lunes, 21 de marzo de 2022

UNA CHICA CON AGALLAS

"Una chica con agallas", traducción literal de The girl had guts (título que, en sí, es un juego de palabras intraducible al español, ya que "guts" se traduce tanto como "agallas", "valor", "coraje" así como "tripas" o "vísceras", lo cual se entenderá más adelante), es un relato escrito por Theodore Sturgeon y que fue publicado por primera vez en la revista Venture Science Fiction en enero de1957.

UNA CHICA CON AGALLAS

(The girl had guts)

Theodore Sturgeon

  El chofer no quería aceptar que le pagase ("¿Yo tomar una sola moneda del Capitán Gargan? ¡Ni en broma!") y el portero me saludó en forma tan cálida que casi perdoné a Sue el haberse mudado a un lugar que tenía portero. Y luego el ascensor y luego Sue. Hay que haber estado fuera por mucho tiempo, muy lejos, para extrañar tanto a alguien, y yo había estado más lejos de lo que cualquiera debe estarlo por demasiado tiempo, más seis semanas. La besé y la estrujé hasta que clamó por piedad, y cuando me di cuenta de que estaba gritando ya estábamos en el balcón, y el departamento entero nos separaba de la puerta. Creo que me comporté en forma algo entusiasta, pero como estaba diciendo..., aunque ¿quién puede decir algo así y que parezca tener sentido? Estaba contento de volver a ver a mi mujer, y eso era todo.

  Cuando por fin consiguió que me calmara, que me quitara la chaqueta del uniforme y los zapatos, y aferrara un porrón de cerveza, me tendí en el relajador mirándola de la misma manera como solía hacerlo cuando yo podía volver de la base todas las noches, tal como lo había soñado durante todos los minutos libres que tuve desde que despegamos todos esos meses atrás. Mensaje especial para quienquiera que no haya estado nunca fuera de la Tierra: mire a su alrededor. Dé un largo vistazo a su alrededor. Usted está en el mejor lugar que existe. Un hermoso lugar.

  Se lo dije a Sue, y ella se rio.

  -¿Inclusive las últimas seis semanas?- dijo.

 -No quiero ofenderte, nena -dije-, pero así es: inclusive esas seis semanas de miserable cuarentena en el miserable hospital de la base fueron buenas, en comparación con hallarse en cualquier otro lugar. Pero admito que fueron las seis semanas más largas que he pasado. -La atraje sobre mí y la besé otra vez-. Fue más largo que el doble del resto del viaje.

  Ella luchó hasta soltarse y me palmeó en la cabeza de la manera que no me gusta.

   -¿Fue realmente tan desagradable? -dijo.

 -Fue desagradable. Solitario y peligroso y... y repugnante. Creo que es la mejor palabra para calificarlo.

  -Te refieres a la plaga.

  -No fue una plaga -resoplé.

  -Bueno, no sé -dijo ella-. Son solo rumores. Eso de que después de veinte horas de libertad convocaste de nuevo a la tripulación para seis semanas de cuarentena...

  -Sí, creo que eso podría provocar rumores. -Cerré los ojos y reí sobriamente-. Deja qué murmuren. Ni en sueños podrían imaginar algo más asqueroso que la verdad. Dame más espuma.

  Ella me alcanzó otro vaso y aproveché para besar su mano. Bruscamente ella la apartó, y yo reí.

   -¿Tienes miedo de mí o algo por el estilo?

  -Por Dios, no. Es solo que... quiero recuperar el tiempo perdido. Has hecho tantas cosas, millones de kilómetros, meses y meses... y todo lo que sé es que estás de vuelta, y nada más.

   -Traje a la Bestia Lujuriosa sana y salva -bromeé.

  -No hables así -dijo ella sonrojándose. La Bestia Lujuriosa era mi segundo, Purcell. Purcell era uno de esos sujetos que andan por ahí como un alce macho en celo, bramando a la luna y golpeándose las astas contra las rocas. Había estado en casa dos o tres veces y dijo cosas de Sue tan elogiosas que tuve que decirle que se callase o le cerraría la boca de un puñetazo. Sin embargo, a Sue le había gustado. Bueno, Sue era siempre así, siempre dispuesta a olfatear la emanación de animales como esos. Y sospecho que yo también soy uno de ellos; de cualquier manera, fue conmigo que se casó.

  -Me temo -dije- que el viejo Purcell, o es un fanfarrón, o simplemente no estaba en su día cuando arreamos de vuelta a toda la tripulación. Los encontramos en tabernas y cabarets baratos; los encontramos en el seno de sus hogares comportándose como lo hacen los padres de familia normales después de un largo viaje. Pero a Purcell lo encontramos en el hotel King George -dije poniendo énfasis con el índice-, solo y profundamente dormido; había ido allí, según nos dijo, tan pronto como desembarcó. Dijo que quería un baño caliente de inmersión y veinticuatro horas de sueño en una verdadera cama de lujo, con sábanas. ¿Qué te parece eso en un tripulante que acaba de desembarcar?

  Ella se había levantado para traerme más cerveza.

  -¡Todavía no he terminado esta! -protesté.

  -Oh -dijo, y se sentó-. Ibas a contarme acerca del viaje.

  -¿Sí? Bueno, está bien. Pero escucha con cuidado, porque este es un viaje que voy a tratar de olvidar lo más pronto que pueda, y no lo voy a hacer de nuevo, ni siquiera mentalmente.

  No tengo que contarte acerca del despegue. Hoy en día se parecen más a una deriva, ya que todos los saltos largos se inician en satélites situados en la Órbita Exterior, más allá de la Luna. Tampoco te hablaré del campo oscilante mediante el cual viajamos más rápido que la luz, nos mareamos más que un chico de cinco años en un taburete de heladería, y sufrimos más náuseas que Mamá cuando estaba embarazada. De eso ya te he contado antes.

  Así que empezaré con el planetizaje en Mullygantz II, hasta ahora considerado por los Mundos Terrestres como el planeta más apto para ser habitado, igual a la Tierra en un 99,99999% y una de las rocas más hermosas que han girado nunca alrededor de un sol. Dejamos la nave en una órbita estable y Purcell y yo bajamos en una superexploradora con provisiones y equipo para la estación de investigación ecológica. Esperábamos encontrar un hervidero de actividad, cinco personas trabajando intensamente y una pila de informes completos. Esperábamos también poder ser quienes lleváramos de vuelta la noticia de que la próxima nave sería la nave colonizadora. Encontramos tres muertos y dos enfermos, y supimos en seguida que las noticias que llevaríamos de vuelta harían que los colonos se quedasen donde estaban.

  Clement era el único al que había conocido personalmente. Jefe del grupo, físico y ecólogo, experto en ambos campos, y él era uno de los muertos. Joe y Katherine Flent estaban muertos. Amy Segal, la grabadora -una de las mejores del Servicio Pionero- sufría una enfermedad de la que te contaré en seguida, y Glenda Spooner, la bióloga experta en plantas, estaba... bueno, diré que ensimismada. Apartada. Algo la había aterrorizado de tal manera que solo podía estar sentada con los brazos y piernas cruzados, los ojos muy abiertos, balanceándose y mirando.

  Quienquiera que sepa acuñar medallas para héroes debería hacer una del tamaño de una bandeja para Amy Segal. Como ya dije, estaba enferma. Su temperatura corporal era bastante errática, pues oscilaba entre 39° C y 35,5° C, subiendo y bajando de uno al otro extremo. Estaba justo al borde del colapso y debía de haber estado así durante semanas, cruzando la línea durante varios minutos por vez, luego recuperándose por unos momentos, para volver a deslizarse de nuevo al otro lado. Pero ella sabía que Glenda estaba anulada, aunque su estado físico fuera perfecto, y también que hasta la maquinaria automática debe ser vigilada. No solamente se arrastró por el laboratorio recargando de tinta los inscriptores y colocando nuevos diagramas cuando los sismógrafos, higrógrafos y sondas aéreas los necesitaban, sino que cuidó de alimentar a Glenda; más aún, se alimentó ella misma.

  Ingería cerca de quince mil calorías diarias. Y pesaba veinte kilos menos de lo normal. Su aspecto era el más extraño que pueda verse: el rostro rechoncho como el de una persona gorda, pero su abdomen, desde las últimas costillas hasta el pubis, prácticamente adherido a la columna vertebral. Imposible creer que un organismo pudiese necesitar tanto alimento... bueno, imposible hasta que uno la veía comer. Había construido un picador con el equipo del laboratorio porque no podía perder tiempo masticando la comida. Simplemente arrojaba todo -cualquier cosa comestible- dentro del aparatito y colocaba su barbilla sobre el borde de la mesa, junto a la salida, introduciendo con ambas manos esa basura en su boca abierta. Si hubiera podido dormir habría sido más fácil, pero el hambre la despertaba a los veinte minutos y otra vez volvía a picar alimentos y engullir, rellenarse la boca y tragar con desesperación. Si Glenda hubiera podido ayudar... pero tenía que hacerlo todo sola, y cuando tuvimos la versión completa de todo lo que había sucedido supimos que había estado haciéndolo durante casi tres semanas. En otras tres semanas habrían estado a punto de acabar con todas sus provisiones, las que, de lo contrario, habrían sido suficientes para cinco personas durante un par de meses más.

  Teníamos un hipnotizador portátil en el maletín de primeros auxilios que traíamos en la nave exploradora y lo pusimos frente a Glenda Spooner junto con una cinta tranquilizadora y un control de sueño normal. Así logramos hacerla dormir. También conseguimos hacer dormir a Amy, aunque se puso un poco histérica hasta que por fin le hicimos comprender a través de esa niebla de delirio que uno de nosotros estaría a su lado a cada minuto con raciones premasticadas. Cuando finalmente entendió eso, entonces se quedó dormida como un cadáver, pero un cadáver que espero no volver a ver en mi vida, allí tendida y comiendo.

  Fue mucho trabajo y hubo que hacer todo de golpe, pero cuando terminamos Purcell se frotó el rostro y exclamó:

  -Del tipo Tierra en un 99,99999%. ¡Ja! Ni bacterias ni virus malignos. Ninguna planta ni hongos tóxicos. Bienvenidos a Mullygantz II, tierra de salud y bienestar.

  -Nadie aseguró todo eso tan categóricamente -le recordé-. Los informes solo dicen que no hay nada malo conocido o que podamos comprobar mediante nuestras pruebas. Por Dios, los mejores cerebros del mundo solían matar a pacientes del grupo sanguíneo AB haciéndoles transfusiones de sangre del tipo 0. Que el cielo nos ampare el día que creamos saber todo lo que sucede en el universo.

  Pero en ese momento no pudimos obtener la versión completa de lo que había sucedido. Es decir, teníamos todos los elementos pero no en un orden comprensible. La clave de todo eran las anotaciones personales de Amy Segal, lo que ella llamaba un "diario", ilegibles garabatos denominados taquigrafía que tres historiadores y un filólogo tardaron una semana en descifrar cuando regresamos a la Tierra. Fue el diario lo que nos reveló el misterio, lo que nos informó sobre esta gente y sus tripas y cómo reventaban para atacar a los demás. De manera que lo contaré, pero no como fuimos obteniendo la información sino como realmente sucedió.

  Para empezar, era un buen equipo. Clement era un excelente jefe, uno de esos sujetos serenos que siempre escuchan cuando hablan los demás. Era increíble cuánto podía hacer trabajar a un equipo y cuánto trabajaba él mismo, y nunca lo demostraba. Su tipo de energía es una especie de arma secreta.

  Glenda Spooner y Amy Segal estaban enloquecidas por él, en una mezcla de pasión y respeto que nunca interfirió con el trabajo. Creo que lo que Glenda sentía era una especie de adoración, o, por lo menos, en ella se notaba más. Amy era la pequeña ratita de ojos enormes que se pone más contenta y se queda sin moverse cuando el gran amor de su vida entra en la habitación, con la única diferencia de que tal vez trabaja un poco más para complacerlo. Clement se acostaba con las dos, que es lo que suele suceder cuando el número de personas en un equipo es desparejo. Así es como se supone que deben ser las cosas, y el jefe, con prudencia, mantiene la situación invariable, sin favoritismos, por lo menos hasta que el trabajo haya terminado.

  Los Flent, Katherine y Joe, estaban casados, y desde hacía bastante tiempo, cuando fueron enviados en esta misión. La especialidad de él era geología y mineralogía; ella era química, y así como sus tareas de investigación se complementaban lo mismo sucedía con sus egos. Una de las anotaciones del "diario" de Amy decía que se conocían tan bien uno al otro que solo los separaba un paso de la telepatía; trabajaban juntos durante horas intercambiando información con gruñidos y arqueamiento de cejas.

  Es difícil decir qué fue exactamente lo que derrumbó la estabilidad. No había un buen equilibrio. De guiarse por las apariencias, uno pensaría que el conjunto podía soportar bastantes choques y fricciones. Probablemente se trató de una desgraciada combinación de pequeñas cosas, todas inocuas en sí mismas pero con características de masa crítica sobre las que nadie sabía nada. Quizá lo que provocó todo fue la enfermedad de Clement; quizá los Flent entraron súbitamente en unas de esas fases en las que la gente casada que nunca se separa piensa "¿Qué demonios pudo haber sido lo que alguna vez vi en ti?"; quizá fue el súbito y loco encaprichamiento de Amy por Joe Flent, y la confusión que eso le provocó a ella. Probablemente lo peor de todo fue que Joe percibió cómo se sentía ella y él también se dejó quemar por la pasión. No lo sé. Tal vez sea, como dije antes, que todo sucedió a la vez.

  Que Clement se enfermara de ese modo, realmente... Salió en busca de ejemplares vivos y encontró un primate. Son muy poco comunes en Mullygantz II, enormes y feos demonios de alrededor de un metro cincuenta pero tan gordos que superan el peso de un hombre en una proporción de dos a uno. Su piel es moteada, con manchas rosadas y grises, y son lampiños; y tienen una cara que parece, cuando está relajada, la de un gorila enojado, y una ridícula hilera de dientecillos puntiagudos en lugar de colmillos. Se desplazan con bastante velocidad entre los árboles, pero son fáciles de alcanzar cuando corren en la tierra, porque nunca aprendieron a utilizar sus brazos y sus nudillos como los grandes simios, sino que avanzan contoneándose con los brazos en alto para ir abriéndose camino. Lo confunden a uno. Se los ve tan estúpidos que le hacen olvidar que pueden ser peligrosos.

  De todos modos, lo cierto es que Clement sorprendió a uno que andaba por la tierra, y antes de que el animal se diera cuenta qué estaba sucediendo Clement ya lo estaba corriendo obligándolo a huir hacia campo abierto. Lo corrió hasta que el animal ya no pudo seguir pues quedó cercado entre Clement y los árboles. Y luego comenzó a acercarse a la bestia. El primate era el único que corría; Clement solo trató de dirigirlo hasta que quedó totalmente agotado y se sentó en cuclillas para esperar el desenlace de su trágico destino. En realidad, lo único que Clement le habría hecho era aturdirlo, inyectarle algún estimulante, estudiar las reacciones y dejarlo ir otra vez, pero, por supuesto, el animal no podía saber eso. Se quedó ahí sentado en la hierba, con ese aspecto estúpido, ridículo, inofensivo, desagradable. Cuando Clement extendió una mano, el primate no se movió, y cuando le dio unos golpecitos en el cuello, solo empezó a temblar. Lentamente estaba retirando la mano para extraer el disparador de agujas, y en ese momento dijo algo o río... lo cierto es que emitió un sonido, y el animal lo mordió.

  Aquellos diminutos dientecillos puntiagudos no eran lo que parecían. Las encías son retráctiles y los dientes no son dientes sino aserrados trozos de hueso con pequeñísimas agujas sesgadas hacia adentro como las de un tiburón. Por suerte los músculos de la mandíbula son bastante fláccidos, de lo contrario habría perdido un codo. Pero de todos modos fue una mordedura profunda. Clement no podía soltarse, y tampoco podía darse vuelta para sacar el disparador de agujas, de manera que extrajo la pistola lanzallamas, logró ponerla en mínimo, y disparó a la garganta del primate. Así era Clement, siempre tratando de no hacer más daño del que realmente tenía que hacer. El primate abrió la boca para protegerse la garganta y Clement por fin pudo zafarse. Dio un salto hacia atrás, pero se torció un pie y se cayó. Sintió que algo le quemaba el costado de la cara como una lengua de fuego. Logró -arrastrarse hacia atrás para apartarse de la cosa y se puso de pie. El primate se alejaba hacia el bosque, galopando con sus patas rechonchas, con los largos brazos en alto por encima de la cabeza. Y aun en un momento como ese Clement pensó que era gracioso. Pero entonces sintió que otra vez, desde la espesura de la hierba, algo le atacaba. Dio un salto y logró apartarse.

  Más tarde describió la cosa en detallados apuntes. Era algo húmedo, desagradable, de una hediondez imposible de describir. Dijo que mucho tiempo después uno podía buscar en el recuerdo y diferenciar distintos olores en esa masa pestilente, de la misma manera en que se distinguen los instrumentos en una orquesta. Era una mezcla de butilo, mercaptán y apio podrido, excremento, ácido fórmico, carne en descomposición y ese típico olor que es como el sabor de algunos bronces. La quemadura que le había producido en la mejilla olía como el ácido clorhídrico cuando actúa sobre un hidrocarburo. Y eso es precisamente lo que era.

  La cosa era irregularmente esférica, podría decirse ovoide, pero blanda y fofa. Distintos tipos de fluidos manaban de ella por todas partes, incoloros y acuosos, amarillos más espesos como los huevos pasados por agua, y sangre. Sangraba más de lo que cualquier cosa que necesita sangre debería sangrar. Sangraba en gotas provenientes de aberturas que se distribuían irregularmente por todas partes, y sangraba en forma cutánea, con pequeñas gotitas que se formaban en la superficie como la transpiración en un vaso de agua helada. ¿En forma cutánea dije? Eso no es lo que Clement informó. Parecía no tener piel... excoriada es el término que él usó. La mayor parte de su superficie era fibra muscular estriada, aparentemente sin protección alguna. En dos lugares que alcanzó a ver era puro tejido marrón, como el hígado, que chorreaba y segregaba excreciones propias.

  Y esta cosa, de unos cuarenta centímetros por cincuenta y de un peso aproximado de quince kilos, saltaba y brincaba con una agitación espasmódica, sin importarle qué lado quedaba hacia arriba (si es que tenía algún lado que debía quedar hacia arriba), y siempre avanzando hacia él.

  Clement resopló con fuerza y dio un paso hacia atrás y un costado, un paso largo, mientras el agonizante dolor de su mejilla quemada le recordaba que de donde fuera que la cosa hubiera provenido era de algún lugar a considerable altura, y ahora no quería que volviese a atacarlo otra vez.

  Y cuando Clement se movió para apartarse, la cosa también se movió, y dejó tras de sí un reguero de lodo y sangre, un inmundo rastro curvo para demostrarle que estaba decidida a perseguirlo, a alcanzarlo.

  Confiesa que no recuerda haber regulado la pistola lanzallamas, ni el instante en que oprimió por primera vez el disparador. Lo que sí recuerda es haber rodeado esa cosa mientras le arrojaba fuego y veía cómo se retorcía y serpenteaba lanzando chorros. Y también recuerda sus gritos que no eran palabras hasta que él y su pistola se agotaron, y hasta que ya no quedó nada donde la cosa había estado más que un rastro húmedo y carbonizado, ahora con el olor de grasa quemada agregado a todos los demás. Dice en su detallado informe que una y otra vez caminó alrededor de esa cosa, mientras trataba de apagar con los pies el incendio que había provocado en la hierba y se estremecía repugnado. Luego se acuclilló, débil, sobre el pasto y comenzó a sollozar, y fue entonces cuando por primera vez pensó en sus heridas. Sacó su ungüento espectral y lo extendió con profusión sobre las quemaduras y la mordedura. Se quedó ahí agachado hasta que el analgésico le quitó el dolor y estuvo seguro de que la abundante dosis de antibióticos había comenzado a hacer efecto. Entonces se incorporó y se dirigió con paso lento y pesado hacia la base.

  Y hacia su enfermedad. Duró solo unos ocho días, y no fue el tipo de enfermedad que por lógica debía sobrevenir a una experiencia como esa. El brazo y la cara se le curaron pronto y por completo, tenía buen apetito aunque no demasiado, y sentía la mente bastante despejada. Pero durante esos días, según detalló en el cuidadoso informe que le dictó a la grabadora, sintió cosas que antes jamás había sentido y que casi no podía describir. Eran todas cosas de las que había oído hablar o había leído, pero que nunca había experimentado personalmente. Sentía agudas puntadas en el abdomen y en la espalda, una sensación de latido donde no correspondía que la hubiera, como un hueso que se está soldando, solo que latía en sus tejidos blandos. No era nada que no pudiese soportar. Tenía una permanente diarrea negra, pero al igual que las puntadas nunca llegó a ser más que una molestia. Hubo algo bastante vago que repitió unas cuatro veces: que cuando se despertaba por la mañana se sentía de alguna manera distinto de lo que se había sentido la noche anterior, pero no podía explicarlo. Simplemente... distinto.

  Y con el tiempo todo fue desapareciendo y volvió a sentirse normal otra vez. Eso fue todo en cuanto a lo que había sucedido...

  Clement era un hombre muy inteligente, sí, señor, y de haberse inquietado un poco más por el asunto habría aguzado todos los sentidos y trabajado hasta saber de qué se trataba. Pero nada lo impulsó a hacer investigaciones, ni tampoco nada le impidió seguir adelante con su diaria labor de un hombre y medio. Los demás solo lo veían inusualmente callado, pero aunque llegaron a notarlo no era algo que justificara hacer comentarios. No hay que olvidar que todos estaban trabajando duro también. Durante estos ocho o nueve días Clement durmió solo, pero esto tampoco era tan extraordinario, solo un poco inusual, y ni siquiera suscitó el menor comentario por parte de Glenda o Amy, que eran mujeres satisfechas, seguras y plenamente ocupadas.

  Pero otra vez las cosas eligieron el momento para suceder, pequeñeces sobre pequeñeces. Tuvo que ser precisamente ahora que comenzaran los problemas para la pobre Amy Segal. Todo empezó por una tontería, en el laboratorio de química donde ella estaba llevando a cabo la monótona rutina de una interminable titulación. Joe Flent entró para ver cómo iban las cosas, más tarde de lo habitual, se acercó al equipo, controló un detalle aquí, un detalle allá. Tenía que desplazarse junto a la mesa de trabajo frente a la cual estaba parada Amy, y, absorto en lo que estaba haciendo, extendió una mano para indicarle que retrocediera. Luego siguió con lo suyo. Pero... Amy lo escribió en su diario, con todas las letras, un enorme garabato en medio de los diminutos y prolijos jeroglíficos: Me tocó. Subrayado y todo. De acuerdo, no era nada. Eso pensé yo. Fue un accidente. Pero el accidente la había hecho estremecer, y de pronto se convirtió en una masa de fulminato de mercurio. Se quedó parada donde estaba y dejó que, mientras trabajaba, él se apretara junto a ella. Casi se desmayó. ¿Qué es lo que permite que estas cosas ocurran? No importa: lo cierto es que ocurrió. Se quedó mirándolo como si nunca antes lo hubiera visto, la luz se reflejaba en sus cabellos, la forma de las orejas y la mandíbula, la... bueno, todo así. Tal vez Amy emitió algún sonido, tal vez Joe Flent simplemente lo percibió, pero como haya sido él se volvió y allí se encontraron, mirándose el uno al otro en una especie de hipnosis mutua, y solo Dios sabe qué fluido magnético los atraía. Entonces Joe ahogó en su garganta un extraño gruñido de asombro, y no salió caminando sino corriendo de la habitación.

  Esto no parece que pudiera tener consecuencias, ¿verdad? Sin embargo, fue suficiente para que el mundo de Amy Segal diera vueltas como un tirabuzón y ella perdiera así toda orientación y rumbo. Leí que en una época solía haber muchos problemas y tensiones entre la gente por este asunto del sexo. Bueno, creo que ahora hemos resuelto bastante bien toda esa cuestión, de la única manera que nosotros, los seres humanos, por lo general resolvemos las cosas, es decir, tomando medidas extremas. Si uno es soltero, es absolutamente libre. Si es casado, está totalmente atado a otra persona. Si uno es casado y siente algún tipo de tentación, es libre de elegir: o sigue casado y no come la manzana, o come la manzana y al diablo con el matrimonio. Si uno es soltero, respeta el vínculo matrimonial como cualquiera. Lo que no se hace, y absolutamente no se hace, es meter las narices en el nido ajeno.

  Pero no es necesario que diga estas cosas, y en especial a Amy Segal. Pero como muchas otras tontas antes que ella, tenía una increíble confusión interior entre lo que sentía y lo que creía que debería sentir. Tal vez fuera un poco anticuada, en una época en que todo es válido cuando dos personas se sienten atraídas. Sea lo que fuere, comenzó a hacerla odiarse a sí misma. Todo el tiempo, mientras caminaba entre los demás, no hacía más que pensar: Soy una mala mujer. Joe es casado y sin embargo... Es como si no me importara que fuese casado. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Cómo es posible que sienta esto por Joe? Debo de ser un monstruo. No merezco estar aquí, entre gente decente. Y cosas por el estilo. Sin tener a nadie a quién decírselo. Tal vez si Clement no hubiera estado enfermo, o tal vez si hubiera podido confiar en alguna de las otras mujeres, o tal vez... pero al diablo con los tal vez. La pena y el dolor la enceguecían.

  Más tarde, mientras leía la transcripción de su diario, sentí deseos de poder volver atrás en el tiempo y el espacio, de darle un golpecito en el hombro y decirle: Vamos, muchachita, no seas tonta. Y luego llevarla a un rincón y decirle: Escúchame bien. Tienes un tremendo nudo en la cabeza. Pues quiero que lo desates, ¿oíste? Te has encaprichado con alguien. No importa, ya pasará. Pero mientras dure no te sientas avergonzada de ello. Caramba, eso era todo lo que necesitaba, que alguien le hablara así...

  Luego Clement se sintió bien otra vez y una noche, ante la primera señal, Amy no vaciló un instante en arrojarse en sus brazos.

  Y eso fue lo más triste, porque cuando todo terminó rompió a llorar y dijo que era la última vez, que nunca más... Seguramente Clement debe de haberse quedado de una sola pieza. No entendía qué pasaba. Amy se lo habría contado todo si él se lo hubiese preguntado, pero no lo hizo. Quizá... quizás estaba un poco cambiado después de lo que le había sucedido. Lo cierto es que fue entonces que la pobre Amy llegó casi al borde de la locura. Lo había detallado con metros y metros de palabras en su diario. Acababa de descubrir que sentía por Clement lo mismo que había sentido siempre, lo cual le demostraba que no era posible que amara a Joe, por lo tanto su amor por él no era verdadero, por lo tanto no era digna de ser amada, por lo tanto Joe no la amaría jamás. ¡Tontuela! Y la única solución que veía era obligarse a serle fiel a alguien, de esta manera pensaba "purificar sus sentimientos" -textuales palabras-, siéndole fiel a Joe. En consecuencia, había que decirle que no a Clement y, por supuesto, no a Joe. Y con esta decisión pactó la alianza entre sus glándulas endocrinas y su locura. ¿Quién se habría imaginado que en la actualidad, en nuestra era, alguien podría tener tantas estupideces metidas en la cabeza?

  A partir de ese momento, Amy Segal se sintió bajo reclutamiento forzado. Aparentemente nadie comentaba nada al respecto, pero es imposible encender una fogata en un lugar pequeño y oscuro sin que alguien lo note. Katherine Flent debe de haberse dado cuenta en seguida, como suelen hacer las mujeres, y tal vez no dijo nada, como algunas mujeres suelen hacer. Por fin Joe Flent también se dio cuenta, pero nadie sabrá jamás qué fue lo que pensó. Sé que se dio cuenta, y que lo sintió, lo sé por lo que sucedió. ¡Dios mío, lo que Sucedió!

  Debe de haber sido por entonces cuando Amy contrajo el mismo tipo de extraña enfermedad que había tenido Clement. Ligeras palpitaciones y temblores en el abdomen, la diarrea, y aquella cosa tan extraña, el sentirse distinto por la mañana y sin saber por qué. Y cuando estaba ya por cumplirse el octavo día de su enfermedad, nada menos que Glenda Spooner cayó también. Fue Clement quien informó sobre esto. Últimamente veía a Glenda con mucha más frecuencia y pudo observar el proceso. La similitud con su propia enfermedad era evidente, aunque no era tan manifiesta como la de él, y Clement decidió reunir a todos los integrantes del grupo para informarlo. Amy, posiblemente Glenda, y Clement la tuvieron y la contagiaron; los Flent en ningún momento manifestaron los síntomas. Finalmente, Clement llegó a la conclusión de que se trataba de una de esas cosas que la gente contrae y nadie sabe por qué, como el resfrío, antes de que Billings descubriera que era una reacción alérgica a una fracción de gluten. Y el hecho de que Glenda Spooner hubiese tenido un ataque tan leve dejaba abierta la posibilidad de que uno de los Flent -o ambos- la hubieran tenido sin saberlo. Y esa es otra cosa que jamás sabremos con seguridad.

  Un buen día Clement salió a recorrer las colinas de esquisto que quedaban al norte en busca de petróleo, si lograba encontrarlo, o de cualquier otra cosa si no encontraba petróleo. Clement era un excelente observador. Lo malo de Clement es que era ecólogo, que en realidad es lo mismo que un biólogo, y los biólogos son locos.

  Pero ese día, unas tres horas después de que Clement se hubiera ido, se desató una tormenta, y el cielo entero se vino abajo con el agua. Nadie se preocupó, porque todos sabían que Clement tampoco iba a preocuparse.

  Pero Clement no volvió.

  Fue una noche interminable en la base. Dos veces salieron a buscarlo, pero debieron regresar después de haber hecho doscientos metros. La lluvia es dueña de extender su cortina y cubrirlo todo, pero no debería hacerlo durante mucho tiempo. La llegada de la mañana no logró hacerla cesar, pero apenas el negro intenso de la noche cedió el paso a los grises, los Flent y las dos muchachas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se dirigieron a las colinas. Amy y Glenda fueron hacia el oeste y se separaron para buscar mejor por los cerros. La búsqueda se extendió hasta la media tarde, de manera que ya todo había sido cuidadosamente recorrido para cuando regresaron. Los Flent se dirigieron hacia el norte y el este. Y fue Joe quien halló a Clement.

  Ese loco de Clement había visto un nido de ave. Lo vio porque llovía y porque la cigüeña osífraga siempre se encarama sobre las ramas cuando llueve; si no lo hiciera, su frágil nido de ramitas pegadas se desarmaría. Es un ave grande, más grande que la cigüeña terrestre, de color blanco níveo, enormes alas y muy fácil de ver, especialmente contra el fondo de una barranca de esquisto negro. Clement quería mirar bien de cerca para ver cómo el ave protegía su nido, que parece como la mitad de una piña pero del tamaño de medio barril, un nido que a simple vista parecería demasiado grande para que el ave pudiera repararse de la lluvia durante una tormenta. Así que trepó... y descubrió que el grueso y flexible cuello de la cigüeña osífraga esconde tres, quizás cuatro pliegues debajo de toda esa piel que cuelga. Estaba a más de dos metros y medio del nido, aferrado a la desmoronadiza pared de roca, cuando lo descubrió, y de la manera más violenta. La cabeza de la cigüeña se estiró y lo atacó como un ariete en el centro del esternón. Clement cayó, y creo que era precisamente lo que el esquisto anegado estaba esperando, porque resbaló cuesta abajo como en un tobogán. Se rompió una pierna y quedó enterrado hasta los omóplatos. Cayó mirando hacia arriba, hacia lo alto del acantilado, mientras la lluvia le golpeaba el rostro con tanta fuerza que sus párpados estaban a punto de estallar. No tenía nada que mirar más que la parte inferior del nido, que había quedado a la vista ahora que estaba tendido en el suelo, y supongo que debe de haberlo mirado hasta que comprendió, muy a pesar suyo, que el nido era lo único que sostenía toda una masa de rocas sueltas. Y así pasó la noche, esperando que las filtraciones ablandaran la mugre con que el nido estaba pegado allá arriba e hicieran que todas esas toneladas de roca rodaran hacia abajo y le aplastaran la cara. La pierna le dolía mucho y es probable que se haya desmayado dos o tres veces, pero nunca lo suficiente como para dejar de sufrir durante un buen rato. ¡Maldita sea! Tengo una lista así de larga de gente a la que deberían pasarle cosas como esa. Y esto viene a sucederle precisamente a Clement.

  Aún llovía por la mañana cuando Joe Flent lo encontró. Con todas sus fuerzas Joe lanzó un rugido hacia el oeste, donde su mujer estaba escudriñando las rocas, pero no esperó para ver si lo había oído. Si no lo oyó, tal vez existiera entre ellos algún tipo de telepatía, como decía Amy en su diario. Sea como fuere, llegó a tiempo para ver lo que sucedía, pero demasiado tarde para poder hacer algo al respecto.

  Vio cómo Joe se inclinaba sobre la cabeza y los hombros de Clement, que sobresalían de la pila de rocas, y luego oyó un grito corto, agudo. Debe de haber sido Clement quien gritó, pues tenía los ojos levantados hacia la colina y vio cómo se precipitaban hacia él el nido y las piedras. Katherine lanzó un alarido y corrió a ellos, pero en ese momento el alud llegó abajo. Y ese fue el fin de Clement.

  Pero no de Joe. Fue otra cosa la que lo atacó.

  Pareció como si explotara de las rocas un segundo antes de que el derrumbe lo alcanzara. Golpeó a Joe Flent en el pecho con tanta fuerza que de un salto lo hizo alejarse de las rocas que caían. Katherine volvió a gritar mientras corría, porque la cosa que había golpeado a Joe ahora brincaba con grandes saltos irregulares que la hacían acercarse cada vez más a Joe, que yacía tendido boca arriba, medio aturdido. Katherine reconoció que se trataba de la misma cosa que había atacado a Clement el día que lo mordiera el primate.

  Registró este informe en la grabadora y yo oí la cinta, y espero que la transcriban y luego la destruyan. Nadie debería oír cómo un ser tan abnegado, tan horrorizado, narra una cosa como esa. Leerlo, bueno. Pero esa voz monótona, destrozada... oh, Dios... Fue como si viviera varias agonías a la vez. Haber perdido las manos de ese modo, ver lo que le sucedió a Joe, y oír sus últimas palabras... ¡ajj! No puedo contarlo sin volver a oír aquella voz en mis oídos.

  Aquel horror pestilente saltó sobre Joe, quien logró incorporarse a medias, pero la cosa volvió a brincar y fue a dar sobre su rostro. Y allí se quedó, una masa fofa que se agitaba, sangrando mientras chorreaba lluvia y ácido. Joe se sacudió con tanta fuerza que sus pies quedaron levantados en el aire. Y pareció como si fuera a quedarse así suspendido, con la nuca y los omóplatos clavados en el suelo mientras brazos y piernas se agitaban con furia. Luego cayó otra vez, con esa monstruosidad cubriéndole más que nunca el rostro, el cuello y la cabeza. Se retorció una vez, y luego se quedó tendido, inmóvil. Fue en ese instante que Katherine llegó a él.

  Katherine se abalanzó con las manos desnudas sobre esa cosa. El contacto de una fracción de segundo, aun bajo la intensa lluvia, fue suficiente para que su piel se achicharrara y se consumiera. La sensación debe de haber sido como introducir las manos en aceite hirviendo. No describió lo que sintió. Solo dijo que cuando la asió para arrancarla del rostro de Joe se separó toda en pequeños manojos resbaladizos. Katherine le dio un puntapié, y su pie se hundió en la masa desparramando tripas y sangre coagulada. Otra vez intentó hacerla pedazos, deshaciéndola y golpeándola, y tal vez haya sido esto lo que más estropeó sus manos. Entonces, en medio de esa pesadilla, se le ocurrió una idea. Se agachó, tomó a Joe por los pies, lo arrastró unos veinte metros -no sé cómo hizo- y lo dio vuelta boca abajo para que lo que quedaba de esa inmundicia por fin se desprendiera. Se arrancó la camisa, se arrodilló junto a Joe y volvió a darlo vuelta para poder sentarlo. Trató de limpiarle la cara con la camisa, pero no pudo sostenerla, de manera que la levantó con lo que le quedaba de la mano y empezó a frotarla, pero lo que estaba frotando ya no era una cara. Sus palabras en la cinta, con esa voz monótona, destrozada, fueron: Pasaron varios segundos antes de que me diera cuenta.

  Rodeó a Joe con los brazos y comenzó a mecerlo mientras le decía: Joey, soy Katherine. Ya pasó, mi amor. Katherine está a tu lado. Oyó que suspiraba una vez, un suspiro largo, estremecedor. Luego irguió la espalda y un agujero más grande que una boca se abrió en la parte anterior de su cabeza.

  -¿Amy? ¿Amy? -dijo.

  Y de pronto comenzó a luchar a ciegas contra Katherine. Ella perdió el equilibrio y su brazo se zafó de la espalda de él. Joe cayó hacia atrás. Lanzó un ensordecedor aullido que retumbó en ecos por todos los cerros.

  -A...myyyyyyyyyy.

  Un minuto después estaba muerto.

  Katherine se quedó ahí sentada hasta que reunió fuerzas para levantarse y le cubrió el rostro con la camisa. Dirigió una sola mirada a la cosa que lo había matado. Estaba muerta, deshecha en diminutos trocitos viscosos, desparramada por todas partes a lo largo del pie de la colina. Katherine volvió a la base. No recordaba el camino que siguió. Debe de haber estado empapada y congelada. Tal parece que se dirigió directamente a la grabadora, registró el informe, y luego se quedó ahí sentada, tres, cuatro horas, hasta que los demás regresaron.

  Si tan solo hubiera habido alguien ahí para... no sé. Tal vez no habría podido escuchar nada después de lo sucedido. Quién sabe qué cosas pensó mientras estuvo ahí sentada viendo cómo sus manos se desangraban... Creo que debe de haber sido aquel último grito de Joe, por lo que sucedió cuando entraron Glenda y Amy. Quizás aquel eco se había grabado con tal intensidad en su mente que no habría podido escuchar ninguna otra voz. Pero si hubiera encontrado a alguien ahí dentro, alguien que supiera de las cosas que dice la gente cuando está por morir... A veces ya están muertos cuando hablan así; sus palabras no tienen ningún valor. Una vez vi morir a un ingeniero cuando un generador lanzó un segmento. Lo último que dijo fue: Tres octavos... tres octavos... Lo que estoy tratando de decir es que esas palabras no tienen por qué tener ningún significado. Pero, bueno, ¿qué importancia tiene eso ahora?

  Entraron empapadas, exhaustas, llamándola a gritos. Katherine Flent no les respondió. Entraron en la sala de grabación, Amy primero. Ya había cruzado la mitad de la habitación cuando vio a Katherine. Glenda todavía estaba junto a la puerta. Amy lanzó un grito, y creo que cualquiera lo habría hecho, al ver a Katherine con el cabello pegado a la cara, sangre en toda la ropa y el piso, y sin camisa. Clavó sus ojos enloquecidos en Amy y se levantó lentamente. Amy gritó su nombre dos veces pero Katherine siguió avanzando con paso lento, firme, sereno. Con los restos de sus manos destrozadas sujetaba un cuchillo. Lo más probable es que no pudiera sujetarlo con la firmeza suficiente como para lastimar a nadie, pero creo que a Amy no se le ocurrió pensar eso.

  Amy retrocedió hacia la puerta pero con una zancada Katherine le cortó el paso y la obligó a caminar hacia el otro rincón, donde no había salida. Amy miró a sus espaldas, vio la trampa, se cubrió el rostro con las manos, retrocedió y dejó caer los brazos.

  -¡Katherine! -gritó-. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Encontraste a Clement? ¡Rápido! -le ordenó a Glenda, que había quedado petrificada junto a la puerta-. ¡Ve a buscar a Joe!

  Al oír el nombre de Joe, Katherine gimió entre dientes y dio un salto. Y fue en mitad de ese salto que la atacó el mismo tipo de cosa que había matado a su esposo.

  La horrible masa blanda alcanzó a Katherine mientras estaba en el aire y la arrojó hacia atrás. Su cabeza golpeó contra el borde de acero de un transmisor...

  El hedor en la pequeña habitación era algo imposible de describir, imposible de soportar. Amy avanzó tambaleante hacia la puerta y sacó de un empujón a Glenda, que no le opuso ninguna resistencia...

  Y allí estaban cuando las encontramos Purcell y yo: una, un afiebrado fenómeno que comía más de lo que pueden comer seis hombres juntos; la otra, catatónica.

  Envié a Purcell a la colina de esquisto para que fuera a ver si quedaban suficientes restos de Clement y Joe Flent para hacer un estudio. El resultado fue negativo. Los animales habían desparramado los restos de Joe por todas partes, y Purcell no encontró nada de Clement, a pesar de que apartó rocas hasta que le sangraron las manos. Probablemente había habido más derrumbes después de aquella lluvia. De alguna manera, durante aquellas semanas en que mantuvo la instrumentación básica sin ayuda de nadie, Amy Segal se las había arreglado para arrastrar a Katherine fuera de la habitación, enterrarla, y limpiar la sala de grabación, aunque solo el fuego lograría borrarle ese olor.

  Dejamos todo menos las cintas y los informes. Nuestra nave exploradora había sido construida para dos hombres más la carga, y no fue tarea fácil hacerla despegar con cuatro personas a bordo. Me sentí infinitamente contento de poder estar otra vez en el puente de la nave oscilante y lejos de ese infierno 99,99999% igual a la Tierra. Metimos a las dos chicas en una pequeña habitación junto a la enfermería, y las dejamos en cuarentena, por las dudas. Yo me dediqué a trabajar sobre los informes y finalmente obtuve la versión de la historia aproximadamente en el orden en que acabo de contarla.

  Pero cuando la tuve, no pude hacer nada con ella. Amy estaba en un permanente delirio, o durmiendo, o comiendo. No era mucha la información que se podía obtener de ella, y aun lo que decía no podía tomarse muy en cuenta. De Glenda no podía obtenerse nada. Estaba todo el tiempo tendida, inmóvil, con ese esbozo de sonrisa siempre en los labios mientras el mundo giraba sin ella. En una nave como la nuestra, nosotros somos la repartición médica, el capitán y los oficiales, y sin embargo no podíamos hacer nada por estas dos más que darles alimento y comodidad. A no ser por eso, casi nos olvidábamos de que las teníamos a bordo. Lo cual fue un error.

  Por lo que sé, entonces, todo siguió en statu quo desde el momento en que partimos del planeta hasta que llegamos a la Tierra. La tripulación se dedicaba a sus tareas; las dos chicas en cuarentena con Purcell que llenaba el tanque alimentador para una y le daba de comer en la boca a la otra; y yo, encerrado con los informes, tratando de adivinar y reconstruir y encontrar algo que tuviera sentido, algo que explicara esta monstruosidad sin ojos ni patas, que aparentemente podía aparecer de la nada y aun en lugares cerrados (como la que había matado a Katherine Flent), que parecía no tener posibilidades de vida pero que, sin embargo, seguía atacando y matando. Pero no lograba llegar a ninguna parte. Estudié más teorías de las que jamás volveré a tener en cuenta, algunas de ellas por cierto bastante improbables, como la que sostenía que se trataba de una rareza de la cuarta dimensión que... Pero, bueno, por otra parte a veces la naturaleza suele demostrar cosas que nos parecen bastante improbables, como podrá afirmar cualquiera que haya visto el trasero de un mandril.

  ¿Y qué me dicen de los pepinos de mar? Ese es otro ejemplo repugnante.

  Al cabo del tiempo que habíamos calculado salimos del campo oscilante, y realmente fue un placer ver a Luna otra vez. Al llegar a la Órbita Exterior, transbordamos a una pequeña nave propulsada a cohete y aterrizamos sin ninguna dificultad. Así ingresamos a la base para comenzar nuestra cuarentena, con nave y todo. Por fin las chicas fueron puestas en manos competentes y se sometió a la tripulación a las revisaciones de siempre. Bueno, en realidad fue la revisación más exhaustiva que se pueda hacer, y una vez que todos fueron dados de alta, durmieron seis horas, fueron revisados otra vez y vueltos a dar de alta, les di pases de 72 horas, renovables, y los dejé ir.

  Yo también estaba más que ansioso por irme, pero para entonces estaba metido hasta las orejas entre especialistas y teóricos, estudiando algunas especialidades y teorías que empezaron a volverse tan fascinantes que ni siquiera un desesperado como yo por volver a su hogar podía abandonarlas. Fue entonces cuando te llamé para decirte lo ocupado que estaba y te juré que saldría de allí al día siguiente. Tú supiste comprender bien. Por supuesto, yo no tenía idea de que no sería un día sino seis semanas más.

  Apenas los miembros de la tripulación fueron puestos en libertad, me llamaron a la sección de semántica, donde estábamos cotejando todos los apuntes e informes, para que me dirigiera a la división de psiquiatría.

  Tenían una de las... una de esas cosas allí.

  Tengo que felicitar a esos sujetos. Creo que se sintieron tentados como Clement, cuando vio una de esas cosas por primera vez, de echarle todo el fuego que fuera posible y quemarla hasta hacerla desaparecer. Yo la vi, y ese fue mi primer impulso. Dios santo. Ningún informe objetivo como el de Clement podría dar la más remota idea de lo repugnante que es una de esas cosas.

  Habían estado haciendo estudios sobre Glenda Spooner. Es difícil trabajar con catatónicos, pero utilizaron un tipo de narcosíntesis de alta potencia e inducciones de campo. Fue así como lograron una regresión. Y descubrieron cuál era el motivo de su catatonía. Como es sabido, hay personas que se retraen de esa manera como resultado de algún shock profundo, después de haber recibido el shock. Es un medio de escape. Pero hay quienes entran en ese encierro una fracción de segundo antes de que se produzca el shock. En ese caso, no es un medio de escape sino una defensa. Y eso es precisamente lo que le sucedió a esta muchacha, Glenda.

  La hicieron regresar hasta localizarla en el campo, mientras buscaba a Clement. Luego la hicieron adelantarse otra vez, de manera que en su mente estaba con Amy, caminando pesadamente bajo la lluvia, de regreso a la base. Llegaron hasta el momento en que Amy entró en la sala de grabación y gritó al ver a Katherine Flent en aquel estado. Allí localizaron el instante preciso en que se produjo el trauma, el momento en que sucedió algo tan horrible que Glenda decidió no verlo.

  Más droga, más aplicación de los campos a través del casco que le habían colocado en la cabeza. La regresaron unos minutos más y otra vez la hicieron acercarse a ese momento. Volvieron a intentarlo, luego otra vez, haciendo siempre ligeros ajustes, sabiendo que tarde o temprano lograrían llegar al punto exacto que la impulsaría a atravesar su autoimpuesta barrera, que por fin la harían enfrentarse con aquello que tanto temía.

  Lo lograron. Y en ese momento apareció la masa fofa de tripas, que fue a dar contra uno de los técnicos que estaba parado a unos cuarenta metros de distancia. Lo golpeó con tanta fuerza que lo derribó y lo hizo rodar hasta la pared más alejada. Era un muchacho joven llamado Petri. Lo mató. Igual que Katherine Flent, murió probablemente antes de sentir las quemaduras de los ácidos. Fue a dar contra la caseta de los transformadores y murió en una red de chispas.

  Como dije antes, estos muchachos son gente inteligente y despierta. Por supuesto, alguien fue a socorrer a Petri (aunque demasiado tarde) mientras otro de los que estaban allí corrió a buscar una pistola lanzallamas. Pero él también llegó demasiado tarde, porque cuando regresó con el arma Shellabarger y Li Kyu ya habían arrancado la campana de vidrio de uno de los equipos de vacío y acorralado con ella a la inmunda masa gelatinosa. Deslizaron una estera flexible por debajo de la campana, inmediatamente colocaron un acopiamiento en la parte superior y llenaron la campana con argón líquido.

  Esta vez no quedó una masa carbonizada, ni trozos deshechos y empapados por la lluvia. Teníamos un espécimen perfecto -si es que se puede llamar perfecta a una cosa como esa-, sólido como el hielo mientras aún estaba con vida, tratando de saltar hacia todas partes y encontrar a alguien sobre quien derramar sus inmundos ácidos. Ahora podían guardar esa cosa, partirla con un micrótomo, hasta revivirla, si alguien hubiera tenido redaños para hacerlo.

  Glenda demostró a las claras que con su bloqueo psíquico había elegido la defensa correcta. Al ver esa cosa se murió de miedo. Fue eso, precisamente eso, lo que había tratado de evitar con la catatonía. Los muchachos de psiquiatría atravesaron esa barrera, y descubrieron cuan acertada había estado Glenda. Pero por lo menos no murió inútilmente, como Flent y Clement y la pobre Katherine. Porque fue la autopsia de Glenda lo que aclaró las cosas. Una de las cosas que encontraron era muy sutil. Se trataba de una estructura nuclear en las células del tejido conectivo, absolutamente distinta de la que cualquiera de ellos había visto antes. Le hicieron pruebas a Amy Segal y encontraron lo mismo. Me hicieron pruebas a mí, pero el resultado fue negativo. Fue entonces cuando volví a convocar a toda la tripulación. No creí que ninguno de ellos tuviera esa cosa, pero teníamos que estar seguros. Si eso se diseminaba en la Tierra...

  Todos los miembros de la tripulación, menos uno, obtuvieron resultados normales cuando se los sometió a la nueva prueba, y aun ese no tenía nada de importancia.

  La otra cosa que reveló la autopsia de Glenda no fue nada sutil. Tenía el abdomen vacío.

  Le faltaban los riñones, el hígado, casi todo el intestino alto y todo el bajo, el bazo, la vesícula, y otras vísceras de esa naturaleza. Le quedaba el útero, con las trompas de Falopio recién enrolladas y los ovarios pegados al útero mismo; el estómago; una sola vuelta de lo que alguna vez había sido el intestino alto, adherida en una docena de lugares a distintos puntos de la pared del peritoneo. Desembocaba directamente en un segmento recto, sin ninguna diferenciación de aparato urinario, muy similar a la primitiva conformación interna de un pájaro.

  Todo lo que faltaba lo encontraron debajo de la campana de vidrio.

  Ahora sabíamos qué había atacado a Katherine Flent, y por qué Amy estaba vacía y muerta de hambre cuando la encontramos. A Joe Flent lo había matado... una de... bueno, algo que había brotado de la nada y lo había atacado cuando se inclinó para ayudar al atrapado Clement. El mismo Clement había sido golpeado en la mejilla por una de esas cosas. ¿Y de quién era esa?

  ¡Pues del primate! Aquel primate al que acorraló, tocó, y asustó.

  Lo mordió cuando lo asaltó el pánico. Joe Flent también fue atacado en un momento de pánico, pero no de él, sino de Clement, que vio cómo se aproximaba el alud. Katherine Flent murió en un momento de terror... no de ella, sino de Amy, cuando esta se agazapó acorralada en la sala de grabación y vio cómo Katherine se acercaba a ella con un cuchillo. Y la que había aparecido en la Tierra, en el laboratorio de psiquiatría, bueno... esa también necesitó el mismo estímulo para saltar a la luz: cuando los muchachos obligaron a Glenda Spooner a atravesar una barrera mental que no podía atravesar y seguir viviendo.

  Ahora teníamos todo menos la mecánica de la cosa, y eso lo obtuvimos de Amy, la mujer más valiente que haya existido jamás. Cuando terminamos de hacer el estudio con ella, todos los hombres del lugar quedaron admirados de sus reda... digamos mejor, de su valentía. Se la sometió a sondeos, estímulos, pinchazos y análisis, y por último pasó por toda una serie de estudios avanzados. Cuando comenzaron estos estudios, ya habían pasado unas seis semanas, es decir, seis semanas desde la muerte de Katherine Flent, y Amy había vuelto casi a la normalidad. Había disminuido su ingestión de calorías, su abdomen había vuelto a rellenarse hasta un tamaño casi normal, la temperatura se había estabilizado, y en general estaba bien. Lo que estoy tratando de decir es que pudimos hacer investigaciones porque tenía intestino... se le había desarrollado uno nuevo.

  Tal como lo digo. Con el otro había atacado a Katherine Flent.

  El nuevo órgano funcionaba perfectamente. Cuando la sometieron al primer estudio, todo estaba bien menos los riñones. Su función la llevaba a cabo una especie de filtro muy simple y muy eficiente que estaba unido a la pared ventral del peritoneo. Hallamos un órgano similar cuando realizamos la autopsia de la pobre Glenda Spooner. Al lado de este órgano estaban las suprarrenales, aparentemente transferidas allí desde su lugar normal, es decir, por encima de los riñones originarios. Y en esa misma posición encontramos ubicadas las suprarrenales de Amy, no encima de los nuevos riñones. En una fascinante secuencia de tres días, vimos cómo esos riñones terminaban de formarse y comenzaban a funcionar, mientras el órgano substituto que había estado cumpliendo la función de ellos se atrofiaba y dejaba de trabajar. Pero, sin embargo, seguía allí, listo.

  El punto culminante del estudio fue cuando le indujimos terror, con una vivida abreacción de los hechos en la sala de grabación el día que Katherine murió. Que Dios bendiga a Amy. Cuando se lo sugerimos, sonrió y dijo: ¡Adelante!

  Pero esta vez se hizo en condiciones de laboratorio, con una cámara de alta velocidad para observar detenidamente los acontecimientos. ¡Dios mío, qué acontecimientos!

  La película mostraba el sereno rostro de Amy mientras dormía, con su inmaculado halo de campo psíquico, que estaba arrastrando a su subconsciente hasta ese horrible momento en la sala de grabación. Nos dimos cuenta de que había llegado a ese instante por la ansiedad, la tensión, la sorpresa y el Shock que se manifestaron en su rostro. ¡Glenda! gritó. ¡Vea buscar a Joe! y entonces...

  Al principio parecía como si estuviera haciendo una mueca sacando la lengua. Era una mueca, sin lugar a dudas, la máscara del más puro y absoluto terror, pero aquello no era una lengua. Salía y salía, con una increíble rapidez aun en los cuadros lentos de la cámara de alta velocidad. En la parte más ancha, el diámetro no superaba los cinco centímetros; el largo... unos veinticinco metros. Salía de su boca como una flecha, y mientras estaba en el aire se contrajo hasta adoptar aquella forma aproximadamente esférica que habíamos visto antes. Golpeó contra la red que los médicos habían preparado y cayó en un recipiente de plástico, en el que saltó y saltó y sudó, se fue deshaciendo, desangrando, hasta que murió. Trataron de mantenerla con vida, pero no estaba hecha para vivir más que unos pocos minutos.

  Al efectuar la disección, descubrieron que contenía todos los nuevos órganos de Amy, en un estado lamentable. Cualquier órgano abdominal puede ser comprimido hasta un diámetro de menos de cinco centímetros, pero no si se espera que vuelva a funcionar. De estos órganos no se esperaba eso.

  La cosa estaba cubierta con una capa de tejido muscular, y llena de dos tipos de ganglios: motores y sensorios. Saltaba hasta que hubiera suficientes de estos ganglios para permitirle seguir saltando, que es precisamente lo que hacía el sistema motor. Era geotrópica, y podía variar sus espasmos musculares para avanzar hacia cualquier cosa a su alrededor que viviera y tuviese sangre caliente, y esa era la función que desempeñaba el primitivo sistema sensorio.

  Y por fin pudimos descartar las cincuenta o sesenta teorías que se habían planteado y decidirnos por una: que los primates de Mullygantz II tenían la característica, al igual que nuestro pepino de mar, de expulsar las vísceras cuando se asustaban, y de volver a desarrollar nuevos órganos; que en una criatura primitiva esto era tan solo un principio de supervivencia, y cuanto más compleja la materia expulsada más probabilidades tenía el animal de sobrevivir. Tal vez había comenzado con algo tan simple como el lagarto que desecha un segmento de la cola, que permanece en el suelo y solo serpentea un poco para distraer al perseguidor, y esta especie había desarrollado el sistema no para distraer sino para atraer y finalmente atacar. Es cierto que se necesitaba una increíble cantidad de forraje para que un animal pudiera alimentarse de manera tal que sus vísceras volvieran a formarse, pero para los primates, animales vegetarianos, en una tierra fértil como la de Mullygantz II, esto no representaba ningún problema.

  El único problema que quedaba por resolver era cómo exactamente la gente de la nave se había contagiado. Y eso lo aclararon los informes. En el caso de Clement fue la mordedura de un primate; Amy y Glenda se contagiaron de Clement; los Flent pueden no haberla tenido jamás. ¿Significaba eso, entonces, que Clement había mordido a las dos chicas? Amy dijo que no, y los experimentos demostraron que el factor activante pasaba inmediatamente de cualquier tejido mucoso a otro. Una mordedura podría producir el contagio, pero sería lo mismo con un beso. Lo cual no explicaba el caso del único miembro de la tripulación que había contraído el estado. Y tampoco explicaba qué clase de característica de supervivencia era esta, que podía ser transmitida como una infección virósica, aun entre distintas especies.

  Pero durante aquellas seis semanas de cuarentena encontramos una respuesta inclusive para esta pregunta. Forzando un poco las cosas, uno podía decir que se trataba de un virus. En todo caso era un organismo filtrable que, como el mosaico del tabaco o el moho del cieno, poseía un principio de organización. Se lo podía llamar un bioide, o una acción bioquímica compleja, básicamente algo no vivo. Se lo podía llamar un simbionte. Los simbiontes con frecuencia se preocupan de que los anfitriones sobrevivan.

  Una vez dentro de un cuerpo, estas criaturas se multiplicaban hasta que podían organizarse, y entonces empezaban a trabajar sobre el anfitrión, especialmente sobre su tejido conjuntivo y fibras musculares. Separaban las fibras musculares a todo lo largo del peritoneo y del diafragma, cubriendo las entrañas con una capa, y con otra el exterior. Duplicaban las funciones orgánicas con sus diminutos y primitivos órganos y glándulas substitutos. Enganchaban el intestino delgado con la pared del estómago y el recto, y también, en una decena de lugares, con sus nuevas estructuras orgánicas. Después, aparentemente, dejaban de interferir.

  Cuando surgía una emergencia, cada músculo en el abdomen y en la garganta cooperaba en un único y sincronizado espasmo; las entrañas, enfundadas en fibra muscular y salpicadas con ganglios nerviosos, se comprimían hasta formar un largo tubo y salían despedidas como un proyectil. Instantáneamente el abdomen, revisado y corregido, se ponía a trabajar, perforando el nuevo píloro, sellando el viejo, y poniendo en funciones el conjunto de substitutos simples. Y en tanto se recibiera suficiente material de construcción lo suficientemente rápido, daba comienzo una operación reconstructiva a enorme velocidad, sobre la base de quién sabe qué esquema grabado en quién sabe qué memoria celular, hasta que en menos de dos meses el contenido original del abdomen, más la revisión, quedaba duplicado, y todo estaba listo para la próxima emergencia.

  Luego descubrimos que a pesar de su increíble y complejo dominio sobre su propia vida y la de sus anfitriones, no poseía ninguna defensa frente a una de las más viejas herramientas terapéuticas de la humanidad, el gabinete febril RF. Una fiebre de 42° C, inducida por alta frecuencia y mantenida durante siete minutos lo eliminaba como si no hubiera existido nunca, y descubrimos que los redaños "revisados" eran en todo sentido tan buenos como los originales, si no mejores (porque los órganos dañados eran reemplazados por otros sanos, si es que quedaba de ellos lo bastante como para exhibir la estructura original), y que conservando un cultivo del "virus" de Mullygantz disponíamos del tratamiento drástico y definitivo para cuarenta y tantos tipos de cáncer abdominal, ¡inclusive dos tipos para los cuales no se conocía cura!

  Así fue cómo perdimos el planeta, y lo volvimos a ganar con ventaja. Podíamos provocar esta cosa, curarla, diagnosticarla y usarla, y el nuevo mundo se hallaba abierto otra vez. Y esa parte de la historia, como probablemente sabes, es la que fue transmitida por todos los noticones y notisores, por lo cual ahora me saludan todos los taxistas y porteros...

  -¡Pero el noticón dijo que no ibas a abandonar la base hasta el mediodía de mañana! -dijo Sue luego de que yo le recitara todo esto, quitando por fin su peso de mi pecho de una sola vez.

  -Por supuesto. Eso fue lo que les dije. Escuché rumores de un desfile y discursos y quién sabe qué otra cosa más, y yo solo quería volver a casa junto a mi muñequita que camina, habla, se moja y hace burbujitas.

  -Qué tonto eres.

  -Ven aquí.

  Sonó el timbre.

  -Voy yo -dije- y los echaré a patadas. Seguramente es un periodista.

  Pero Sue ya se había levantado.

  -No, no. Atenderé yo. Tú quédate aquí y termina tu trago. -Y antes de que pudiera detenerla entró corriendo y atravesó el corredor hasta el vestíbulo.

  Reí entre dientes, terminé mi cerveza y me levanté para ver quién era el pesado que venía a molestar. Me había quitado los zapatos, de modo que supongo que no hice ningún ruido. Aunque no fue necesario. Purcell daba gritos con su voz más desgarbada y vulgar.

  -Qué te parece si vamos a tumbarnos un rato, Susie, antes de que tu astronauta termine con sus agasajos y recepciones mañana. ¿Me extrañaste, preciosa? -Y mientras hablaba, Sue, implorante, trataba de cerrarle la boca con las manos.

  Tal vez corrí, no lo sé. Lo cierto es que estaba allí, justamente detrás de ella. No dije nada. Purcell me miró y se puso pálido.

  -Capitán...

  Y en el espejo de la sala que estaba detrás de Purcell, los ojos de Sue se encontraron con los míos. No sé qué vio en mi cara, pero en la de ella vi la máscara del horror.

  En el pequeño espacio entre Purcell y Sue, algo apareció. Golpeó a Purcell y lo arrojó contra el espejo, y él se deslizó hasta el piso en un charco de sangre, ácido maloliente y vidrios rotos. Sue retrocedió, asqueada, y cayó en mis brazos. La hice a un lado para poder mirar esa cosa deshecha y sangrante que saltaba y saltaba en el piso hasta que por fin se acomodó sobre el tibio órgano vivo más cercano: la cara de Purcell.

  Dejé que Sue observara la escena y luego crucé la habitación hasta el teléfono para llamar al comandante.

  -Habla Gargan -dije sin apartar los ojos de lo que sucedía-. Escucha, Joe, acabo de descubrir que Purcell mintió cuando dijo dónde había estado aquella primera vez que los dejé en libertad. También descubrí por qué mintió. -Durante algunos segundos no pude recobrar el aliento-. Envía un coche fúnebre y también una ambulancia, y dile a Harry que se prepare para otro abdomen vacío... Sí, dije, un muerto. ¡Purcell, maldita sea! ¿Cómo tengo que explicártelo? -rugí en el auricular, y colgué.

  -Supongo que Purcell se habrá sentido muy feliz de reírse de mí de esa manera -le dije a Sue, que se abrazaba, con fuerza el vientre achatado-. Primero esa indefensa catatónica de Glenda en el camino de regreso a casa, y luego tú. Espero que la hayas pasado bien, querida.

  Había muy mal olor allí dentro, así que me fui. Salí y volví a pie a la base. Tardé unas diez horas. Cuando llegué allá me dirigí al cuerpo médico para mi cura con el gabinete febril y para pensar un poco sobre chicas con agallas... en ambos sentidos. Y comencé a esperar. Pronto volverían a habilitar Mullygantz II, y pensé que tal vez podría buscar a una chica que tuviera reda... que tuviera la valentía de volver allá conmigo. Una chica con agallas (vísceras), como Amy.

  O quizás Amy...

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