miércoles, 27 de enero de 2021

LA PRIMERA MÁQUINA DE ESCRIBIR DE ISAAC ASIMOV

Dejo la siguiente anécdota que Isaac Asimov comparte en su recopilación "La edad de oro de la ciencia ficción" donde nos cuenta cómo adquirió su primera máquina de escribir. Que sirva como contexto y situación típica que vivieron muchos escritores pulp cuando empezaron a dar sus primeros pasos en este mundillo literario.

* * *

A principios de 1936 descubrí en mi fuero interno un gran deseo que ya no podía reprimir: quería una máquina de escribir.

A menudo había visto máquinas de escribir, aunque siempre en oficinas comerciales, es decir fuera de mi mundo. Habría sido lo mismo que verlas en los escaparates de una joyería.

La vez que estuve más cerca de una máquina de escribir fue en 1928, cuando mi padre compró la segunda tienda de golosinas. Nos mudamos a la vivienda que había sobre la tienda y convivimos varios días con los propietarios anteriores, hasta que éstos se mudaron a su vez.

En el piso había una máquina de escribir. En aquel entonces yo tenía ocho años, aún no había descubierto la ciencia-ficción y, por tanto, no soñaba con escribir. Sin embargo, se estableció una extraña atracción entre ella y yo, una especie de inexpresado amor a primera vista. Recuerdo que la tocaba, la miraba con curiosidad, pulsaba a medias las teclas, me preguntaba cómo funcionaría y esperaba que, de algún modo, quedase allí olvidada cuando se mudaran los anteriores propietarios.

No fue así. Se la llevaron.

Naturalmente, no cabía ni pensar en que nosotros pudiéramos conseguir una. Por ello escribí The Greenville Chums at College a lápiz, y durante los cinco años siguientes no conseguí nada mejor que una estilográfica.

Pero en 1936 supe que necesitaba una máquina de escribir. Sencillamente, era demasiado molesto escribir a mano y yo quería hacer trabajos serios en el campo literario. Mi mejor argumento, naturalmente, sería que al haber ingresado en el Colegio universitario, tendría que escribir ejercicios y apuntes, para lo cual hacía falta una máquina de escribir. Armado con este argumento, me enfrenté a mi padre.

Mi padre respondió que ya veríamos y consiguió algo muy bueno. Un día regresó con una máquina de escribir que había comprado por diez dólares. Por supuesto, era de segunda mano y muy vieja, pero no dejaba de ser una Underwood número 5, tamaño normal, que funcionaba perfectamente.

Es extraño que no consiga recordar el día, ni siquiera el mes en el que recibí mi primera máquina de escribir. Sin duda fue un día de fiesta muy importante para mí, de los que pocas veces he vivido, pero mi memoria está en blanco al respecto.

¿Será necesario decir que no sabía escribir a máquina?

Sin embargo, puse manos a la obra experimentalmente, escribiendo con un dedo. Una tarde, que subía a dormir la siesta, mi padre se detuvo a ver cómo escribía a máquina su hijo estudiante universitario y frunció el ceño. Me preguntó:

—¿Por qué escribes con un solo dedo, en lugar de hacerlo con todos, como en el piano?

—No sé hacerlo con todos los dedos, papá —respondí. Mi padre tenía una sencilla solución para esto:

—¡Aprende! —tronó—. Si te vuelvo a pescar escribiendo con un solo dedo, te quitaré la máquina de escribir.

Suspiré, pues sabía que era capaz de cumplir su palabra. Por suerte, vivía enfrente una jovencita un año mayor que yo y que desde hacía tres años me inspiraba una pasión pura y ardiente: la única aventura amorosa de mi adolescencia, si es que puede merecer ese título. Ella asistía a un curso comercial de la escuela secundaria y sabía escribir a máquina.

Le pregunté cómo se dactilografiaba, y me enseñó a colocar los dedos en las teclas de la máquina de escribir, y cuál le correspondía a cada tecla. Me miró mientras yo, muy despacio, escribía la palabra «the» con el índice izquierdo, el índice derecho y el mayor izquierdo. Luego se ofreció a darme lecciones regulares.

La excusa para estar a solas con ella era exactamente lo que buscaba, pero también tenía mi orgullo. Jamás he permitido que nadie me enseñe más de lo necesario para comenzar a enseñarme a mí mismo.

—Está bien —le dije—. Ahora practicaré.

Eso hice. Hace treinta y siete años que escribo a máquina, y a veces consigo dactilografiar noventa palabras por minuto durante varias horas seguidas. ¡He practicado muchísimo!

Naturalmente, cuando empecé a practicar utilizaba los dos lados de la hoja, escribiendo a un espacio y sin márgenes. Tenía que ahorrar papel. Más tarde aprendí a utilizar un solo lado de la hoja y a doble espacio, pero ni siquiera hoy consigo dejar márgenes respetables. Además, tiendo a gastar las cintas de máquina y el papel carbón hasta que quedan más agotados de lo normal. No es cuestión de economía; ya no necesito economizar en este sentido.

Lo que pasa es que aún no me he recuperado del trauma de tener que sacar dinero del cajón de la tienda para papel y cintas de máquina.

Isaac Asimov en 1971 cuando era un escritor más que consagrado


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