"Colón era un estúpido" (Columbus Was a Dope) es un relato de ciencia ficción escrito por Robert A. Heinlein, publicado por primera vez en la edición de mayo de 1947 de Startling Stories. Más tarde apareció en dos de las colecciones de Heinlein, The Menace from Earth (1959) y Off the Main Sequence: The Other Science Fiction Stories of Robert A. Heinlein (2005) así como en la antología publicada por Peter Haining bajo el título The Future Makers (1968)
El relato habla, brevemente, sobre un hombre gordo llamado Barnes que bebe "a la antigua" en un bar exponiendo sus ideas a un vendedor de acero haciéndole ver que el plan de crear una nave generacional para viajar a Próxima Centauri es una idea descabellada. El cantinero, por su parte, dice que el mundo necesita exploradores para que así la humanidad pueda ir avanzando.
En este relato Heinlein presenta dos puntos de vista antagónicos acerca de la exploración espacial en particular y de los avances tecnológicos en general: por un lado, la aparente inutilidad de ir más allá de lo ya conocido y, por otro, el deseo indomable de conocer más y más a costa de lo que sea.
COLÓN ERA UN ESTÚPIDO
Robert A. Heinlein
—Me gusta tomar un trago cuando hago un trato —dijo el gordo alegremente alzando la voz por encima del silbido del acondicionador de aire—. Beba, profesor, yo ya llevo dos más que usted.
Alzó la vista de la mesa mientras la puerta del ascensor del otro lado se abría. Un hombre salió y penetró en la fresca penumbra del bar; parpadeó un momento como si viniera del cegador desierto exterior.
—Eh, Fred, Fred Nolan —gritó el gordo—. ¡Ven aquí! —Se volvió a su invitado—. Un tipo que me encontré en el avión cuando venía de Nueva York. Siéntate, Fred. Saluda al profesor Appleby, ingeniero jefe de la nave espacial Pegasus… cuando se construya. Acabo de venderle al profesor una partida de acero para su carraca. Celébralo con nosotros.
—Encantado, Mr. Barnes —dijo Nolan—. Ya conozco al doctor Appleby. A propósito de… la Compañía de Instrumentos de Clímax.
—La Clímax nos suministra equipos de precisión —explicó Appleby.
Barnes pareció sorprendido, luego sonrió.
—Eso me toma de sorpresa. Al principio tomé a Fred por un tipo del gobierno o uno de sus científicos novatos. ¿Qué va a ser, Fred? ¿Un anticuado? ¿Lo mismo, profesor?
—De acuerdo. Pero, por favor, no me llame «profesor». No lo soy y me hace más viejo. Todavía soy joven.
—Le llamaré, este… Doc. ¡Pete! ¡Dos anticuados y otro Manhattan doble! ¿Sabe? Yo esperaba encontrarme con un científico de historieta, con barba blanca y larga. Pero ahora que nos conocemos, hay algo que no puedo encajar.
—¿Qué es?
—Bueno, a su edad, venir a enterrarse en este sitio olvidado de Dios…
—No podemos construir el Pegasus en Long Island —apuntó Appleby— y éste es el sitio ideal para ello.
—Sí, claro, pero no es eso. Es… bueno, mire, yo vendo acero. Usted quiere aleaciones especiales para una nave espacial; yo se las vendo. Pero por eso mismo, ahora que el negocio ya no tiene nada que ver con esto, ¿por qué quiere usted hacerlo? ¿Por qué intentar ir a la Próxima de Centauro o a cualquier otra estrella?
Appleby pareció divertido.
—Eso no puede explicarse. ¿Por qué los hombres intentan escalar el Everest? ¿Qué se le perdió a Peary en el polo norte? ¿Por qué Colón consiguió que la reina Isabel empeñara sus joyas? Nadie ha estado jamás en la Próxima de Centauro… de modo que nosotros vamos a ir.
Barnes se volvió a Nolan.
—¿Tú lo entiendes, Fred?
Nolan se encogió de hombros.
—Yo vendo instrumentos de precisión. Algunas personas plantan crisantemos; otras construyen naves espaciales. Yo vendo instrumentos.
La amable cara de Barnes pareció no comprender.
—Bien… —El camarero trajo las bebidas—. Eh, Pete, dime una cosa. ¿Te largarías en la expedición Pegasus si pudieras?
—Ni hablar.
—¿Por qué no?
—Me gusta estar aquí.
El Dr. Appleby asintió.
—Ésa es su respuesta, Barnes, al revés. Unos tienen el espíritu de Colón y otros no.
—Está muy bien todo eso de Colón —insistió Barnes—, pero Colón esperaba y deseaba regresar. Ustedes no. Sesenta años… usted me dijo que les llevaría sesenta años. Vaya, tal vez ni siquiera llegue vivo allí.
—Tal vez nosotros no pero sí nuestros hijos. Y nuestros nietos podrán regresar.
—Pero… Oiga, ¿está usted casado?
—Por supuesto que sí. La expedición está compuesta sólo por familias. Es una tarea para dos o tres generaciones. —Sacó una cartera de bolsillo—. Ésta es la señora Appleby, con Diana. Diana tiene tres años y medio.
—Es una niña muy bonita —dijo Barnes sobriamente pasándole la foto a Nolan, que sonrió y se la devolvió a Appleby—. ¿Qué pasará con ella? —prosiguió Barnes.
—Irá con nosotros, naturalmente. No querrá usted que la meta en un orfanato, ¿verdad?
—No, pero… —Barnes apuró el resto de su bebida—. No lo entiendo —admitió—. ¿Quién toma otro trago?
—Yo no, gracias —declinó Appleby, acabándose el suyo y poniéndose en pie—. Tengo que irme a casa. La familia, ya sabe —sonrió.
Barnes no hizo nada por detenerlo. Le dio las buenas noches y le contempló mientras se iba.
—Mi ronda —dijo Nolan—. ¿Lo mismo?
—¿Eh? Sí, claro. —Barnes se levantó—. Vayamos a la barra, Fred. Allí podremos beber decentemente. Necesito por lo menos seis tragos.
—De acuerdo —aceptó Nolan, levantándose—. ¿Cuál es su problema?
—¿Problema? ¿No viste la foto?
—¿Y?
—¿Y? ¿No sentiste nada? Yo también soy un vendedor, Fred. Vendo acero. No me importa lo que los clientes quieran hacer con él. Se lo vendo y se acabó. Vendería a cualquiera una cuerda para ahorcarse con ella. Pero me gustan los críos. No puedo quedarme igual al pensar que esa monada de criatura va a ir en esa… ¡esa expedición de chiflados!
—¿Por qué no? Lo mejor es que esté con sus padres. Se aficionará a las planchas de acero lo mismo que los demás críos se aficionan a estar en las aceras.
—Escucha, Fred. ¿No se te ha ocurrido ninguna idea de cómo lo harán?
—Creo que pueden.
—Pues yo te digo que no. No tienen ninguna probabilidad. Lo sé. Hablé al respecto con nuestro personal técnico antes de abandonar la casa central. Nueve probabilidades sobre diez de que se achicharren en el despegue. Y eso es lo mejor que puede ocurrirles. Si consiguen salir del sistema solar, lo que no es probable, nunca podrán conseguirlo. Jamás alcanzarán las estrellas.
Pete colocó otro vaso lleno delante de Barnes. Éste se lo tomó y dijo:
—Ponme otro, Pete. No pueden. Es teóricamente imposible. Se congelarán, se achicharrarán, o se morirán de hambre. Pero no lo conseguirán nunca.
—Quizá sí.
—No hay quizás que valgan. Están locos. Date prisa con ese trago, Pete. Tómate uno a mi cuenta.
—Voy. Gracias, es igual.
Pete preparó el cóctel, cogió una jarra con cerveza y los combinó.
—Aquí Pete es un tipo sabio —dijo Barnes confidencialmente—. A él no le toman el pelo con esos viajes a las estrellas. Colón… ¡Puf! Colón fue un estúpido. Debería haberse quedado en la cama.
El camarero negó con la cabeza.
—Usted me confunde, Mr. Barnes. Si no hubiera sido por hombres como Colón, nosotros no estaríamos aquí hoy… ahora. No tengo exactamente espíritu de explorador. Pero tengo fe. La expedición Pegasus no me parece descabellada.
—¿No te indigna el saber que irán niños?
—Bueno… también había niños en el Mayflower, según me dijeron.
—No es lo mismo —Barnes miró a Nolan y luego al camarero—. Si el Señor deseara que fuéramos a las estrellas, nos habría equipado con propulsión a chorro. Ponme otro, Pete.
—Ya ha bebido lo suyo, Mr. Barnes.
El atribulado gordo estuvo a punto de replicar, pero se lo pensó mejor.
—Me voy a la Sky Room a ver si encuentro pareja para bailar —anunció—. Buenas noches.
Se dirigió hacia el ascensor tambaleándose ligeramente.
Nolan contempló su salida.
—Pobre Barnes —dijo, encogiéndose de hombros—. Creo que somos poco cariñosos con él, Pete.
—No. Yo creo en el progreso, eso es todo. Recuerdo que mi viejo deseaba que la ley prohibiera las máquinas voladoras para que no rompieran a nadie el cuello. Proclamaba que nadie volaría jamás y que el gobierno debería tomar cartas en el asunto. Se equivocó. Yo no tengo espíritu de aventurero, pero hay gente que sí y creo que llegarán a alguna parte. Así es como se hace el progreso.
—No pareces tan viejo como para recordar que antes la gente no podía volar.
—He recorrido mundo mucho tiempo. Aquí sólo llevo diez años.
—Diez años, ¿eh? ¿Y nunca sentiste ganas de conseguir un empleo que te permitiera respirar un poco de aire fresco?
—No. Ni ahora ni cuando servía bebidas en la calle Cuarenta y dos respiraba ningún aire fresco. Pero me gusta estar aquí porque siempre ocurre algo nuevo; primero los laboratorios atómicos, luego el gran observatorio y ahora la nave espacial. Aunque no sea ésta la verdadera razón de mi prolongada permanencia. Me gusta estar aquí. Ésta es mi casa. Observe esto.
Cogió un inhalador de brandy, un gran globo de frágil cristal, lo sopesó y lo lanzó hacia lo alto, hacia el techo. Se elevó suave y grácilmente, deteniéndose durante un fugaz momento en la cúspide de su ascenso, para caer luego con ligereza, con mucha ligereza, como un buzo en una película en cámara lenta. Pete lo contempló caer frente a su nariz y luego lo cogió con el pulgar y el índice, lo acarició por la parte del cañón y lo devolvió al estante.
—¿Lo ve? —dijo—. Un sexto de gravedad. Cuando atendía el bar allá en la Tierra, mis juanetes me fastidiaban todo el tiempo. Aquí peso tan sólo 16 kilos. Me gusta estar en la Luna.
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