sábado, 28 de mayo de 2022

SHAMBLEAU


"Shambleu" es el primer cuento que publicó la escritora C. L. Moore y que apareció por primera vez en la revista Weird Tales (noviembre de 1933).

SHAMBLEAU

Catherine L. Moore

El hombre ya había conquistado antes el espacio.

Podéis estar seguros de ello. En algún lugar, antes de los egipcios, en esa oscuridad de donde surgen los ecos de nombres semi-míticos –la Atlántida, Mu-, en algún tiempo anterior a los primeros balbuceos de la Historia tuvo que existir una era en que la humanidad, al igual que hoy nosotros, construía ciudades de acero para albergar navíos que viajaban hasta las estrellas, y conocía los hombres que los planetas tenían en su lengua nativa –oía a la gente de Venus llamar a su mundo húmedo Sha-ardol, en aquel lenguaje suave, dulce y balbuciente, e imitaba el Lakkdiz gutural de Marte, propio de los rudos dialectos de los habitantes de sus Tierras Áridas. Podéis estar seguros de ello.

El hombre ya había conquistado antes el espacio, y, como resultado de aquella conquista, aún resuenan tímidos ecos, sí tímidos, a través de un mundo que ha olvidado el hecho innegable de una civilización que debió de ser tan poderosa como la nuestra. Hay demasiados mitos y leyendas para que lo pongamos en duda. El mito de la Medusa, por ejemplo, jamás hubiera podido brotar del suelo de la Tierra. Ese cuento de la Gorgona de cabellera de serpientes, cuya mirada convertía a quien la contemplaba en piedra, jamás pudo provenir de una criatura nacida en la Tierra. Y los antiguos griegos que nos narraron su historia debieron recordar, de forma imprecisa y sin creérselo del todo, un cuento de la antigüedad que hablaba de un ser extraño proveniente de alguno de los lejanos planetas, hollado antaño por sus más remotos antepasados.

—¡Shambleau! ¡Ah... Shambleau!

La salvaje histeria de la muchedumbre retumbaba de una pared a otra, en las estrechas calles de Lakkdarol, y el atronar de pesadas botas sobre el pavimento de lava rojiza producía un ominoso contrapunto en aquel estruendoso griterío.

—¡Shambleau! ¡Shambleau!

Northwest Smith lo oyó acercarse y, de un salto, penetró en el portal más cercano, llevando una mano desconfiada a la culata de su pistola térmica y entrecerrando sus ojos pálidos. Los ruidos extraños eran bastante corrientes en las calles de la última colonia terrestre que quedaba en Marte, una pequeña ciudad ruda y de color rojo, donde todo podía suceder y, muy frecuentemente, sucedía. Pero Northwest Smith, cuyo nombre es conocido y respetado en todas las tabernas y puestos avanzados de una docena de planetas sin ley, era un hombre cauto, a pesar de su reputación. Apoyó la espalda contra la pared, empuñó su pistola y escuchó el griterío creciente que se iba aproximando.

Entonces relampagueó en su campo visual una figura roja que corría como una liebre perseguida, zigzagueando de un abrigo a otro en la estrecha calle. Era una joven..., una joven de color de las bayas oscuras, con un vestido destrozado de color escarlata que hacía daño a los ojos, por lo intenso. Como corría con dificultad, pudo oír desde su abrigo su resuello vacilante. Cuando pudo verla claramente, observó que dudaba, se apoyaba en la pared con una mano y miraba asustada a su alrededor, en busca de refugio. No debía de haberle visto a él entre las sombras del portal, pues cuando el griterío de la muchedumbre se hizo más fuerte y el pataleo de sus pies sonó a la vuelta de la esquina, ella dio un pequeño suspiro desesperado y se lanzó hacia el hueco, a su mismísimo lado. Cuando vio que estaba allí, de pie, alto y vestido de cuero marrón oscuro, con la mano apoyada en la culata de su pistola lanzó un sollozo inarticulado y se derrumbó a sus pies, en una confusión de deslumbrante escarlata y de miembros morenos y desnudos.

Smith no había visto su rostro, pero era una mujer, maravillosamente torneada y en peligro; por eso, aunque no tuviera la reputación de ser un hombre caballeroso, algo en aquella abandonada confusión que yacía a sus pies pulsó la cuerda del afecto que en todo terrestre vibra por el oprimido. Ello explica que la condujera con todo cuidado hasta el rincón que quedaba a su espalda y desenfundara la pistola, en el preciso momento en que el primero de la muchedumbre que llegaba a la carrera doblaba la esquina. Era una muchedumbre abigarrada, formada por terrestres, marcianos y un puñado de hombres de los pantanos venusianos y de los extraños e innombrables ciudadanos de planetas innominados, el típico populacho de Lakkdarol. Cuando el primero dobló la esquina y vio la calle vacía que se abría ante él, los demás vacilaron en su avance y la mayor parte se dispersaron y comenzaron a registrar los portales a ambos lados de la calle.


—¿Buscáis a alguien? —la sardónica pregunta de Smith sonó clara, por encima del clamor de la muchedumbre.

Se volvieron. El griterío murió durante un momento mientras comprendían el sentido de la escena que se desarrollaba ante ellos: aquel terrestre alto, vestido con el traje de cuero de quienes viajan por el espacio, que había tomado un color amarronado debido al ardor de los soles salvajes, en contraste con la siniestra palidez de unos ojos incoloros sobre un rostro decidido, surcado de cicatrices, y que con mano firme empuñaba una pistola, mientras mantenía tras de sí a la joven de escarlata, agazapada, palpitante. El cabecilla de la banda –un corpulento terrestre, con uniforme de cuero hecho jirones del que había sido arrancada la insignia de la Patrulla- se quedó mirándolos fijamente durante un momento, y una extraña expresión de incredulidad que apareció en su rostro sustituyó a la salvaje exultación de la caza. Luego, lanzó un profundo bramido:

—¡Shambleau!

Y se precipitó hacia delante. Tras él, la muchedumbre repitió el grito:

—¡Shambleau! ¡Shambleau! ¡Shambleau!

Y se apresuró a seguirle.

Apoyado indolentemente contra la pared, con los brazos cruzados y la mano que empuñaba la pistola descansando sobre su antebrazo izquierdo, Smith parecía incapaz de cualquier movimiento rápido. Sin embargo, al primer paso hacia delante que dio el cabecilla, la pistola describió un semicírculo bien ensayado y el relámpago de calor blanco-azulado que brotó de su boca dibujó un arco y chamuscó el pavimento de lava que se hallaba cerca de sus pies. Era aquél un gesto muy antiguo, y ninguno de los hombres del gentío lo ignoró. Los que iban en cabeza retrocedieron rápidamente, atropellando a quienes venían detrás, y, durante un momento, hubo confusión, mientras las dos oleadas se encontraban y se debatían entre sí. La boca de Smith se curvó en un rictus siniestro mientras esperaba. El hombre con el mutilado uniforme de la Patrulla alzó un puño amenazante y se acercó hasta el borde mismo de la acera, mientras la muchedumbre oscilaba a uno y otro lado, detrás de él.

—¿Vais a cruzar esa línea? —preguntó Smith, con una voz ominosamente dulce.

—¡Queremos a esa chica!

—¡Venid y lleváosla!

Temerario, Smith se rió en su rostro. Sentía el peligro, pero su desafío no era un gesto tan alocado como parecía. Experto psicólogo de masas con larga experiencia, no olfateaba el asesinato. Nadie de la multitud había sacado una pistola. Querían a la chica como resultado de una inexplicable sed de sangre que él no conseguía comprender, pero su furia no iba dirigida hacia él. Podía esperar algún maltrato, pero su vida no corría peligro. Si las pistolas hubieran tenido que salir a relucir ya hubiesen aparecido. Por eso esbozó una sonrisa ante el airado rostro del hombre y se apoyó indolentemente contra la pared. Detrás de quien se había autoerigido en su jefe, la muchedumbre se agitaba impacientemente, y las voces amenazantes comenzaron a alzarse de nuevo. Smith oyó a la joven gemir a sus pies.

—¿Qué queréis de ella? —inquirió.

—¡Es una Shambleau! ¡Una Shambleau, loco! ¡Échala a patadas de ahí! ¡Nosotros nos ocuparemos de ella!

—Ya me estoy ocupando yo de ella —dijo Smith, arrastrando las palabras.

—¡Es una Shambleau, ya te lo de dicho! ¡Malditas sean tus tripas, tío, nunca dejamos que sigan viviendo esas cosas! ¡Échala a patadas de ahí!

Aquel nombre repetido con insistencia no significaba nada para él, pero la innata terquedad de Smith creció desafiante cuando la muchedumbre llegó al mismísimo arco del portal y su clamor se hizo más fuerte:

—¡Shambleau! ¡Échala a patadas de ahí! ¡Entréganos a la Shambleau! ¡La Shambleau!

Smith abandonó su postura indolente como el que se quita una capa y, sólidamente plantado sobre ambos pies, hizo oscilar amenazante su pistola.

—¡Atrás! —exclamó—. ¡Es mía! ¡Atrás!

No tenía intención de usar su rayo térmico. Por aquel entonces ya sabía que no le matarían a menos que comenzase a dispara él primero, y no tenía intención de dar su vida por ninguna mujer. Pero como esperaba una dura contienda, se preparó inconscientemente cuando la chusma comenzó a agitarse. Para su extrañeza sucedió, entonces, algo que no le había ocurrido antes. A su grito de desafío, quienes iban en cabeza de la muchedumbre –los que le habían oído claramente- retrocedieron levemente, no asustados, sino, evidentemente, sorprendidos. El ex patrullero dijo:

—¡Tuya! ¿Es tuya? —y, en su voz, la extrañeza ocupó el lugar de la cólera.

Smith dejó a su espalda —sus piernas estaban enfundadas en botas— la figura que seguía echada y blandió su pistola.

—Sí —dijo—. ¡Y yo la guardo! ¡Apartaos, atrás!

El hombre se quedó mirándole fijamente, sin decir palabra, y el horror, el disgusto y la incredulidad se mezclaron en su rostro curtido por la intemperie. La incredulidad triunfó durante un momento, y volvió a repetir:

—¡Tuya!

Smith asintió, con aire de desafío. El hombre retrocedió súbitamente, con un desprecio indecible en toda su actitud. Hizo un gesto con el brazo a la muchedumbre y dijo en voz alta:

—¡Es suya!

Y la muchedumbre se apartó, quedó silenciosa, y la mirada de desprecio se extendió en todos los rostros. El ex patrullero escupió sobre el pavimento de lava de la calle y le dio la espalda, indiferente.

—Guárdala, entonces —dijo escuetamente, mirando por encima del hombro—. ¡Pero no la dejes suelta nunca más en esta ciudad!

Smith se quedó mirando fijamente, perplejo, casi con la boca abierta, a la muchedumbre, cuando ésta, de repente burlona, comenzó a disgregarse. La cabeza le daba vueltas. No podía creer que tanta animosidad de sed de sangre pudiera desvanecerse en un suspiro. Y la curiosa mezcla de contento y de disgusto que vio en aquellos rostros le desconcertó aún más. Lakkdarol podía ser cualquier cosa, menos una ciudad puritana... Ni siquiera por un momento se le había pasado por la imaginación que reclamar como suya a la joven morena pudiera causar tan extraña e incomprensible repulsión en aquella muchedumbre. No, se trataba de algo mucho más profundamente arraigado que todo eso.

El disgusto instintivo e instantáneo que había observado en aquellos rostros... hubiera sido menos evidente si él se hubiera declarado caníbal o practicante del culto a Pharol. Se alejaban de su proximidad con la misma urgencia que si el pecado desconocido que había cometido fuera contagioso. La calle se estaba vaciando tan rápidamente como se había llenado. Vio a un pulcro venusiano echar un rápido vistazo por encima de su hombro mientras doblaba la esquina y rezongaba: ¡Shambleau!.

La palabra suscitó un nuevo cúmulo de especulaciones en la mente de Smith. ¡Shambleau! Debía ser de remoto origen francés. Algo bastante extraño para escucharlo en boca de los venusianos y de los marcianos de las Tierras Áridas, aunque lo fuese aún más el uso que hacían de él.

—Nunca dejamos que sigan viviendo esas cosas —había dicho el ex patrullero. Aquello le recordó vagamente algo, una antigua frase de alguna obra escrita en su propia lengua: No sufrirás que viva una bruja.

Sonrió para sus adentros por la similitud, y, en aquel instante, sintió a la joven que estaba a su lado.

Se había levantado sin hacer ruido. Se volvió hacia ella, enfundando la pistola; al principio se quedó mirándola fijamente con curiosidad y después con esa franqueza desinhibida con que los hombres contemplan lo que no es humano. Pues ella no lo era. Lo supo nada más mirarla, aunque aquel delicioso cuerpo moreno tuviera la forma del de una mujer y se vistiese con un ropaje escarlata –comprobó que era de piel-, con una desenvoltura que pocos seres no humanos consiguen al vestirse. Lo supo desde el momento en que la miró a los ojos, y un escalofrío de inquietud le recorrió al hacerlo. Eran innegablemente verdes, como la hierba joven, con pupilas hendidas y felinas que palpitaban sin cesar, y en lo más profundo de ellas había una mirada de sabiduría oscura y animal, esa mirada de la bestia que ve más que el hombre.

No tenía pelo en el rostro, ni cejas ni pestañas, y él hubiera jurado que el ceñido turbante escarlata con que rodeaba su cabeza cubría su calvicie. En las manos tenía tres dedos y un pulgar, y también cuatro dedos en cada uno de los pies, y los dieciséis estaban rematados en garras curvas que se recogían en la carne, como las del gato. Se pasó la lengua por los labios —una lengua delgada, rosa y plana, tan felina como sus ojos— y habló con dificultad. Él sintió que aquella garganta y aquella lengua no habían sido modeladas para el lenguaje humano.

—No... asustada ahora —dijo en voz baja, y sus menudos dientes eran blancos y puntiagudos como los de un gatito.

—¿Qué querían hacerte? —preguntó él, curioso—. ¿Qué les hiciste? Shambleau. ¿Te llamas así?

—Yo... no hablo tu... lenguaje —objetó, indecisa.

—Bueno, inténtalo. Tengo que saberlo. ¿Por qué te perseguían? ¿En la calle te encuentras a salvo, o prefieres entrar en algún lugar? Parecían peligrosos.

—Yo... voy contigo —consiguió decir con dificultad.

—¡Qué dices! —Smith sonrió—. ¿Quién eres, realmente? Me recuerdas a un gatito.

—Shambleau —dijo ella, sombría.

—¿Dónde vives? ¿Eres marciana?

—Vengo de... muy lejos... de hace mucho tiempo... de un país lejano...

—¡Aguarda! —Smith se rió—. Estás mezclándolo todo. ¿No eres marciana?

Ella se irguió muy tiesa a su lado, alzando su cabeza enturbantada, y hubo algo de reina en su actitud.

—¿Marciana? —dijo, con desdén—. Los míos... son... son... No tenéis palabras. Vuestro lenguaje... difícil para mí.

—¿Quiénes son los tuyos? Quizá los conozca. Ayúdame.

Ella alzó la cabeza y fue directamente al encuentro de sus ojos. En los suyos había una sutil sorna... Hubiera podido jurarlo.

—Algún día... te hablaré en... mi propio lenguaje —prometió, y la lengua rosa recorrió sus labios, rápida y ávida.

El sonido de unos pasos que se aproximaban por el rojo pavimento retrasaron la respuesta de Smith. Un marciano de las Tierras Áridas pasó a su lado, un tanto titubeante y exhalando aromas a Whisky de segir, el licor venusiano. Cuando observó el relámpago rojo de los jirones del vestido de la joven volvió la cabeza bruscamente, y cuando su cerebro saturado de segir captó su presencia se tambaleó en dirección al portal, indeciso y balbuciendo:

—¡Shambleau, por Pharol! ¡Shambleau!

Y adelantó hacia ella una mano como una garra. Smith la apartó a un lado, sin contemplaciones.

—Sigue tu camino, hombre de las Tierras Áridas —aconsejó.

El hombre retrocedió y se le quedó mirando fijamente, con los ojos turbios.

—¿Tuya, eh? —rezongó—. ¡Pues que te aproveche!

E igual que hiciera el ex patrullero antes que él, escupió en el pavimento y se fue, murmurando ásperamente en la blasfema lengua de las Tierras Áridas. Smith le contempló mientras se alejaba, arrastrando los pies, y hubo un fruncimiento de ceño entre sus ojos pálidos, un malestar sin nombre que crecía en su interior.

—Ven —dijo, de sopetón, a la joven—. Si esto tiene que continuar, mejor que sea puertas adentro. ¿Adónde debo llevarte?

—Con... tigo —murmuró ella.

Él miró fijamente sus ojos verdes y poco profundos. Aunque aquellas pupilas que no dejaban de latir le turbaban, tuvo la vaga impresión de que bajo la escasa profundidad de su mirada animal había una cortina..., una barrera echada que podía abrirse en cualquier momento para revelar las auténticas profundidades de aquel conocimiento sombrío que él presentía.

—Entonces, ven —dijo con brusquedad, y salió a la calle.

Ella dio ágilmente uno o dos pasos en pos de él, sin que le costara esfuerzo seguir sus largas zancadas; y aunque Smith —como todo el mundo sabe, desde Venus hasta las lunas de Júpiter— camina con la suavidad de un gato, incluso con sus botas de hombre del espacio puestas, la joven que llevaba a sus talones se deslizó como una sombra sobre el áspero pavimento, haciendo tan poco ruido que incluso la ligereza de los pasos de él resonaban en la calle desierta. Smith escogió los itinerarios menos frecuentados de Lakkdarol y, con un atisbo de vergüenza asomándole al rostro, agradeció a sus dioses sin nombre que su albergue no quedara muy lejos, pues los escasos peatones con los que se cruzaban se volvían y se quedaban mirándolos, con esa mezcla, por aquel entonces ya familiar, de horror y desprecio que a él seguía pareciéndole imposible de comprender.

La habitación que había contratado era un simple cubículo en una casa de alquiler situada en las afueras de la ciudad. Lakkdarol, que por aquellos días era una ciudad-campamento de vida dura, apenas habría ofrecido pocas comodidades más en cualquier otro punto de su recinto, y Smith no tenía intenciones de dar a conocer el motivo de su visita. Ya había dormido en otras ocasiones en peores lugares que aquél y sabía que volvería a hacerlo de nuevo. No había nadie a la vista cuando entró, y la joven se deslizó escaleras arriba, pegada a sus talones, y desapareció por la puerta, como una sombra, sin que nadie de la casa la viese. Smith echó la llave y apoyó sus anchas espaldas contra el artesonado, mirándola pensativamente.

Ella se fijó con una simple mirada en lo poco que la habitación tenía que ofrecer —una cama mal hecha, una mesa coja, un espejo desnivelado y rajado en la pared, sillas despintadas—, una típica habitación de ciudad-campamento en uno de los asentamientos de fuera de la Tierra. Aceptó su pobreza en aquella simple mirada, la olvidó, cruzó la habitación hasta llegar a la ventana y se inclinó hacia fuera durante un momento, mirando por encima de los tejados bajos hacia la árida región que se extendía a lo lejos, lava roja bajo el sol del reciente atardecer.

—Puedes quedarte ahí —dijo Smith de repente— hasta que me vaya de la ciudad. Estoy esperando a un amigo que viene de Venus. ¿Has comido?

—Sí —se apresuró a decir la joven—. No... necesitaré... comida durante... un tiempo.

—Bien —la mirada de Smith recorrió la habitación—. Volveré por la noche, no sé cuándo. Puedes irte o quedarte, como prefieras. Mejor echa la llave a la puerta cuando salga.

Y, sin mayores formalidades, la dejó. Con la puerta ya cerrada, oyó girar la llave y sonrió para sus adentros. No esperaba volver a verla. Bajó por la escalera y salió a la moribunda luz del sol, con la mente tan llena de otras cuestiones que la joven morena pasó muy rápidamente a un segundo plano. De los asuntos de Smith en Lakkdarol, como en general de todos los suyos, mejor será no hablar. El hombre vive como puede, y la vida de Smith era un asunto peligroso, siempre fuera de la ley, bajo el único amparo de la pistola de rayos. Digamos simplemente que, hasta entonces, se había mostrado profundamente interesado por el espaciopuerto y sus cargamentos dispuestos a partir, y que el amigo que esperaba era Yarol el venusiano, con aquella rápida nave de clase Edsel, la Doncella, que podía volar de mundo en mundo con tal velocidad que dejaba en ridículo a los navíos patrulleros, ya que sus perseguidores se quedaban muy atrás, pataleando en el éter.

Smith, Yarol y la Doncella formaban un trío que, en el pasado, había causado muchas molestias y canas a los mandos de la Patrulla. Aquella tarde, mientras abandonaba su alojamiento, el futuro le parecía radiante a Smith. Lakkdarol es muy ruidosa de noche, como suelen serlo todas las ciudades-campamento en todo planeta donde existen puestos avanzados de la Tierra; el estrépito apenas acababa de comenzar con todas sus ganas, cuando Smith llegó al centro de la ciudad en medio de las luces recién encendidas. Sus motivos no nos conciernen. Se mezcló con la muchedumbre donde la luz era más intensa, donde repicaban los dados de marfil, tintineaba la plata y donde el rojo segir borboteaba incitante de las negras botellas venusianas.

Mucho después, Smith regresó a pie a su alojamiento bajo las móviles lunas de Marte, y si la calle osciló levemente bajo sus pies, de vez en cuando..., bueno, eso era comprensible. Ni siquiera Smith podía hacer la ronda de segir rojo en todos los bares, desde El Cordero Marciano hasta La Nueva Chicago, y conseguir mantenerse de pie. Pero —considerando su estado— fue capaz de encontrar el camino de regreso sin grandes dificultades y pasó sus buenos cinco minutos buscando la llave, antes de que recordara que la había dejado en la cerradura, dentro, con la joven.

Entonces llamó a la puerta, y del interior no llegó ningún sonido de pasos, pero a los pocos momentos el picaporte cedió y la puerta se abrió. La joven se apartó sin hacer ruido ante él mientras entraba y volvió a su lugar favorito contra la ventana, apoyándose en el antepecho y recortándose contra el cielo estrellado. La habitación estaba en tinieblas. Smith oprimió el interruptor que estaba cerca de la puerta y se apoyó contra el artesonado, para tenerse en pie. El frío aire de la noche le había despejado un poco, y su cabeza estaba lo suficientemente lúcida... El licor siempre se le iba a los pies, nunca a la cabeza, o de lo contrario, jamás hubiera podido llegar tan lejos por el camino sin ley que había elegido. En aquellos momentos se apoyaba contra la puerta y miraba a la joven bajo la súbita claridad de las bombillas, levemente deslumbrado, ya fuese por lo escarlata de su vestido o por la luz.

—Así que te has quedado —dijo.

—Yo... esperaba —dijo en voz baja, apoyándose aún más sobre el antepecho y agarrándose a la áspera madera con sus sutiles manos de cuatro dedos, palidez morena ante la tiniebla.

—¿Por qué?

Ella no contestó, pero su boca se curvó en una lenta sonrisa. En una mujer hubiera supuesto una respuesta suficiente, provocativa, desafiante. En Shambleau tenía algo de lamentable y horrible, tan humano sobre el rostro de un medio animal. Sin embargo, aquel adorable cuerpo moreno, de suaves curvas bajo los jirones de cuero escarlata, la aterciopelada textura de aquella piel morena, la blancura deslumbrante de la sonrisa. Smith fue consciente de una acuciante excitación en todo su cuerpo. Después de todo, el tiempo acabaría haciéndosele pesado hasta que llegara Yarol... Pensándolo mejor, se permitió que sus ojos pálidos como el acero vagasen por ella, con una lenta mirada que no perdió detalle. Y cuando habló, sintió que su voz sonaba algo más profunda...

—Ven —dijo.

Ella avanzó lentamente, sobre sus desnudos pies terminados en garras que no hacían el más leve sonido en el suelo, y se detuvo ante él con la mirada baja y la boca temblorosa por aquella lamentable sonrisa humana. Él la tomó de los hombros, hombros de aterciopelada suavidad, de satinada tersura que no se parecía a la textura de la piel humana. Un ligero temblor la recorrió, de forma perceptible, al contacto de sus manos. Northwest Smith retuvo súbitamente el aliento y la atrajo hacia sí, dulce y dócil bronce en el círculo de sus brazos, y escuchó detenerse la respiración de ella y hacerse más rápida mientras sus aterciopelados brazos rodeaban su cuello.

Entonces miró su rostro, muy de cerca, y los verdes ojos animales se encontraron con los suyos, con sus pupilas palpitantes y el destello de... algo... muy escondido bajo ellos, y a través del creciente clamor de su sangre, incluso mientras inclinaba sus labios sobre los suyos, Smith sintió que algo profundo en su interior se agitaba en su contra, inexplicable, instintivo, repugnante. Lo que fuera, no tenía palabras para describirlo, pero el simple roce de ella se había vuelto repentinamente desagradable —tan suave, aterciopelado e inhumano—, como si hubiese sido la cara de un animal que hacía fuerza contra su boca —el sombrío conocimiento le miró ávidamente desde la tiniebla de aquellas pupilas hendidas—, y durante un instante de locura sintió la misma repulsión salvaje y febril que había visto en los rostros de la multitud.

—¡Dios! —musitó, una invocación contra el mal más antigua de lo que se hubiera imaginado, entonces y siempre, y liberó su cuello de sus brazos, empujándola con tanta fuerza que cruzó dando vueltas la habitación.

Smith retrocedió hasta la puerta, respirando pesadamente, y se quedó mirándola, mientras aquella incontrolada repugnancia moría en su interior. Ella yacía sobre el piso, debajo de la ventana, y mientras permanecía allí, apoyada contra la pared, con la cabeza inclinada hacia abajo, vio, curiosamente, que su turbante se había deslizado de su cabeza —el turbante que él hubiera asegurado que cubría su calvicie—, y sobre las vueltas de cuero cayó un rizo de cabello escarlata, tan escarlata como su vestido, tan inhumanamente rojo a sus ojos como inhumanamente verdes eran sus ojos. La miró fijamente, agitó su confusa cabeza y volvió a mirar, pues le había parecido que el espeso bucle carmesí se había movido, aplastándose contra su mejilla.

Al sentir aquel contacto, la joven ocultó el rizo con sus manos, en un gesto muy humano y, después, sepultó su rostro entre ellas. Bajo la profunda sombra creada por sus dedos. Smith pensó que le estaba mirando a escondidas. Suspiró profundamente y se pasó una mano por la frente. El momento inexplicable se había desvanecido con la misma rapidez con que había llegado, demasiado rápidamente para que pudiera comprenderlo o analizarlo. Tengo que dejar el segir, se dijo, poco convencido. ¿Se habría imaginado aquel cabello escarlata? A fin de cuentas, ella no era más que una bonita hembra morena de una de tantas razas semihumanas que poblaban los planetas. La verdad, nada más. Una cosita preciosa, pero animal. Rió, un tanto crispado.

—Se acabó —dijo—. Dios sabe que no soy un ángel. Pero en algún momento tiene que haber un límite. Y ya ha llegado.

Se acercó a la cama, tomó un par de mantas de entre el desordenado montón y las lanzó hacia el rincón más alejado de la habitación.

—Puedes dormir ahí.

Ella se levantó del suelo, sin decir una palabra, y comenzó a colocar las mantas, con la incomprendida resignación de la elocuencia animal en cada uno de sus rasgos. Aquella noche, Smith tuvo un sueño extraño. Creyó que se había despertado en una habitación llena de tinieblas, luz de luna y sombras en movimiento, pues la luna más próxima de Marte corría por el cielo y, en la oscuridad, todo lo del planeta que se hallaba bajo ella estaba animado de vida agitada. Pero algo, algo innombrable, impensable, se enroscaba en su garganta, parecido a una serpiente de tacto suave, húmeda y cálida. Yacía suelta y casi sin peso alrededor de su cuello... y se movía lentamente, muy lentamente, con una presión suave y acariciante que enviaba pequeños espasmos de placer a través de cada uno de sus nervios y fibras, un placer peligroso, más allá del placer físico, más profundo que la alegría de la mente.

Aquella cálida suavidad estaba acariciando las mismísimas raíces de su alma con terrible intimidad. El éxtasis que le producía le dejaba sin fuerzas, y entonces supo —en un relámpago de comprensión nacido de aquel sueño imposible— que no debía llegar a su alma. Y al comprenderlo, el horror se derramó sobre él, convirtiendo el placer en un transporte de repulsión, odioso, horrible, pero aún abominablemente dulce. Intentó alzar las manos y quitarse la monstruosidad de pesadilla del cuello. Lo intentó, pero sin convicción; pues, aunque su alma se hallaba agitada hasta lo más profundo, el placer de aquel cuerpo era tan grande que sus manos se negaron al esfuerzo. Pero cuando al fin intentó levantar los brazos, una oleada de frío cayó sobre él y sintió que no se podía mover... Bajo las mantas, su cuerpo yacía tan pétreo como el mármol, un mármol vivo que se estremecía con espantoso placer en todas y cada una de sus rígidas venas.

La repulsión fue haciéndose más fuerte a medida que luchaba titánicamente contra el sueño paralizante —una lucha del alma contra el entumecido cuerpo—, hasta que la móvil tiniebla se fundió en la nada que le rodeó y se cerró sobre él, y volvió a caer en el olvido del que había sido despertado. A la mañana siguiente, cuando la resplandeciente luz del sol brillando a través del claro y tenue aire de Marte le despertó, Smith intentó recordar durante unos instantes. El sueño había sido más vívido que la realidad, pero no podía recordarlo completamente... Sólo que había sido más dulce y horrible que cualquier otro a lo largo de su vida. Permaneció confuso durante unos instantes, hasta que un leve sonido proveniente del rincón le sacó de sus cavilaciones y se sentó para ver a la joven que, hecha un ovillo entre las mantas, como un gato, le observaba con ojos redondos y graves. La miró, un tanto arrepentido.

—Buenos días —dijo—. Acabo de tener un sueño endiablado... Eh, ¿hay hambre?

Asintió con la cabeza en silencio, y él hubiera podido jurar que en sus ojos había el destello encubierto de una extraña alegría. Smith se desperezó y bostezó, olvidando temporalmente la pesadilla.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó, pasando a cuestiones más inmediatas—. Me iré de aquí dentro de uno o dos días, y ya sabes que no puedo llevarte conmigo. Pero, antes que nada, dime, ¿de dónde vienes?

Ella negó nuevamente con la cabeza.

—¿No me lo dices? Bueno, tú sabrás. Puedes quedarte aquí hasta que deje la habitación. A partir de entonces, tendrás que arreglártelas como puedas.

Se incorporó sobre el piso y recogió su ropa. Diez minutos más tarde, después de deslizar su pistola térmica en la pistolera que llevaba al costado, Smith se volvió hacia la joven.

—Hay comida concentrada en la caja que está sobre la mesa. Debiera bastarte hasta que vuelva. Harías bien cerrando de nuevo la puerta después que me haya ido.

Su mirada profunda e inmóvil fue la única respuesta. Y aunque él no estaba seguro de que hubiera comprendido, oyó que echaba el pestillo como la otra vez. Después bajó las escaleras con una leve sonrisa en los labios. El recuerdo del extraordinario sueño de la última noche comenzaba a abandonarle, como suele pasar con los recuerdos, de suerte que cuando llegó a la calle, la joven, el sueño y todos los acontecimientos de la víspera desaparecieron ante las acuciantes necesidades del presente. Una vez más, el intrincado asunto que le había llevado allí reclamó su atención. Se ocupó de él con exclusión de cualquier otra cosa y tuvo buenas razones para hacer todo lo que hizo, desde el momento en que salió a la calle hasta el instante en que regresó, ya al atardecer; aunque a cualquiera que se le hubiera ocurrido seguirle durante el día en su, al parecer, deambular sin rumbo a través de Lakkdarol, su comportamiento no hubiese despertado interés.

Debió de pasar dos horas al menos en el espaciopuerto, observando con ojos pálidos y soñolientos las naves que iban y venían, los pasajeros, los navíos en lista de espera, los cargamentos, sobre todo los cargamentos. Hizo la ronda de los bares de la ciudad, consumiendo muchos vasos de diferentes licores en el transcurso del día, mezclándose en conversaciones banales con hombres de todas las razas y mundos, por lo general en sus propios idiomas, pues Smith era un reputado lingüista entre sus contemporáneos. Oyó los chismes de las rutas del espacio, noticias de una docena de planetas sobre mil sucesos diferentes. Oyó el último chiste sobre el emperador de Venus, el último informe sobre la Guerra Chino-Aria y la última canción apasionada de Rose Robertson, a quien todos los hombres de los planetas civilizados adoraban con el nombre de Rosa de Georgia. Pasó el día con bastante provecho en lo referente a sus propios asuntos, que ahora no nos conciernen, y hasta que no estuvo bastante avanzada la tarde, cuando decidió regresar a su alojamiento, el recuerdo de la joven morena de la habitación no cobró forma definitiva en su mente, aunque durante todo el día estuviera rondando por ella, sin forma y entre dos aguas.

Como no tenía ni idea de cuál era su dieta usual, compró una lata de rosbif neoyorquino y otra de caldo de rana venusiana, además de una docena de manzanas de canal frescas y dos libras de la lechuga terrestre que crece tan vigorosamente en los suelos de los canales de Marte. Seguramente, ella encontraría algo de su agrado en tan amplia variedad de alimentos, o eso supuso, y —como aquel día había sido muy satisfactorio— mientras subía las escaleras comenzó a canturrear Las verdes colinas de la Tierra, con voz de barítono sorprendentemente buena. La puerta estaba cerrada con llave, como la otra vez, por lo que no tuvo más remedio que golpear suavemente en su parte inferior con una de sus botas, pues tenía los brazos ocupados. Ella abrió la puerta con la suavidad que le era característica y se quedó mirándole en la penumbra, mientras, entre tropezones, él llegaba con su carga hasta la mesa. La habitación estaba nuevamente a oscuras.

—¿Por qué no das la luz? —preguntó irritado, después de haber gritado de dolor al golpearse la espinilla contra la silla que estaba al lado de la mesa, cuando intentó dejar en ella su carga.

—La luz y... la oscuridad... son lo mismo... para mí —murmuró.

—¿Ojos de gato, eh? Bueno, eso te va. Mira, te he traído algo de cena. Elige lo que quieres. ¿Te apetece el rosbif? ¿Qué tal un poco de sopa de rana?

Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso.

—No —dijo—. No puedo... tomar tu comida.

Smith frunció las cejas.

—¿No has probado ninguna de las tabletas de alimento?

Nuevamente, el turbante rojo se movió para indicar que no.

—Entonces no has tomado nada desde hace... ¡vaya, más de veinticuatro horas! Tienes que estar muerta de hambre.

—No hambrienta —dijo ella, negándolo.

—Entonces, ¿Qué puedo traerte de comer? Todavía hay tiempo, si me apresuro. Tienes que comer, pequeña.

—Comeré —dijo ella, en voz baja—. No tardaré mucho... en comer. No... te preocupes.

Entonces se volvió y se detuvo delante de la ventana mirando el paisaje de fuera, bañado por el claro de luna, como si quisiera poner fin a la conversación. Smith la contempló con una mirada de estupor mientras abría la lata de rosbif. Bajo aquel aplomo había un extraño sobreentendido que, sin saber por qué, no le gustaba. Y la joven tenía dientes, lengua y, presumiblemente, un sistema digestivo bastante humano, a juzgar por su apariencia. Era absurdo por su parte pretender que no podría encontrar nada que pudiese comer. A fin de cuentas, debía de haber tomado algo de la comida concentrada, se dijo, mientras arrancaba la tapa del termo contenido en el recipiente interior, para aspirar el aroma de la carne caliente durante tanto tiempo encerrada en él.

—Bueno, si no quieres comer, no comas —observó filosóficamente, mientras servía el caldo caliente y los trozos de buey en la tapa del termo en forma de plato y extraía la cuchara del lugar donde estaba escondida, entre los receptáculos interior y exterior.

Ella se volvió lentamente para observarle mientras levantaba una silla desvencijada y se sentaba a comer, al momento, la idea de que su mirada verde estuviera centrada en él, fija, sin parpadear, le puso nervioso, por lo que, entre dos mordiscos dados a una cremosa manzana de canal, dijo:

—¿Por qué no intentas comer un poco de esto? Está rico.

—El alimento... que yo tomo... es mejor —dijo su suave voz en un murmullo vacilante.

Y nuevamente, sintió en aquellas palabras, más que oyó, una leve insinuación de desagrado. Una súbita sospecha creció en él mientras ponderaba su última observación —algún vago recuerdo de cuentos de miedo narrados en el pasado, alrededor de los fuegos de campamento—, y giró sobre la silla para mirarla, mientras un punto de inexplicable terror subía por él. La amenaza había estado en sus palabras, en las que no había dicho. Ella siguió en pie, impertérrita ante su mirada, grandes ojos verdes de pupilas palpitantes que iban al encuentro de las suyas sin un sobresalto. Pero su boca era escarlata y sus dientes aguzados.

—¿De qué te alimentas? —preguntó. Y después, tras una pausa, añadió, en voz muy baja—: ¿De sangre?

Ella se quedó mirándole fijamente durante un momento, sin comprenderle; después, como si algo le divirtiese, sus labios se curvaron mientras decía con desdén:

—Me tomas por... una vampira, ¿eh? No... ¡Soy Shambleau!

Ante su sugerencia, aquella voz mostraba diversión y burla, eso era evidente, pero también lo era que sabía que él había estado pensando —y aceptado con lógica sospecha— en ¡vampiros! Cuentos de hadas, pero cuentos de hadas que para aquella criatura no humana, de otro mundo, debían de ser algo corriente. Smith no era hombre crédulo, ni tampoco supersticioso, pero había visto demasiadas cosas extrañas para dudar que la leyenda más disparatada no tuviera una base o realidad. Y allí, en lo que a ella se refería, había algo indeciblemente extraño. Pensó con estupor en todo ello durante un instante, entre dos grandes mordiscos a la manzana de canal. Y aunque fuese consciente de que debía preguntarle muchas cosas importantes, no lo hizo, pues sabía lo inútil que resultaría. No dijo nada más hasta que no se terminó la carne y otra manzana de canal que siguió a la primera, y se hubo librado de la vajilla por el simple expediente de lanzar la lata vacía por la ventana.

Entonces volvió a la silla y la observó con ojos entreabiertos, pálidos y un rostro tan marrón como una silla de montar. Y, nuevamente, fue consciente de sus suaves, morenas y aterciopeladas curvas, sutiles arcos y planos de carne flexible bajo los jirones de cuero escarlata. Podía ser una vampira, cierto que era inhumana, pero también deseable más allá de las palabras, sentada allí, sumisa bajo la mirada baja de él, la enturbantada cabeza gacha, los dedos como garras descansando sobre el regazo. Durante un momento, ambos permanecieron muy inmóviles, y el silencio vibró entre ellos.

Era tan parecida a una mujer —una mujer de la Tierra—, dulce, sumisa y reservada, y más suave que una suave piel, a condición de poder olvidar sus cuatro dedos acabados en garras y los ojos palpitantes... y aquella profunda rareza más allá de las palabras... (¿Habría soñado que aquel bucle de cabello rojo se había movido? ¿Habría sido el segir lo que suscitó la incontrolada repulsión que había sentido cuando la tomó entre sus brazos? ¿Por qué aquella muchedumbre se mostraba tan indispuesta hacia ella?) Se sentó y la miró fijamente, y a pesar de su misterio y del atisbo de sospecha que se abría camino en su mente —pues ella era tan bella y delicada, torneada bajo aquellos reveladores jirones—, comprendió lentamente que su pulso se aceleraba y fue consciente de un sentimiento de cariño hacia... aquella criatura morena con forma de muchacha y ojos entornados.

Entonces, los párpados se levantaron y la verde inmovilidad de una mirada de gato se encontró con la suya, y de nuevo se despertó rápidamente la repulsión de la última noche, como una señal de alarma que sonase siempre que sus ojos se encontraban... Después de todo era un animal, demasiado terso y suave para ser humano, además de aquella rareza interior... Smith se encogió de hombros y se levantó. Sus defectos eran legión, pero la debilidad de la carne no era uno de los mayores. Envió a la joven al montón de mantas del rincón y él se volvió hacia su cama.

Mucho después, se despertó de las profundidades de un profundo sueño. Se despertó súbita y completamente, con esa excitación interna que presagia algo importante. Se despertó en medio de un brillante claro de luna, que volvía la habitación tan brillante que podía ver el escarlata de los jirones de la ropa de la joven mientras ella se sentaba sobre su lecho. Estaba despierta, sentada con la espalda medio vuelta hacia él y la cabeza agachada; una instintiva alarma subió por su espina dorsal cuando vio lo que estaba haciendo. No obstante, era algo normal en una joven, en cualquier joven. Se estaba quitando el turbante... Permaneció a la expectativa, sin respirar, mientras un presentimiento de algo horrible se agitaba inexplicablemente en su cerebro.

Las rojas vueltas del turbante quedaron flojas y —entonces supo que no había soñado—, como la noche anterior, un bucle escarlata rozó su mejilla —¿era de cabello?— tan grueso como un gusano gordo, lustroso, que tocaba de nuevo la tersa mejilla, más escarlata que la sangre y grueso como un gusano que reptase... y tan reptante como él. Smith se inclinó sobre un codo, sin ser consciente de ello, y miró fijamente aquello, aquel bucle de cabellos, sin pestañear, con una especie de malsana y fascinada incredulidad. No había soñado. Hasta entonces había dado por sentado que el segir era el responsable de que la noche anterior le pareciera que se movían. Pero en aquel momento... estaba haciéndose más largo, se estiraba, se movía por sí mismo. Tenía que ser de cabellos, pero reptaba; con vida propia y nauseabunda se retorcía nuevamente contra su mejilla, acariciante, repugnante, de una forma imposible... Era húmedo, redondo, grueso y reluciente.

Ella soltó la última vuelta y se quitó el turbante. Lo que Smith vio entonces hubiera bastado para hacerle apartar la mirada —y eso que a lo largo de su vida había contemplado sin pestañear cosas espantosas—, pero no pudo moverse. Sólo podía permanecer apoyado sobre el codo, mirando fijamente la masa escarlata y serpenteante —¿gusanos, cabellos, o qué?— que se retorcía sobre su cabeza en una espantosa caricatura de rizos. Y estaba alargándose, creciendo ante sus ojos de manera inexplicable, derramándose sobre sus hombros en una cascada, una masa que incluso antes no podría haberse ocultado bajo el turbante que ella llevaba, estrechamente ceñido al cráneo. Eso lo comprendió aunque su asombro hubiera sobrepasado los límites.

Pero aquello siguió retorciéndose, creciendo y cayendo, y ella lo hizo ondear, como un horrible simulacro de mujer que sacudiese su cabello suelto, hasta que aquella indescriptible maraña —que se retorcía y contorsionaba, obscenamente escarlata— llegó hasta su cintura y la sobrepasó, siempre creciendo, masa interminable de horror reptante que, hasta entonces, sin saber cómo, había permanecido oculta bajo el ceñido turbante. Era como un nido de gusanos rojos, ciegos e inquietos... Era..., era como entrañas al desnudo animadas de innatural vida propia, terrible más allá de las palabras.

Smith permaneció tumbado en las sombras, rígido a causa del entumecimiento malsano producido por tan gran sobresalto y repulsión. Ella sacudió sobre sus hombros la obscena e inenarrable maraña y, sin saber cómo, supo que iba a volverse en un instante y que él debería encontrarse con sus ojos. El pensamiento de aquel encuentro atenazó su corazón con un espanto mucho más terrible que cualquiera de los momentos de horror de aquella pesadilla; pues seguro que se trataba de una pesadilla. Pero sin pensarlo, supo que no podría apartar los ojos... La malsana fascinación de aquella visión le había dejado paralizado, aunque en ella había algo de cierta belleza. Estaba volviendo la cabeza. El reptante horror onduló y se retorció mientras se movía, debatiéndose grueso, húmedo y reluciente sobre los tersos hombros morenos hasta que cayó en obscenas cascadas que ocultaron todo su cuerpo. Estaba volviendo la cabeza. Smith seguía echado inerme.

Y muy lentamente vio perderse el redondo contorno de su mejilla y aparecer su perfil, todos los horrores escarlata serpenteando ominosamente, y su perfil borrarse a su vez y todo su rostro aparecer lentamente frente a él, la luz de luna resplandeciendo tan brillante como el día sobre el bello rostro de la joven, puro y dulce, enmarcado en la enmarañada obscenidad que se agitaba. Los ojos verdes se encontraron con los suyos. Sintió una clara sacudida y un estremecimiento bajó por su paralizado espinazo, dejando tras sí un gélido aturdimiento. Sintió que se le ponía la carne de gallina. Pero apenas fue consciente de aquel aturdimiento y helado horror, pues los ojos verdes habían atrapado los suyos en una larga y profunda mirada que, sin saber cómo, presagiaba cosas innombrables –no todas desagradables-, mientras la voz inaudible de la mente de ella le asaltaba con dulces murmullos prometedores.

Durante un momento, quedó sumido en un ciego abismo de sumisión; después, de alguna forma, la mismísima visión de aquella obscenidad que sus ojos no eran conscientes de ver, fue lo suficientemente espantosa para arrancarle de la seductora tiniebla. La visión de aquel serpenteo, vivo y con inenarrable horror. Ella se levantó y a su alrededor cayó en una cascada la maraña escarlata de... de lo que había crecido de su cabeza. Cayó como un largo manto vivo hasta sus pies desnudos, sobre el piso, ocultándola en una onda de vida espantosa, húmeda, serpenteante. Extendió sus manos, como un nadador, y se separó aquella cascada que llevó hacia sus hombros, para revelar su propio cuerpo moreno, adorablemente torneado. Sonrió con exquisitez y, en ondas que brotaban de su frente y se extendían hacia abajo, la serpenteante humedad de su viviente cabellera se retorció como un espantoso marco. Y Smith supo que estaba contemplando a la Medusa.

El comprender aquello —la consciencia de vastos horizontes que se perdían en las brumas de la Historia— le zarandeó, haciéndole salir por un momento de su paralizador horror; en ese momento se encontró nuevamente con sus ojos, risueños, verdes como el cristal a la luz de la luna, medio ocultos bajo sus párpados entornados. Ella pasó sus brazos a través del serpenteo escarlata. Había algo atrozmente deseable en ella, que hizo que se le subiera repentinamente la sangre a la cabeza. Se derrumbó como el durmiente en su sueño mientras ella se acercaba, oscilante, hacia él, infinitamente graciosa, infinitamente dulce en su manto de horror viviente.

En cierta forma, había belleza en todo aquello, las húmedas contorsiones escarlata deslizándose y destellando a lo largo de los gruesos rizos, redondos como gusanos, confundiéndose unos con otros, sólo para brillar nuevamente y moverse plateados a lo largo de los retorcidos zarcillos. Una belleza impresionante y estremecedora más espantosa que cualquier fealdad. Pero, una vez más, apenas fue consciente de todo aquello, pues el insidioso murmullo se retorcía nuevamente en su cerebro, prometedor, acariciante, seductor, más dulce que la miel; y los ojos verdes que sostenían los suyos eran claros y ardientes como las profundidades de una joya, y tras las palpitantes pupilas de tiniebla él miraba fijamente una oscuridad mayor que contenía todas las cosas... Había conocido –cuando contempló por vez primera aquella mirada plana de animal presintió lo que encontraría tras ella- toda la belleza y el terror, todo el horror y el placer, en la infinita tiniebla de sus ojos, abiertos como ventanas cubiertas de vidrios esmeralda. Ella movió los labios y, en un murmullo que se mezcló íntimamente con el silencio, con la ondulación de su cuerpo y con la espantosa ondulación de su... su cabello, susurró... con mucha ternura y apasionamiento:

—Ahora... te hablaré... en mi propia lengua... ¡Oh, amado!

Y, arropada en su manto viviente, se inclinó sobre él, mientras el murmullo seductor y acariciante iba creciendo en lo más profundo de su cerebro, prometedor, impositivo, más dulce que la miel. La carne se le puso de gallina por el horror que ella le inspiraba, pero se trataba de una perversa repulsión que le hacía desear lo que le repugnaba. La rodeó con sus brazos, por debajo de aquel manto resbaladizo, húmedo, húmedo y caliente y espantosamente vivo —el adorable y aterciopelado cuerpo se inclinó sobre el suyo, sus brazos se cerraron sobre su cuello—, y con un súbito susurro, el indescriptible horror le rodeó. Hasta su muerte siempre recordaría en sus pesadillas aquel momento, cuando las trenzas vivientes de Shambleau le envolvieron en su abrazo.

Un olor nauseabundo y sofocante como de lluvia le rodeó: gusanos gruesos y palpitantes que cubrían cada pulgada de su cuerpo, deslizándose, retorciéndose, mientras sentía su humedad y calor a través de las ropas, como si se hallase desnudo ante su abrazo. Todo esto se grabó instantáneamente en su memoria... y después, un enmarañado destello de sensaciones contradictorias, antes de que el olvido se abatiese sobre él. Y recordó el sueño —entonces supo que se trataba de una realidad de pesadilla—, y las deslizantes, suaves y gentiles caricias de aquellos gusanos húmedos y cálidos sobre su carne fueron éxtasis más allá de las palabras, aquel profundo éxtasis que repercutió más allá del cuerpo y de la mente y acarició las mismísimas raíces de su alma con un placer innatural.

Y allí estaba, rígido como el mármol, pétreo e indefenso como cualquiera de las víctimas de la Medusa de las antiguas leyendas; y el terrible placer de Shambleau agitaba con estremecimiento y escalofrío todas y cada una de sus fibras, todos y cada uno de los átomos de su cuerpo y de los átomos intangibles de lo que los hombres llaman alma, y todo aquel placer espantoso confluía en él. Y era realmente terrorífico. Apenas fue consciente de ello, pues aunque su cuerpo respondiese a un éxtasis tan profundamente arraigado, un inmundo y horrible galanteo hacía estremecerse de repulsión a su mismísima alma, a pesar de que en las más hondas profundidades de aquella alma alguna mueca traidora se estremeciera de placer. Pero detrás de todo eso, aún más abajo, conoció horror, repulsión y desesperación inenarrables, mientras las íntimas caricias reptaban obscenamente por los secretos lugares de su alma —supo que el alma no se dejaría apresar—, y se agitó con el peligroso placer que le recorría.

Y todo aquel conflicto y comprensión de lo que le ocurría, aquella mezcla de arrebato y repulsión duró lo que un relámpago, un instante, mientras los gusanos escarlata se retorcían y reptaban sobre él, enviando profundos y obscenos temblores de aquel infinito placer a cada uno de los átomos que lo formaban. No pudo moverse en aquel viscoso y extático abrazo —la debilidad le invadió, más fuerte a medida que se iban sucediendo las ondas de intenso placer y el traidor que estaba en su alma se esforzaba en expulsar el sentimiento de repulsión—, y algo dentro de él dejó de luchar, mientras se hundía por completo en una fulgurante tiniebla que suponía el olvido para todo, excepto para aquel arrebato devorador.

Mientras subía las escaleras que conducían al alojamiento de su amigo, el joven venusiano sacó distraídamente la llave, al tiempo que una arruga aparecía entre sus finas cejas. Era esbelto, como todos los venusianos, tan bello y pulido como ellos; pero, al igual que pasaba con la mayoría de sus compatriotas, la apariencia de querubín inocente de su rostro era completamente engañosa. Poseía el rostro de un ángel caído, pero sin la majestuosidad de Lucifer que lo redimiese; pues la sonrisa burlona de un diablo negro asomaba a sus ojos, y alrededor de su boca había tenues líneas que revelaban crueldad y disipación, atestiguando de tal suerte los largos años a sus espaldas en los que había realizado una amplia serie de experiencias que habían hecho que su nombre, después del de Smith, fuese el más odiado y respetado en los anales de la Patrulla.

En aquel momento, subía las escaleras con el ceño fruncido. Había llegado a Lakkdarol en la nave del mediodía —la Doncella estaba en su cala, hábilmente encubierta con pintura y demás camuflajes—, para encontrar en un lamentable desorden los asuntos que esperaba hallar ya resueltos. Una discreta investigación le permitió enterarse de que nadie había visto a Smith en los últimos tres días. Eso no cuadraba con su amigo. Jamás había fallado antes, ambos estaban a punto de perder no sólo una gran suma de dinero, sino también su seguridad personal, debido a la inexplicable ausencia de Smith. A Yarol sólo se le ocurría una explicación: el hado había acabado por agarrar finalmente a su amigo. Sólo un impedimento físico podía explicar aquello. Todavía perplejo, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

En un primer momento, mientras abría la puerta, sintió que algo andaba muy mal... La habitación estaba a oscuras. Durante un instante no pudo ver nada, pero en cuanto respiró, notó un olor extraño e indescriptible, medio nauseabundo, medio agradable. Y profundos recuerdos de su memoria ancestral se despertaron en él..., antiguos recuerdos nacidos en los pantanos de sus antepasados venusianos, lejanísimos en el tiempo y en le espacio.

Yarol llevó rápidamente su mano a la pistola y abrió completamente la puerta. Lo primero que vio en la penumbra fue un curioso bulto en el rincón más alejado... Después sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y entonces percibió más claramente el montón de algo que se movía y agitaba en su interior... Un montón de... —contuvo en seco el aliento—, un montón que parecía una masa de entrañas vivas que se movían y retorcían con inexplicable vida propia. Una palabrota en venusiano se escapó de sus labios mientras alcazaba el umbral de la puerta de una rápida zancada, la cerraba de golpe y apoyaba la espalda contra ella, con la pistola montada en su mano, aunque la carne se le hubiera puesto de gallina, pues sabía...

—¡Smith! —dijo en voz baja que rezumaba horror.

La masa en movimiento se agitó —se estremeció— y volvió a la reptante quietud de antes.

—¡Smith! ¡Smith! —la voz del venusiano era suave e insistente, levemente estremecida de terror.

Una oleada de impaciencia recorrió por completo la masa viviente del rincón. Volvió a agitarse, como a su pesar, y, después, retorciéndose zarcillo a zarcillo, comenzó a separarse a un lado y, muy lentamente, el oscuro cuero del traje de un navegante espacial apareció bajo ella, viscoso y reluciente.

—¡Smith! ¡Northwest!

El persistente susurro de Yarol fue repetido una y otra vez, apremiante, hasta que, con la lentitud propia del sueño, el traje de cuero se movió... Un hombre salió de entre los contorsionantes gusanos, un hombre que, una vez, hacía mucho tiempo, pudiera haber sido Northwest Smith. De pies a cabeza estaba cubierto de baba por el abrazo del horror reptante. Su rostro era el de una criatura que ha trascendido la humanidad..., el de un muerto viviente, congelado en una mirada fija, y la contemplación del terrible éxtasis que le colmaba parecía provenir de algún lugar muy lejano de su interior, tímido reflejo de distancias inconmensurables más allá de la carne. Al igual que hay misterio y magia en la luz de la luna, que no es, a fin de cuentas, sino el reflejo del sol de todos los días, en aquel rostro gris vuelto hacia la puerta había un terror innominado y dulce, el reflejo de un éxtasis más allá del conocimiento de quienquiera que sólo haya conocido éxtasis terrenales. Y mientras se sentaba, volviendo un rostro de mirada ciega hacia Yarol, los gusanos rojos se retorcieron incesantes a su alrededor, muy despacio, con un movimiento lento y acariciante que no cesaba.

—¡Smith..., ven aquí! ¡Smith..., levántate...! ¡Smith, Smith! —el susurro de Yarol azotó el silencio, ordenando, urgiendo..., pero él no hizo ademán alguno de irse de la puerta.

Con espantosa lentitud, como si fuese un muerto surgiendo de la tumba, Smith se levantó de aquel nido de viscosidad escarlata. Vaciló como ebrio sobre sus pies, y dos o tres zarcillos carmesíes reptaron por sus piernas hasta las rodillas y se fijaron en ellas, moviéndose con una caricia incesante que pareció darle cierta energía secreta, pues entonces dijo, con voz carente de inflexión:

—Vete. Vete. Déjame solo —y aquel rostro extático de muerto siguió inmutable.

—¡Smith! —la voz de Yarol sonaba desesperada—. ¡Smith, escucha! ¡Smith! ¿Puedes oírme?

—Vete —dijo la voz monótona—. Vete. Vete. Ve...

—No, a menos que vengas conmigo. ¿Es que no puedes oírme? ¡Smith! ¡Smith! Yo...

Dejó la frase a medias y, una vez más, el estremecimiento ancestral de la memoria racial recorrió su espinazo, pues la masa escarlata se movía nuevamente, subiendo con violencia. Yarol se aplastó contra la puerta y empuñó con fuerza su pistola, y el nombre de un dios que había olvidado durante años asomó a sus labios, sin ser invitado. Pues supo lo que iba a ocurrir, y el saberlo fue más espantoso que la más completa de las ignorancias. La masa roja y serpenteante se levantó, y los zarcillos se apartaron, de suerte que un rostro humano apareció entre ellos... No, medio humano, con ojos verdes de gato que relucían irresistiblemente en aquella penumbra como joyas encendidas. Yarol musitó: ¡Shar!, y se llevó un brazo a la cara, y el estremecimiento causado por el encuentro con aquella mirada verde, que apenas duró un instante, recorrió su cuerpo, acercándolo al peligro.

—¡Smith! —exclamó en su desesperación—. ¡Smith! ¿Puedes oírme?

—Vete —dijo la voz que no era la de Smith—. Vete.

Y sin saber cómo, aunque no se atreviese a mirar, Yarol supo que el... otro ser... había apartado aquellos cabellos como gusanos gruesos y permanecía allí con toda la gracia humana de aquel torneado y moreno cuerpo de mujer, cubierto con el manto de un horror viviente. Y sintió sus ojos centrados en él, y algo comenzó a decirle a gritos insistentemente en su cerebro que bajara aquel brazo que le servía de escudo. Estaba perdido, lo sabía, y el ser consciente de ello de dio el coraje que procede de la desesperación. La voz de su cerebro crecía, aumentaba, le ensordecía con una rugiente voz de mando que le instaba a que se olvidara de todo lo que tenía delante —le ordenaba bajar aquel brazo—, a que mirase a los ojos que se abrían sobre la tiniebla, para someterse a ellos; y también era una promesa, murmurada, dulce y malvada más allá de las palabras, del placer por venir.

Pero, sin saber cómo, no perdió la cabeza. Sin saber cómo, aturdido, su mano alzada seguía empuñando la pistola, sin saber cómo, hizo algo increíble: cruzó la estrecha habitación con el rostro vuelto, buscando a tientas el hombro de Smith. Hubo un momento de ciega vacilación en el vacío y entonces dio con él, y agarró el cuero viscoso, repugnante y húmedo... y, al mismo tiempo, sintió que algo se retorcía suavemente alrededor de su tobillo, y un estremecimiento de repulsivo placer le invadió y, después, otro tentáculo y otro más se enroscaron en sus pies.

Yarol apretó los dientes y tiró fuertemente del hombro. Su mano se agitó con un escalofrío, pues el tacto de aquel cuero era tan viscoso como el de los gusanos sobre sus tobillos, y un leve calambre de obsceno placer recorrió su cuerpo después del contacto. La acariciante presión sobre sus piernas era todo lo que podía sentir, la voz de su cerebro ahogaba todos los demás sonidos y su cuerpo le obedecía a regañadientes... Sin embargo, pudo permitirse hacer un tremendo esfuerzo y arrancó a Smith, tambaleándose, de aquel nido de horror. Los retorcidos zarcillos perdieron el contacto con un pequeño sonido de succión, y toda la masa se estremeció y se adhirió a Yarol, quien olvidó completamente a su amigo y empeñó todo su ser en la desesperada tarea de liberarse a sí mismo. Pero sólo estaba luchando una parte de él... Sólo una parte de él se debatía contra las serpenteantes obscenidades, pues en la parte más recóndita de su cerebro sonaba el murmullo dulce y seductor, y su cuerpo clamaba por rendirse.

—¡Shar! Shar y’danis... Shar mor’la-rol... —fue la plegaria de Yarol, jadeante y escasamente consciente de que pronunciaba las oraciones de cuando era niño, que había olvidado desde hacía años.

Con la espalda medio vuelta hacia la masa central, lanzó desesperadamente puntapié tras puntapié con sus pesadas botas contra los gusanos rojos y ondulantes que le rodeaban. Retrocedieron ante él, estremeciéndose y ondulándose, poniéndose fuera de su alcance, y aunque supo que otros más estaban llegando a su garganta desde atrás, pensó que al menos podría seguir luchando hasta que se viera obligado a mirar aquellos ojos...

Pisoteó y lanzó puntapiés una y otra vez, y durante un instante se liberó de la presa viscosa, mientras los gusanos magullados retrocedían, retorciéndose, de sus pesados pies, y él se levantaba tambaleándose, mareado por la repulsión y la desesperación, y se quitaba los tentáculos; entonces levantó los ojos y vio el espejo cuarteado en la pared. Aunque vagamente, en su reflejo pudo ver a su espalda el serpenteante horro escarlata y el rostro felino atisbando desde su interior, con su sonrisa recatada de muchacha, espantosamente humana, y todos los tentáculos rojos dirigiéndose hacia él. Entonces, el recuerdo de algo que había leído hacía mucho tiempo le vino a la mente súbitamente, de manera incongruente, y, durante un momento, lo poco que le quedaba de consuelo y esperanza pudo liberar su cerebro del abrazo que le tenía dominado.

Sin detenerse a tomar aliento, apuntó la pistola por encima de su cabeza, el reflejo del cañón alineado con el reflejo en el espejo del horror, y apretó el gatillo. En el espejo vio brotar de su pistola la llama azul en un relampagueante exabrupto a través de la penumbra, que fue a dar en medio de aquella masa viscosa que, a su espalda, se precipitaba sobre él. Hubo un silbido, un llamear y un chillido fuerte y penetrante de malignidad y desesperación inhumanas... La llama describió un amplio arco y se apagó cuando la pistola cayó de su mano y Yarol se derrumbó en el piso.

Northwest Smith abrió los ojos a la luz del sol en Marte, que brillaba débilmente a través de la deslucida ventana. Algo húmedo y frío le pasó por el rostro, y el familiar y feroz latigazo del whisky de segir quemó su garganta.

—¡Smith! —decía la voz de Yarol desde algún lugar lejano—. ¡N. W.! ¡Despierta, maldito! ¡Despierta!

—Estoy... despierto —Smith intentaba articular correctamente—. ¿Qué pasa?

Entonces sintió el borde de una copa haciendo presión contra sus dientes, y Yarol dijo, irritado:

—¡Bebe, maldito iluso!

Smith se lo tragó obedientemente, y más segir, ardiente como el fuego, bajó por su gaznate. Difundió un calorcillo por todo su cuerpo que le despertó del entumecimiento que le había dominado hasta entonces, y le ayudó un poco a salir de la debilidad aniquiladora de la que iba siendo paulatinamente consciente. Permaneció echado e inmóvil durante unos pocos minutos, mientras el calorcillo del whisky se extendía por su cuerpo y la memoria volvía perezosamente a su cerebro bajo el acicate del segir. Recuerdos de pesadilla, dulces y terribles... Recuerdos de...

—¡Dios! —balbuceó Smith de repente, e intentó levantarse.

La debilidad le golpeó lo mismo que un mazazo y durante un instante la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor, mientras él caía hacia atrás, contra algo firme y cálido: el hombro de Yarol. El brazo del venusiano le sostuvo mientras la habitación volvía a su ser. Al poco tiempo, Smith se incorporó ligeramente y miró fijamente la oscura mirada del otro. Yarol le sostenía con uno de sus brazos, mientras se acababa con el otro el vaso de segir. Sus ojos negros se encontraron con los suyos por encima del borde del vaso y estallaron en una risa súbita, medio histérica después del terror que había pasado.

—¡Por Pharol! —musitó Yarol, atragantándose en su vaso—. ¡Por Pharol, N. W.! ¡Jamás dejaré que lo olvides! La próxima vez que tengas que sacarme de un lío, te diré...

—Déjalo —dijo Smith—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo...?

—Shambleau —la risa de Yarol murió—. ¡Shambleau! ¿Qué ibas a hacer con una cosa como ésa?

—¿Qué era? —preguntó Smith, serio.

—¿Quieres decir que no lo sabes? Pero ¿dónde la encontraste? ¿Cómo...?

—Supongamos que primero me cuentas lo que sabes —dijo Smith con firmeza—. Y que también me sirves otro trago de ese segir. Lo necesito.

—¿Puedes sostener solo el vaso? ¿Te sientes mejor?

—Sí..., un poco. Puedo sostenerlo..., gracias. Y ahora comienza.

—Bueno... No sé exactamente dónde comenzar. Las llaman Shambleau...

—¡Buen Dios! ¿Hay más de una?

—Son... una especie de raza, creo que es una de las más antiguas. Nadie sabe de dónde vinieron. El nombre suena un poco a francés, ¿no? Pero se remonta hasta mucho antes del comienzo de la Historia. Siempre ha habido una Shambleau.

—Jamás oí hablar de ellas.

—Como mucha gente. Y a los que las conocen no les gusta hablar mucho de ellas.

—Bueno, la mitad de esta ciudad las conoce. Entonces no tenía ni idea de lo que estaban hablando. Y sigo sin tenerla...

—Sí, en ocasiones pasa eso. Aparecen, y en cuanto corre la noticia la gente de la ciudad se reúne y las caza. Bueno..., después de todo, la historia de lo sucedido no llega muy lejos. Es tan... tan increíble.

—Pero... ¡Dios mío, Yarol!... ¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cómo...?

—Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen. De otro planeta..., quizá de alguno aún sin descubrir. Algunos dicen que de Venus. Yo sé que en mi familia circulan bastantes leyendas espantosas sobre el tema, por eso oí hablar de ellas. Y en cuanto abrí esa puerta, incluso antes..., creo que reconocí ese olor...

—Pero... ¿qué son?

—Sólo Dios lo sabe. No son humanas, aunque tengan forma humana. O quizá sólo sean una ilusión... O quizá yo esté loco. Son una especie de vampiros... o quizá los vampiros son una especie de ellas. Su forma normal debe ser... esa masa, y bajo esa forma extraen su alimento de..., supongo, las fuerzas vitales de los hombres. Y adoptan alguna forma..., usualmente forma femenina, creo, y te llevan al más alto grado de emoción antes de... comenzar. Hacen eso para que la fuerza vital alcance su más alta intensidad y así sea más fácil... Y siempre dan ese horrible e infame placer a aquellos... con quienes se alimentan. Hay algunos hombres que, si sobreviven a la primera experiencia, se habitúan a ellas como a una droga, no pueden vivir sin ellas, y las guardan consigo durante toda su vida, que no es muy larga, alimentándolas para obtener esa espantosa satisfacción. Peor que fumar ming o... rezar a Pharol.

—Sí —dijo Smith—. Estoy comenzando a comprender por qué aquella gente se quedó tan sorprendida... y disgustada cuando dije..., bueno, dejémoslo. Continúa.

—¿Conseguiste hablar... con eso? —preguntó Yarol.

—Lo intenté. No podía hablar muy bien. Le pregunté de dónde venía y dijo: “... de muy lejos y de hace mucho tiempo...”, o algo parecido.

—No sé de dónde pueden venir. Posiblemente de algún planeta desconocido..., pero no lo creo. Ya sabes que hay tantas historias terribles con una base de verosimilitud, que no podemos por menos de preguntarnos en ocasiones... si no habrá muchas más supersticiones peores y más espantosas de las que jamás hemos oído hablar. Cosas como ésta, blasfemas y demenciales, que quienes las conocen tienen que mantener en silencio. Cosas espantosas y fantásticas que merodean sueltas a nuestro alrededor y de las que jamás hemos oído ningún rumor.

»Y esas cosas... deben haber existido desde tiempos inmemoriales. Nadie sabe cuándo ni dónde aparecieron por primera vez. Quienes las han visto, como nosotros a ésta, no hablan de ellas. Es, precisamente, uno de esos rumores vagos y brumosos que, en ocasiones, uno encuentra medio velados en los libros antiguos... Yo creo que se trata de una raza más antigua que el hombre, engendrada de una antigua semilla en tiempos anteriores a los nuestros, quizá sobre planetas ahora convertidos en polvo, y tan horrible para el hombre que quienes las descubren... intentan olvidarlas lo más deprisa que pueden. Y se remontan a un tiempo inmemorial. Supongo que recordarás la leyenda de la Medusa. No hay duda de que los antiguos griegos las conocían. ¿Quiere esto decir que ha habido civilizaciones antes de la nuestra que han abandonado la Tierra y explorado otros planetas? ¿O que una Shambleau, quién sabe cómo, consiguió llegar hasta Grecia, hace tres mil años? ¡Si piensas demasiado en ello acabarás perdiendo el juicio!

»Me pregunto cuántas leyendas más estarán basadas en cosas como ésas..., cosas que no sospechamos, cosas que nunca sabremos. La Gorgona, Medusa, una mujer bellísima con... con serpientes en vez de cabellos y una mirada que volvía a los hombres de piedra, y a la que, finalmente, mató Perseo (recordé todo esto justamente por casualidad, N. W., y fue lo que salvó tu vida y la mía), utilizando un espejo que reflejaba lo que no se atrevía a mirar de frente. Me pregunto qué hubiera pensado el antiguo griego que fue el primero en difundir esa leyenda si hubiese sabido que tres mil años después su historia iba a salvar la vida de dos hombres en otro planeta. Me pregunto si esa historia le sucedió realmente al griego, y cómo se encontró con la cosa y lo que ocurrió...

»Bueno, hay muchas cosas que nunca sabremos. ¿No valdría la pena leer los anales de esa raza de... de cosas, cualesquiera que sean? ¡Anales de otros planetas y eras en los mismísimos comienzos de la humanidad! Pero no creo que hayan dejado ningún tipo de registros. Ni siquiera supongo que tengan un lugar para guardarlos..., pues por lo poco que conozco, o por lo que otros conocen sobre la cuestión, son como el Judío Errante, que se mueve de aquí para allá durante largos intervalos... Pero saber los lugares donde, mientras tanto, puedan encontrarse... es algo por lo que daría un ojo de la cara. No obstante, no creo que ese terrible poder hipnótico suyo indique ningún tipo de inteligencia sobrehumana, sino el medio del que se sirven para conseguir alimento..., como la larga lengua de la rana o el olor de la flor carnívora. En el caso de la rana y de la flor se trata de medios físicos, porque ambas toman alimento físico.

»La Shambleau utiliza un... un medio mental para conseguir alimento mental. No sé exactamente cómo lo consigue. E igual que la bestia que come los cuerpos de otros animales adquiere en cada comida un poder mayor sobre los cuerpos de los demás, la Shambleau, alimentándose de las fuerzas vitales de los hombres, aumenta su poder sobre las mentes y las almas de otros hombres. Pero, estoy hablando de cosas que no puedo definir..., cosas que no estoy seguro de que existan. Sólo sé que cuando sentí que esos tentáculos se cerraban sobre mis rodillas no tuve deseos de apartarlos, y sentí sensaciones que... que, oh, me hicieron sentirme mancillado y sucio en lo más profundo de mi alma por aquel... placer... y, sin embargo...

—Lo sé —dijo Smith, con voz grave. El efecto del segir comenzó a desvanecerse, y la debilidad se derramó en oleadas sobre él, de modo que cuando habló fue como si meditara en voz baja, escasamente consciente de que Yarol le escuchaba—. Lo sé... mucho mejor que tú..., y hay algo indescriptiblemente atroz que emanaba de la cosa, algo tan infinitamente diferente a todo lo humano... que no hay palabras para expresarlo. Durante un instante fui parte de ella, literalmente, y compartí sus pensamientos y recuerdos, sus emociones y ansias y... Bueno, ahora todo terminó y no lo recuerdo muy claramente, pero la única parte de mí que quedaba libre era esa parte que se sentía enferma de... de la obscenidad de la cosa. Sin embargo, aquello daba un placer tan dulce (creo que debe haber algún núcleo de maldad espantosa en mí..., en todos...) que solamente necesitaba un simple estímulo para hacerse con el control completo; por eso, incluso mientras me sentía enfermo por el roce de aquellas... cosas..., había algo en mí que... que, sencillamente, se estremecía de placer... Por eso vi cosas, y supe cosas, horribles, cosas espantosas que no puedo recordar del todo... Visité lugares increíbles, viajé a través de los recuerdos de aquella... criatura... Yo era uno con ella, y vi... ¡Dios, cómo me gustaría poder recordarlo!

—Mejor harías en agradecer a tu Dios el no poder recordarlo —dijo Yarol, con voz grave.

Su voz sacó a Smith del estado de semitrance en que había caído, y se incorporó sobre un codo, temblando un poco de debilidad. Como la habitación oscilaba ante él, cerró los ojos para no verla y preguntó:

—Dices que... ¿no se presentarán de nuevo? ¿No hay manera de encontrar... otra?

Durante un momento, Yarol no contestó. Puso sus manos sobre los hombros del otro hombre y le obligó a recostarse; después se sentó y miró fijamente aquel rostro sombrío y cosido de cicatrices que poseía una nueva expresión extraña e indefinida que jamás había visto antes, pero cuyo significado conocía demasiado bien.

—Smith —dijo finalmente, y, por una vez, sus ojos negros parecieron serios y en calma, pues el diablillo malicioso se había ido de ellos—, Smith, jamás te pedí que me prometieras nada, pero... ahora creo que me he merecido el derecho de hacerlo, por eso te pido que me prometas sólo una cosa.

Los pálidos ojos de Smith se encontraron, irresolutos, con la mirada oscura. En ellos había indecisión y un poco de miedo por lo que la promesa pudiese significar. Por un instante, Yarol estuvo mirando, no los familiares ojos de su amigo, sino un inmenso vacío gris, embargado de horror y disfrute..., un pálido mar que escondía en sus profundidades placeres indecibles. Después, la inmensa mirada se encontró de nuevo y los ojos de Smith fueron los de siempre, y la voz de Smith dijo:

—Adelante, lo prometo.

—Que si vuelves a encontrarte de nuevo a una Shambleau, cuando sea, donde sea, sacarás tu pistola y la enviarás al infierno en el mismísimo instante en que te des cuenta de que lo es. ¿Me lo prometes?

Hubo un largo silencio. Los serenos ojos negros de Yarol se hundieron lentamente en los incoloros de Smith, sin pestañear. Y las venas se marcaron en la frente curtida de Smith. Jamás rompía su palabra... No la había dado en su vida más de una docena de veces, pero una vez que la daba era incapaz de romperla. Y una vez más, los mares grises se agitaron en una incierta marea de recuerdos, más dulces y horribles que cualquier sueño. Una vez más Yarol miró fijamente la vacuidad que ocultaba cosas sin nombre. En la habitación reinaba una gran quietud. La marea gris menguó. Los ojos de Smith, pálidos y resueltos como el acero, fueron al encuentro de los de Yarol.

—Lo... intentaré –dijo.

Y su voz tembló.

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