martes, 28 de marzo de 2023

MÁS ALLÁ DE LA JUSTICIA

El cuento "Más allá de la justicia" (Beyond Justice) fue escrito por Robert Leslie Bellem y publicado por primera vez en la revista Spicy Detective Stories, en noviembre de 1935.

MÁS ALLÁ DE LA JUSTICIA

(Beyond Justice)

Robert Leslie Bellem

Era una tarde calurosa y yo sudaba sin cesar. El público comenzaba a impacientarse y no se le podía culpar. Habían ido a ver un concurso de belleza y querían algo de acción. Y yo también. El veredicto del jurado ya llevaba un retraso de casi una hora.

Esperábamos a Ben Berkin. Se estaba retrasando. Ben Berkin era el magnate propietario de la productora de cine Cosmos, y este concurso de belleza había sido idea suya como reclamo publicitario. Se celebraba en los estudios Cosmos, con asistencia de público invitado.

Yo era uno de los tres jueces del concurso. ¡Imaginen, Dan Turner, sabueso privado de Hollywood, en un sitio así! Pero Ben Berkin me lo había pedido como un favor personal. «¡Con tu reputación de rompecorazones, Dan, seguro que eres un juez magnífico!», me dijo.

Así que acepté, simplemente porque me apeteció. Y en esos momentos me encontraba allí, en el estrado, con otros dos jueces esperando a que comenzase el desfile de monadas.

Las participantes del concurso eran en su totalidad extras de cine. La ganadora sería premiada con un contrato de un año con los estudios Cosmos y una enorme copa de plata donada por el propio Ben Berkin. No sólo la donó, sino que incluso la hizo él mismo. Ben fue platero antes de meterse en el negocio del cine.

Y ahí estaba yo, sentado y deseando poder escabullirme lo suficiente para meterle un tiento al whisky de mi petaca, cuando un mensajero del estudio se acercó y me susurró al oído.

—Le necesitan en la oficina central, señor Turner —me dijo.

Le seguí, preguntándome qué demonios pasaba. Llegué al edificio de oficinas de dirección. Un tipo me esperaba. Era el ayudante de Ben Berkin y se le veía muy pálido.

—Señor Turner —dijo—, ha sucedido una cosa terrible. ¡Ben Berkin ha muerto en un accidente de tráfico de camino a los estudios!

—¡Dios mío...! —exclamé.

El tipo asintió con gesto solemne.

—El señor Berkin fue trasladado a urgencias, donde murió. No supo que estaba muriéndose. Sus últimas palabras fueron que el concurso de belleza debía celebrarse según lo planeado. La noticia de su accidente debe ser silenciada hasta que se conceda el premio.

Así era Ben Berkin, pensé. Lo primero eran los estudios, sin importar qué ocurriese. Saqué la petaca y me metí un buen trago de Vat 69, a la salud de Ben.

Luego regresé al estrado de los jueces en el plató B y di la señal para que comenzara el desfile.

Inmediatamente, una larga hilera de tías buenas comenzaron a mostrar sus carnes a lo largo del enorme escenario. He visto muchos bañadores cuando era joven, pero los que llevaban estas bellas damas eran los más atrevidos que jamás haya visto. Breves pantaloncillos de seda marcando la entrepierna y muy ceñidos; y a modo de sujetador, apenas un suspiro de cintas de seda.

No habían dejado mucho para la imaginación; y si no me hubieran acabado de informar de la muerte del pobre Ben Berkin, me lo habría pasado en grande.

Pero el caso es que me sentía triste y deprimido. Esperaba ansiosamente a que acabara el maldito concurso. Así pues, eché un rápido vistazo a las damas que desfilaban y mis ojos se clavaron en una llamativa morena que destacaba entre el resto. Era todo un espectáculo para la vista.

Tenía el pelo tan negro como la medianoche, y sus negros ojos brillaban como dos relucientes estrellas negras. Su cuerpo no era ni demasiado delgado ni demasiado exuberante. Era simplemente perfecto. Tenía buenas caderas y pechos femeninos pero sin ser ostentosos. Y su piel era tan sedosa como el marfil cremoso. Sostenía una tarjetita con el número «7» escrito en ella.

Consulté mi lista y vi que el nombre de la número 7 era Estrellita Souzan. Hispana, probablemente.

Justo al lado de la preciosa Souzan había una rubia. Llevaba demasiado maquillaje, pero era endiabladamente atractiva... es decir, si a uno le gustan un par de pechos generosos y unas anchas caderas ligeramente excesivas, a mí no. Su número era el 13 (qué mala pata) y la lista informaba que su nombre era Wanda Wynne.

Al comprobarlo, recordé unos cotilleos que habían llegado hasta mis oídos. En mi profesión vale la pena escuchar los cotilleos. Se rumoreaba que la rubia platino Wanda Wynne era el ligue del momento de Ben Berkin. Me pregunté, si eso era cierto, cómo se lo tomaría cuando supiese que Ben Berkin había muerto.

Le eché una buena ojeada, y luego estudié de nuevo a la morena Estrellita Souzan. A continuación me volví hacia los otros dos jueces y dije:

—Mi voto va para la que lleva el número 7... la muchacha hispana. Los dos idiotas se miraron e intercambiaron elocuentes miradas.

—Vamos a votar a la número 13, Wanda Wynne —dijo uno de ellos.

Me encogí de hombros. Sus dos votos superaban el mío y me importaba un pimiento. Así pues, se anunció que Wanda Wynne había ganado el premio.

Abrí una caja grande y saqué la enorme copa de plata con la que Ben Berkin había contribuido. Era un enorme trasto con recargadas filigranas grabadas y pesado como un demonio. En la parte delantera había un bajorrelieve de una mujer desnuda en plata maciza, primorosamente tallada.

Crucé el escenario y me acerqué a Wanda Wynne. Le di la copa.

Ella la sostuvo sonriente. Me dedicó especialmente para mí un ligero contoneo. Sus exuberantes pechos se agitaron bajo la sutil cinta—sujetador de seda.

—Gracias, guapo —me dijo.

—No me des las gracias. No voté por ti.

Y entonces la llamativa morenita, Estrellita Souzan, la número 7, nos interrumpió con gesto despectivo y tono airado:

—¡Esto es un montaje!—dijo lo suficientemente alto para que Wanda Wynne la oyera—. ¡Estaba ya decidido! ¡Ben Berking sobornó a los jueces para que tú ganaras!

Wanda Wynne la miró con resentimiento. Se ruborizó.

—¡Vete al infierno, gata mexicana celosa! —le dijo con odio a la preciosidad hispana de ojos negros.

Durante unos instantes creí que iban a empezar a tirarse de los pelos. Se escupían comentarios desagradables la una a la otra mientras bajaba del escenario por un lateral. No había nadie cerca de ellas. Y entonces, repentinamente, Wanda Wynne soltó un alarido.

Salté. Ese alarido no era un grito de furia. Había dolor ahí, y un terror súbito y mortal. Me olí problemas y me abalancé hacia las dos chicas.

Pero llegué tarde para evitar lo que ocurrió. Antes de que pudiera llegar a la mitad del escenario, Wanda Wynne dejó caer su trofeo de plata. Chocó ruidosamente y rebotó en el suelo. Luego Wanda Wynne cayó, lentamente.

¡Tenía una fina daga adornada con pedrería clavada en su pecho izquierdo!

—¡Qué demonios! —exclamé, y me lancé hacia ella. La sangre manaba atravesando el fino sujetador formando un estrecho río encarnado sobre la blancura de su torso desnudo. Al caer la chica rubia, la morena Estrellita Souzan dejó escapar un grito ahogado de terror... y luego agarró el mango del estilete y lo sacó del corazón de Wanda Wynne.

La sangre manó en abundancia. El rostro de Estrellita Souzan empalideció. Las rodillas le fallaron. Se desmayó. La daga cayó de sus dedos y con un repiqueteo plateado golpeó el suelo. La dama hispana se desplomó sobre el cuerpo de Wanda Wynne.

En ese mismo instante, en el estudio se organizó un tremendo guirigay. La gente pululaba de un lado a otro gritando. Vi al jefe de seguridad del estudio y grité:

—¡Despeje este maldito lugar!

Luego me acerqué a las dos bellezas caídas. Transporté a la morena Souzan a un lado y la dejé en el suelo. Luego me lancé a Wanda Wynne. La daga le había abierto un agujero limpio y profundo a través de la cinta y la piel. Tenía los ojos totalmente abiertos, mirando terriblemente al vacío.

Estaba inerte, sin vida. Le busqué el pulso pero no pude notar ni el más ligero latido aislado.

Rasgué y retiré el sujetador desnudando el pecho izquierdo. Apoyé la mano contra aquel mullido montículo blanco de carne aún caliente manchado de sangre. Su corazón se había parado para siempre. Estaba muerta.

Tras esto, estuve ocupado unos cuantos minutos. El cadáver de Wanda Wynne debía ser vigilado, y yo tenía que llamar a Dave Donaldson, de la brigada de homicidios. El público del concurso de belleza y las participantes perdedoras tuvieron que ser dispersados. Todo el mundo parecía haber perdido la cabeza. Yo era el único con suficiente sensatez para hacer lo necesario.

Pero incluso yo metí la pata hasta el fondo. Y es que con todo el jaleo a mí alrededor, me olvidé de la morena

Estrellita Souzan. Luego, cuando me acordé de ella, ¡había desaparecido!

¡Había desaparecido ella... y también la copa de plata!

Dave Donaldson llegó muy pronto. Echó una ojeada al cadáver de Wanda Wynne y dijo:

—¡Diablos! ¡Menudo desastre! —me miró y preguntó—: ¿Quién lo hizo?

—No estoy seguro —dije—, pero creo que fue una hispana llamada Estrellita Souzan. La chica estaba dolida porque Wanda Wynne la pateó en el concurso de belleza. Salieron del escenario j untas. Y luego Wanda Wynne fue apuñalada. La tal Estrellita Souzan parece del tipo latino de sangre caliente que podría usar un pincho.

—¿Dónde está? ¿Dónde está la Souzan?

—Se escapó —admití, con la sensación de que se me ponía la pelota como un ladrillo rojo—. Probablemente cogió la copa que pensaba que debía haber ganado ella y se las piró.

—¡Pues sí que eres de mucha ayuda! —y se alejó a zancadas hacia el teléfono más cercano para ordenar la búsqueda y captura de Estrellita.

Pero cuando llegó la noche, aún no habían dado con ella. No estaba en su apartamento, ni en ningún otro de sus lugares habituales.

Mientras tanto, por supuesto, agentes de homicidios encontraron sus huellas en la daga que había acabado con la vida de Wanda Wynne. Para los policías era un caso resuelto.

De camino a casa, esa noche me paré en la funeraria a la que habían llevado el cuerpo de Ben Berkin. Allí, en su ataúd, Ben lucía como si aún estuviera vivo, muy natural. En el accidente se fracturó el cráneo, pero en la funeraria habían hecho un buen trabajo. La viuda pelirroja de Ben, Irene Berkin, estaba de pie junto al ataúd. Había sido hermosa en otro tiempo. Había acumulado demasiada grasa en su figura y tenía líneas alrededor de los ojos y la boca.

Le expresé mis condolencias y salí. Era irónico que Ben Berkin y su amante, Wanda Wynne, hubieran muerto el mismo día, con tan sólo una hora de diferencia. Me pregunté si la viuda de Ben, Irene, conocía la existencia de la rubia Wanda Wynne. Pero, por supuesto, no se lo pregunté.

Me fui a mi apartamento. En cuanto abrí la puerta, percibí un tenue olor a algo. Perfume. Mis músculos se tensaron.

¡Había alguien dentro del apartamento... o había estado allí recientemente!

Eché mano a la calibre 32 que siempre llevo en una funda de hombro y entré en el apartamento. Encendí las luces del salón. No vi a nadie, pero detecté un leve movimiento en mi dormitorio.

Salté hacia la puerta del cuarto y la abrí de un puñetazo. Luego exclamé:

—¡Pero qué... cielo santo!

Había una chica en mi cama. Estaba sin ropa... casi totalmente desnuda a excepción de las braguitas. ¡Era Estrellita Souzan, la miss hispana! ¡La que Dave Donaldson y sus polis de homicidios buscaban por todo Hollywood!

Se la veía hermosa como un demonio, tumbada allí sobre mi cama desecha. Antes, esa misma tarde, ataviada con su breve bañador, se la veía imponente. Había sido lo suficientemente bonita para conseguir mi voto en el concurso de belleza. Pero ahora...

 

Bueno, si no sospechara que era una asesina, le hubiera prestado mi camisa de muda sólo con pedírmelo. El cabello negro carbón caía sobre sus blancos hombros, y sus pechos desnudos emergían gloriosos. Tenía un cuerpo que me embargó de irresistibles deseos... todas esas delgadas curvas y seductores contornos. Nunca vi piel tan blanca y suavemente satinada.

Sus ojos negros me miraron enigmáticos. Y sus facciones estaban pálidas, demacradas y tensas.

—¿Qué demonios haces aquí?

—Quería verte —respondió con voz baja y susurrante—. Pensé que la policía no sospecharía que estuviera aquí. Es el último lugar de la tierra en el que me buscarían.

—Así que ya sabes que te buscan por cargarte a Wanda Wynne, ¿no es así? —le recriminé.

—Sí, sé que me buscan —asintió, lamiéndose nerviosamente los seductores labios rojos—. Lo leí en los periódicos.

—Bueno, ¿entonces esperas que te oculte aquí de la policía, cielo?

Porque no lo voy a hacer.

Se incorporó en la cama.

—Escucha, Dan Turner —susurró con desesperación—, ¡te necesito!

Estoy en un lío... un verdadero lío.

Y eres el único que puede sacarme de él.

—¡Ni hablar! Tú no necesitas un detective privado, necesitas un abogado criminalista.

—No —dijo ella—. Te necesito a ti, Dan Turner. Mira, ¿te gustaría verme colgando de una soga? ¿Te gustaría ver este cuerpo blanco transformado en un trozo de carne fría y sin vida... comida por los gusanos?

—se pasó los dedos por los pechos y las caderas.

Me estremecí ligeramente. No era una imagen agradable la que sugería. Y luego pensé en la rubia Wanda Wynne. Pensé en la herida de cuchillo en el pecho de Wanda...

—Deberías haber pensado todo eso antes de matar a la muñeca Wynne

—dije.

—Pero... ¡yo no la maté! —gimió Estrellita.

 

—Mentira. Eras la única persona que estaba cerca de ella. Y estabas molesta con ella... muy molesta —dije.

—¡Pero yo no la asesiné!—exclamó Estrellita Souzan con un grito ahogado de desesperación—. Tienes que creerme, Dan Turner, ¡debes hacerlo!

—Si no lo hiciste tú, ¿entonces quién lo hizo? —ladré.

—¡Wanda fue asesinada por... por su propio marido! —susurró la bella morena.

Pesqué un pitillo del bolsillo y lo prendí para ocultar mi asombro. Me preguntaba adonde demonios quería llegar Estrellita.

—Escucha —me suplicó—, Wanda Wynne mantenía en secreto que estaba casada. Su esposo era un hombre llamado Tony Bogard. Antes trabajaba en el circo... y era ¡un lanza cuchillos!

—¿Qué...? —me ahogué con una bocanada de humo de cigarrillo.

—¡Sí! Y Tony Bogard se encontraba hoy entre el público, contemplando el concurso de belleza. ¡Yo le vi, en primera fila frente al escenario! —el tono de Estrellita era condenadamente convincente. Parecía estar segura de sí misma, y empecé a darle crédito. O al menos deseaba escuchar lo que tuviera que decirme.

Me acerqué a mi escritorio y saqué un botellín de Vat 69 y un par de vasos. Serví dos vasos de whisky bien cargados y me senté en la cama. Estrellita y yo apuramos nuestras bebidas. Luego dije:

—Ahora, comienza por el principio, cielo, y dame el parte.

Ella dejó escapar un suspiro que hizo que sus pechos se elevaran. A continuación comenzó a hablar:

—Wanda Wynne estaba casada con el tal Tony Bogard, un ex lanzador de cuchillos circense. Pero Wanda se separó de Tony hace mucho tiempo. Wanda vino a Hollywood y Ben Berkin la conoció. Se encaprichó con ella... mucho.

—Sí, continúa—dije.

—Bueno, la esposa de Ben Berkin, Irene, estaba muy celosa. Sospechaba que Berkin estaba intimando con Wanda Wynne. Así que Berkin no podía ayudar mucho a Wanda en su carrera cinematográfica, por miedo a que corriera el rumor y su esposa se enfadara.

Asentí. Hasta el momento todo concordaba y tenía sentido.

—Mi teoría es —siguió explicando Estrellita— que Ben Berkin concibió la idea de este concurso de belleza para poder ofrecer así a Wanda Wynne un debut en el cine sin que pareciera un favor personal. Si ella ganaba el concurso, podría darle un contrato en la productora y todo parecería correcto. Así pues, Berkin lo planeó todo para que Wanda ganara el concurso. Sobornó a los jueces.

—No me sobornó a mí —repliqué.

—No necesitaba hacerlo. Ya había comprado a los otros dos jueces.

Ellos neutralizarían tu voto.

Recordé entonces la mirada elocuente que inter— cambiaron aquellos otros dos jueces, cuando me vencieron en la votación. Comencé a creer que quizás Estrellita Souzan tenía razón.

—Sigue hablando —le dije.

—Mientras tanto —prosiguió—, el marido de Wanda, el lanza cuchillos Tony Bogard vino a Hollywood. Descubrió que Wanda estaba intimando con Ben Berkin y perdió la cabeza por los celos. Hoy estaba entre el público y vio a su esposa ganar el concurso. Debió de darse cuenta de lo mucho que ahora estaría en deuda con Ben Berkin... y que tendría que causarle una buena impresión, muy buena. Así pues, en un ataque de celos, lanzó la daga al corazón de Wanda.

—¿Y cómo es que sabes tanto? —pregunté.

—No lo sé. Tan sólo lo supongo. Pero sé que tengo razón. Lo presiento... aquí —se apretó su desnudo pecho izquierdo.

—¿Por qué te diste a la fuga después de que asesinaran a Wanda Wynne? —le pregunté.

—Yo... vi ese trofeo de plata tirado en el suelo del escenario —dijo ruborizándose—. Estaba convencida de que tenía que haber sido mío; estaba convencida de que yo habría ganado si el concurso hubiera sido limpio. En ese momento tuve un impulso alocado... y lo obedecí. Robé la copa de plata y me escabullí entre el barullo general. No fue hasta más tarde cuando fui totalmente consciente de que mis acciones podrían haber levantado sospechas... que podría ser acusada de asesinar a Wanda...

En contra de mi voluntad, la creía. Vi algo brillante junto a la cama. Era la enorme copa de plata.

Estrellita se la había traído con ella cuando se ocultó en mi apartamento.

Miré a la monada hispana y dije:

—Aceptando que haya algo de verdad en tus teorías, ¿por qué viniste aquí? ¿Y por qué estás medio desnuda?

Me miró a los ojos con expresión franca.

—Te necesito. Eres el único que puede salvarme. No tengo dinero para pagar tus servicios. Pero...

Entendí lo que insinuaba. No tenía guita, pero tenía sex—appeal. A raudales.

—Imposible, nena. No estoy en este negocio por la mera diversión.

—¡Por favor...! —susurró ella, y me tomó la mano. La dirigió a su pecho.

Un cosquilleo me subió por el brazo. Mi problema es que no me puedo resistir a las mujeres. Siempre me hacen romper mis buenos propósitos. Y los pechos de Estrellita eran cálidos y suaves...

Después de todo, soy humano. ¡Qué demonios!

Lo siguiente que supe es que tenía a la preciosidad morena entre mis brazos. Y ella se abrazaba a mí con toda la pasión caliente de su sangre latina. Cuando la besé, sentí la punta de su lengua ardiente entre sus fragantes labios entreabiertos. Pude sentir sus muslos rodeándome, y cuando le apreté los pechos, gimió y me rodeó el cuello con los brazos...

No me molesté en apagar la luz...

Un buen rato después, me dispuse a telefonear. Tenía intención de comprobar parte de la historia de Estrellita Souzan; y si me había dicho la verdad, la ayudaría tanto como pudiese.

Llamé a uno de los tipos que había sido jurado en el concurso de belleza en los estudios Cosmos. Cuando lo tuve al aparato le dije:

—Soy Dan Turner. Voy a preguntarle algo y quiero una respuesta directa, porque tiene que ver con el asesinato de Wanda Wynne. Lo que quiero saber es esto: ¿le sobornó Ben Berkin a usted y al otro miembro del jurado para beneficiar a Wanda Wynne en el concurso de belleza?

Vaciló durante unos instantes. Y luego dijo:

—Sí, tiene razón, Turner. Ben Berkin había amañado todo.

—Gracias —le dije. Y colgué.

Luego me volví hacia Estrellita Souzan.

—Y en relación al tal Tony Bogard, el lanzador de cuchillos que estaba casado con Wanda Wynne —dije—, ¿sabes por dónde se mueve?

Ella asintió y me dio una dirección en Fairfax.

—Escucha, Estrellita —le dije mirándola—, voy a salir y te voy a dejar aquí. ¿Me prometes que no escaparás?

—¿Y por qué iba a escaparme? —replicó—. Si salgo, la policía me atrapará.

Era una mujer condenadamente sensata. Le lancé un beso y salí. Una vez abajo, llamé a Dave Donaldson de la brigada de homicidios.

—Escucha, Dave —le dije—, me dirijo a una dirección en Fairfax —le informé del número—. Quiero que vayas allí en unos diez minutos, podría tener algo interesante para ti... en relación al asesinato de Wanda Wynne.

—Lo único que quiero —me respondió gruñendo por la línea telefónica

— ¡es echarle el guante a la tal Estrellita Souzan!

—Olvídala de momento —le dije—. No creo que ella lo hiciera. Colgué antes de que pudiera responderme.

Me metí en mi nuevo cupé y partí hacia Fairfax. Enseguida me encontré delante del edificio de apartamentos en el que se suponía que vivía Tony Bogard. Eché un vistazo a los buzones de la entrada y vi su nombre en uno de ellos. Me hizo sentir bien, porque era otra confirmación más de la historia de Estrellita Souzan. Otra verdad. Subí al apartamento de Tony Bogard y llamé a la puerta.

La puerta se abrió. Vi a un tipo impecablemente vestido con aspecto ratonil, observándome.

—¿Qué quiere? —dijo.

—¿Se apellida usted Bogard? —pregunté.

—Sí, ¿y qué? —me respondió con tono amenazador. Me colé al interior del apartamento y le dije:

—Usted era el marido de Wanda Wynne, ¿no es así? ¿Estaba en los estudios Cosmos cuando fue asesinada?

Sus ojos de roedor se achinaron, brillando.

—¿Quién se lo dijo? —gruñó.

—Usted era antes lanzador de cuchillos, ¿cierto? Su rostro enrojeció.

—¡Esa asquerosa Estrellita Souzan se ha ido de la lengua! ¡Debí suponerlo antes de contarle tanto!

Cuando dijo esto, me quedó clara la película. Supe por qué Estrellita había averiguado tanto. ¡Estrellita había estado sonsacando a este idiota de Tony Bogard! Me miró y dijo:

—Así que Estrellita está escondida en su apartamento, ¿no es así, Turner?

Fue listo al averiguar eso. Y yo había sido un completo idiota al darle la pista. Pero de nada servía llorar por la leche derramada. Saqué la pipa para retenerle hasta que Dave Donaldson llegara a la escena.

Pero Tony Bogard era demasiado rápido para mí. Hizo algo que debería haber previsto, aunque no lo hice. Me pilló con los pantalones bajados. Se sacó un estilete de la manga del abrigo e intentó clavármelo.

Lo esquivé, pero la hoja penetró en la parte carnosa de mi brazo izquierdo. Tuve la impresión de que me clavaban un hierro candente en la carne. Me dolía muchísimo. Se me enrojeció la visión y cargué contra él.

Me recibió con la cabeza por delante, y chocamos nuestras cornamentas como un par de alces. Lo tenía inmovilizado por el abrigo y noté que este se rompía. Luego Bogard lanzó la rodilla y me la clavó en un lugar del que no me gusta hablar.

Me doblé hacia delante, más dolorido que siete infiernos. Tony Bogard cogió una botella de la mesa que había en medio del cuarto y me bautizó con ella, como si yo fuera un barco a punto de ser botado. Entonces comencé a caer más... y más... y más.

Cuando me desperté, Dave Donaldson me sacudía violentamente y me noté un chichón en la cabeza del tamaño de un Graf Zeppelín. Abrí los ojos y me tambaleé incorporándome, me sentía mareado.

Donaldson sacó una petaca de bourbon y me la pasó; eché un buen trago, a pesar de que no me gusta el bourbon. Me sentí algo mejor.

—¿Qué demonios te ha ocurrido? —preguntó Donaldson.

—Llegaste demasiado tarde, no tendría que haber pasado.

Entonces vi algo en el suelo. Era una cartera de piel. La recogí. Tenía el nombre de Tony Bogard grabado en oro. Recordé que se rompió su abrigo cuando estábamos forcejeando. La cartera debió de caerse entonces del bolsillo, y se le pasó por alto cuando salió huyendo tras dejarme inconsciente.

Abrí la cartera. Dentro había una hoja de papel. La saqué y la leí. Estaba escrita con tinta verde, y reconocí la letra:

«Querida Wanda: está todo arreglado para que ganes el concurso de belleza. Cuando recibas la copa, mira dentro. Encontrarás un diamante de cinco quilates... Con todo mi amor, Ben».

Me giré hacia Dave Donaldson y dije:

—Esta nota fue escrita por Ben Berkin para Wanda Wynne. Y, de alguna forma, el marido de Wanda, Tony Bogard, se hizo con ella.

—¿Tony Bogard? —Donaldson me miró fijamente—. ¿Quién es ese?

—Es el tipo que vive en este apartamento. El que me dejó noqueado. El que quería que arrestases... ¡El tipo por el que te telefoneé y te pedí que vinieras a mi encuentro!

—Pero ahora ya no está —dijo Donaldson. Le agarré por las solapas.

—Sí, ¡y creo que sé adonde ha ido! —saqué a Dave a rastras del apartamento y bajamos las escaleras. Me sentía mareado... y aterrado. Había tenido una intuición...

Dejamos el coche oficial de Donaldson aparcado tras una curva y nos montamos en mi coche para ir más rápido. A pesar de tener una herida en el brazo, conduje yo, y zumbaba que daba gusto. Mi nuevo carro era un verdadero bólido. Lo mantuve en todo momento a noventa, ¡y al diablo con el tráfico!

Diez minutos más tarde me fundí una fortuna en goma de neumáticos al frenar delante de mi choza.

—¡Vamos! —grité a Dave Donaldson.

Me siguió a trompicones; entramos en la casa y subimos las escaleras.

Llegué a la puerta de mi propio apartamento. Estaba abierta...

—¡Por todos los santos! —dije, y me lancé al interior.

Me quedé helado en el vano de la puerta de mi dormitorio. Me encontré precisamente con lo que había temido encontrar.

El adorable cuerpo desnudo de Estrellita Souzan estaba tirado sobre la cama. Pero ya no era tan adorable. Estaba completamente cubierta de sangre. Había una herida de cuchillo en su pecho. Estaba tan muerta como una caballa.

Dave Donaldson le echó un vistazo a la chica. Luego se volvió a mí.

—¡Maldito seas, Dan Turner! —bramó—. ¡La estabas escondiendo aquí!

—Sí —dije—, porque sabía que ella no mató a Wanda Wynne.

—Entonces, ¿quién lo hizo?—gruñó Donaldson—. ¿Y quién ha asesinado a la tal Souzan ahora mismo?

—Tony Bogard ha asesinado a Estrellita Souzan —respondí.

Y luego me percaté de algo. Vi que la enorme copa, la copa que Estrellita había robado y traído a mi apartamento, ya no estaba allí. ¡Había desaparecido!

El asesino la había robado. Pero ¿por qué? ¿Para llevarse el diamante del interior? Era absurdo. ¿Para qué iba a llevarse la enorme y pesada copa cuando podía simplemente sacar el diamante?

Y entonces, de repente, supe la respuesta.

Agarré a Dave Donaldson por la muñeca y exclamé:

—¡Ven conmigo! ¡Voy a ponerte en bandeja al asesino de Wanda Wynne! —y lo saqué a rastras del apartamento.

Nos apiñamos en mi bólido. Encendí el motor... hundí el pie en el acelerador a fondo y me dirigí a Beverly Hills.

—¿Adónde vamos? —farfulló Dave Donaldson.

—¡A casa de Ben Berkin! —respondí—. ¡A ver a su viuda, Irene Berkin!

Dave maldijo cuando derrapé en una curva. Si alguna vez un motor ha recibido castigo, el mío sin duda lo padeció en esos momentos íbamos a toda pastilla.

Y entonces frené en seco, a media manzana de la maravillosa residencia de Ben Berkin. Se veía luz en el salón. Donaldson y yo nos dirigimos al porche. Le hice una señal para que se mantuviera en silencio y saqué mi llave maestra. Logré abrir la puerta de entrada. Nos deslizamos al interior de la casa.

Cerca del pasillo principal oí voces en el salón. Era la pelirroja Irene Berkin, la viuda de Ben Berkin.

—Aquí tienes tus diez mil dólares —decía—. Dame la copa y la carta. Entonces sonó la voz de Tony Bogard.

—De acuerdo —dijo—. Toma la maldita copa. Y aquí está la carta...

¡Cielo santo! ¡No la tengo! ¡Debo de haberla perdido!

En ese momento desenfundé mi automática y entré en la habitación.

—Sí. Perdiste la carta, Tony Bogard —dije—. Y yo la encontré.

Se volvió hacia mí. Me mostraba sus dientes de rata en una mueca salvaje. Pude ver su mano levantándose para lanzarme un cuchillo...

Dave Donaldson disparó por encima de mi hombro. Casi me deja sordo. La bala alcanzó a Bogard directamente entre los ojos, y Bogard se desplomó. Irene Berkin soltó un grito.

—¿Pero qué...?

—Tranquilícese, señora Berkin —dije—. Todo ha acabado ya. Entonces Dave Donaldson me miró. Señaló el cadáver de Tony Bogard.

—¿Este es el tipo que se cargó a Wanda Wynne? —dijo.

—No —respondí—, pero asesinó a Estrellita Souzan en mi apartamento hace un rato.

—Pero entonces... ¿quién demonios mató a Wanda Wynne durante el concurso de belleza? —insistió obstinadamente Donaldson.

—Un hombre muerto —le respondí.

Donaldson me miró como si yo hubiera perdido totalmente la cabeza.

—¿De qué demonios estás hablando? —gruñó.

—Señora Berkin —dije volviéndome hacia ella—, permítame que le haga una pregunta.: usted sabía que su marido se veía con Wanda Wynne,

¿no es así?

—Sí...—dijo ella.

—¿Y usted se lo reprochó a su esposo, tal vez? ¿Le amenazó con divorciarse a menos que él la dejara?

—Sí...—repitió.

—Bueno —gruñí—, él probablemente intentó dejar a Wanda... pero Wanda no se lo permitió. Tenía muchos intereses puestos en él. Así pues, su marido, Ben Berkin, optó por otra solución. Él la mató.

—¡Te has vuelto completamente majara, Turner! —dijo Dave Donaldson—, ¡Ben Berkin llevaba muerto casi una hora cuando Wanda Wynne fue acuchillada! ¡Había sufrido ya el accidente de tráfico!

—Sí, lo sé —dije—. Eso es lo que lo liaba todo. Pero ahora ya lo entiendo. Ben Berkin realmente amaba a su esposa, no quería divorciarse de ella. Quería quitarse de encima a Wanda Wynne, y cuando vio que no la podía comprar, decidió asesinarla. Organizó un concurso de belleza que Wanda tenía que ganar. Gracias a sus habilidades como platero, hizo una copa enorme como premio. Sobornó a los jueces para asegurarse de que Wanda Wynne ganaba la copa. Y escribió una carta a Wanda, contándole que había escondido un diamante dentro de la copa.

—¿Y qué? —inquirió Donaldson.

—Pues cuando Wanda Wynne cogió la copa, se marchó del escenario con ella. Estrellita Souzan bajó a su lado. Wanda introdujo la mano para coger el diamante... Pero, esperad un momento, os mostraré lo que ocurrió.

Levanté la enorme y grotesca copa del suelo. La separé de mí. Coloqué la mano en el interior, palpé ligeramente y encontré algo duro y con varios lados; un diamante. Parecía estar pegado al falso fondo de la copa. Tiré de él.

La pesada figura de plata (la mujer desnuda en bajorrelieve de la parte exterior del trofeo) se abrió súbitamente. Se oyó un sonido de muelles metálicos. Luego la figura volvió a cerrarse.

—Ben Berkin colocó un estilete en el interior de la copa —dije—, entre el armazón exterior y la parte del falso fondo en el interior. Al levantar el diamante en el interior del trofeo se libera un muelle. La figura de plata se abre... y el estilete sale disparado, con la punta por delante. Así es como Wanda Wynne fue asesinada por un hombre muerto. Así es como Ben Berkin la mató, incluso tras haber perecido en un accidente de coche.

—¡Dios Santo! —exclamó Donaldson; luego miró al hombre muerto, Tony Bogard, ¿Y qué pinta él en todo esto? 

—Bogard debió encontrar la carta que Ben Berkin escribió a Wanda Wynne... la carta en la que le informaba del diamante en el interior de la copa. Cuando Bogard vio a morir a Wanda, probablemente se dio cuenta de la verdad. Así que decidió hacerse con la copa de plata y usarla para extorsionar a la señora Berkin, aquí presente. Tony Bogard tenía que matar a Estrellita Souzan en mi apartamento para conseguir la copa de plata. Luego vino aquí a ver a la señora Berkin y le pidió los diez mil; o bien contaría a la policía que el fallecido Ben Berkin había sido un asesino — miré a Irene Berkin—. ¿No es así? —le pregunté.

—Sí —dijo asintiendo compungida— Y yo... le pagué el dinero, para mantener el recuerdo de Ben limpio de una mancha de asesinato.

Sentí verdadera lástima por ella. Había amado a Ben Berkin... y Ben la había amado a ella. La había amado lo suficiente para matar a una mujer y evitar así el divorcio...

Me volví a Dave Donaldson y dije:

—Escucha, Dave. Ben Berkin está muerto. Y también Tony Bogard. Tony Bogard era un asesino... mató a Estrellita Souzan en mi apartamento hace un rato.

—¿Y qué? —preguntó Donaldson, lentamente.

—Que teniendo en cuenta que Bogard ya está muerto, digamos que fue él quien asesinó a Wanda Wynne... que era su esposa. Bogard había trabajado en el circo como lanzador de cuchillos, así que la historia será aceptada sin mayores preguntas. ¿Qué te parece? ¿Estás en esto?

—Sí —dijo Donaldson—, estoy en esto. Ben Berkin no era mal tipo. Y ahora ya está más allá de la justicia. 

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