lunes, 28 de junio de 2021

DASHIELL HAMMET

Escritor estadounidense de relatos policíacos. También escribió bajo los seudónimos de Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett.

Nació el 27 de mayo de 1894 en el condado de St. Mary’s (Maryland, Estados Unidos). Hammett creció en las calles de Filadelfia y Baltimore. Sin una educación formal (dejó la escuela a los 13 años), trabajó en diversos oficios y en diferentes lugares del país: como mensajero para los ferrocarriles de Baltimore y Ohio, fue dependiente, fue mozo de estación y trabajador en una fábrica de conservas entre otros oficios.

En 1915, entró en la «Pinkerton’s National Detective Agency» de Baltimore como detective privado, experiencia que le proporcionaría material para sus novelas. Hammett no sólo contaba la historia, sino que también había vivido los hechos. Aprendió el oficio de detective de James Wright, un agente bajo, rechoncho y de lenguaje duro, que se convirtió en un ídolo para Hammett (y que más tarde serviría, supuestamente, como inspiración para El agente de la Continental). En Junio de 1918, abandonó Pinkerton y se alistó en alistó en la Armada, pero la tuberculosis que contrajo provocó su licencia médica en menos de un año. De hecho, Hammett sufriría de mala salud por sus brotes de tuberculosis y alcoholismo durante el resto de su vida.

Hammett fue un tipo enigmático y contradictorio. Mientras fue empleado de la famosa agencia de detectives Pinkerton entre sus tareas estaba la de romper huelgas de vez en cuando, aunque después se decantaría por una postura ideológica claramente de izquierdas. Su carrera literaria se produjo en poco más de una docena de años, en los que consiguió hacer respetable la nueva narrativa norteamericana de detectives.

Consiguió prestigio literario rápidamente con sus novelas entre 1929 y 1931. Las dos primeras, Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), le llevaron de inmediato a la fama y en El halcón maltés (1930), su novela más famosa, aunque se discute si la mejor, en la que dio vida a su personaje más conocido, Sam Spade, fue la pionera del estilo de novela negra policíaca. Gran parte del éxito de la novela se puede atribuir a la adaptación para el cine de 1941 dirigida por John Houston y protagonizada por Humphrey Bogart.

También fue el responsable de la creación de El agente de la Continental (1924) y El hombre delgado (1934), la novela que presentó el matrimonio de detectives Nick y Nora Charles al mundo, personajes que se convirtieron en la base para una serie de famosas películas. Fue el inventor de la figura del detective cínico y desencantado de todo. El agente de la Continental de Hammett apareció en unas tres docenas de relatos, algunos de los cuales fueron la base de las novelas Cosecha roja (Red harvest, 1929) y La maldición de los Dain (The Dain curse, 1929).

Corrían los tiempos del nacimiento de la novela negra, un movimiento literario en que se adoptaba el enfoque realista y testimonial para tratar los hechos delictivos. Fue el fundador de tal corriente y su más egregio representante y destacó sobre todo por su realismo, por la franqueza con que dibuja a sus personajes y escribe su diálogo, así como por el impacto con que se desarrolla el argumento, que supone la descripción gráfica de actos brutales, y por las actitudes sociales hipócritas y cínicas. Demostró asimismo que también en este género se pueden denunciar las corrupciones políticas y económicas, aunque nada de todo esto está reñido con el humor, y su novela El hombre delgado (The thin man, 1934) es un ejemplo de ello. En el escritor español Manuel Vázquez Montalbán pueden seguirse sus huellas. No sólo gozó del reconocimiento popular, también críticos serios elogiaron su trabajo. Varias de sus novelas fueron más tarde adaptadas a programas populares de radio y al cine, y también escribió guiones en Hollywood y su nombre apareció en los créditos de una serie de shows de radio que utilizaron sus personajes, como el de Alex Raymond, detective privado/espía que apareció en la tira de cómics Secret Agent X-9 (1934).

Pero en 1934, con la publicación de El hombre delgado, su última novela, la carrera de Hammett como escritor estaba casi acabada y se puede afirmar que no escribió nada verdaderamente importante después de esa fecha (no volvió a escribir novelas, sólo relatos cortos).

El anterior otoño había conocido a Lillian Hellman, lectora de guiones que tenía la ambición de convertirse en dramaturga, y se embarcaron en una larga y tumultuosa relación, que duraría casi treinta años.

Reconocido como izquierdista, en 1951 pasó seis meses en la cárcel por «actividades antiamericanas» (en realidad por rechazar atestiguar en el Civil Rights Congress contra cuatro comunistas acusados de conspirar en contra del gobierno de los Estados Unidos). En 1953, volvió a rechazar contestar a preguntas del comité del senador José McCarthy’s.

Murió el 10 de enero de 1961 en Nueva York.


martes, 22 de junio de 2021

EL ESQUELETO

Curiosamente esa publicación fue un número muy "huesudo" ya que ahí apareció "El esqueleto" de Ray Bradbury así como "La calavera del Marqués de Sade" de Robert Bloch. Lo que son las coincidencias.

"El esqueleto" (Skeleton) es un cuento escrito por Ray Bradbury y que fue publicado por primera vez en el número de Weird Tales correspondiente a septiembre de 1945. Dicho relato fue recopilado más adelante en el libro The October Country ("El país de Octubre") en 1955.

Este relato narra la obsesión que un hombre, el señor Harris, tiene hacia sus propios huesos sintiendo que éstos lo están atacando afectando de este modo su vida. 


EL ESQUELETO

Ray Bradbury

Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!

La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir:

-¿Adivine quién está aquí, doctor?

Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente:

-Oh, Dios mío, ¿otra vez?

Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:

-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! -Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.

Harris, enfurruñado, no se movió.

El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.

-¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora son once dólares.

-Pero, ¿por qué me duelen los huesos? -preguntó Harris.

El doctor Burleigh le habló como a un niño.

-¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!

Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo…

M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.

Harris se lo contó todo.

M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.

-Muy complicado -silbó suavemente M. Munigant.

Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía!

-Problema psicológico -dijo M. Munigant.

Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.

-¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños.

El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquellos y otros!

-¡Mire!

Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.

M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le… trataran los huesos?

-Depende -dijo Harris.

Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».

Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.

Algo tocó la lengua de Harris.

Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.

M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar… cómo decirlo…. la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.

Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.

En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:

-¡Basta!

A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:

-¡Clarisse!

Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.

-¿Estás aún meditando, querido? -preguntó-. Por favor, deja eso.

Se sentó en las rodillas del señor Harris.

La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.

-¿Está bien que haga eso? -preguntó, sorbiendo el aliento.

-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi rótula, dices?

-¿Es normal que se mueva así, alrededor?

Clarisse probó.

-Se mueve así, realmente -dijo, maravillada.

-Me alegra que la tuya se deslice, también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.

-¿De qué?

El señor Harris se palmeó las costillas.

-Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!

Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.

-Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.

-Espero que no se vayan flotando por ahí.

El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.

-Gracias por haber venido, querida -dijo.

-Cuando quieras.

Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.

-¡Un momento! Espera… -El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!

Clarisse arrugó la nariz

-¡Claro, querido!

Se fue bailando del cuarto.

Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora…. ahora…. ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño…. horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.

-¡Señor! ¡Señor!

Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un… esqueleto… adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?

Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.

Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un… cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!

Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.

La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.

-Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?

El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.

-Iré en seguida, querida -contestó débilmente.

¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!

Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!

-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.

Esa noche, sentado en la cama mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:

-Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!

El señor Harris dejó caer las tijeras.

-¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.

-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.

-Algo que siento dentro -dijo Harris-. Algo que… comí.

A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.

-¡Señorita Laurel! -gritó el señor Harris-. ¡Basta!

Solo, meditó sobre sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.

La extraña sensación no desapareció. Creció.

El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.

¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!

Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.

¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!

Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.

¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!

El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.

Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.

La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?

Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.

La nariz, ¿no era demasiado prominente?

Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.

El cuerpo, ¿no era rollizo?

Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!

Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?

Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.

Compara, compara, compara.

Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.

Harris se sentó lentamente.

-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!

Harris sonrió mostrando los dientes.

-Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!

Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron….

Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.

Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!

Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.

-¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!

Corrió a un restaurante.

Pavo, salsas, papas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y caigan todos en la sala.

Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.

-Setenta kilos -le dijo la semana siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?

-Noto que estás mejor -dijo Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes…

-No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?

-¿Él? ¿Quién es él?

En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.

Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.

-Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso -dijo.

-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre dientes.

Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.

-Querido -dijo Clarisse-. Te he estado observando últimamente. Estás tan… lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?

Harris cerró los ojos.

-Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.

-Descansa ahora -susurró Clarisse dulcemente-. Descansa y olvida.

El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.

En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.

Los dolores cesaron.

M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.

Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.

Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.

El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.

No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.

-¿Glándulas?

-¿Me habla usted a mí? -preguntó el gordo.

-¿O una dieta especial? -comentó Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago

-Así es entonces -susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.

Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.

-¡Eh!

Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.

Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.

El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero… ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.

Demonios, estaba realmente enfermo.

¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?

-¡Querido!

Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.

-Querida -dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.

-Pareces más delgado; oh, querido, el negocio…

-Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.

Clarisse lo besó de nuevo.

La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.

Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.

-Bueno, lo siento, pero tengo que irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.

Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.

-¿M. Munigant?

Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!

M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.

Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.

-Señor Munigant -suspiró apenas Harris-. No… no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?

M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca… Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!

Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!

-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.

Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.

Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.

Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.

No había nadie en el cuarto.

-¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!

M. Munigant había desaparecido.

-¡Socorro!

Y en ese momento Harris oyó.

Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba…. un leño, sumergido…

Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.

Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.

-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo-. Querido…

Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.

De pronto, se puso a gritar.

Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.

Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.

Es terrible cuando la medusa te llama por tu propio nombre.

FIN

Por último, comentaremos que se realizó una adaptación televisiva de este cuento para el programa antológico "The Ray Bradbury Theater". Aquí lo dejamos para que lo disfruten.

Es

martes, 8 de junio de 2021

BLACK CAT

Black Cat fue creada por Alfred Harvey y dibujada por Lee Elias para la editorial Harvey Comics. Este personaje fue publicado por primera vez en 1941 y después protagonizó su propia serie de títulos de 1946 a 1951. Linda Turner, hija de una estrella de cine mudo y de una doble de acción. Ella vivía aburrida del glamur de la Meca del Cine cuando descubrió un complot del espía y director nazi Garboil. Linda Turner se dio cuenta de que podía ayudar a su país además de divertirse asumiendo la identidad de Black Cat. Linda Turner se convirtió en una superheroína no por ningún tipo de llamada moralista a la acción o por el deseo de perseguir la justicia, sino por aburrimiento de su estilo de vida de celebridad. Además, es lo suficientemente rica como para tener un gimnasio "de vanguardia" en su casa, y tiene mucho tiempo libre entre filmaciones. Aunque convenientemente, la mayor parte de su resolución de crímenes ocurre justo en el set.

Ella no tiene superpoderes, pero es una luchadora hábil, sabe karate y acrobacias, y es buena con la jabalina y el lazo. Es cinturón negro en artes marciales, además de haber aprendido algunos trucos mientras trabajaba como actriz de dobles en películas, y logró enfrentarse cara a cara contra todo, desde hombres armados hasta lo sobrenatural. Fue asistida por Rick Horne, un reportero del periódico Los Angeles Daily Globe, y su compañero Black Kitten.

Luchó contra los nazis y los soldados japoneses durante la guerra mundial. Cuando los superhéroes pasaron de moda, la editorial dio un giro en sus historias y trató de poner más énfasis en Hollywood. El personaje trató de imitar a Batman y Robin con un nuevo compañero y empezó a luchar contra supervillanos de aspecto más tradicional, antes de que la editorial se deshiciera de los personajes por completo y convirtieran a la revista Black Cat en Black Cat Mystery, una antología de terror.

El padre de Linda era un ganadero que había sido un actor de películas mudas y también un detective privado en su juventud- A su avanzada edad todavía se mantiene firme en una pelea a puñetazos. Después de aproximadamente 10 años de aventuras, Black Cat adquirió un compañero, The Black Kitten, para darle un atractivo de superhéroe más dinámico, en lugar de sus aliados anteriores, Rick y su anciano padre. Al final de la serie, Kit Weston, de 13 años, fue adoptado y agregado como The Black Kitten, después de que sus padres, artistas de circo, murieran trágicamente. ¿Suena familiar? La serie solo duró un número más antes de que se abandonaran las aventuras de Linda.

A lo largo de su historia, Black Cat se asoció con diferentes héroes del momento. En Speed Comics #23, Black Cat trabajó al lado de Shock Gibson, Captain Freedom, Ted Parrish, War Nurse y Girl Commandos para repeler una invasión japonesa contra Hollywood. También se asoció con Gibson y Captain Freedom en otras historias publicadas en Speed Comics. En Pocket Comics #4, Black Cat se asoció con Spirit of '76 y Agent 99 en dos aventuras separadas. Black Cat se topó con el Agente 99 mientras estaba en Los Ángeles reuniendo a los agentes de la Gestapo a pedido del FBI. Black Cat, Rick Horne y el Agente 99 trabajaron juntos para llevar ante la justicia a los agentes de la Gestapo. Antes de que los aventureros se separaran, Black Cat le dio un beso al Agente 99. Al darse cuenta de las reacciones de celos de Rick, el agente británico dijo que por mucho que le encantaría quedarse con la hermosa heroína, su trabajo siempre tendría que ser lo primero.

La mayoría de los villanos contra los que se enfrentó eran ladrones y mafiosos mundanos, además de nazis y japones, pero fue en las últimas historias en las que estuvo cuando luchó contra criminales superpoderosos que usaban máscaras y tenían trucos especiales, como The Spectre, Crimson Raider y The Firebug

La revista Black Cat es conocida por la serie de cambios radicales que sufrió para luchar contra la menguante popularidad de los superhéroes después del final de la Segunda Guerra Mundial. La revista cambió de nombre a Black Cat Mystery y centró su atención en el género del terror. Después de la clausura de los títulos de terror por parte del Authority Comic Code la revista pasó a llamarse Black Cat Western para así abordar el más “inocente” género de vaqueros.

Del mismo modo, el vestuario del personaje cambió a lo largo del tiempo. En su carrera inicial en Pocket Comics, su parte superior a veces era prácticamente solo dos tiras de tela conectadas a sus pantalones cortos. Después de la publicación de Seduction of the Innocent, la misma Black Cat fue criticada en el libro por su vestimenta reveladora, y la revista Black Cat Mystery fue crucificada por su cantidad gráfica de sangre y violencia. En reimpresiones posteriores censurarían la obra de arte para que pareciera mucho más modesta y borrara todo escote. Cuando la serie se reimprimió en los años 60, toda la obra de arte se modificó para que su disfraz fuera menos revelador, levantando el escote hasta prácticamente desaparecerlo agregando correas más gruesas en los hombros Más adelante, durante el intento de reimprimir la serie en los años 80, la portada presentó más énfasis en mostrar a Black Cat en poses de pin-up o como una damisela en apuros, con un escote significativamente más marcado.


domingo, 6 de junio de 2021

BLACK MASK, LA REVISTA QUE REVOLUCIONÓ EL GÉNERO NEGRO

Dejo el siguiente video donde se nos hace una rápida reseña sobre el origen de las revistas pulp y la importancia de Black Mask dentro del género negro. Transcribo el texto que aparece en video de Youtube:

Black Mask Magazine nació en 1920 como una revista pulp más de las que se publicaban en la época. En sus primeros números se mezclaban historias de amor, de aventura y de misterio. Pero en 1923 un autor llamado Carroll John Daly creo un personaje que daría una nueva dimensión al género policíaco, el detective Race Williams. En las páginas de Black Mask publicarían sus primeros relatos Dashiell Hammet y Raymond Chandler. En definitiva, Black Mask fue la revista en la que nació el hard boiled americano.

Ana Ballabriga nos habla en este vídeo sobre los orígenes de las revistas pulp, de la importancia de Black Mask y de qué propició su final.


TOP-NOTCH MAGAZINE

El primer número de Top-Notch Magazine apareció en marzo de 1910. Comenzó como una revista para adolescentes tratando principalmente historias deportivas, antes de cambiar a una revista de aventuras para hombres en la década de 1930. Durante los veintisiete años que duró su publicación, la revista se publicó dos veces al mes y se convirtió en uno de los líderes de circulación de Street & Smith en el mercado de las revistas pulp. Contó con autores tan notables como Jack London, Gilbert Patten, Octavus Roy Cohen, Arthur Conan Doyle, Robert E. Howard, L. Ron Hubbard, Lester Dent y Harry Stephen Keeler. Lester Dent, el prolífico escritor pulp de Tulsa, Oklahoma, más famoso por su serie Doc Savage, vio su primera publicación en Top-Notch con el cuento "Robot Cay" en la edición de septiembre de 1929.

Gilbert Patten no solo fue el primer editor de Top-Notch, sino que también ideó su nombre y escribió una gran cantidad del material que publicó, como su serie sobre la vida universitaria protagonizada por Cliff Sterling que se publicó bajo el seudónimo Julian St. Dare. Durante la dirección editorial de Patten, Top-Notch publicó una novela de larga duración en cada número, junto con algunos cuentos y series; también fue durante este período que la revista se comercializó como ficción juvenil. Un número de 1910 de The Library anunciaba que la revista estaba llena de "cuentos estadounidenses limpios" e historias "que a los niños les encantan".

En noviembre de 1910, cuando quedó claro que la revista Top-Notch sería un éxito, Harry W. Thomas asumió la dirección editorial. Thomas decidió que Top-Notch tuviera un formato pulp estándar de 192 páginas que se vendía por 10 centavos; también intentó alejar la revista del mercado juvenil. Top-Notch finalmente se convirtió en una revista de aventuras para hombres y publicó algunas de las primeras novelas deportivas pulp, que se convertirían en un elemento básico de la revista a lo largo de su historia. También publicó una variedad de westerns, detectives y ficción de interés general. Después de 1933, cada número de la revista incluyó una historia de ciencia ficción, bajo la influencia de su editor F. Orlin Tremaine, quien también fue editor de Astounding Science Fiction. Top-Notch tuvo un total de 602 números, antes de retirarse en octubre de 1937.

viernes, 4 de junio de 2021

JOHN A. COUGHLIN

John A. Coughlin (1885-1943) fue un artista de revistas pulp que pintó varias portadas para publicaciones de Street & Smith. Pintó la primera portada de Detective Story Magazine y continuó creando casi todas las portadas durante los siguientes veinte años. Su portada para el número del 7 de marzo de 1931 es la primera aparición pintada de The Shadow.


John Albert Coughlin nació el 23 de enero de 1885 en Chicago, Illinois. Su padre, James Joseph Coughlin, era un tendero irlandés-estadounidense nacido en 1854 en Illinois. Su madre, Mary McClarney, nació en 1856 en Irlanda. Ella emigró a Estados Unidos en 1871. Se casaron en Chicago en 1884. John Albert fue su primogénito. Su hermana menor Theresa nació en 1889. Vivían en 248 North State Street.


En 1900 a la edad de 15 años tomó un curso de dos años en la Universidad de Notre Dame, que está a 80 millas al este de Chicago. También tomó clases de dibujo y pintura con Jobson Emilien Paradis, que había estudiado en París con Gerome. En 1902 recibió un diploma comercial. Después, en 1903, comenzó a estudiar en el Art Institute of Chicago, del cual se graduó en 1906 a la edad de 21 años. Luego de completar su formación trabajó en publicidad, y varias de sus primeras obras aparecieron en publicaciones de Chicago.


En 1912 se mudó a la ciudad de Nueva York, donde abrió un estudio de arte en 880 West 181st Street en la sección Washington Heights de Upper Manhattan. Su edificio de apartamentos estaba en la esquina con Riverside Drive, por lo que su estudio tenía una vista espectacular del río Hudson. Esto fue décadas antes de que comenzara la construcción del puente George Washington, por lo que su estudio de arte estaba lleno de luz solar sin obstáculos.


En 1913 pintó su primera portada pulp para The Popular Magazine de Street & Smith. Ese mismo año también pintó portadas para Harper's Weekly . En 1914 ilustró The Brown Mouse de Herbert Quick, editor de Farm and Fireside Magazine. También pintó varias portadas para People's Magazine .

Pintó la portada del 24 de abril de 1915 de The Saturday Evening Post. En octubre de ese mismo año creó la portada del primer número de la revista Detective Story de Street & Smith . Continuó creando casi todas las portadas para este mismo título durante los siguientes veinte años. El 14 de septiembre de 1916 se casó con Walletta M. Yeakle en Nueva York. Nació en 1892 en Illinois. El 21 de septiembre de 1917 nació su primer hijo John Albert Coughlin Jr.

En 1917 pintó un cartel de reclutamiento para el Cuerpo de Marines de EE. UU. El 12 de septiembre de 1918 se presentó para reclutarse. Tenía treinta y tres años y no fue seleccionado para el servicio militar. Los registros lo enumeran como alto, de complexión media, con ojos gris azulados y cabello negro. Alrededor de 1922, su hijo Albert murió de meningitis espinal a la edad de seis años. Después de esta trágica pérdida, él y su esposa se mudaron cinco cuadras al sur a un nuevo apartamento en 370 Fort Washington Avenue, cerca de 176th Street.


En 1924 nació su segundo hijo James Joseph Coughlin. El 22 de diciembre de 1930 nació su tercer hijo, Robert Tuliss Coughlin. Además de pintar portadas para The Popular y Detective Story , hizo portadas para Argosy, Complete Stories, Detective Fiction Weekly, Detective Tales, Real Western, Short Stories, Top-Notch y Wild West Weekly .

Su portada para la edición del 7 de marzo de 1931 de Detective Story Magazine es la primera aparición pintada de The Shadow en una revista pulp. En 1934 abrió un estudio de arte en College Point, Queens, donde su vecino de al lado era el renombrado escultor Hermon MacNeil. No prestó sus servicios como soldado en la Segunda Guerra Mundial ya que para 1942 tenía cincuenta y siete años. Murió en College Point, Queens, NY, a la edad de cincuenta y ocho años el 3 de abril de 1943.

miércoles, 2 de junio de 2021

EL PLANETA DE LOS MUERTOS

"El planeta de los muertos" (The Planet of the Dead) es un relato fantástico escrito por Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la edición de marzo de 1932 de la revista Weird Tales.

Pese al título que suena de momento muy espectacular, este relato no es de terror, sino más bien es un cuento fantástico con motivos "románticos". El personaje principal, Francis Melchior, es un anticuario que tiene como pasión la astronomía. Él no está a gusto con nuestro mundo, siempre sueña con épocas pasadas, tiempos idos, viviendo en una permanente nostalgia y gusta de ver las estrellas e imaginarse lo que ellas podrían decirle. 

Una noche su atención se centra en una estrella rojiza muy peculiar cuando de pronto se siente volar y, aparentemente, termina perdiendo el conocimiento para así empezar a soñar que llega a ese lejano planeta que ha de girar alrededor del astro moribundo.

¿Pero realmente está soñando? Cuando "despierta" en realidad se da cuenta que él es Antarion, un poeta de una raza muy antigua. Va reconociendo su mundo: observa los restos de una civilización antiquísima y se nos va narrando cómo, en parte, la nostalgia de Francis Melchior es el producto de este mundo decadente. Todo en Phandiom (el nombre de aquel planeta) es antiguo, decadente, mortecino. 

Antarion va recordando todo y llega a su mente Thameera, su amante. La busca y la encuentra y es así como se entera que Phandiom está condenado, pues el sol de este planeta está a punto de morir y sólo queda un mes de luz, después será la muerte y la noche eterna. Entendemos, entonces, porque es el "planeta de los muertos": es un mundo condenado pero que, en sí mismo, ya estaba en lo más decadente de su civilización. No es un mundo joven, lleno de vida, que de pronto verá truncado su destino. No, es un mundo casi muerto pero que en sus estertores busca gozar hasta el último momento. Por eso, la gente de ese planeta se dedicará a los mayores placeres en un carnaval grotesco y agónico.

¿Qué será de Antarion y Thameera? ¿Qué fue realmente de Francis Melchior? No lo voy a contar para que precisamente gocen de este relato. Dejo al final la versión en audio de John Silence. Que la disfruten.

El planeta de los muertos.

(The Planet of the Dead) 

Clark Ashton Smith

De profesión, Francis Melchior era anticuario; por vocación, era astrónomo. De esa manera se esforzaba para calmar, si no para satisfacer, dos necesidades de un temperamento complejo y raro. A través de su oficio, gratificaba, hasta cierto punto, su ansia de todas las cosas que hubiesen estado sumergidas bajo las sombras funerarias de edades muertas, en las llamas de oscuro ámbar de soles que hacia largo tiempo que se habían puesto; por todas las cosas que tienen en torno suyo el misterio irresoluble del tiempo pretérito.

Y, a través de su vocación, encontró un camino despejado a reinos exóticos en el espacio exterior, a las únicas esferas en las que su imaginación podía vagar en libertad y sus sueños podían quedar satisfechos. Porque Melchior era uno de aquellos que han nacido con un asco incurable a todo lo que es actual o cercano, uno de aquellos que han bebido demasiado poco del olvido y no han olvidado por completo las glorias trascendentes de otras épocas, y los mundos de los que fueron exiliados por su nacimiento humano; así que sus pensamientos, furtivos e incansables, y sus anhelos, vagos e insaciables, vuelven oscuramente a las costas desaparecidas de una perdida herencia.

Para alguien así, la Tierra es demasiado estrecha, y la extensión del tiempo de los mortales, demasiado breve; y la pobreza y la esterilidad están por todas partes; y por doquier es su destino una infinita fatiga. Con una predisposición que de ordinario resulta tan fatal para las facultades de hacer negocios, fue verdaderamente notable que Francis Melchior hubiese prosperado absolutamente en los suyos. Su amor por las cosas antiguas, por los jarrones raros, cuadros, mobiliario, joyas, ídolos y estatuas, le hacían estar más dispuesto a comprar que a vender; y sus ventas eran a menudo una fuente de dolor y arrepentimientos secretos.

Pero, de alguna manera, a pesar de todo, había logrado adquirir un cierto grado de comodidad material. Por naturaleza, tenía algo de solitario y era considerado generalmente como un excéntrico. Nunca se había preocupado de casarse; no había tenido amigos íntimos, y le faltaban muchas de las inquietudes que, a los ojos del hombre de la calle, se supone que caracterizan a un ser humano normal.

La pasión de Melchior por las antigüedades y su afición a las estrellas procedían ambas de los días de su infancia. Ahora, al cumplir treinta y un años, con un desahogo y una prosperidad crecientes, había convertido el balcón superior de su casa aislada de las afueras, que se levantaba en la cima de una colina, en un observatorio amateur. Aquí, con un nuevo y poderoso telescopio, estudiaba los cielos veraniegos noche tras noche. Él poseía escaso talento y poca afición por esas recónditas ecuaciones matemáticas que forman una parte tan importante de la astronomía ortodoxa; pero tenía una comprensión intuitiva de las inmensas extensiones estelares, una sensibilidad mística para todo aquello que se encuentre en el espacio exterior.

Su imaginación vagabundeaba y se aventuraba entre los soles y las nebulosas; y, para él, cada nimio brillo en el telescopio parecía contar su propia historia e invitarle a su propio reino de fantasía ultramundana. No estaba especialmente preocupado con los nombres que los astrónomos han dado a cada estrella y a cada constelación; pero, de todos modos, cada una de ellas poseía para él una identidad individual que no podía confundirse con la de ninguna otra.

En particular, Melchior se sentía atraído por una diminuta estrella en una extensa constelación al sur de la Vía Láctea. Apenas podía distinguirse a simple vista; e, incluso por su telescopio, daba la impresión de una soledad y un apartamiento cósmicos como no había sentido ante otro orbe. Le atraía más que los planetas rodeados de lunas o las estrellas de primera magnitud con sus aureolas espectrales y ardientes; y volvía a ella una y otra vez, abandonando, por este solitario punto de luz, la maravilla de los múltiples anillos de Saturno y la zona nublada de Venus y los intrincados anillos de la gran nebulosa de Andrómeda.

Meditando durante muchas medianoches sobre la atracción que la estrella ejercía sobre él, Melchior razonó que su estrecho rayo era la emanación completa de un sol y, quizá, de un sistema planetario; que el secreto de mundos extraños y puede que hasta algo de su historia estaba implícito en aquella luz, si tan sólo uno fuese capaz de leer la historia. Y ansiaba comprender y conocer la tenuemente hilada hebra de afinidad que atraía su atención sobre este mundo en particular. En cada ocasión en que miraba, su cerebro era tentado por oscuras pistas de una belleza y unas maravillas que estaban aún un poco más allá de sus más audaces fantasías, de sus sueños más incontrolados.

Y, cada vez, le parecía que estaban una pizca más cerca, y más accesibles que antes. Y una extraña e indeterminada expectativa comenzó a mezclarse con la avidez que impulsaba sus visitas de cada noche al balcón. Cierta medianoche, cuando estaba mirando a través del telescopio, le pareció que la estrella era un poco más grande y brillante de lo habitual. Incapaz de explicar esto, la miró más fijamente que nunca, sintiendo una emoción creciente, y fue repentinamente capturado por la antinatural idea de que estaba mirando hacia abajo a un abismo extenso y vertiginoso, más que hacia arriba, a los cielos primaverales.

Sintió que el balcón ya no estaba debajo de sus pies, sino que de algún modo se había dado la vuelta; y entonces, de repente, estaba cayéndose directamente sobre el éter, con un millón de truenos y de llamas en torno suyo y tras él. Durante un breve rato, aún le pareció ver la estrella que estaba mirando, lejos en el terrible vacío de oscuridad espantosa; y entonces se olvidó y ya no pudo encontrarla.

Hubo el mareo de un incalculable descenso, y un torrente de vértigo, de velocidad siempre creciente, que no podía soportarse; y, transcurridos momentos o evos (no podía decir qué), los truenos y las llamas se apagaron en una oscuridad definitiva, en un completo silencio; y él ya no supo que estaba cayéndose, y ya no retuvo ningún tipo de inteligencia.

* * *

Cuando Melchior recuperó el sentido, su primer impulso fue sujetar el brazo del sillón en el cual había estado sentado debajo del telescopio. Era el movimiento involuntario de alguien que se cae en un sueño. Al momento se dio cuenta de lo absurdo de semejante impulso; porque no estaba sentado sobre una silla en absoluto; y sus contornos no tenían el menor parecido con el balcón nocturno en el cual había sido capturado por aquel extraño vértigo, y desde el que le había parecido caer y perderse. Estaba de pie sobre una carretera, pavimentada con bloques ciclópeos de piedra gris, una carretera que se extendía interminablemente ante él adentrándose en las perspectivas indefinidas de un mundo inconcebible.

A lo largo de la carretera, había árboles bajos de aspecto fúnebre, con follaje de un color triste y frutas de un violeta mortecino; y, más allá de los árboles, había una fila de obeliscos monumentales, de terrazas y de cúpulas, de colosales edificios multiformes, que se levantaban en la distancia en perspectivas, infinitas e incontables, hacia un horizonte indefinido. Sobre todo ello, desde un apogeo ébano púrpura, caían los rayos, ricos y apagados, de la iluminación de un sol rojo como la sangre.

Las formas y las proporciones de la laberíntica masa de edificios eran distintas de cualesquiera que hubiesen sido diseñadas en arquitecturas terrestres; y, durante un instante, Melchior se sintió anonadado ante su número y tamaño, ante su monstruosidad y rareza. Entonces, mientras miraba una vez más, ya no eran monstruosos ni raros; y los reconoció como lo que eran, y reconoció el mundo que recorría esta carretera sobre la que se encontraban sus pies y el punto de destino al que debía dirigirse, y el papel que estaba destinado a representar. Todo ello regreso a él tan inevitablemente como los verdaderos hechos y motivos de la vida regresan a alguien que se ha entregado, olvidándose de todo, a representar un papel dramático que es ajeno a su verdadera identidad.

Los incidentes de su vida como Francis Melchior, aunque aún los recordaba, se habían vuelto oscuros y sin sentido y grotescos, en su nuevo despertar a un estado más pleno de entidad, con todas sus consecuencias de recuerdos recobrados, de emociones y sensaciones resucitadas. No había rareza, tan sólo la familiaridad de un regreso a casa, en el hecho de que había pasado a otra modalidad del ser, con su propio entorno, sus propios pasado, presente y futuro, todos los cuales habrían resultado inconcebiblemente extraños al astrónomo amateur que unos momentos antes había mirado una diminuta estrella alejada en el espacio sideral.

—Por supuesto que soy Antarion —musitó—. ¿Quién, si no, podría ser yo?

El idioma de su pensamiento no era el inglés, ni ningún otro idioma de la Tierra; pero no se quedó sorprendido por su conocimiento de este idioma; ni tampoco se quedó sorprendido cuando vio que estaba ataviado con un ropaje de color rojo como una luciérnaga, de una moda desconocida en ningún pueblo ni época humanos. Este vestido, y ciertas diferencias de su personalidad física que le habrían parecido bastante raras un poco antes, eran exactamente como él esperaba que fuesen. Les dedicó tan sólo una mirada casual, mientras repasaba en su mente las circunstancias de la vida que ahora había reiniciado.

Él, Antarion, un famoso poeta del país de Charmalos, en el antiguo mundo que era conocido para sus gentes vivientes como Phandiom, había partido en un breve viaje al reino vecino. Durante el curso de este viaje, había tenido un sueño deprimente..., el sueño de una vida aburrida, inútil, como un tal Francis Melchior, en una especie de planeta de lo más raro y desagradable, que estaba en alguna parte por el otro extremo del universo. Era incapaz de recordar con exactitud cuándo y cómo había tenido este sueño; y tampoco sabía cuánto había durado; pero, en cualquier caso, estaba contento de haberse liberado de él, y contento de acercarse ahora a su ciudad nativa de Saddoth, donde habitaba, en su oscuro y espléndido palacio de eones anteriores, la hermosa Thameera, a quien él amaba.

Ahora, una vez más, después de la oscura niebla de aquel sueño, su mente estaba llena de la sabiduría de Saddoth; y su corazón estaba iluminado por un millar de memorias de Thameera; y estaba oscurecido a ratos por una vieja ansiedad relativa a ella.

No sin razón, había estado Melchior fascinado por las cosas que son antiguas o que se encuentran lejos. Porque el mundo en el que caminaba como Antarion era inconcebiblemente antiguo, y las épocas de su historia eran demasiadas como para recordarlas; y los elevados obeliscos y grandes edificios a lo largo de la carretera eran las elevadas tumbas, los orgullosos monumentos de antigüedad inmemorial, que habían llegado a sobrepasar en infinito número a los vivientes. Con más pompa de los reyes terrenales, estaban los muertos alojados en Phandiom; y sus ciudades se alzaban insuperables en su extensión, con calles interminables y prodigiosas veletas, por encima de las moradas menores en las que habitaban los vivos.

Y, a través de Phandiom, los años pasados eran una presencia tangible, un aire que lo envolvía todo; y la gente estaba sumergida en la oscuridad crepuscular de la antigüedad; y eran sabios con todo tipo de sabiduría acumulada; y eran sutiles en la práctica de extraños refinamientos, de eruditas perversiones, de todo lo que puede envolver, con hábil opulencia, variedad y gracia, el desnudo y tosco cadáver de la vida, u ocultar, de la visión de los mortales, el cráneo burlón de la mente. Y aquí en Saddoth, mas allá de las cúpulas, de las terrazas y de las columnas de la enorme necrópolis, como una flor nigromántica en la cual los lirios vuelven a vivir, florecía la extraordinaria y triste belleza de Thameera.

* * *

Melchior, en su consciencia como el poeta Antarion, era incapaz de recordar un tiempo en que no hubiese amado a Thameera. Ella había sido una pasión ardiente, un exquisito ideal, una delicia misteriosa y una pena enigmática. Él la había adorado implícitamente a lo largo de todos los cambios lunares de sus estados de ánimo, en su petulancia infantil, su ternura maternal o apasionada, su silencio sibilino, sus caprichos traviesos o macabros; y sobre todo, quizá, en las oscuras penas y los terrores que la dominaban de cuando en cuando. Él y ella eran los últimos representantes de nobles antiguas familias, cuyos linajes no medidos se perdían en la multitud de ciclos de Phandiom Como todos los demás de su raza, estaban imbuidos de la herencia de una cultura compleja y decadente; y las sombras, que nunca se levantaban, de la necrópolis hablan caído sobre ellos desde su nacimiento.

En la vida de Phandiom, en su atmósfera de un tiempo antiguo, de un arte desarrollado durante eones, de un epicureísmo consumado y ya un poco moribundo, Antarion había encontrado amplias satisfacciones para todos los instintos de su ser. Había vivido como un sibarita del intelecto; y, en virtud de un vigor medio primitivo, no había caído aún en la tristeza y desolación espirituales, el temido e implacable aburrimiento de la senilidad de la raza, que marcaba a tantos de entre sus semejantes.

Thameera era incluso más sensible y mas visionaria por su naturaleza; y a ella le pertenecía el refinamiento definitivo que está cercano a la decadencia otoñal. Las influencias del pasado, que eran una fuente de placer poético para Antarion, producían en sus delicados nervios dolor y languidez, horror y opresión. El palacio en el que ella vivía y las propias calles de Saddoth estaban llenos de efluvios que manaban de los pozos sepulcrales de la muerte; y el agotamiento de los muertos innumerables estaba por todas partes; y una presencia, malvada u opiácea, se arrastraba desde las criptas de los mausoleos, para aplastarla o ahogarla con sus alas sin forma. Solamente entre los brazos de Antarion conseguía escapar de esto; y sólo con sus besos conseguía olvidarlo.

Ahora, después de su viaje (cuya razón no lograba recordar) y después de aquel curioso sueño en que se había imaginado ser Francis Melchior, Antarion fue de nuevo admitido a la presencia de Thameera por esclavos que se mostraban invariablemente discretos al carecer de lengua. Bajo la luz oblicua de las ventanas de berilio y topacio, en la oscuridad, malva y carmesí, de los pesados tapices, sobre un suelo de maravillosos mosaicos realizados en ciclos anteriores, avanzó lánguidamente para recibirle. Era más hermosa que sus recuerdos, y más pálida que las flores de las catacumbas. Ella era exquisitamente frágil, voluptuosamente orgullosa, con cabellos de un oro lunar y ojos de un marrón nocturno que estaban salpicados de estrellas móviles y rodeados por las perlas oscuras de las noches sin dormir. La belleza, el amor y la tristeza, los exhalaba como un múltiple perfume.

—Me alegro de que hayas venido, Antarion, porque te he echado de menos —su voz era tan delicada como el aire que nace entre los árboles en flor, y tan melancólica como la música que se recuerda.

Antarion se había arrodillado, pero ella le tomó de la mano y le condujo hasta un sofá debajo de unas cortinas decoradas con intrincadas figuras. Allí, los amantes se miraron mutuamente en medio de un silencio afectuoso.

—¿Te va todo bien, Thameera? —la pregunta estaba motivada por la ansiosa intuición del amor.

—No, todo no va bien. ¿Por qué te marchaste? Las alas de la muerte y de la oscuridad están por las calles, revolotean más cerca que nunca; y sombras más oscuras que las del pasado han caído sobre Saddoth. Ha habido una extraña perturbación en el aspecto de los cielos; y nuestros astrónomos, después de muchos cálculos y estudios, han anunciado la inminente condena del sol. No nos queda sino un único mes de luz y de calor, y el sol se desvanecerá de los cielos de la noche como una lámpara que se apaga, y caerá una noche eterna, y el frío del espacio exterior se arrastrará sobre Phandiom. Nuestro pueblo ha enloquecido ante el horror previsto; y algunos de ellos se han hundido en una desesperación apática, y otros más se han entregado a fiestas frenéticas y a orgías... ¿Dónde estuviste, Antarion? ¿En qué sueño te perdiste para poder abandonarme tanto tiempo?

Antarion intentó tranquilizarla.

—El amor es aún nuestro —dijo él—. Y, aunque los astrónomos hayan leído los cielos correctamente, tenemos un mes ante nosotros, y un mes es mucho.

—Sí, pero existen otros peligros, Antarion. El rey Haspa ha mirado sobre mí con los ojos del deseo senil, y me corteja asiduamente con regalos, promesas y amenazas. Es el antojo, repentino e inexorable, de la edad y del aburrimiento, el capricho de la desesperación. Él es cruel, inflexible y todopoderoso.

—Te llevaré lejos —dijo Antarion—; escaparemos juntos y habitaremos entre los sepulcros y las ruinas, donde nadie pueda encontrarnos. Y el amor y el éxtasis florecerán como flores escarlatas bajo su sombra; y recibiremos la noche infinita el uno en los brazos del otro; y así conoceremos el máximo de los placeres mortales.

* * *

Bajo la negra medianoche que colgaba sobre ellos como unas inmóviles alas colosales, las calles de Saddoth estaban ardiendo con un millón de luces amarillas, cinabrio, cobalto y púrpura. A lo largo de las anchas avenidas, los callejones profundos como valles, y entrando y saliendo de los pasmosos palacios antiguos, templos y mansiones, se vertían las grotescas festividades, la tumultuosa diversión de una mascarada que duraba toda la noche. Todo el mundo estaba fuera, desde el rey Haspa y sus delgados y sibaríticos cortesanos, hasta los mendigos y los parias más bajos. Un revoltijo de disfraces extravagantes e inauditos, una mezcla de fantasías más variadas que las de un sueño del opio, iban y venían por todas partes.

Como Thameera había dicho, la gente se había vuelto loca con la amenaza de la condena prevista por los astrónomos; y buscaban olvidar, en un rápido y siempre creciente delirio de todos los sentidos, su temor ante la noche que se aproximaba. Más tarde, durante la noche, Antarion salió por la puerta trasera de la alta y oscura mansión de sus ancestros, y se abrió camino por entre el histérico revuelo de la gente en dirección al palacio de Thameera. Estaba ataviado con ropas de un estilo anticuado, tal como no había sido vestido desde hacía un puñado de siglos en Phandiom; y toda su cabeza y su rostro estaban envueltos en una máscara pintada diseñada para representar la peculiar fisonomía de una raza ya extinta.

Nadie podría haberle reconocido; y él, por su parte, a muchos de los festejantes con los que se encontró tampoco podría haberlos reconocido, sin importar lo mucho que los conociese, porque la mayoría de ellos estaban disfrazados con un ropaje no menos estrambótico y llevaban máscaras que eran caprichosas o absurdas, o asquerosas o ridículas más allá de lo que cabía imaginarse. Había diablos y emperatrices y dioses, reyes y nigromantes de las lejanas e insondables épocas de Phandiom, monstruos de tipo medieval o prehistórico, cosas que nunca habían nacido o sólo habían sido contempladas en la mente de locos artistas decadentes, buscando superar las anormalidades de la naturaleza. Incluso de la tumba habían extraído su inspiración, y momias amortajadas, cadáveres mordidos por los gusanos, se paseaban ahora entre los vivos. Todas estas máscaras eran la pantalla para licencias orgiásticas sin precedente o paralelo.

Todos los preparativos necesarios para la fuga de Saddoth habían sido hechos, y Antarion había dejado instrucciones, minuciosas y cuidadosas, con sus criados respecto a ciertas cuestiones esenciales. Conocía de antiguo el temperamento implacable y tiránico de Haspa, sabía que el rey no toleraría oposición alguna a la indulgencia de cualquiera de sus caprichos o pasiones, sin importar lo momentánea que fuese. No había tiempo que perder a la hora de abandonar la ciudad junto a Thameera. Llegó por caminos retorcidos y tortuosos basta el jardín detrás del palacio de Thameera. Allí, entre los altos lirios espectrales de colores profundos o cenicientos, los inclinados árboles fúnebres con sus frutas de sabor sutil y opiáceo, ella le esperaba, ataviada con un vestido cuya antigüedad igualaba la del suyo, y que era no menos impenetrable para reconocerla.

Después de un breve murmullo de saludo, salieron juntos del jardín y se unieron a la olvidadiza multitud. Antarion había temido que Thameera estuviese vigilada por los secuaces de Haspa; pero no había señales de semejante vigilancia, nadie a la vista que pareciese estar acechando o entreteniéndose; tan sólo el rápido movimiento de la siempre cambiante multitud, preocupada por su búsqueda del placer. Entre esta multitud, consideró que se encontraban a salvo. Sin embargo, a causa de unas precauciones escrupulosas, se permitieron ser arrastrados durante un rato en la corriente de la diversión de la ciudad, antes de buscar la larga avenida arterial que conducía a las puertas. Se unieron al canto de canciones festivas, devolvieron los chistes de bacanal que les arrojaban los transeúntes, bebieron los vinos que les ofrecieron los portadores de jarras públicas, se paraban cuando la multitud se paraba, se movían cuando la multitud se movía.

Por todas partes, había llamas que ardían salvajemente, y la grosería de voces elevadas, y el gemido estridente o el pulsar febril de instrumentos musicales. Había festejos en las grandes plazas, y las puertas de casas de antigüedad inmemorial vertían un torrente de iluminación a todos aquellos que elegían entrar. Y, en los enormes templos de evos anteriores, se celebraron ritos delirantes ante dioses que miraban. con inmutables ojos de metal o piedra, los desesperados cielos; y los sacerdotes y los fieles se drogaban con terribles opiáceos, y buscaban el éxtasis embriagador del abandono a una histeria tanto carnal como devota.

Al cabo, Antarion y Thameera, por etapas que no se notaban, dando muchas vueltas y giros, empezaron a acercarse a las puertas de Saddoth. Por primera vez en su historia, las puertas se hallaban sin vigilancia; porque, en medio de la desmoralización general, los centinelas se habían marchado sin miedo a la detención o a los reproches, para unirse a la universal orgía. Aquí, en el barrio exterior, había poca gente, y tan sólo los restos desperdigados de fiestas; y el amplio espacio abierto entre las últimas casas y las murallas de la ciudad estaba por completo desierto. Nadie vio a los amantes cuando se alejaron como sombras evanescentes por el bostezo triste de las puertas, y siguieron la carretera gris adentrándose en la oscuridad exterior, atestada con las indefinidas siluetas de los mausoleos y los monumentos.

Aquí, las estrellas habían sido cegadas por las luces brillantes de Saddoth, claramente visibles en el cielo quemado. Y, en el momento en que los dos amantes salían, las dos pequeñas lunas cenicientas de Phandiom se levantaron desde detrás de las necrópolis, y proyectaron la desesperada languidez de sus débiles rayos sobre las múltiples cúpulas y minaretes de los muertos. Y, bajo las lunas gemelas, que extraían su luz incierta de un sol agonizante, Antarion y Thameera se quitaron las máscaras y se miraron mutuamente en el silencio de un amor inefable, y compartieron el primer beso de su mes de definitiva delicia.

* * *

Durante dos días y dos noches, los amantes habían escapado de Saddoth. Se habían ocultado durante el día entre los mausoleos, habían viajado en la oscuridad y bajo el brillo dudoso de las lunas, sobre carreteras que eran poco utilizadas, dado que se dirigían tan sólo a ciudades abandonadas desde hacía épocas en las regiones exteriores de Charmalos, en una tierra cuyo mismo suelo hacía largo tiempo que había quedado exhausto y había sido abandonado al escondido avance del desierto. Y ahora habían llegado al final de su viaje, porque, tras ascender una colina baja y sin árboles, vieron, debajo de ellos, los arruinados y olvidados techos de Urbyzaun, que había estado abandonada desde hacía mil años; y, más allá de los tejados, el oscuro y apagado lago rodeado por colinas desnudas desgastadas por las olas, que una vez había sido extensión de un gran mar.

Aquí, en el palacio que se deshacía del emperador Altanoman, cuyas altas y tumultuosas glorias eran ahora una leyenda que se olvidaba, los esclavos de Antarion les habían precedido, trayendo un suministro de comida y de las comodidades y lujos que podrían necesitar durante el intervalo que precedería al olvido. Y aquí estaban a salvo de toda persecución; porque Haspa, sumido en la fiebre y empujado por el aburrimiento de los últimos días, se había vuelto hacia la satisfacción de algún capricho menos difícil, y ya se había olvidado de Thameera.

Y ahora, para estos amantes, comenzó una vida que era el epítome breve de toda la delicia y toda la desesperación posibles. Y, lo que resultaba bastante raro, Thameera perdió los miedos indefinidos que la habían atormentado, las débiles penas que la habían obsesionado, y era completamente feliz bajo las caricias de Antarion. Y, teniendo en cuenta que disponían de tan poco tiempo para expresar su amor, para compartir sus pensamientos, sus sentimientos, sus fantasías, nunca se decía o se hacía lo bastante entre los dos; y ambos estaban gozosamente satisfechos. Pero los rápidos días implacables pasaron; y, día tras día, el sol rojo que daba vueltas sobre Phandiom fue oscurecido por un tinte de las sombras venideras y un frío se cernió sobre el tranquilo aire; y los cielos calmados, en los cuales no se movía ni una nube ni una ráfaga de viento o las alas de un pájaro, eran indicativos de la condena.

Y, día a día, Antarion y Thameera miraron cómo se oscurecía el sol desde una terraza arruinada sobre el lago muerto; noche tras noche, asistieron al palidecer de las lunas fantasmales. Y su amor se convirtió en una dulzura intolerable, una cosa demasiado profunda y querida como para ser soportada por un corazón mortal o por carne mortal. Misericordiosamente, habían perdido la cuenta estricta del tiempo, y no sabían el número de días que habían pasado, y pensaban que aún tenían ante ellos varias albas y ocasos de placer. Estaban tumbados juntos en un sofá del viejo palacio, un sofá de mármol que los esclavos habían sembrado con lujosos tejidos, y estaban repitiendo una y otra vez la letanía de su amor, cuando el sol fue alcanzado al mediodía por la condena que los astrónomos habían predicho; cuando un lento crepúsculo llenó el palacio, más pesado que la sombra que proyecta una nube, y fue seguido por una ola de repentina oscuridad como el ébano, y el frío que se arrastra del espacio exterior.

Los esclavos de Antarion gimieron en las tinieblas; y los amantes supieron que el final de todo estaba próximo; y se abrazaron el uno al otro en un placer desesperado, con rápidos e innumerables besos, y murmuraron el supremo éxtasis de su ternura y de su deseo; hasta que el frío que caía desde el infinito se convirtió en una agonía creciente, y en un misericordioso atontamiento, y después en un olvido que todo lo alcanzaba.

* * *

Francis Melchior se despertó en su silla debajo del telescopio. Temblaba porque el aire se había enfriado; y, al moverse, notó que sus miembros estaban extrañamente rígidos, como si hubiese estado expuesto a un frío más riguroso que el de una noche de verano. El largo y curioso sueño que había tenido era inexpresablemente real para él; y los pensamientos, miedos, deseos y desesperaciones de Antarion todavía seguían con él. Mecánicamente, más que a través de una renovación de sus impulsos como ser terrenal, fijó sus ojos en el telescopio y buscó la estrella que había estado estudiando cuando el vértigo premonitorio le atrapó. La configuración del cielo no había cambiado apenas, las constelaciones que la rodeaban estaban altas al sudoeste; pero, con una impresión que se convirtió en auténtica sorpresa, se dio cuenta de que la propia estrella había desaparecido.

Nunca, aunque ha explorado los cielos noche tras noche durante la alternancia de muchas estaciones, ha sido capaz de encontrar el pequeño y distante orbe que le atrajo de una manera tan inexplicable e irresistible. Tiene una doble pena; y, aunque se ha vuelto viejo y gris con la lentitud de los años estériles, con la compra y venta de las antigüedades, con el estudio de las estrellas, Francis Melchior aún duda un poco sobre cuál es el verdadero sueño: su vida en la Tierra o su mes en Phandiom, bajo un sol agonizante, cuando, como el poeta Antarion, amó la extraordinaria y triste belleza de Thameera. Y siempre está preocupado por un sordo arrepentimiento de haberse despertado (si despertar es lo que fue) de la muerte que murió en el palacio de Altanoman, con Thameera entre sus brazos y los besos de Thameera entre sus labios.

FIN