El intruso o El extraño (The Outsider) es un cuento de terror escrito en 1921 por H. P. Lovecraft, y se que se publicó por primera vez en la revista Weird Tales en abril de 1926. La historia habla de un personaje que toda su existencia ha vivido en un lejano castillo que lo que conoce del mundo ha sido únicamente a través de libros. No sabe nada concreto del "mundo real", ni siquiera su propio reflejo ya que en su hogar, por extraño que parezca, no existen los espejos. Sin embargo, un día decide salir y para su sorpresa causa todas las personajes se alejan aterrorizados. Los versos del poema de La víspera de Santa Agnes (1820) de John Keats, que aparecen como epígrafe introductorio, anticipan que se trata de un vampiro o, por lo menos, de un ser de terrorífica apariencia. Lo curioso de este relato es que es contado en primera persona de tal manera que vemos todos desde la perspectiva de este "intruso" o "extraño" que no puede hallarse entre el resto de la humanidad.
Se ha especulado que este relato es de carácter autobiográfico en el sentido que Lovecraft, en muchas ocasiones, se sentía como un extraño o intruso (un "outsider") en la sociedad norteamericana de principios de siglo. Es muy conocida la misantropía que afectaba mucho su carácter y la incapacidad que tenía para tratar a las demás personas a menos que fuera de manera distante como lo demuestra la nutrida correspondencia que tuvo con otros escritores que fueron conformando el llamado "círculo de Lovecraft".
EL INTRUSO
(The Outsider)
Howard Phillips Lovecraft
Aquella noche el barón soñó mucho;
y todos sus antepasados, con figura y forma
de bruja y diablo y cadáver,
acompañaron sus pesadillas.
KEATS
Desdichado aquel a quien los recuerdos de la infancia sólo traen temor y tristeza. Infeliz del que mira atrás y no ve más que horas de soledad en amplias y lúgubres estancias con negras colgaduras y enloquecedoras hileras de libros antiguos; o aquel que ve espantosas vigilias entre árboles sombríos y grotescos, verdaderos gigantes que agitan silenciosamente sus torcidas ramas. Esto es lo que los dioses me dieron a mí: a mí, el aturdido, el desilusionado, el estéril, el desarraigado. Y, sin embargo, cuando mi mente trata de llegar más allá, me aferro desesperadamente a aquellos recuerdos marchitos y me siento extrañamente alegre.
Ignoro dónde nací. Lo único que sé es que el castillo era infinitamente antiguo e infinitamente horrible, lleno de oscuros pasadizos y con unos techos muy altos en los que la mirada sólo podía distinguir telarañas y sombras. Las piedras de los ruinosos castillos estaban siempre espantosamente húmedas, y en todas partes había un olor horrible, como de montones de cadáveres que se hubieran acumulado durante generaciones. No había nunca luz, de modo que yo solía encender velas para disponer de claridad. No penetraba nunca la luz del sol, debido a que enormes árboles crecían a mayor altura que el punto más elevado de la torre a que yo tenía acceso. Había otra torre negra que se elevaba por encima de los árboles en el desconocido cielo exterior, pero estaba parcialmente en ruinas y no podía subirse a ella a no ser que se trepara por la pared, piedra a piedra.
Debí vivir años enteros en aquel lugar, pero no puedo medir el tiempo. Alguien debió preocuparse de atender a mis necesidades, aunque no recuerdo a ninguna persona, excepto a mí mismo, ni a ningún ser viviente aparte de las silenciosas arañas, ratas y murciélagos. Creo que quien me alimentó debió ser alguien sorprendentemente viejo, ya que mi primera idea de una persona viva fue la de una burlona réplica de mí mismo, aunque retorcida, encogida y vieja como el castillo. Para mí no había nada de grotesco en los huesos y esqueletos que llenaban algunas de las tumbas de piedra excavadas en la parte más honda del castillo, entre sus cimientos. En mi imaginación asociaba aquellas cosas con acontecimientos normales, y pensaba que eran más naturales que los grabados de vivos coloridos en que se reproducían seres vivientes que encontraba en muchos de los desvencijados libros. De ellos aprendí todo lo que sé. Ningún profesor me apremió ni me guio, y no recuerdo haber oído ninguna voz humana en todos aquellos años…, ni siquiera la mía; aunque he leído que existe la facultad de hablar, nunca traté de hablar en voz alta. Mi aspecto me era también desconocido, ya que en el castillo no había espejos, y yo me limitaba a considerarme a mí mismo como semejante a las juveniles figuras que veía dibujadas y pintadas en los libros. Tenía la impresión de ser joven, debido a lo poco que recordaba de mi vida anterior.
En el exterior, al otro lado del pútrido foso y debajo de los sombríos árboles, me tumbaba a menudo para soñar en las cosas que había leído en los libros; y me imaginaba a mí mismo en medio de una alegre muchedumbre en el soleado mundo que había más allá de los interminables bosques. En cierta ocasión traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hicieron más densas y el aire se llenó más y más de funestos presagios, de modo que retrocedí frenéticamente para no perderme en un laberinto de nocturnal silencio.
Y así, a través de interminables crepúsculos, soñaba y esperaba, aunque ignoraba el objeto de mi espera. A veces, en la oscura soledad, mi deseo de luz era tan intenso que alzaba desesperadamente las manos hacia la única torre en ruinas que se elevaba por encima de los árboles al desconocido cielo exterior. Y al final decidí escalar aquella torre, a pesar del peligro de caer que ello significaría. Era preferible echarle un vistazo al cielo y perecer que vivir en aquella perpetua oscuridad.
En el húmedo crepúsculo, trepé por la gastada y vieja escalera de piedra hasta que alcancé el rellano donde terminaba, y a partir de allí seguí ascendiendo peligrosamente apoyando los pies en unos pequeños asideros. Aquel cilindro de roca sin escalera resultaba fantasmal y terrible; oscuro, ruinoso, desierto y siniestro, con los sorprendidos murciélagos cuyas alas no producían el menor ruido. Pero más fantasmal y terrible era aún la lentitud de mi ascensión; por mucho que ascendía, la oscuridad encima de mi cabeza no era menos intensa. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Me pregunté por qué no alcanzaba la luz, y de haberme atrevido hubiera mirado hacia abajo. Imaginé que la noche había caído repentinamente sobre mí, y me aferré inútilmente con una mano libre al alféizar de una ventana para mirar hacia afuera y tratar de calcular la altura que había alcanzado.
De pronto, tras una interminable, pavorosa y ciega ascensión por aquel cóncavo precipicio, noté que mi cabeza tocaba una cosa sólida y supe que había llegado al techo, o al menos a alguna clase de suelo. En la oscuridad alcé mi mano libre, palpé el obstáculo y comprobé que era de piedra e inamovible. Entonces di un mortal rodeo a la pared, aferrándome a los más leves puntos de apoyo que encontré, hasta que finalmente mi mano alzada halló la abertura del obstáculo y empecé a ascender de nuevo, empujando la losa o la puerta con mi cabeza, ya que tenía ambas manos ocupadas en el peligroso ascenso. Encima no se veía ninguna claridad, y a medida que mis manos progresaron en la subida supe que mi ascensión había terminado, puesto que la losa era una trampilla que conducía a una superficie de piedra de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el suelo de alguna elevada y amplia torreta de observación. Me introduje cuidadosamente a través de la abertura, y traté de impedir que la losa cayera de nuevo, aunque fracasé en este último intento. Mientras me dejaba caer, exhausto, sobre el suelo de piedra, oí los fantasmales ecos de su caída, aunque confié en que podría volver a alzarla cuando fuese necesario.
Creyendo encontrarme a una prodigiosa altura, muy por encima de las más elevadas ramas de los árboles del bosque, me arrastré hasta una de las ventanas, creyendo que por primera vez iba a poder contemplar el cielo, la luna y las estrellas, cuya existencia conocía a través de los libros. Sin embargo, mi decepción fue mayúscula, ya que todo lo que vi fueron unas amplias estanterías de mármol que sostenían unas odiosas cajas oblongas de tamaño inquietante. Me pregunté qué espantosos secretos encerraba aquella estancia, edificada a tal altura. Luego, inesperadamente, mis manos se posaron en el umbral de una puerta, toda de piedra, labrada con extraños dibujos. La empujé, y descubrí que estaba cerrada; pero haciendo un supremo esfuerzo conseguí abrirla. En cuanto quedó abierta, caí en el más puro de los éxtasis que había conocido, ya que, brillando apaciblemente a través de una adornada verja de hierro, y encima de un corto pasadizo de escalones de piedra que ascendía desde la recién descubierta puerta, vi la radiante luna llena, la cual no había visto hasta entonces más que en sueños y en vagas visiones que no me atrevo a llamar recuerdos.
Imaginando ahora que había alcanzado la verdadera cima del castillo, empecé a trepar por los escalones que había detrás de la puerta; pero la luna quedó repentinamente velada por una nube, tropecé y me vi obligado a continuar mi ascenso más lentamente en la oscuridad. Era todavía muy oscuro cuando llegué a la verja…, la cual empujé cuidadosamente para descubrir que estaba abierta, aunque no la abrí por miedo a caer desde la impresionante altura a que había trepado. En aquel momento volvió a salir la luna.
La más diabólica de todas las impresiones es la que procede de lo abismalmente inesperado y grotescamente increíble. Nada de lo que había dejado atrás podía compararse en terror con lo que ahora vi; con las extrañas maravillas que el espectáculo ofrecía. El espectáculo en sí era tan sencillo como asombroso, ya que era simplemente esto: en vez de una perspectiva de copas de árboles contemplados desde una elevada eminencia, detrás de la verja había ni más ni menos que el sólido suelo, sembrado de losas y de columnas de mármol oscurecido por la sombra de una antigua iglesia de piedra, cuyo ruinoso campanario brillaba espectralmente a la luz de la luna.
Medio inconsciente abrí la verja y avancé unos pasos por el sendero de blanca grava que corría en dos direcciones. Mi cerebro, sumido en un verdadero caos, seguía aferrado a su frenético deseo de luz; y ni siquiera la fantástica maravilla que acababa de presenciar pudo detener mis pasos. No sabía, ni me importaba, si lo que me estaba sucediendo era locura, sueño o magia; estaba decidido a contemplar la claridad y la alegría a toda costa. Ignoraba quién era o qué era yo, y qué podía ser lo que me rodeaba: aunque, mientras seguía avanzando empecé a tener conciencia de una especie de espantoso recuerdo latente que hacía que mi avance no fuera totalmente casual. Pasé debajo de un arco que daba fin a la zona de losas y columnas, y vagabundeé a través del campo abierto; a veces siguiendo el camino visible, a veces abandonándolo de un modo muy curioso para cruzar unos prados en los que sólo unas ocasionales ruinas hablaban de la antigua presencia de un camino olvidado. En un momento determinado crucé un riachuelo por un lugar en el cual se veían los restos de lo que había sido un puente.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que parecía ser el término de mi excursión, un venerable castillo de muros cubiertos de hiedra, en medio de una frondosa arboleda, sorprendentemente familiar, aunque, a mis ojos, lleno de extrañas perplejidades. Vi que el foso estaba lleno, y que algunas de las torres se habían caído; en cambio, veíanse unas alas nuevas que confundían mis recuerdos, si es que se trataba de recuerdos. Pero lo que observé con más interés y deleite fueron las abiertas ventanas…, esplendorosamente iluminadas, y dejando pasar al exterior unos alegres sonidos. Acercándome a una de ellas, miré al interior y vi un grupo de seres extrañamente vestidos; estaban muy alegres, y se hablaban vivamente unos a otros. Hasta entonces, aparentemente, yo no había oído hablar a ningún ser humano, y sólo en forma vaga pude intuir lo que estaban diciendo. Algunos de los rostros parecían traerme recuerdos increíblemente remotos, otros me resultaban por completo desconocidos.
La ventana era muy baja, y decidí pasar al interior de la estancia, emocionado y feliz al creer que habían terminado mis horas de negra desesperación. Pero entonces empezó la verdadera pesadilla, ya que en el momento en que entré en la estancia se produjeron las más espantosas manifestaciones de terror que imaginarse puedan. Mi presencia provocó en los reunidos un repentino e irrefrenable miedo, desencajando todos los rostros y haciendo surgir los más horribles gritos de casi todas las gargantas. La huida fue general, una huida precipitada, en tropel. Muchos se habían cubierto los ojos con las manos, y en su afán por escapar tropezaron ciegamente contra muebles y paredes antes de conseguir llegar a alguna de las numerosas puertas.
Los gritos resultaban impresionantes; y mientras estaba de pie en el centro de la iluminada estancia, solo e intrigado, escuchando los pasos precipitados de los que tan misteriosamente acababan de huir, temblé al pensar en lo que les había aterrorizado y que yo no había sido capaz de ver. A simple vista, la estancia parecía desierta, pero cuando avancé hacia una de las alcobas creí detectar una presencia allí: tuve la impresión de que algo se movía detrás del arco dorado que conducía a otra estancia similar. A medida que me acercaba al arco, aquella presencia se hizo más clara; y luego, con el primero y último de los sonidos pronunciados por mí —un aullido que me impresionó casi tan profundamente como la visión que lo causaba—, me encontré delante de la inconcebible, indescriptible y espantosa monstruosidad, cuya aparición había convertido a un grupo de alegres contertulios en un rebaño de delirantes fugitivos.
No puedo describir su aspecto, ya que estaba compuesto de todo lo que es sucio, desagradable, detestable y anormal. Era una fantasmagórica mezcla de putrefacción, vejez y descomposición; la pútrida imagen de una malsana revelación, la espantosa representación de lo que la piadosa tierra debe ocultar para siempre. Dios sabe que no era de este mundo —que hacía muchísimo tiempo que no era de este mundo—, pero noté, horrorizado, que su aspecto general recordaba la forma de un cuerpo humano.
Quedé casi paralizado, y ni siquiera tuve fuerzas para huir, como habían hecho los demás. La visión de aquel monstruo me había sumido en una especie de hechizo. Mis ojos no se apartaban de aquellas cuencas vacías, que se negaban a cerrarse. Traté de alzar la mano para interponerla entre mis ojos y la monstruosa visión, pero estaba tan pasmado que mis nervios no consiguieron hacer obedecer del todo a mi brazo. La tentativa, sin embargo, bastó para hacerme perder el equilibrio, hasta el punto de que tuve que avanzar unos pasos, tambaleándome, para no caer. Y mientras avanzaba me di cuenta, con creciente horror, de que la cosa se acercaba más a mí, respirando de un modo espantoso: me pareció oír el sibilante sonido de su respiración. Enloquecido, encontré las fuerzas necesarias para alzar una mano, protegiéndome contra la horrible aparición; y en un cataclismológico segundo de pesadilla cósmica, mis dedos tocaron la putrefacta garra del monstruo detrás del arco dorado.
Y en aquel mismo instante algo pareció desgarrarse en mi cerebro y me sentí inundado por una avalancha de recuerdos. En aquel terrible segundo supe todo lo que había sido; recordé el otro lado del terrible castillo y de los árboles, y reconocí el ahora modificado edificio en el cual me encontraba. Y, lo más terrible de todo, reconocí la impía abominación que me estaba mirando fijamente mientras yo apartaba con precipitación mis manchados dedos de los suyos.
Pero en el cosmos, del mismo modo que existe la amargura, existe también el bálsamo, y este bálsamo es el nepente. En el supremo horror de aquel espantoso segundo olvidé lo que me había horrorizado, y la avalancha de negros recuerdos se desvaneció en un caos de reverberantes imágenes. Como en un sueño, hui de aquel lugar maldito y corrí silenciosa y rápidamente a la luz de la luna. Cuando estuve de regreso en el lugar donde se alzaban las losas y las columnas de mármol, me di cuenta de que no me era posible abrir la trampilla de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y los árboles que lo rodeaban.
Ahora cabalgo con los burlones y amigables vampiros en el viento nocturno y de día juego entre las catacumbas de Nephren-Ka, en los ocultos y desconocidos valles de Hadoth, en el Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, y sé que no puedo aspirar a ninguna diversión, aparte de los festejos que Nitokris celebra detrás de la Gran Pirámide; pero, en mi nueva selvatiquez y libertad, casi doy la bienvenida a la amargura de ser un extraño. Ya que, a pesar de que el nepente me ha tranquilizado siempre, sé que soy un extraño. Un extraño en este siglo y entre aquellos seres que todavía son hombres.
Lo he sabido desde que alargué mis dedos hacia la abominación que se encontraba detrás de aquel arco dorado; desde que alargué mis dedos y toqué una fría y firme superficie de pulido cristal.
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