Continuando con el tema de las máquinas de escribir, me encontré con el siguiente texto escrito por José Emilio Pacheco donde nos narra un poco la historia de este invento que, aunque no lo parezca, vino a revolucionar muchas cosas tanto en el ámbito editorial como literario. Que lo disfruten.
LA MÁQUINA DE ESCRIBIR (1878-1978)
Por José Emilio Pacheco
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Los primeros humanos al observar la primera noche creyeron que el sol no volvería a nacer jamás. Podemos sonreír ante su ignorancia pero la reproducimos ante el medio inorgánico en que estamos inmersos. ¿Cuántos de nosotros, exceptuando a los especialistas, saben cómo funciona el televisor, la computadora, el automóvil, el teléfono? Nos parece que las máquinas siempre han estado allí, como el aire y las montañas, y no podemos entender el mundo sin ellas.
El periodista en 1978, capaz de ver lo que redacta en su pantalla electrónica y aun de borrarlo y corregirlo, difícilmente habrá dedicado un segundo a recordar que en este año cumple su centenario la máquina cuya extensión y metamorfosis está manejando.
Durante el lustro que vio su nacimiento aparecieron también el teléfono (Bell), la lámpara de filamento de carbón y el fonógrafo (Edison), el motor de combustión (Brayton) y el de gas (Otto). Como todo producto humano, la máquina de escribir fue una obra colectiva y cien años después no ha dejado de perfeccionarse.
Richard N. Current estudió a sus precursores e inventores. En 1714 el inglés Henry Mill patentó una “máquina artificial para imprimir o transcribir letras”. Un inventor francés presentó un artefacto que estampaba caracteres en relieve a fin de que los ciegos pudieran leer. El estadounidense William Austin Burt diseñó en 1829 un aparato al que llamó “tipógrafo”. En la gran Exposición Universal de París en 1851 el francés Pierre Foucault mostró un mecanismo de escritura que compartía los defectos de sus antecesores: ser de arduo manejo y mucho más lento que la mano.
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El primero en lograr la aceleración fue Christopher Latham Sholes. En compañía de otros inventores —Byron, Brooks, Densmore, Glidden y Yost— presentó un nuevo proyecto a E. Remington and Sons, armeros de Ilion, Nueva York. En 1872 la máquina Remington modelo 1 salió al mercado. Aunque en esencia era el mismo instrumento que hoy manejamos, no logró éxito comercial pues tenía el grave defecto de escribir sólo mayúsculas. Es fama que Mark Twain compró una y presentó a sus editores el primer original mecanografiado de la historia.
En 1878 Yost añadió un simple resorte que permitió la impresión de mayúsculas y minúsculas. Nació la Remington modelo 2 y su éxito fue tan avasallador que, sin exageración, cambió el mundo. Tal vez sin ese resortito las mujeres hubieran tardado mucho más tiempo en abandonar la esclavitud doméstica e industrial. Gracias a Sholes, Yost y Remington, entraron por millares en el mundo del trabajo de oficina y desde entonces no han hecho sino ganar los puestos que legítimamente les corresponden.
La resistencia fue poderosísima; en países tan atrasados como el nuestro duró por lo menos hasta la década pasada. En los noventa, veinte años después de que habían aparecido en Nueva York y Londres las secretarias, un joven mexicano, Federico Gamboa, escribió un cuento escandalizado: “El primer caso” de una joven que es la primera que entra en un despacho y, “consecuentemente”, la primera que da a luz un hijo sin padre en una nueva maternidad.
Es posible que la inspiración de la máquina de escribir haya sido el piano. Lo cierto es que el teclado de la Remington desencadenó un engranaje tecnológico del que salieron desde el linotipo hasta la computadora. Por lo pronto, hacia 1890 se logró un nuevo avance: máquinas que permitían ver la página escrita. Al mismo tiempo se instituyó el método de mecanografía al tacto y se difundieron las escuelas comerciales por todo el mundo. La expansión que la máquina de escribir permitió a la industria y el comercio sólo es comparable en magnitud a su más aterradora consecuencia: el papeleo burocrático, el oficio con cincuenta copias inútiles, que hubiera sido imposible en la época de los amanuenses.
En 1909 Frank S. Rose presentó la primera máquina portátil. En realidad tenía un peso descomunal y era mucho menos eficiente que las normales. La máquina ligera y transportable que hoy fabrican todas las compañías es un invento muy posterior: se debe a Gutierre Tibón, quien empleó el dinero de la patente en estudiar a nuestro país.
James Smathers fabricó en 1920 las primeras máquinas eléctricas. Pasaron cuarenta años antes de que se generalizaran: su actual ubicuidad proviene de 1961, cuando la IBM lanzó al mercado su modelo. La descendencia de la vieja Remington es infinita: máquinas de contabilidad, taquigrafía, Braille, repetidoras, multígrafos, máquinas de protocolo, teletipos. Los antiguos maestros del oficio aún recuerdan la (nada lejana) época heroica en que cuanto recibían los periódicos era un telegrama que la imaginación y el conocimiento del redactor debían convertir en noticia o crónica. En los anales del periodismo mexicano es legendario el cable que llegó en 1936 con cuatro palabras: “Incendio en Picadilly Circus”. El encargado de su desarrollo tomó literalmente las dos últimas y escribió sobre payasos y jirafas en llamas y elefantes hechos picadillo.
Así como tuvimos que acostumbrarnos a la fotocomposición, tendremos que habituarnos a que el rumor de las redacciones ya no sea nunca más el de las máquinas de escribir. Seguirán algún tiempo con nosotros. Pero llegará un día en que la pantalla electrónica se produzca en masa y cueste lo que una calculadora. Entonces se conectarán con la “memoria” de una editorial y desde su casa los autores producirán sus libros. Se habrá hecho realidad, con las adecuadas modificaciones tecnológicas, aquel don que sus amigos atribuían a Max Aub: escribir directamente al linotipo.
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Entre los libros que faltan por hacer y no se harán nunca ni siquiera en la época de la explosión bibliográfica, se encuentra el estudio de cómo afectó la máquina de escribir a la literatura. No hay muchos datos al respecto. Se sabe que uno de los primeros, o el primero, que escribió directamente a máquina, fue Henry James. Un siglo después abundan todavía los escritores que no trabajan sino a mano y consideran un sacrilegio hacerlo a máquina o contestar en esta forma su correspondencia.
Otros no pueden siquiera pensar si no ven en letras de molde lo que dicen. Para Martín Luis Guzmán el ruido de la máquina resultaba estimulante. En un ensayo juvenil ha contado que se encerraba con la suya para hacer improvisaciones a oscuras, como un pianista. En general, los escritores que aprendieron mecanografía tienen la facilidad de pasar pronto en limpio sus originales pero no pueden hacer prosa a máquina. Quienes componen directamente suelen ser los que escriben con dos dedos, o con uno (pero a gran velocidad) como sucede con Carlos Fuentes. Por su parte, los periódicos esperaron hasta los veintes para no admitir más que originales mecanografiados. Quedan algunos especímenes (como este redactor) que provocan la furia de los impresores y son acusados de cambiar tanto que parecen entregar páginas manuscritas con algunas correcciones a máquina.
Acaso fue Ezra Pound el primero que hizo poemas a máquina. Hoy muchos poetas escriben así. Este hecho explica que la lectura poética se haya vuelto también una experiencia visual: la máquina se atreve en espacios por donde la mano no se aventura. Esto ha provocado que las imprentas recarguen en un veinte por ciento la impresión de versos, con lo cual se reduce aún más el estrecho margen que tienen los poetas para ser publicados comercialmente.
Pero como han dicho Derry y Williams en su ‘Historia de la tecnología’ que acaba de publicar Siglo XXI, la máquina de escribir es una imprenta en miniatura. Con el auxilio de la fotocopiadora puede multiplicar potencialmente al infinito un texto o un conjunto de textos. Hans Magnus Enzensberger ha estudiado las posibilidades subversivas de este hecho. Las autoridades soviéticas tienen su pesadilla en el samizdat. Si allí opera a base de mimeógrafos y papel carbón, su poder es inimaginable en países donde las máquinas Xerox están, como suele decirse, al alcance de todos. Hasta hoy el mayor uso de esta tecnología paralela que amenaza a los poderes establecidos es más poética que política. Al ver cerradas las posibilidades del mercado editorial, un poeta puede hacer circular cien ejemplares de sus trabajos por una fracción mínima de lo que costaría imprimir el más modesto de los libros.
A semejanza de las demás máquinas, la de escribir fue un logrado intento de ampliar las capacidades y romper las limitaciones humanas. Ha causado infinitamente menos problemas que el automóvil y nadie, que sepamos, la impugna todavía. Pero en el actual y generalizado desencanto respecto al progreso, no faltará quien compare su caso con el de las máquinas de afeitar: el último modelo eléctrico no corta la barba tan eficazmente como la primitiva navaja libre que ya pocos barberos usan o saben usar.
La máquina de escribir complica el trazo de la línea divisoria entre el trabajo manual y el intelectual: hundir sus teclas es una de las tareas más fatigosas que existen y de las que causan el mayor número de enfermedades profesionales. La máquina puede envenenar el espíritu de quien la golpea (o como expresó el poeta peruano Sebastián Salazar Bondy, la hace galopar “como un pequeño caballo […] en busca de la fuente del orgullo donde la muerte muere”) y convertirlo en un ser mezquino, susceptible, soberbio, envidioso, ávido de elogios. Asimismo, a juicio de Anthony Burgess, “escribir libros es agotador para el cerebro y atormentador para el cuerpo. Engendra adicción al tabaco, excesiva confianza en la cafeína y la dexedrina. Provoca hemorroides, dispepsia, ansiedad crónica, impotencia sexual. Tras cada nuevo libro malo que nos dan para reseñar yacen sufrimientos inexpresados y una diminuta esperanza”.
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Como el libro que es su producto final, la máquina de escribir no tiene existencia alguna en sí misma. Es un espejo y un instrumento de quien se le pone enfrente y nadie puede esperar de ella lo que no traiga de antemano en sí mismo. En una máquina portátil o de oficina, eléctrica o mecánica, con pantalla o sin algunas teclas, se pueden escribir poemas o sentencias de muerte, tratados filosóficos o anónimos que conduzcan al suicidio a su víctima, textos que liberen e iluminen o que enajenen e imbecilicen. Los señores Remington no sabían en 1878 que estaban fabricando al margen de sus escopetas la más peligrosa de sus armas.
Porque en última instancia la máquina de escribir es la herramienta que hace visible lo invisible, que da materialidad a las ideas al encarnarlas en palabras. Es la casa de las palabras y todo su poder se encierra en un mínimo teclado. Como escribió Leo Rosten: “las palabras cantan, hieren, enseñan, santifican… Nos liberaron de nuestra ignorancia y nuestro pasado bárbaro. Porque sin estos maravillosos garabatos que hacen palabras, sistemas, credos y ciencias a partir de las frases, estaríamos para siempre confinados en la solitaria prisión del calamar o el chimpancé… Vivimos y morimos por las palabras”. ~
Publicado originalmente en la revista ‘Proceso’ No. 98, el 18 de septiembre de 1978; fue impreso por segunda vez en la revista ‘Nexos’ en marzo de 2017 y Ediciones Era lo incluyó en el primer tomo de antología ‘Inventario’ (2017).
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