salvado ni siendo el mismísimo Buda. Antes de que pudiera llegar a la chica, el collar azul y chispeante se había transformado en un círculo cegador de fuego luminoso. La chica se derrumbó, sacudiéndose. Y luego la cabeza cayó.
Rodó casi hasta mis pies. Sus ojos almendrados me miraron y pestañearon horriblemente. Fue un movimiento reflejo del músculo, obviamente. La cabeza cercenada no sangraba, ni tampoco el cuerpo decapitado. La carne humana quemada no sangra, o al menos no más que un filete bien hecho.
Me quedé paralizado durante unos instantes, sentía nauseas. Había visto la muerte aparecer de ningún sitio, y estaba profundamente aturdido. Luego escuché un bramido a mi espalda.
Me giré, y a continuación di un respingo. Mi cacharro se había convertido en un atronador infierno en llamas. Algo hizo que me agachara y así lo hice. Justo a tiempo. Me tumbé hundiendo la nariz en la arena en el momento preciso en que el fuego alcanzó el depósito de gasolina del coche. Se oyó un ¡foop! y a continuación un estruendo tremendo. Ahí se esfumaban de golpe los últimos siete galones de alcohol etílico.
Una parte de la sustancia me cayó sobre el brazo y la manga se incendió. Rodé por la arena para apagarla. A continuación sentí una sola punzada de dolor abrasante en las pantorrillas, bajo los pantalones.
Me palmeé las piernas y tiré de los pantalones. Los cierres metálicos de los ligueros de los calcetines estaban ennegrecidos y derretidos, y tenía unas enormes ampollas en la piel, como si me hubieran asado a la parrilla.
En ese momento me alegré de no haber llevado monedas en los bolsillos; me alegré de haberme dejado las llaves y la pistola en el cupé. Porque en ese momento fui consciente de que si hubiera llevado una gran cantidad de metal me habría quemado hasta abrasarme. Por algún tipo de mecanismo procedente de ninguna parte, la espesa y lluviosa oscuridad se había cargado de electricidad de alto voltaje... ¡La muerte había golpeado el collar metálico de la chica asiática y fue la descarga eléctrica lo que hizo que la cabeza cercenada cayera de sus hombros! También derritió mi cafetera y la transformó en un amasijo de lata quemada.
Intenté sobreponerme y me levanté con dificultad. Miré a mí alrededor, intentando situarme. Necesitaba un trago urgentemente... pero mi botella de Vat 69 estaba en el interior del coche siniestrado. Y no tenía intención de acercarme a ese infierno para echar un trago ¡por muy sediento que estuviera!
Eché a correr por la autopista, rodeado por la oscuridad. A mis espaldas las llamaradas de mi buga pintaban la oscuridad de luz encarnada, saltarina e infernal. Recorrí una curva de la desierta carretera, y allí se alzaban los Pallisades. Y entonces vi la pequeña covacha de Jeff Truman.
Se trataba de un búngalo bastante confortable. Una luz brillaba a través de la ventana del salón. Aporreé con fuerza la puerta de entrada. Se abrió tras unos segundos y apareció Jeff Truman en el umbral, engullendo un bocadillo de salami que añadiría unos centímetros más al barrigón que ya estaba comenzando a acumular.
—¡Por Dios Santo! —dijo Jeff—. Sherlock Holmes en persona. ¿Por qué no me avisaste de que venías? ¿Y de qué infierno sales?
—Lo has adivinado, Jeff. Acabo de regresar del infierno. Está en aquella carretera, a medio kilómetro de aquí.
Jeff Truman me miró con cierto recelo.
—Estás borracho. No has jugado limpio. ¡Me llevas delantera! —se quejó Jeff.
—No estoy borracho —dije—. Una cosa acaba de quemarme el buga. Y esa misma cosa electrocutó a una china. Corría por la playa totalmente en pelotas. ¡Una descarga eléctrica la achicharró y le separó la cabeza de los hombros!
Jeff Truman sonrió.
—¿Y qué hay de las tortugas color bermellón y los elefantes morados? Le lancé el aliento en la cara para probarle que no estaba borracho.
—¡Por Dios, tómatelo en serio! —dije—. Déjame telefonear. Debo notificar el hecho a la policía del condado.
—Tranquilízate, Turner —dijo—. Espera a que coja un impermeable. Quiero echarle un vistazo a ese cadáver decapitado antes de avisar a la policía.
Se embutió el bocadillo en la boca, agarró un chubasquero y se lo puso.
A continuación nos dirigimos a la carretera.
Bordeamos la curva pronunciada. Mi cafetera en esos momentos era sólo un amasijo retorcido de chatarra al rojo vivo, y ya se había ido la luz del sol.
—Bueno, tenías razón en cuanto a que tu coche se ha quemado. Pero ¿dónde está el cadáver desnudo?
—¡Aquí mismo! —dije, y le conduje al lugar exacto. Luego exclamé—: ¡Por todos los santos!
El cuerpo desnudo de la china había desaparecido.
No había ni rastro de él ni de la cabeza cercenada. Además ¡no se veía ninguna huella por los alrededores... a excepción de las mías!
—¡Así que la chica recogió la cabeza, se la sujetó con un gancho y salió volando por los aires como un pájaro! —dijo Jeff Truman sonriendo.
—¡Hombre, por Dios! —gruñí—. Ha habido un asesinato en este lugar... ¡Y sólo se te ocurre ponerte a hacer chistecitos! —le agarré del brazo y lo arrastré un poco más allá—. ¡Mira! —dije—. Allí están las huellas de la chica desnuda, allá en la arena —saqué mi linterna y la encendí.
Jeff Truman miró. Luego rompió a reír.
—¡Eso no son huellas humanas, idiota! —rió—. ¡Echa otro vistazo!
Así lo hice. Y entonces pude ver que las huellas no eran humanas. Parecían de algún tipo de animal. Un animal bastante grande, quizás, pero no un animal humano.
—¡Caramba! ¡Tal vez esté perdiendo la sesera!
—Has estado viendo cosas. Necesitas un trago —dijo Jeff Truman—. Regresemos a mi casa.
Vacilé unos instantes, y luego dije:
—Escucha, Jeff. ¿Tienes una herramienta? Me miró fijamente.
—¿Una pistola? Sí. En mi casa. ¿Por qué?
—Me gustaría tomarla prestada —le dije—. La mía se ha quemado dentro del coche.
—¿Vas a disparar a alguien? —me preguntó con sorna. Pude ver que aún no creía mi historia de la china.
—No, no voy a disparar a nadie... a menos que no me quede más remedio. Pero voy a investigar. Voy a ir a esa casa de la playa de donde vino la chica asiática... la antigua casa de Sammy Weissmann. ¡Voy a hacer algunas preguntas!
Jeff se encogió de hombros.
—Estás comportándote como un lunático, Turner. ¿Por qué no admites que has tenido una alucinación y lo dejas estar?
—¡Y un cuerno una alucinación! ¡Sé lo que vi!
—De acuerdo —me respondió, en un tono que indicaba que aún dudaba de mi cordura.
Regresamos a su casa, y mientras él iba a su dormitorio a buscar el arma, me quedé en el salón y tomé tres tragos de escocés. A continuación Truman entró y me dio un enorme Cok calibre 44, del tamaño de un cañón en miniatura.
Metí la pistola en el bolsillo y me dirigí a la puerta. Jeff Truman me siguió. Le miré y le dije:
—¿Adónde crees que vas?
—Contigo —respondió.
—Ni lo sueñes. Esta es mi fiesta —le dije—. Tú te quedas aquí. Si no regreso en una hora llama a la policía.
Intentó convencerme, pero al final logré persuadirle. Y fue entonces cuando sonó el timbre.
Jeff se dirigió a la puerta. Miré por encima de su hombro... y vi a una chica en el porche. Era morena y ¡Dios mío, qué morena! Era diminuta, joven y lo tenía todo en su sitio.
Rizos de cabello oscuro como el carbón asomaban por debajo de su sombrero empapado por la lluvia. Sus ojos eran profundos y soñolientos pozos negros de pasión durmiente. Sus labios de carmín color amapola rebosaban de besos guardados. Y su cuerpo...
Bueno, llevaba puesto un impermeable, pero este no ocultaba la armoniosa simetría de sus deliciosas curvas. Los pechos eran dos arrogantes prominencias gemelas, altas y firmes. Hicieron que me entrara un cosquilleo en los dedos de deseo por acariciarlos... El chubasquero le llegaba a las rodillas; pude echar un vistazo a sus piernas envueltas en seda y me puse a cien.
En ese breve primer momento creí reconocerla; me pareció que la había visto antes en algún otro sitio. Y luego recordé. Era Lorna McFee... ¡La actriz que había desaparecido! ¡La chica que Sammy Weissmann me pidió que buscara!
Y entonces me di cuenta de otro detalle. Alrededor de su garganta llevaba un collar metálico y plateado ¡exactamente igual al que llevaba la chica asiática que había muerto en la playa!
La morena sonreía.
—Dis... disculpe, señor Truman —dijo dirigiéndose a Jeff—, vivo en aquella casa grande junto a la playa. La electricidad se ha ido. Tenemos algunos quinqués, pero no tenemos queroseno. Pen... pensé que quizás podría prestarnos un poco...
—¡Por supuesto! —dijo Jeff Truman—. Tengo una lata de veinte litros entera. Entre mientras voy a por ella.
La condujo al salón y después se fue a la cocina, dejando a la chica a solas conmigo. Ella me dirigió una tímida sonrisa, se desabrochó el impermeable y se lo echó hacia atrás por encima de los hombros. Llevaba un vestido de noche con un escote tan vertiginoso que casi se podían ver por completo sus pechos perfectos. La visión de aquellas suaves y blancas colinas de belleza hicieron que mi corazón comenzara a botar como un montón de pelotitas de goma.
Ella se percató de que la miraba y se ruborizó levemente. Me estaban empezando a venir todo tipo de ideas lascivas... como abrazarla entre mis brazos, amasar sus rojos labios con mi boca, sostener sus pechos con mis manos... y otras cosas.
—Eres Lorna McFee, ¿verdad? —dije. La chica palideció un poco.
—N... no —contestó vacilante—. ¿Qué le hizo pensar eso?
Supe que me mentía. Y me pregunté por qué. También me intrigaba aquel collar metálico plateado. Estaba sujeto a su garganta de manera que no podía hacer que se lo quitaran aunque quisiera. ¡El collar tenía un diminuto candado brillante de acero cementado!
Antes de que pudiera formular otra pregunta, Jeff Truman regresó al salón. Traía un pesado bidón de veinte litros de queroseno que salpicaba y burbujeaba y olía a parafina.
Se lo cogí de la mano y le guiñé un ojo.
—Yo se lo llevaré a la señorita —dije—. Tú no puedes salir con esta lluvia y el trancazo que tienes.
Jeff captó mis intenciones inmediatamente. Sabía que quería ir con la chica para colarme en la casa grande de la playa. El queroseno me daba una excusa para entrar allí.
—De acuerdo, Turner —dijo Jeff asintiendo.
Saqué el enorme bidón de queroseno del búngalo y la morena me siguió. Llovían chuzos de punta. Tomamos un atajo a través de la arena mojada de la playa. Tras unos minutos dije:
—Sammy Weissmann te busca, Lorna.
—¿Tiene algo para mí? —dijo ella rápidamente. La había pillado con la guardia baja; de repente volvió a recobrar el control—. Quiero decir... No conozco a nadie llamado Sammy Weissmann —murmuró.
—¿Aún sostienes que no eres Lorna McFee? —le espeté.
—No... No soy Lorna McFee—me respondió con un tono neutro y opaco.
Me di cuenta de que no iba a llegar muy lejos por ese camino, así que intenté con otra táctica.
—Me ha llamado la atención su collar. Es muy extraño—dije.
—Sí, ¿verdad? —reconoció ella lánguidamente.
—Nunca he visto nada parecido —le dije—. ¿De dónde lo ha sacado?
—No... no debe preguntarme eso —susurró; pude detectar miedo en su voz.
La miré mientras avanzábamos por la arena mojada. En la oscuridad, su rostro se veía muy pálido, muy asustado y muy hermoso. Lejos en la distancia, más allá del límite de las doce millas, se veía un brillante manchón de luz sobre el océano.
Era uno de los barcos—casino que plagaban la costa; un barco del placer anclado, dedicado a juegos de azar ilegales y otras formas de entretenimiento... incluyendo chicas. Una vaga idea se introdujo en mi mente. Una chica tan bella como Lorna McFee probablemente podría sacar un dineral en aquel barco del placer, divagué...
En ese momento bordeamos el alto acantilado y llegamos a la casa de la playa... el antiguo hogar de Sammy Weissmann. La casa relucía con muchas luces... luces brillantes. Había electricidad.
—¡Vaya por Dios!—dijo la morena—. La electricidad debe de haber vuelto. Ha hecho todo este viaje para nada, me temo
—Valió la pena. Me gusta estar con usted, incluso bajo la lluvia. Me lanzó una sonrisa coqueta que me pareció forzada y artificial.
—¿Le gustaría entrar a echar un trago? —sugirió.
—¡Y tanto que sí! —contesté.
La morena sacó una llave y abrió la puerta. Dejé el bidón de queroseno en el porche y la seguí hasta un salón grande y confortable.
La chica se quitó el impermeable y lanzó el sombrero a una esquina. Luego fue a buscar una botella de Elixir de las Tierras Altas y un vaso. Sirvió un trago y me lo ofreció.
—Tome. ¡Esto le calentará! —dijo en voz alta, y a continuación—. ¡No lo beba, por lo que más quiera!—musitó en un susurro tenso que apenas pude oír.
Me puse en guardia. ¿Qué demonios estaba pasando?, me pregunté. Algo parecía estar yéndose a pique... y yo me encontraba en medio de todo. Miré a la chica. Luego alcé el vaso y derramé el whisky en mi boca.
Pero no me lo tragué. Saqué el pañuelo y fingí limpiarme los labios. En ese momento escupí el whisky en un hilillo sobre el pañuelo y volví a guardar el pañuelo de lino mojado en el bolsillo. Me pareció distinguir un sabor amargo en la bebida... ¡efectivamente le habían echado alguna droga!
Dejé el vaso vacío y sonreí a la morena.
—¡Gracias! —dije. Ella me miraba con los ojos como platos.
Entonces, como si estuviera representando un papel mal ensayado y chabacano, la morena me sonrió y meneó las sinuosas caderas de forma seductora.
—¿Se siente mejor? —me preguntó.
—Sí, un poco. Pero me gustaría una cosa más —dije.
—¿El qué? —inquirió ella.
—Un beso.
La chica sonrió maliciosamente.
—Tengo muchos de esos.
Así que la agarré por la cintura y la atraje hacia mí. Era evidente que ella quería, porque respondió apretándose contra mí de forma tan sensual que me puso a cien y me dejó un leve temblor por todo el cuerpo que aún me dura. Le planté la boca en los labios y comencé a trabajármela.
Su vestido era muy ajustado, como si se lo hubieran tatuado en las curvas del cuerpo. Recorrí con los dedos su espalda, acaricié el lascivo arco de las caderas y la sedosa suavidad de los muslos. Toqué las mitades superiores de sus lechosos pechos, justo donde rebosaban sobre el escote. La volví a besar.
—¡Finge que tienes sueño!—me susurró—. ¡Es tu única salida!
Seguí su consejo y le bostecé en la cara. Olí peligro... mucho peligro. Y sabía que la chica intentaba salvarme de algo condenadamente siniestro. Supuse que probablemente nos observaban...
—¡Qué raro! —farfullé con voz pastosa—. Me siento... un poco... cansado...
—¿Quieres echarte y descansar un rato? —me preguntó. Sus ojos me ordenaron decir sí.
Asentí y dije:
—Sí... si tú me acompañas.
—Ven conmigo —sonrió, pero el temor en sus ojos no concordaba con la sonrisa en sus rojos labios.
La seguí al piso de arriba, a una pequeña habitación iluminada tan sólo por una lámpara de mesa con tulipa rosa. Me senté en un extremo del sofá. A continuación, mientras la miraba, la morena se desabrochó los tirantes del traje de noche y se desprendió de él.
El traje cayó al suelo y le rodeó los finos tobillos. Le eché un buen vistazo bajo la tenue luz. Y sentí un cosquilleo que me subió por la espalda al contemplar la arrogante y cantarína elevación de sus pechos sin sujetador, la imponente y armoniosa belleza de su joven cuerpo. Lo único que llevaba puesto era una braguita de tela tan fina como el papel...
Le inmovilicé las muñecas y la arrastré junto a mí. Después apagué las luces. En la oscuridad, se deslizó entre mis brazos un poco reticente. La presioné contra mi cuerpo de tal forma que sus pechos se clavaron en el mío. La besé, hambriento, abriendo sus labios hasta que la cálida punta de su lengua tembló. Mi boca vagó hacia la hendidura de su cuello...
No opuso resistencia alguna cuando posé mis manos sobre sus firmes y cálidos pechos. Los acaricié. Se estremeció ligeramente y pasó los brazos alrededor de mi cuello, acercando mi cabeza a su oído... Luego me dijo en un susurro:
—Escucha atentamente. Debes salir de aquí... Por la ventana. Baja escalando... ¡y sal corriendo! ¡O acabarás... muerto!
—¿Yo? ¿Muerto? ¿Por qué, demonios? —le respondí.
—¡Porque el hombre que regenta este lugar sabe que fuiste testigo del asesinato de la china! Por eso me envió para atraerte hasta aquí. Se suponía que debía darte la bebida con droga y traerte a esta habitación para que durmieras. Después te... matarían. Pero yo... yo no he podido hacerlo. No me quedó más remedio que... avisarte.
La mantuve pegada a mí en la oscuridad.
—Eres realmente Lorna McFee, ¿verdad, cielo?
—S... sí... Y ahora... ¡vete, rápido, antes de que sea demasiado tarde!
—De acuerdo. ¡Pero voy a llevarte conmigo! —respondí.
Se puso rígida entre mis brazos y un temblor histérico la poseyó.
—¡No! ¡No! ¡Me matarán! —jadeó. A continuación me arrancó de su cuerpo, se liberó de mi abrazo y me empujó hacia la ventana.
Dejé que se saliera con la suya, porque una idea empezaba a tomar cuerpo en mi mente. Había algunas cosas que quería investigar. Así que abrí la ventana con mucha cautela y me deslicé al exterior bajo la lluvia.
Mis pies aterrizaron sobre el techo del porche de entrada, justo bajo la ventana. Me agaché y me dirigí al borde. Y luego me detuve.
A través de otra ventana vi una rendija de luz y oí el tenue gemido de miedo de una mujer.
Permanecí en total silencio mientras reptaba hacia esa segunda ventana. Al llegar a ella, pegué el ojo a la rendija de luz oculto en las sombras. Y entonces me invadió la ira por lo que vi.
Dentro de la habitación había cinco chicas acurrucadas en una esquina. Llevaban negligés... y nada más debajo. Había una espectacular y tierna rubia platino con generosos pechos y caderas sinuosas; una chica diminuta con piel color crema y cabello negro... probablemente una mulata, por la oscuridad de su mirada; una chica japonesa delgada y con pecho de adolescente con la piel amarillenta como el marfil pulido.
Y había otras dos... ambas lo suficientemente hermosas para ser coristas de Eddie Cantor. ¡Y todas ellas llevaban un collar con cerrojo de metal plateado!
De pie delante de las chicas atemorizadas vi a un hombre enmascarado y a una dama pelirroja de rostro severo. La señora hablaba en ese momento:
—¡Y ahora a ver si lo comprendéis de una vez, golfas! —ladró a las jóvenes casi desnudas—. Esta noche os embarcan en el barco del placer. Los clientes buscan caras nuevas, nuevos cuerpos. Y si sabéis lo que os conviene, ¡haréis lo que se os diga! ¡Os portaréis bien con los chicos...!
—¡Sí! —gruñó el hombre enmascarado—. ¡O tendremos que daros la misma medicina que le suministramos a la china esta tarde!
Cuando pronunció estas palabras, comprendí toda la historia. Aquellas chicas desnudas de la habitación eran algunas de las damas que habían desaparecido de Hollywood recientemente. ¡Eran esclavas blancas, encerradas aquí para luego ser enviadas a aquel barco del placer! Habían sido raptadas... y ahora se veían forzadas a vivir una vida de deshonra.
Como un rayo rodé de nuevo al otro lado del tejado del porche. Llegué a la ventana de la otra habitación... la habitación donde había dejado a Lorna McFee. Me aupé y entré dentro.
En la oscuridad, Lorna McFee musitó:
—¿Quién anda ahí?
—¡Dan Turner! —le contesté.
Y entonces se arrojó a mis brazos, temblando contra mí, su cuerpo estaba frío y agitado. Durante unos segundos la abracé.
—¡No... no deberías haber vuelto! —jadeó aterrorizada—. ¡Debiste escapar cuando tuviste la oportunidad!
Le acaricié la espalda.
—¡Escucha! —murmuré—. Voy a hacerte algunas preguntas y quiero respuestas claras. Quizás pueda sacarte de este lío. Bueno, en primer lugar,
¿qué le ocurrió a aquella china que murió en la playa esta tarde?
—Ella... intentó huir —dijo Lorna McFee con voz entrecortada—. Y luego... algo terrible le ocurrió. La mujer pelirroja salió de la casa con botas de nieve hace un rato y trajo con ella... el cadáver. Le habían achicharrado el cuello y cercenado la cabeza...
¡Botas de nieve! Me puse tenso. Eso explicaba el hecho de que no hubiera huellas en el lugar donde había desaparecido el cadáver de la joven china. Luego me surgió otra duda.
—¿Y qué me dices de los pies de la joven china? ¿Había algo raro en ellos?
—S... sí. Los llevaba atados, según la antigua tradición oriental. Los tenía aplastados... deformes.
Ahora ya tenía la respuesta a mi otra duda. Ahora sabía por qué la chica asiática trotaba al correr, por qué sus huellas parecían las de un animal. ¡Y Jeff Truman se había reído de mí y me había llamado loco!
—Ellos... Ellos nos secuestran y nos traen aquí—musitó Lorna McFee amargamente—. Nos obligan a llevar estos collares. Y si intentamos escapar...
—¡Ya lo entiendo todo! —dije.
A continuación, súbitamente, oí pasos al otro lado de la puerta de la habitación. Sería probablemente el criminal tratante de blancas enmascarado que venía a matarme, creyendo que me encontraba drogado. Tiré de Lorna McFee y la coloqué a mi espalda. Saqué el Colt calibre 44 que había tomado prestado de Jeff Truman y me agaché, a la espera...
La puerta de la habitación se abrió. Entró la luz y vi al hombre enmascarado. Empuñaba una automática. Sus ojos se agrandaron bajo las ranuras de la máscara cuando me vio de pie en lugar de tumbado e inconsciente sobre la cama. Soltó una maldición y me apuntó con la automática.
Saqué mi arma calibre 44 y apreté el gatillo. Y entonces se me revolvieron los higadillos. ¡El arma estaba encasquillada! ¡La pistola calibre 44 era totalmente inservible!
Antes de que pudiera moverme, el enmascarado me clavó la automática en el estómago y dijo:
—¡Arriba las zarpas, Turner! —luego miró a Lorna McFee, que temblaba prácticamente desnuda detrás de mí—. ¡Tú también, golfa traidora! —gruñó.
Lorna dejó escapar un grito de desesperación. El hombre enmascarado la agarró por el pelo con la mano libre y tiró hacia él.
—Así que no le diste la bebida con droga, ¿eh?—ladró— Bueno, ¡tendrás el placer de morir con él!
Se volvió hacia mí y sonrió con malicia.
Su rostro estaba cerca del mío. Pude oler su aliento a ajo. Y entonces supe a lo que me enfrentaba. Supe la identidad del hombre enmascarado, y fui consciente de que esa persona se había involucrado en el negocio de la trata de blancas para recuperar la fortuna perdida. Y supe también que no se detendría ante el asesinato...
Me empujó fuera del cuarto y arrastró detrás a Lorna McFee. Mantenía la pistola clavada en mis higadillos. No tenía más remedio que ir con él o me perforaría un túnel a través de los riñones. Y entonces ya no podría volver a beber whisky nunca más.
En ese instante, procedente del pasillo del primer piso a nuestros pies, nos llegó un grito... el alarido de terror de una chica, seguido del sonido de unos pasos y una agria maldición con voz femenina. Carne chocó contra carne y se oyó el golpe de un cuerpo sobre el suelo. Y entonces la mujer pelirroja de rasgos severos subió las escaleras cojeando, una figura desnuda subía tras ella.
Era una de las cinco chicas que había visto en la otra habitación. La tierna rubia platino. Su negligé estaba hecho jirones; podía ver la pesada rotundidad de sus pechos, las sinuosas curvas de sus caderas...
—¿Cuál es el problema? —gruñó el enmascarado.
—Intentó escaparse. Y la atrapé —informó la dama pelirroja.
—Ah, ¿sí?—rugió guturalmente el enmascarado—. Bien, ya le enseñaremos modales junto a estos dos. Eso me dará la oportunidad de hacer los últimos ajustes en mi máquina de rayos mortales... ¡La máquina que me convertirá en el amo del mundo!
Me arrastró con él y el resto nos siguió. Subimos un tramo de las escaleras traseras. Llegamos a una pequeña habitación circular... estábamos en la cúpula de la parte superior de la casa. El enmascarado levantó la pistola y la estampó contra mi coronilla. Vi las estrellas. Y luego ya no vi nada más. Me desvanecí.
No permanecí inconsciente mucho tiempo. Tengo el cráneo bastante duro. Abrí los ojos y pestañeé intentando calmar el dolor que me brotaba de la mollera. Miré a mí alrededor.
La morena Lorna McFee estaba en el suelo junto a mí. Ambos estábamos apoyados en la pared. Lorna estaba atada por las muñecas y los tobillos, y casi totalmente desnuda a excepción de sus diminutas braguitas. Pero el enmascarado no se había tomado la molestia de atarme. Probablemente pensó que estaría fuera de juego durante bastante tiempo por el porrazo en la cabeza.
La mujer pelirroja se había ido. Pero al otro lado del cuarto pude ver a la rubia platino atada a una silla. Sus extremidades tiraban de las ataduras que la retenían y tenía los ojos desorbitados de puro terror.
El matón enmascarado estaba delante de ella, jugueteando con el mando de un artilugio de apariencia extraña que parecía un enorme proyector de películas. Mientras le miraba, accionó un interruptor...
Oí un sonido burbujeante y húmedo; olía a carne humana quemada. Un humo acre flotó hasta mi nariz y me entró por los ojos. La rubia dejó escapar un grito que siguió en un salvaje crescendo hasta el silencio total. Me puse en pie, las náuseas hicieron hervir mis tripas hasta espumear. El collar metálico de la rubia se había convertido en un halo chispeante de fuego fulgurante que abrasó su cuello inmaculado...
La descarga eléctrica horadó la carne y el hueso en un instante. De forma abrupta, la hermosa cabeza de la chica se separó... El calor la cercenó de su blanco cuerpo. La cabeza rebotó de forma macabra sobre el suelo...
—¡Maldito demonio del infierno! —grité, y me abalancé hacia el enmascarado.
Este se giró al oírme y sacó la automática de la funda. Pero, para su desgracia, fui demasiado rápido. Enrosqué el puño y lo estrellé contra su boca. Se tambaleó y cayó hacia atrás... sobre el cuerpo decapitado de la rubia, que estaba aún en la silla letal.
El hombre gritó. Una voluta de humo azul y una lluvia de chispas manaron de él cuando el rayo mortífero entró en contacto con su pistola. El arma explotó produciendo un enorme agujero en el pecho del asesino, de manera que se podían ver sus pulmones carbonizados y abrasados... Se derrumbó en el suelo...
Le quité la máscara que cubría unas facciones crispadas.
—¡Así que Jeff Truman! —gruñí.
Sí, era él. Jeff Truman, la estrella acabada de películas del Oeste. Era Truman quien había secuestrado a las chicas y las forzaba a ser esclavas blancas. Las explotaba para pagar sus diabólicos experimentos con la máquina de rayos mortales. Por eso Truman vivía en la playa, en un diminuto búngalo junto a la casa más grande que en otro tiempo perteneció a Sammy Weissmann...
Fue Jeff Truman quien asesinó a aquella chica asiática con su demoledor rayo eléctrico invisible. Después regresó a su búngalo justo a tiempo para abrirme él mismo la puerta. Recordé que tuve que esperar un buen rato antes de que respondiese a mi llamada...
Y Jeff Truman, al saber que tenía intención de registrar la casa grande de la playa y temiendo que descubriera su secreto, debió de llamar desde el búngalo mientras fingía buscar el Colt calibre 44 que le pedí prestado... y que él mismo inutilizó encasquillándolo. Ordenó a Lorna McFee, una de sus cautivas, que acudiera al búngalo con la excusa del queroseno. ¡Jeff lo planeó todo para que me atrajeran hasta la casa grande y poder así drogarme y asesinarme!
Y ese olor a ajo en su aliento... Eso es lo que me dio la pista de que el hombre enmascarado era Jeff Truman. Porque cuando lo vi la primera vez, Truman estaba comiendo un bocadillo de salami. Salami... ¡con ajo!
Me giré y levanté entre mis brazos el cuerpo semidesnudo e inconsciente de Lorna McFee. Bajé a toda prisa las escaleras con ella. Mientras la transportaba al exterior se le veía una expresión muy dulce, muy atractiva... A los pies de la escalera me di de bruces con la señora pelirroja de rostro severo, la compinche de Jeff Truman.
Se lanzó hacia mí. Con la mano que tenía libre le clavé un puñetazo con fuerza, justo en el ombligo. Le retorcí el pelo y la arrastré fuera de la casa. Lorna McFee se estremeció, estaba volviendo en sí.
—Vigila a esta bruja pelirroja —le dije—. Si intenta algo, ¡dale una patada en los piños!
Luego volví a entrar en la casa. Dos minutos más tarde tenía a todas y cada una de aquellas pobres chicas con collarín fuera del antro. Cuando estuvieron todas vestidas y a salvo en el exterior, derramé el bidón de veinte litros de queroseno por todas las habitaciones del primer piso de la casa y prendí una caja de cerillas...
La casa ardió como la yesca. Ya era un infierno rugiente cuando llegó el equipo de bomberos del condado. No pudieron salvar nada. Jeff Truman y su máquina de rayos letales, situada en el piso superior bajo la cúpula, quedaron destruidos simultáneamente.
Pero no me esperé a verlo. Corrí hacia el búngalo de Truman y saqué su auto. Luego recogí a las esclavas blancas, las llevé de regreso a Hollywood y las liberé. A todas excepto a la dama pelirroja y a Lorna McFee.
Entregué la dama a la policía e interpuse contra ella una denuncia por trata de blancas... y por ser cómplice de al menos dos asesinatos. Luego me llevé a Lorna McFee a mi apartamento. Le di una bata y un whisky y la hice sentarse en el diván del salón.
A continuación me dirigí al teléfono y marqué el número de Sammy Weissmann.
—¿Sammy? Dan Turner al aparato. He encontrado a Lorna McFee. Sí.
Tráeme los cien verdes a mi apartamento y es toda tuya.
Me volví para observar a Lorna McFee en el diván. Se había abierto la bata por delante revelando sus dulces y jóvenes pechos. Recordé los momentos que pasé con ella en la oscura habitación de la enorme casa de la playa...
Y ahora me sonreía, y sus ojos brillaban invitándome a acercarme...
Volví a colocar mi boca en el auricular del teléfono y dije:
—Eh, Sammy, no tengas prisa en llegar aquí. Sí. En una hora más o menos. Estupendo...