Jirel de Joiry es la primera heroína del género de espada y brujería de la historia; escrita, además, por una mujer: Catherine Lucille Moore, mejor conocida por C. L. Moore, denominación que no permitió que, en un principio, se supiera que era una autora ya que el medio pulp estaba dominado por la presencia masculina. Su primer relato, El beso del Dios Negro, se publicó en Weird Tales, en su número de octubre de 1934, que incluso le dedicó la portada, ilustrada por Margaret Brundage.
C. L. Moore era un nombre muy conocido por los lectores de Weird Tales, que eran seguidores devotos de su anterior personaje, Northwest Smith.
En “El beso del dios negro” (The Black God’s Kiss), su primera aventura se nos muestra a Jirel sin que se nos explica de su pasado- Jirel ejerce como dueña y señora de sus dominios y respetada por sus hombres, quienes no dudan en seguirla al combate. También, como señora feudal que es, ha conocido el amor y numerosos amantes a los que, siempre, elige ella.
Cuando comienza el relato, Jirel ha caído en manos de Gillaume, que se sienta en el estrado y le arranca un beso forzado, no consentido. No puede haber mayor injuria para Jirel en tales momentos, tras ser vencida y derrotada, que la vejación de ser besada a la fuerza por quien es su conquistador. Esta afrenta hace que Jirel busque un arma para acabar con Gillaume aunque para eso tendrá que ir al mismo infierno (o lo que ella considera el infierno).
Al espigado defensor de Joiry lo llevaron entre forcejeos dos hombres de armas, que no dejaban de tirar con firmeza de las cuerdas con que habían atado los brazos cubiertos de malla de su cautivo. Labraban su camino entre montículos de muertos, mientras cruzaban la gran sala hacia el estrado donde se sentaba el vencedor, y en dos ocasiones estuvieron a punto de resbalar en la sangre que manchaba las baldosas del suelo. Cuando hicieron un alto ante la enmallada figura del estrado, el defensor de Joiry respiraba pesadamente. La voz que resonó cavernosa, constreñida por el yelmo, expresaba furia y desesperación.
El victorioso Guillaume se apoyó en su poderosa espada, con las manos cruzadas sobre su guarda, y, desde toda su altura, dominó con una mueca al enfurecido cautivo que estaba a sus pies. Hombre de gran estatura, Guillaume parecía aun más alto con su armadura ensangrentada. Había sangre en su duro rostro surcado de cicatrices, y una sonrisa lobuna partía en dos su bien cuidada y corta barba.
Parecía a un tiempo espléndido y peligroso, apoyado sobre su espadón, mientras sonreía al derrotado señor de Joiry, quien no cesaba de debatirse entre los impasibles hombres de armas.
—Despojadme a ese cangrejo de su caparazón —dijo Guillaume con su voz profunda e indolente—. Veamos qué cara tiene el individuo que nos ha presentado semejante batalla. ¡Fuera ese yelmo!
Para aquella última orden fue necesario un tercer hombre que cortase las enlazaduras del yelmo de hierro, ya que el debatirse del señor de Joiry era demasiado fiero, incluso teniendo ambos brazos atados, para que uno cualquiera de los dos guardias se atreviese a soltarle. Hubo un momento de dura pelea; después, las enlazaduras se partieron y el yelmo rodó pesadamente sobre el enlosado de piedra.
La blanca dentadura de Guillaume rechinó en un juramento inducido por la sorpresa, y él se quedó con la mirada perdida. La castellana de Joiry le devolvió la mirada, con la roja cabellera en desorden y sus salvajes y dorados ojos como de león ardiendo de cólera.
—¡Qué Dios te maldiga! —rezongó la castellana de Joiry, sin apenas despegar los labios—. ¡Qué Dios marchite tu negro corazón!
Guillaume apenas la escuchó. Seguía mirándola fijamente, como era usual entre todos los hombres que veían por primera vez a Jirel de Joiry. Ella era tan alta como la mayoría de los hombres y tan salvaje como los más salvajes de todos ellos. La conquista de Joiry le daba la suficiente amargura para romperle el corazón mientras seguía mascullando maldiciones contra su alto conquistador. El rostro que sobresalía de su cota de malla quizá no hubiese cuadrado con un tocado femenino, pero bajo el marco acerado de su armadura poseía una belleza tan nítida como el filo de una hoja de acero, tan vívida como el chocar de las espadas. Su cabellera roja ardía sobre su cabeza alta y desafiante, y la dorada llama de sus ojos mostraba tanta furia como fuego el crisol.
La mirada fija de Guillaume fue fundiéndose lentamente en una sonrisa. Una tenue luz se insinuó en el fondo de sus ojos cuando recorrió con su bien ejercitada vista las largas y fuertes formas de la joven. La sonrisa se hizo más amplia y, de repente, exploto en una enorme carcajada, casi un bestial mugido de diversión y placer.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó, con un rugido—. ¡Buena bienvenida para un guerrero! ¿Qué es lo que ofreces, preciosa, a cambio de tu vida?
Ella le lanzó otra maldición.
—¿Ésas tenemos? ¡Cuán feas palabras para tan hermosa boca, mi señora! No negaremos que mantuvisteis una brava batalla. Ningún hombre lo hubiera hecho mejor, aunque muchos sí peor. Pero contra Guillaume… —hinchó su espléndido pecho y le dirigió una mueca desde la espesura de su apuntada barba—. Ven a mí, preciosa —ordenó—. Creo que tu boca será más dulce que tus palabras.
Jirel lanzó uno de sus talones calzados con espuelas sobra la tibia de uno de los guardias y se liberó de su presa mientras él aullaba, alcanzando con una rodilla de hierro el abdomen del otro. Ya se había escapado de ellos y dado tres largos pasos hacia la puerta antes de que Guillaume la capturase. Sintió sus brazos rodearla desde atrás y lanzó en un fútil asalto sus dos talones armados contra la pierna acorazada de él, retorciéndose como una loca, defendiéndose con rodillas y espuelas, luchando desesperadamente con las cuerdas que aprisionaban sus brazos.
Guillaume rió y le obligó a darse la vuelta, para hundir su mirada burlona en el resplandor llameante de los dorados ojos de ella. Luego, deliberadamente, puso un puño bajo la mandíbula de la joven y levantó su boca hasta la altura de la suya. Las roncas maldiciones cesaron.
—¡Por el Cielo! ¡Es como besar la hoja de una espada! —dijo Guillaume, despegando finalmente sus labios.
Jirel musitó algo que fue felizmente sofocado mientras lanzaba la cabeza a uno y otro lado, como una serpiente dispuesta a atacar, hasta que hundió los dientes en su cuello. Y sólo por una fracción de pulgada no acertó en la yugular.
Guillaume no dijo nada. Agarró la cabeza de ella con mano firme, a pesar de sus salvajes contorsiones, y hundió profundamente sus dedos de acero en las articulaciones de sus mandíbulas, obligándole implacablemente a que mantuviera apartados de él sus dientes. Cuando la liberó, mantuvo durante un instante su mirada en el dorado infierno de sus ojos. Su ardor habría bastado para caldear su rostro cruzado de cicatrices. Esbozó una mueca y alzó su mano exenta de guantelete, para, con un fuerte puñetazo, enviarla sin sentido hasta el centro de la habitación. Y allí quedó ella, inmóvil sobre las losas.
2
Jirel abrió los ojos en medio de la tiniebla. Permaneció quieta durante un instante, haciendo acopio de sus dispersos pensamientos. Paulatinamente fue recobrando la memoria. Entonces apagó sobre su brazo un sonido que era mitad maldición y mitad sollozo. Joiry había caído. Durante un tiempo yació rígida en la oscuridad, obligándose a reconocer lo sucedido.El sonido de unos pies desplazándose sobre la piedra, cerca, la sacó de aquella aflicción momentánea. Se incorporó precavidamente, palpando a su alrededor para determinar en qué parte de Joiry había sido encerrada. Supo que el sonido que acababa de escuchar debía proceder de algún centinela, y, gracias al lóbrego relente de tanta oscuridad, supo que se encontraba bajo tierra. En una de las más pequeñas de las mazmorras, por supuesto. Se levantó en el más cuidadoso de los silencios, mascullando una maldición en el instante en que sintió que se le iba la cabeza, aunque sólo fue el aviso de una fuerte jaqueca. En la completa oscuridad comenzó a recorrer la celda.
No tardó en llegar hasta el pequeño escabel de madera que descansaba en un rincón. Entonces se dio por satisfecha. Agarró una de sus patas con mano firme y prosiguió su silencioso avance pegada a la pared hasta que consiguió localizar la puerta.
El centinela recordó haber oído la más desgarradora llamada de socorro de toda su vida, y haber descorrido el cerrojo de la puerta. Pero después, hasta el momento en que le encontraron con el cráneo fracturado, echado dentro del calabozo, que estaba cerrado por fuera, no pudo recordar nada más.
Jirel subió sigilosamente por las sombrías escaleras de la torre norte con el crimen en su corazón. Durante su vida había conocido muchos odios insignificantes, pero ninguno de ellos había suscitado en ella tamaño ardor. En medio de la noche, ante sus ojos, podía ver la risa burlona del curtido rostro de Guillaume, su corta barba puntiaguda hendida por la blancura de su sarcasmo. Aún sentía sobre sus labios la presión de los suyos, y en todo su cuerpo el vigor de sus brazos. Entonces la inundó una explosión tan grande de furia ardiente, que titubeó ligeramente y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse. Prosiguió su camino en medio de una neblina de roja ira, con algo parecido a la locura quemándole el cerebro, mientras una especie de decisión iba cobrando forma lentamente, a partir del caos de su odio. Cuando aquello se concretó en un pensamiento, volvió a detenerse en medio de la escalera y fue consciente del leve soplo helado que caía sobre ella. Al terminarse éste, se estremeció ligeramente, se encogió de hombros y prosiguió su ascenso, con una sonrisa lupina.
A través de las saeteras de las paredes pudo ver las estrellas y deducir que debía de ser cerca de medianoche. Prosiguió su cuidadoso avance escaleras arriba y no encontró a nadie. Su pequeña habitación en lo más alto de la torre se hallaba vacía. Incluso el jergón de paja donde solía dormir su sirvienta no había sido usado aquella noche. Jirel se desembarazó sola de su armadura como mejor pudo, tras muchos esfuerzos y contorsiones. Su camisa de ante estaba tiesa de sudor y manchada de sangre. La arrojó con desdén a un rincón. La furia de sus ojos ya se había enfriado, convirtiéndose en una llama contenida y secreta. Se sonrió mientras deslizaba sobre su desmelenada cabeza pelirroja una camisa limpia de ante, que luego cubrió con una corta loriga. Ajustó sobre sus piernas las grebas de algún olvidado legionario, reliquia de los no muy lejanos días del pasado, cuando Roma aún dominaba el mundo. Atravesó un puñal entre su cinturón y aferró con ambas manos su larga y pesada espada. Lugo bajó por la escalera que antes había subido.
Sabía que aquella noche la gran sala había debido de acoger orgías y festines, pero en aquellos momentos el silencio caía tan a plomo sobre ella que podía asegurar que la mayoría de sus enemigos aún yacían en los ensueños de la embriaguez. Entonces sintió un fugaz sentimiento de pesar por tantos galones malgastados de buen vino francés. A través de su mente llameó el pensamiento de que una mujer decidida con una espada afilada podría hacer bastante daño entre los embriagados durmientes, antes de ser reducida. Pero dejó a un lado aquella idea, pues Guillaume no se habría olvidado de apostar centinelas y ella no podía arriesgar tan banalmente su secreta libertad.
Descendió por las oscuras escaleras y cruzó uno de los rincones de la vasta sala central cuya tiniebla podía asegurar que ocultaba durmientes que lo eran debido al vino. Desde allí llegó hasta la penumbra algo menor de la austera capillita que era su mayor orgullo. Confiaba en encontrar en ella al padre Gervasio. No se confundió. Él se levantó de su posición de rodillas ante el altar, oscuro en sus manteos, la luz de las estrellas que se filtraba a través de la estrecha ventana iluminando su tonsura.
—¡Hija mía! —susurró—. ¡Hija mía! ¿Cómo has escapado? ¿Debo buscar una montura para ti? Si puedes evitar los centinelas, estarás al amanecer en el castillo de tu primo.
Ella le detuvo, alzando una de sus manos.
—No —dijo—. No salgo esta noche. Debo hacer un viaje aun más peligroso. Padre, vuestra bendición.
Él se quedó mirándola fijamente.
—¿De qué se trata?
Se arrodilló ante él y agarró la áspera estameña de su hábito con dedos apresurados.
—¡Os digo que me bendigáis! Esta noche he de bajar al Infierno para pedir un arma al Diablo, y pudiera ser que nunca regresase.
Gervasio se agachó y estrechó sus hombros con manos temblorosas.
—¡Mírame! —ordenó—. ¿Sabes lo que estás diciendo? Vas a bajar…
—¡Al Infierno! —repitió la joven con firmeza—. Sólo vos y yo conocemos el camino, padre, y ni siquiera nosotros podemos estar seguros de lo que hay allá abajo. Pero para conseguir un arma contra ese hombre sería capaz de aventurarme en peligros aun mayores.
—Si yo pensara que lo ibas a intentar realmente —susurró el fraile—, ahora mismo despertaría a Guillaume y te dejaría en sus brazos. Sería una suerte más halagüeña, hija mía.
—Precisamente es para escapar de él por lo que atravesaré el Infierno —replicó ella con voz ronca—. ¿No podéis comprenderlo? ¡Oh! Dios sabe que soy inocente en el sendero de los amoríos… ¡Pero ser el capricho de cualquier hombre para una o dos noches… antes de que me tuerza el cuello o me venda como esclava… y, además, si se trata de Guillaume! ¿No podéis comprenderlo?
—Lo ocurrido ya es en sí suficiente vergüenza —asintió Gervasio—, pero, ¡piensa, Jirel!, pues para esa vergüenza hay expiación y absolución, y para esa muerte las puertas del Cielo se abren de par en par. Pero para esa otra… ¡Jirel, Jirel, jamás podrás salir de allí durante toda la eternidad, tanto en cuerpo como en alma, si te atreves a bajar… allí!
Ella se encogió de hombros.
—¡Para satisfacer mi venganza en la persona de Guillaume iría al mismísimo Infierno, aunque supiera que debería arder en él para siempre!
—Pero, Jirel, no creo que lo comprendas. Hay un destino peor que el de las más profundas y llameantes simas del Infierno. Se halla más allá de las fronteras de los infiernos que conocemos. Y pienso que las más ardientes llamas de Satanás serían como el aliento del Paraíso comparadas con lo que puede haber allá abajo.
—Lo sé. ¿Creéis que me aventuraría allá abajo si no estuviera segura? ¿Dónde podría encontrar un arma como la que necesito sino fuera de los dominios de Dios?
—¡Jirel, no lo hagas!
—¡Lo haré, Gervasio! ¿Me bendeciréis de una vez?
Los ardientes ojos ambarinos relampaguearon ante los de él, como centellas bajo la luz estrellada. Instantes después, el fraile inclinó la cabeza.
—Sois mi señora. Os daré la bendición de Dios. Pero de nada os valdrá… allá abajo.
3
Volvió a bajar al subterráneo. Recorrió durante un largo trecho la más completa negrura, pisando piedras que rezumaban humedad y que olían a moho, dominada por una oscuridad que jamás había visto la luz del día. En cualquier otro momento se habría sentido un poco asustada, pero aquella incesante llama del odio que ardía detrás de sus ojos era la antorcha que iluminaba su camino. Además, no podía expulsar de su memoria la sensación de los brazos de Guillaume abrazando su cuerpo, la degradante presa de sus labios sobre su boca. Gimoteó un poco, pero para sí, y el ardiente sabor del odio la embargó.
Finalmente, en la compacta negrura, llegó ante un muro y comenzó a retirar las piedras sueltas con su mano libre, pues no quería dejar la espada en el suelo. Como jamás habían recibido mortero, salieron fácilmente. Cuando hubo despejado el camino, metió dentro los pies y observó que éstos descansaban sobre una rampa de piedra pulimentada que se hundía bajo el suelo. Apartó los detritos del agujero que había practicado en la pared y lo ensanchó de suerte que le permitiera poder pasar enseguida; pues cuando estuviera de vuelta —si es que volvía—, quizá necesitara poder salir de allí rápidamente.
Al terminarse la pendiente, se arrodilló en el frío pavimento y palpó a su alrededor. Sus dedos encontraron el contorno de un círculo perfectamente cortado en la roca. Prosiguió hasta que descubrió una anilla en su centro. Era del metal más frío que jamás hubiera encontrado, también el más suave al tacto. No pudo reconocerlo. La luz del día jamás había iluminado un metal semejante.
Tiró de la anilla. La piedra se le resistió, y se vio obligada a coger su espada con los dientes y a tirar de la anilla con las dos manos. Incluso así, estaba trabajando al límite de sus fuerzas, y eso que ella era tan fuerte como varios hombres. Pero al fin se levantó, con un extraño sonido similar a un sollozo, y un pequeño escalofrío que le puso la carne de gallina recorrió su cuerpo.
Entonces volvió a coger la espada en su mano y se arrodilló ante el borde de la invisible negrura de más abajo. Ya había recorrido antes aquel camino, pero sólo en una ocasión, y jamás había pensado sentirse tan apremiada en la vida para tener que bajar de nuevo por él. El camino era el más extraño que jamás había seguido. Creía que no había en el mundo otro parecido. No estaba construido para que los pies del hombre se aventurasen por él, de hecho no estaba construido para ningún tipo de pie. Era un túnel estrecho y pulimentado que daba vueltas y más vueltas en espiral. Una serpiente hubiera podido deslizarse en su interior y bajar por él, dando vueltas y más vueltas en vertiginosos círculos; pero ninguna de las serpientes de la Tierra era lo suficientemente voluminosa para colmar aquel túnel. No eran transeúntes humanos quienes habían desgastado las paredes de aquella espiral al punto de dejarlas tan lisas, y Jirel no se molestó en especular acerca del tipo de criaturas que hubieran podido hacer aquel trabajo durante incontables eras de pasar por ella.
Jamás hubiera podido hacer aquella lejana incursión al mundo inferior, ni nadie después de ella, si algún ser humano desconocido no hubiese tallado los asideros que hacían posible el descender lentamente; por esto ella pensaba que debía haber sido un humano. De cualquier modo, los asideros estaban groseramente tallados para las manos y los pies, y no demasiado espaciados entre sí. Pero respecto al quién, cuándo y cómo, eso ya era algo que no se atrevía ni a imaginar. Y en lo referente a los seres que habían construido el túnel, en eras olvidadas desde antaño…, bueno, en la Tierra ya había habido demonios antes del hombre, pues el mundo era muy viejo.
Se tumbó boca abajo y aventuró los pies en el curvado túnel. La vez anterior había bajado con Gervasio, ambos cubiertos de sudor frío por el pensamiento de lo que podrían encontrar allí, y con los demonios tirándoles de los talones. En el momento presente se dejaba caer, sin preocuparse de encontrar los asideros para los pies, dando rápidamente vueltas y más vueltas a lo largo de las espirales, con sólo sus manos para aminorar la velocidad cuando ésta se hacía demasiado rápida. Así iba girando más y más, dando vueltas y más vueltas.
El camino hasta abajo era muy largo. Antes de que hubiera llegado lejos, el curioso vértigo que ya había sentido anteriormente le sobrevino, un vértigo que no se debía completamente a las espirales que recorría en sus giros, sino a un desequilibrio más profundo, a nivel atómico, como si no solamente ella, sino las substancias que la rodeaban se estuviesen transformando. Había algo inusual en la curvatura de aquellas espirales. Jirel no era una estudiosa de la geometría o de otras materias afines, pero eso no le impedía sentir intuitivamente que la curvatura y la pendiente de la trayectoria que seguía eran diferentes de cualesquiera otras que hubiera conocido con anterioridad. Ambas la conducían a lo desconocido y a la tiniebla, pero a ella le parecía, un tanto oscuramente, que la llevaban a una negrura y a un misterio mayores que los meramente físicos, como si, aunque este concepto no pudiera ser acogido con claridad en sus pensamientos, las peculiares y precisas líneas del túnel hubieran sido calculadas cuidadosamente tanto para conducir a un espacio multidimensional como a lo que había bajo tierra y quizá también a través del tiempo. Jirel no fue consciente de tener esos pensamientos, pues a su alrededor todo era un vértigo lleno de bruma mientras ella seguía bajando y dando vueltas. Entonces supo que el camino que seguía la llevaba hacia un viaje más extraño que cualquier otro que hubiera podido hacer de cualquier otra manera.
Seguía bajando. Se deslizaba velozmente, pero ella desconocía hasta cuándo. En su primer viaje, ella y Gervasio se habían sentido asustados ante el corredor en espiral y lo interminable que les había parecido. Al pensar en la larga ascensión del viaje de regreso, habían decidido detenerse antes de que fuese demasiado tarde. Pero se encontraron con que les era imposible. Una vez en marcha ya no se podía parar. Ella lo había intentado, y entonces unas oleadas de un cansancio indefinible la sumergieron, al punto de llevarla casi a la inconsciencia. Fue como si intentasen detener algún proceso inexorable de la naturaleza. Sólo podían seguir adelante. Los mismísimos átomos de sus organismos chirriaban de rebelión contra una inversión del proceso.
Pero el camino hacia arriba, cuando volvieron, no fue penoso. Se habían imaginado tener que ascender por curvas interminables capaces de partirles la espalda, pero un vez más la singular diferencia de aquellas curvas con las que ellos conocían fue puesta de manifiesto. De un modo extraño, parecían desafiar la gravedad, o, quizá, conducirlos por algún camino fuera de su acción. Durante el regreso sintieron náuseas y mareos, como cuando la ida, pero a través de las brumas de su confusión les pareció que se habían deslizado en el túnel hacia arriba con la misma facilidad con que lo habían hecho hacia abajo; o quizá que, una vez en el túnel, ya no había arriba ni abajo.
El recorrido fue haciéndose gradualmente horizontal. Era la parte de más difícil acceso para un ser humano, aunque debía de haber aumentado la velocidad de cualesquiera que fuesen los seres para los que se había practicado el túnel. Era demasiado estrecho para que ella se pudiese volver, y no tenía más remedio, ayudándose con los pies, que ponerse boca abajo en la pulida horizontalidad del pavimento y empujarse con las manos. Se sintió a gusto cuando sus talones, que exploraban el suelo, encontraron un espacio abierto; entonces se deslizó fuera de la trayectoria marcada por el túnel y se levantó en medio de la oscuridad.
Allí se detuvo un instante para hacer acopio de todas sus ideas. En efecto, aquélla era la entrada del largo pasadizo que ella y el padre Gervasio habían tomado en aquel lejano viaje de exploración. Sólo por puro accidente habían descubierto aquel lugar, y sólo la posterior audacia les había llevado hasta allí. Él había recorrido mayor distancia que ella —por entonces Jirel era más joven, y más susceptible a la autoridad—…, pero había vuelto con el rostro pálido bajo la luz de su antorcha, instándole a volver a subir por el túnel a toda prisa.
Ella avanzaba cuidadosamente, tanteando el camino, recordando que ya se había visto sola en la oscuridad no hacía mucho, y preguntándose, aun a su pesar y con una pequeña congoja en el corazón, qué pudo ser lo que obligó al padre Gervasio a regresar tan precipitadamente. Jamás se había dado por satisfecha del todo con sus explicaciones. ¿Era aquél el lugar o quizá un poco más adelante? La quietud era como un rugido en sus oídos.
Entonces, la tiniebla se movió delante de ella. Era justamente, como el vasto e imponderable desplazamiento de la oscuridad hecha materia. ¡Cristo! ¡Eso era nuevo! Agarró con una mano la cruz de su garganta y con la otra la empuñadura de su espada. Luego aquello se le echó encima, tan consistente como un huracán, haciéndole girar y lanzándola contra las paredes, resonando en sus oídos como mil vientos diabólicos. Un salvaje ciclón de la oscuridad que la abofeteaba inmisericorde, arrancando su flotante cabellera y delirando en sus oídos con la miríada de voces de todas las cosas olvidadas que se lamentan en la noche. Las voces movían a conmiseración por su terror y soledad. Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras se estremecía por un espanto sin nombre, pues aquel vendaval se hallaba animado de un instinto lleno de horror, era una cosa animada que recorría la tiniebla del subsuelo, una cosa impía que le ponía la carne de gallina, aunque le llegase al corazón con sus lastimeras y perdidas vocecillas que se quejaban en el viento, allí donde era imposible que ningún viento pudiese existir.
Y entonces desapareció. Lo hizo en menos de un abrir y cerrar de ojos, sin dejar siquiera un murmullo que recordara su paso. Sólo en el mismo corazón del vendaval hubieran podido oírse las tristes vocecillas quejándose o el salvaje quejido del viento. Jirel se descubrió a sí misma en pie, llena de estupor, con la espada agarrada aún fútilmente con una mano, mientras las lágrimas se derramaban por su rostro. ¡Pobres vocecillas perdidas que se quejaban! Se libró de sus lágrimas con una mano titubeante y apretó fuertemente los dientes como reacción a la debilidad que la había vencido. Aún transcurrieron unos buenos cinco minutos antes de ser capaz de ponerse en marcha. Apenas dio unos pocos pasos, sus piernas dejaron de temblar.
El suelo estaba seco y aparecía liso bajo sus pies. Descendía suavemente en pendiente, y ella se preguntó hasta qué profundidades insondadas había llegado. El silencio había vuelto a caer tan pesado como antes, y Jirel se descubrió esforzándose en descubrir otro sonido que no fuese el suave caminar de sus propias botas. Luego sus pies se deslizaron sobre una súbita humedad. Se agachó, exploró los alrededores con los dedos extendidos de las manos, y sintió de un modo inexplicable que aquella humedad, si pudiera verla, sería roja. Pero sus dedos siguieron el inmenso contorno de una huella aplastada y con tres dedos, como la de una rana, pero de tamaño monstruoso. La huella era reciente. Entonces tuvo un vívido destello de recuerdo de aquella cosa que había vislumbrado a la luz de las antorchas, cuando el viaje anterior. Pero entonces disponía de luz, mientras que en el momento presente estaba como ciega en la oscuridad, el hábitat natural de la criatura…
Durante un momento dejó de ser Jirel de Joiry, furia vengadora en busca de un arma diabólica, para convertirse en una mujer espantada, sola en la impía tiniebla. Aquel recuerdo había sido tan vívido… Luego vio nuevamente el rostro sonriente y burlón de Guillaume, la nítida barba oscura contorneando su mandíbula, la poderosa dentadura blanca en su risa; y algo ardiente y lleno de poder la recorrió como una sutil llama, de suerte que volvió a ser Jirel, vengadora y resuelta. Prosiguió su avance con más detenimiento, haciendo describir a su espada un molinete cada tres pasos, pues no quería ser sorprendida demasiado pronto por cualquier monstruo de pesadilla que pudiera cogerla entre sus asfixiantes brazos. Pero la carne de su desprotegida espalda se le puso de gallina.
La suave galería proseguía interminablemente. En cada una de sus manos podía sentir las frías paredes. Su espada enhiesta arañaba el techo. Era como reptar por el agujero de un gusano, a ciegas bajo el peso de incontables toneladas de tierra. Sentía la presión de ésta por encima y a su alrededor, aplastándola, y se admiró de encontrarse rezando para que el extremo de aquel túnel hecho para reptar llegase pronto, fuera lo que fuese lo que pudiera traerle.
Pero cuando se terminó, sucedió la cosa más extraña que jamás hubiese pensado Jirel. Súbitamente sintió que cesaba aquella inmensa e imponderable opresión. Ya no era consciente de las toneladas de tierra que se apretaban a su alrededor. Las paredes habían desaparecido. Sus pies tocaron un pedregal aparecido de repente, en lugar del pulimentado suelo. Incluso las tinieblas que habían cubierto sus ojos como una venda habían cambiado, pero de un modo indescriptible. Ya no había oscuridad, sino vacío; no era la ausencia de la luz, sino la simple nada. Los abismos se abrían a su alrededor, pero ella no podía ver nada. Sólo sabía que se encontraba en el umbral de algún espacio inmenso, que sentía cosas innombrables a su alrededor y que batallaba en vago contra aquella nada, que era todo lo que sus fatigados ojos alcanzaban a ver. Y algo le estrechó dolorosamente la garganta.
Alzó la mano y descubrió que la cadena del crucifijo que llevaba al cuello estaba rígida y vibraba. Entonces esbozó un asomo de mueca, pues comenzaba a comprender. El crucifijo. Consciente de que, a su pesar, le temblaba la mano, abrió la cadena y dejó caer al suelo el crucifijo. Luego lanzó un grito entrecortado.
A su alrededor, tan rápidamente como el despertar de un sueño, la nada acababa de abrirse a inimaginables perspectivas. Jirel se encontraba en lo alto de una colina, bajo un cielo sembrado de extrañas estrellas. Abajo vislumbró llanuras brumosas y valles de cimas montañosas que se elevaba a lo lejos. A sus pies, un voraz corro de pequeñas cosas babosas y ciegas saltó hacia ella haciendo resonar sus mandíbulas.
Eran obscenas y difíciles de distinguir de la oscuridad de la falda de la colina. El ruido que hacían daba náuseas. La espada de Jirel se irguió casi por sí misma, y aplastó con furia aquellos pequeños horrores oscuros que comenzaban a trepar por sus piernas. Murieron agachadas, mientras de sus extremidades desnudas y reventadas brotaba un repugnante jugo, y después de que la espada impuso su silencio a algunas, las demás huyeron a la oscuridad con apresurados y espantados jadeos, mientras sus patas hacían sobre las piedras un irreal sonido de chapoteo.
Jirel recogió un puñado de hierba ruda que crecía por los alrededores y limpió sus piernas de los obscenos arañazos, sin dejar de mirar a su alrededor con agitado resuello aquella tierra tan impía que era imposible de ver con un simple crucifijo colgado al cuello. Allí podría encontrar el arma que buscaba, si es que tal cosa existía. A su espalda, en el flanco de la colina, se abría el túnel del que acababa de salir. Sobre su cabeza, las extrañas estrellas relucían. No reconoció una sola constelación. Si los destellos más brillantes eran planetas, ciertamente eran muy extraños, teñidos de violeta, verde y amarillo. Uno era de un carmesí muy vívido, como un punto de fuego. A lo lejos, sobre el ondulado terreno, pudo distinguir una poderosa columna de luz. No ardía, tampoco iluminaba la tiniebla a su alrededor. No arrojaba sombras. Era simplemente una gran columna de luminosidad elevándose hasta muy alto en la noche. Parecía artificial —quizá hecha por el hombre—, aunque poca esperanza tenía Jirel de encontrar hombres en aquel lugar.
A pesar de su temeridad, casi hubiera deseado encontrarse en las tan traídas y llevadas ardientes estancias del Infierno, porque aquella tierra amable e iluminada por las estrellas la desconcertaba y le hacía estar más al acecho. Las cosas que habían construido el túnel no podían ser humanas. No podía contar con encontrar allí a ningún hombre. Estaba un poco sorprendida de hallar un cielo abierto tan lejos bajo tierra, aunque era lo suficientemente inteligente para comprender que, cualquiera que fuese el medio por el que había llegado hasta allí, ya no se encontraba en el interior de la Tierra. Ninguna de las cavidades del planeta hubiera podido contener aquel cielo estrellado. Como Jirel procedía de una era crédula, aceptaba lo que la rodeaba sin hacerse muchas preguntas, aunque se sentía un tanto a disgusto, a decir verdad, por la tranquilidad de aquel brumoso lugar iluminado de estrellas. Las llameantes calles del Infierno, donde tenía que buscar el arma que utilizaría contra Guillaume, quizá fuesen un lugar tan agradable.
Cuando hubo limpiado su espada en la hierba y frotado con ella sus piernas hasta dejarlas limpias, regresó lentamente a la colina. La distante columna la llamaba, y, tras un momento de indecisión, se dirigió hacia ella. No tenía tiempo que perder y aquél era el lugar donde más probabilidades tendría de encontrar lo que buscaba.
La hierba ruda arañó sus piernas y susurró entre sus pies. Jirel tropezaba de vez en cuando en el terreno pedregoso, pues la colina era empinada, pero alcanzó su base sin contratiempos y se lanzó a través de las praderas hacia el resplandor de lejana luminosidad. De algún modo, le pareció que caminaba más ligera. La hierba apenas se aplastaba bajo sus pies, y descubrió que podía dar grandes zancadas, como si tuviera alas en los talones. Aquello parecía un sueño. La gravedad de aquel lugar debía ser inferior a la que ella estaba acostumbrada, pero eso no lo sabía, sólo comprendía que avanzaba a vuelo rasante sobre el terreno con sorprendente velocidad.
De tal suerte atravesó los prados, pisando apenas aquella basta y extraña hierba, así como uno o dos riachuelos que se hablaban sin descanso en un curioso parloteo que era casi un lenguaje, pues, ciertamente, no sonaba como el usual gorgoteo del agua corriendo por la tierra. En una ocasión se adentró en una región de oscuridad, como si se tratara de alguna bolsa o de un vacío en el aire, que atravesó entre jadeos y un entornar de ojos furiosos. Comenzaba a comprender que aquel lugar no era tan normal ni inocente como parecía.
Y siguió avanzando a aquella velocidad prodigiosa, mientras los prados huían hacia atrás ante sus ligeros pies y la luz se hacía gradualmente más cercana. No tardó en divisar una torre cilíndrica de luminosidad apagada, como si unos muros de llama sólida brotaran del suelo. Y aunque le pareció que era consistente, no arrojaba ninguna luminosidad hacia arriba.
Gracias a su vertiginosa velocidad, Jirel alcanzó su meta sin que hubiera transcurrido mucho tiempo. Bajo sus pies el suelo se fue haciendo cenagoso, y el olor de los pantanos no tardó en insinuarse en sus fosas nasales: entre ella y la luz se extendía una banda de terreno poco firme, salpicado de hierba negro-rojiza. Aquí y allá pudo ver moviéndose pequeñas manchas blancas. Quizá fueran bestias, o sólo hilachas de bruma. La luz de las estrellas iluminaba bien poco.
Comenzó a fijarse en dónde ponía el pie, en medio de aquella zona negra y pantanosa. Encontró que el suelo era más firme donde se apelotonaba la hierba, y saltó de penacho de hierba en penacho de hierba, bajo aquella sorprendente luminosidad, sin que sus pies apenas tocaran el negro fango. Aquí y allá unas cansinas burbujas ascendían del limo y se rompían pesadamente. A Jirel no le agradó aquel lugar.
A mitad de camino vio cómo una de las manchas blancas se acercaba a ella con un movimiento lento y errático. Progresaba por elongaciones irregulares, por lo que, en un primer momento, Jirel pensó que era algo inanimado, pues su aproximación era indirecta y sin propósito. Luego se acercó más, con aquella extraña marcha a saltos, haciendo ruidos de succión en el fango y salpicando al avanzar. De repente, a la luz de las estrellas, Jirel vio de qué se trataba, y por un instante el corazón se le paró y la náusea se apoderó irresistible de su garganta. Era una mujer…, una mujer hermosísima cuyo blanco cuerpo desnudo poseía las curvas y el encanto de una estatua de mármol. Se agachaba como una rana, y mientras Jirel la observaba estupefacta, estiró rápidamente las piernas y se impulsó con ellas como hubiera hecho una rana, sólo que más torpemente, cayendo en el fango a muy poca distancia de la mujer que la contemplaba. No parecía que hubiese visto a Jirel. El rostro salpicado de fango era inexpresivo. Siguió avanzando en el limo con saltos inciertos, y Jirel la siguió con la mirada hasta que sólo fue una errática mancha blanca en medio de la oscuridad. Sobreponiéndose a la impresión que aquella visión le había producido, fue creciendo en ella un resentimiento que no comprendía contra el responsable de convertir a una criatura tan adorable como aquélla en algo que vagaba sin rumbo fijo en medio del fango, dando saltos de rana, con mente vacía y mirada de ojos perdidos. Por segunda vez en aquella noche y a medida que proseguía su marcha, Jirel probó el escozor de unas lágrimas a las que no estaba acostumbrada.
Sin embargo, aquella visión le había devuelto la seguridad. La forma humana no era desconocida allí. Quizá hubiera demonios de piel correosa, con pezuñas y cuernos, pero, como ella había casi deseado, no se encontraría a solas con su propia humanidad. Aunque, si todo lo que quedaba de esa otra humanidad no era sino gente desdichada y sin mente como la que había visto… Interrumpió aquel pensamiento. Era demasiado desagradable. Por eso se sintió a gusto cuando se terminó el pantano y dejó de ver las penosas formas blancas que saltaban en medio de la oscuridad.
Se lanzó a través del estrecho espacio que aún mediaba entre ella y la torre. Pudo ver que se trataba de una edificación y que estaba hecha de luz. No consiguió comprenderlo, pero lo vio. Muros y columnas hacían resaltar la torre, sólidos rayos de luz de límites precisos, no radiantes. Al llegar más cerca vio que estaba en movimiento, como si surgiese de alguna fuente bajo tierra, como chorros de agua iluminados que brotasen hacia arriba a gran presión. Sin embargo, intuyó que no se trataba de agua, sino de luz hecha de materia.
Avanzó con precaución, agarrando la espada. El área que rodeaba la base de la tremenda columna estaba cubierta de algo negro y blando que no reflejaba la luz. Hacia afuera surgían los ascendentes muros de luz, de contornos nítidamente definidos. La magnitud de la construcción la empequeñecía a ella hasta límites infinitesimales. Jirel miró hacia arriba con ojos no turbados por aquella maravilla, intentando comprender. Si podía existir algo sólido, hecho de luz concentrada, entonces era aquello.
4
Tuvo que acercarse mucho a la poderosa torre para poder ver claramente los detalles del edificio. Le eran extraños: grandes pilares y arcos que rodeaban la base, y un espléndido portal, hechos de la pujante y aprisionada luz. Momentos después se volvió hacia la entrada, pues la luz tenía una apariencia tangible. No pensó que hubiera podido franquearla aunque se hubiera atrevido a ello.
Cuando aquel tremendo portal se arqueó sobre ella, miró en su interior, espantada por las verdaderas dimensiones del lugar. Le pareció oír el silbido que hacía aquella luz al subir desde abajo. Estaba mirando desde el interior de un gigantesco globo, una sala de forma análoga a la concavidad interior de un burbuja, aunque de radio tan grande que apenas se percató de su curvatura. Y en el mismísimo centro de la esfera flotaba una luz. Jirel parpadeó. Una luz que vivía en una burbuja de luz. Relucía en medio del aire con una estable llama pálida que en cierto modo parecía viva y animada, y más brillante que la serena iluminación del edificio, pues le dolían los ojos si la miraba directamente.
Se detuvo en el umbral y miró sin pestañear, sin atreverse aún a aventurarse en su interior. Y mientras se decidía, la luz sufrió un cambio. Un relámpago rosa tiñó su palidez. El rosa se hizo más profundo y oscuro hasta tomar el color de la sangre. Y la forma de la llama sufrió una extraña alteración. Se alargó, se estiró y se partió en su extremo inferior en los ramales, mientras que de lo alto salían dos zarcillos. El rojo-sangre palideció de nuevo y, en cierto modo, la luz perdió su brillantez, ocultándose en las profundidades de la cosa que se estaba formando. Jirel agarró su espada y se olvidó de respirar, aguardando. La luz estaba tomando la forma de un ser humano, de una mujer, de una mujer alta cubierta de malla, con la rojiza cabellera despeinada y ojos que miraban sin pestañear hacia los ojos duplicados que se hallaban en el portal…
—Bienvenida —dijo la Jirel que se hallaba suspendida en el centro del globo, de voz profunda, resonante y clara, a pesar de la distancia entre ella y su doble.
La Jirel que se hallaba en la entrada contuvo el aliento sorprendida y espantada. Era ella misma hasta en su más mínimo detalle, una Jirel especular… Eso era, una Jirel reflejada sobre una superficie que relucía como un rescoldo, con una luz apenas reprimida, de suerte que sus ojos destellaban con ella. Toda la figura parecía mantener su contorno gracias a un esfuerzo que le impedía volver a convertirse de nuevo en luz pura y sin forma. Pero la voz no era la suya. Vibraba y resonaba con una sabiduría tan extraña como las paredes de luz. Se burlaba de ella. Y dijo:
—¡Bienvenida! ¡Entra en el portal, mujer!
Jirel miró con aprensión los muros que brotaban a su alrededor. Instintivamente se echó hacia atrás.
—¡Entra, entra! —le instó la burlona voz que brotaba de sus mismos labios reflejados. Y hubo una nota en ella que no le agradó:
—¡Entra! —Exclamó de nuevo la voz; pero en esa ocasión era una orden.
Jirel entornó la mirada. Una especie de intuición se insinuó en su espalda. Sin embargo, extrajo el puñal que había deslizado en su cinto y con un rápido movimiento lo lanzó al interior de la gran sala esférica. Golpeó el umbral sin emitir sonido y una brillante luz brotó a su alrededor, tan brillante que ella no pudo ver lo que estaba sucediendo; pero le pareció que el puñal crecía y se hacía grande y neblinoso, rodeado de un halo de luz cegadora. En menos tiempo de lo que se tarda en decirlo, desapareció de su vista, como si los mismísimos átomos que lo componían se hubiesen disgregado y dispersado en la dorada luminosidad de aquella enorme burbuja. La luz cegadora se extinguió al mismo tiempo que el cuchillo, dejando una Jirel aturdida que miraba a un suelo desnudo.
La otra Jirel rió, con risa profunda y sonora, llena de desdén y malicia.
—Quédate fuera, entonces —dijo la voz—. Eras más inteligente de lo que había pensado. Bueno, ¿qué te trae aquí?
Jirel recobró la voz con un esfuerzo.
—Buscaba un arma —dijo—, un arma contra un hombre al que odio tanto que no encuentro sobre la tierra ninguna que me parezca demasiado terrible.
—Así que le odias, ¿eh? —dijo, divertida, la voz.
—¡Con todo mi corazón!
—¡Con todo tu corazón! —repitió la voz, como un eco.
Había un tono oculto de sorna en ella que Jirel no captó. Los ecos de burla recorrieron una y otra vez el gran globo. Jirel sintió que las mejillas le ardían de resentimiento por alguna alusión en aquella burla que no podía descubrir. Cuando los ecos de la risa se desvanecieron, la voz dijo, despreocupada:
—Entrega al hombre lo que encuentres en el templo negro del lago. Yo te lo regalo.
Los labios que eran de Jirel se torcieron en una risa de pura burla; luego, alrededor de aquella figura que era la suya refulgió la luz. Vio sus contornos fundirse fluidamente mientras apartaba sus aturdidos ojos. Pero antes de que los ecos de aquella risa burlona murieran, una luz informe y cegadora ardió una vez más en medio de la burbuja.
Jirel se alejó, tambaleándose bajo la poderosa columna de la torre, cubriéndose sus aturdidos ojos con una mano. Hasta que no llegó al borde del círculo negro mate que cubría el suelo de los alrededores del pilar, no cayó en la cuenta de que no tenía ningún modo de encontrar el lago donde le esperaba el arma. Hasta entonces no recordó lo que se decía acerca de cuán fatal es aceptar el regalo de un demonio. Comprarlo o ganarlo puede ser, pero jamás aceptarlo. ¡Bah!… Se encogió de hombros y echó a andar sobre la hierba. En aquel momento ya debía de estar condenada, sólo por haberse aventurado a bajar por su propia voluntad hasta aquel extraño lugar y con una intención como la que albergaba. Sólo se puede perder el alma una vez.
Volvió el rostro hacia las extrañas estrella y se preguntó por dónde debía ir. El cielo la miró inexpresivo con su miríada de ojos inescrutables. Mientras lo miraba, cayó una estrella fugaz, que ella, en su alma supersticiosa, recibió como un agüero. Por eso echó a andar apresuradamente en dirección al lugar donde el brillante trazo luminoso se había desvanecido. Aquel camino no era flanqueado por ningún pantano, y ella no tardó en deslizarse sobre la hierba con aquel extraño y volante paso que la escasa gravedad de aquel lugar le permitía. Mientras avanzaba iba recordando, como si hubiera pasado mucho tiempo y en otro mundo alejado, la arrogante risa de un hombre y la presión de su boca sobre la suya. El odio burbujeó ardientemente en su interior, rompiendo en sus labios con una risita salvaje de anticipación. ¿Qué cosa espantosa la esperaba en el templo del lago? ¿Qué castigo infernal en espera de ser desatado por su propia mano en la persona de Guillaume? Aunque su alma fuera el precio que debía pagar por ello, lo consideraba un buen negocio, si sólo conseguía borrar aquella sonrisa de su boca y llevar el terror a los ojos que se habían burlado de ella.
Pensamientos como éstos le hicieron compañía un buen rato durante su viaje. No pensó ni por un momento haberse perdido ni sentirse asustada en la sobrenatural tiniebla, a través de la cual no se proyectaba sombra alguna de la poderosa columna que quedaba tras ella. Los prados nunca cambiantes volaban bajo sus pies, tan ligeros como en un sueño. Bien hubiera podido ser la propia tierra la que se movía en lugar de ella, por lo descansadamente que avanzaba. En aquellos momentos tuvo la certeza de ir en la dirección correcta, pues otras dos estrellas más habían caído en el mismo sector del cielo.
Los prados no estaban desiertos. En ocasiones sentía cerca unas presencias en la oscuridad, y en una ocasión cayó de lleno en un nido de pequeños horrores que aullaba, parecidos a los que había encontrado en la cumbre de la colina. Se abalanzaron sobre ella con dientes rechinantes, enloquecidos por su ciega ferocidad. Jirel, frenética, movió en círculo su espada, asqueada por el ruido de sus viscosos chapoteos en la hierba y el sonido de su espada al aplastarlos. Después de ponerlos en fuga, prosiguió su avance, luchando contra la náusea, puesto que jamás había visto nada tan repugnante como aquellas pequeñas monstruosidades.
Cruzó un arroyuelo que se hablaba a sí mismo en la tiniebla con aquel extraño murmullo tan parecido a un lenguaje, y pocas zancadas más adelante se detuvo súbitamente al sentir temblar el suelo ante el atronador avance de unos cascos de animal que se aproximaban. Se quedó en silencio, escrutando ansiosamente la oscuridad. En aquel momento, el retemblor de tierra se hizo más fuerte y ella vio una mancha blanca que cruzaba la penumbra, a su izquierda; el sonido de los cascos se hizo más fuerte y creció. Luego, de la noche brotó una manada de caballos blancos como la nieve. Corrían majestuosamente, con las crines al viento, las colas flotantes, los cascos tamborileando el suelo con un ritmo que atenazaba el corazón. Jirel mantuvo el aliento ante la belleza de sus movimientos. Pasaron cerca de ella, agitando al viento sus cabezas, echando hacia atrás el suelo con sus altivas pisadas.
Pero cuando llegaron a su altura, vio cómo uno de ellos saltaba y chocaba contra su vecino, que sacudió la cabeza desorientado. Entonces comprendió que eran ciegos… Todos galopaban espléndidamente en una tiniebla mayor de la que había imaginado. También vio cómo sus costados estaban empapados en sudor, que la espuma goteaba de sus bocas y que sus ollares eran abismos hinchados de escarlata. De vez en cuando, alguno vacilaba de puro agotamiento. Pero seguían corriendo, frenética y ciegamente en la oscuridad, impulsados por algo que escapaba a su comprensión.
Cuando el último de los caballos pasó a su lado, cubierto de sudor y titubeante, le vio alzar la cabeza, escupir espuma y relinchar estridentemente a las estrellas. Y le pareció que aquel sonido era extrañamente articulado. Casi escuchó los ecos de un nombre: “¡Julienne! ¡Julienne!”, entre aquel sonido agudo y desesperado. Y la incongruencia de todo aquello, aquella amarga desesperación, asió su corazón con tanta fuerza que, por tercera vez durante aquella noche, probó el escozor de las lágrimas.
La espantosa humanidad de aquel grito resonó en sus oídos mientras el atronar moría. Siguió adelante, sin hacer caso de las lágrimas que le producía aquella hermosa y ciega criatura que flaqueaba de fatiga y que pronunciaba desesperadamente el nombre de una joven desde una garganta animal, en medio de la negrura de la noche donde se hallaba irremisiblemente perdida.
Luego, otra estrella cayó del cielo, y ella se apresuró en su marcha, cerrando su mente a aquel extraño e incomprensible pathos que creaba un contrapunto de lágrimas a la estrellada oscuridad de aquella tierra. En su mente fue creciendo el pensamiento de que, aunque ella no hubiese caído en un pozo sulfúreo donde los diablos cornudos se afanasen entre las llamas, quizá sí fuera una especie de infierno aquella tierra por donde corría.
En aquel momento Jirel distinguió a lo lejos el resplandor de algo brillante. Luego el terreno bajó en pendiente y ella lo perdió de vista. Con su ligero caminar, franqueó una oquedad donde unas cosas pálidas se apartaron de ella, ocultándose en la oscuridad más profunda. No llegó a saber qué eran, pero no le importó. Cuando llegó a un terreno más elevado, volvió a ver el resplandor más claramente: era una extensión que relucía débilmente frente a ella. Esperó que fuera un lago, y apretó el paso.
Era un lago que jamás hubiera podido existir en otro infierno que no fuese aquél. Se detuvo dudosa ante su borde, preguntándose si no sería ése el lugar al que se había referido el diablo de la luz. Un agua negra y reluciente se extendía ante ella, balanceándose ondulante con un movimiento que jamás había visto en agua alguna. En sus profundidades, como luciérnagas atrapadas en hielo, chispeaban miríadas de pequeñas luces. Eran fijas, no se movían ni seguían el ritmo del agua. Mientras miraba, algo silbó sobre su cabeza, y una estría de luz hendió el oscuro aire. Miró hacia arriba, a tiempo de ver algo brillante curvándose a través del cielo para caer en el agua sin dejar huella. Unas pequeñas ondas fosforescentes se propagaron perezosamente hacia la orilla, donde se rompieron a sus pies con el más extraño y susurrante de los sonidos, como si cada una de las ondas que llegaban pronunciase la sílaba de una palabra.
Jirel miró al cielo, intentando localizar el origen de las luces que caían, pero las extrañas estrellas seguían mirándola igual de inexpresivas. Se inclinó y miró fijamente hacia abajo, al centro de las ondas que se expandían. Y donde la cosa había caído, le pareció ver una luz diferente que parpadeaba entre dos aguas. No pudo determinar su naturaleza. Tras un momento de curiosidad, dejó de preguntarse y comenzó a mirar a todas partes, en busca del templo de que le había hablado el demonio de luz.
Después de un momento le pareció haber visto algo oscuro en el centro del lago, y cuando lo estuvo mirando fijamente durante varios minutos se fue haciendo gradualmente más nítido un arco de oscuridad que se recortaba contra el fondo estrellado del agua. Aquello podía ser un templo. Caminó lentamente por la ribera del lago, intentando verlo más de cerca, pero la cosa sólo era una mancha negra comparada con el chispear de aquella luz, algo parecido a un vacío en el cielo, desprovisto de estrellas que reluciesen. Entonces, Jirel tropezó con algo en la hierba.
Miró hacia abajo con sus inquietos ojos dorados y vio una extraña y casi indistinguible negrura. Era sólido al tacto, pero apenas a la vista, pues Jirel apenas pudo centrar en ella su mirada. Era como intentar ver algo que no existe, excepto como un vacío, una oscuridad en la hierba. Tenía forma de escalón, y cuando lo siguió con la vista vio que se trataba del comienzo de un sutil puente que cruzaba el lago, estrecho y curvo, hecho de nada. Parecía carecer de superficie, y sus bordes resultaban difíciles de distinguir de la tiniebla menor que lo rodeaba. Pero aquella cosa era tangible —una arcada fabricada de tiniebla sólida—, y conducía hacia la dirección que ella seguía, pues por entonces tenía la ingenua seguridad de que la borrosa mancha del centro del lago era el templo que estaba buscando. Como las estrellas fugaces la habían guiado, no podía haberse perdido.
Así que apretó los dientes, agarró con fuerza la espada y pisó en el puente. Sintió la seguridad de la roca, pero con una anchura escasamente superior a la de un pie, y sin barandilla. Cuando había avanzado uno o dos pasos comenzó a sentirse aturdida, ya que, debajo, el agua había comenzado a agitarse con un movimiento que le dio dolor de cabeza, y las estrellas se reflejaron, parpadeantes, en su seno. No se atrevió a mirar a lo lejos, por miedo a perder pie sobre aquel arco de tiniebla. Era como caminar por un puente que cruzase el vacío, con estrellas bajo los pies, y sólo una banda de nada inconsistente para soportar el peso de uno. A medio camino, la agitación del agua y la ilusión de los vastos espacios constelados bajo sus pies y la apariencia incierta del puente hecho de nada más que de espacio vacío, se combinaron para producirle vértigo; y mientras ella avanzaba titubeando, el puente pareció adaptarse a su caminar, balanceándose en arcos gigantescos por encima del estrellado cielo que se abría bajo ella.
Entonces pudo ver el templo más de cerca, aunque no mucho más claro que desde la orilla. Parecía no ser más que una nada perfilada, recortándose sobre el brillo abigarrado de estrellas, dibujando sus arcadas y columnas de vacío sobre las parpadeantes aguas. El puente llegaba hasta su umbral después de formar una ondulación borrosa. Jirel recorrió las últimas yardas de un tirón y se detuvo sin aliento bajo la arcada que formaba el impreciso umbral del templo. Allí se detuvo a respirar, mirando a su alrededor aunque el lugar se hallaba vacío y muy silencioso, ella sintió una presencia en el mismo instante en que puso un pie sobre su suelo.
Escrutaba con la mirada un pequeño espacio vacío en el lago estrellado. No parecía ser nada más que eso. Podía ver muros y columnas recortarse sobre el agua como si estuvieran hechos de negrura en el cielo chispeante de estrellas; pero donde sólo había oscuridad, allí delante del templo, no conseguía distinguir nada. Era un espacio muy pequeño, de poco más de unas cuantas yardas cuadradas de nada enfrente de las aguas parpadeantes. Pero en su centro se erguía una imagen.
Se quedó mirándola en silencio, sintiendo crecer una curiosa compulsión en su interior, como en respuesta a una orden imprecisa que emanase de su exterior. La imagen estaba hecha de alguna substancia de indecible negrura, diferente de aquella de la que había sido hecho el edificio, puesto que, incluso en la oscuridad, Jirel podía verla claramente. Era una figura semihumana, acurrucada, con la cabeza hacia delante, asexuada y extraña. Su único ojo en medio de la frente estaba cerrado como en un trance, y su boca se hallaba entreabierta para un beso. Y aunque sólo fuera una imagen desprovista de vida, Jirel sintió sin duda alguna la presencia en el templo de algo vivo, algo tan inhumano e innominado que, instintivamente, retrocedió.
Se detuvo allí durante un minuto entero, no atreviéndose a entrar en un lugar donde moraba algo tan inhumano, medio consciente de la compulsión muda que crecía en su interior. Paulatinamente fue comprendiendo que todas las líneas y ángulos del edificio medio vislumbrado se curvaban para hacer de la imagen su centro y su foco. El mismísimo puente curvaba su largo arco para ir a parar a aquel punto. Mientras miraba, a Jirel le pareció que, a través de los arcos de las columnas, incluso las estrellas del lago y del cielo se agrupaban en motivos que tenían por foco aquella imagen. Cada línea y curva de aquel mundo apagado parecía converger hacia la figura acurrucada ante todas ellas, de ojo entornado y boca expectante.
Gradualmente, aquella focalización de líneas comenzó a ejercer su influencia. Jirel dio un paso lleno de duda hacia delante, sin ser consciente de ello. Pero aquel paso era todo lo que necesitaba el apremio que dormía en ella. Con sólo aquel paso, la compulsión se apoderó de ella con el ímpetu de un ciclón. Sintió cómo avanzaba, indefensa, y con la misma indefensión, la pequeña porción de su mente que aún era consciente comprendió la locura que estaba atenazándola, la ciega e irresistible urgencia a hacer lo que todas las líneas del templo le ordenaban. Con las estrellas girando a su alrededor, avanzó a través del piso hasta posar sus manos sobre los redondeados hombros de la imagen —la olvidada espada dio una especie de golpe de ordenación caballeresca a su corcovado cuello—, y alzó su roja cabellera para aplastar ciegamente su boca sobre los insinuantes labios de la imagen.
Aceptó aquel baso como en un sueño. Un sueño de aturdimiento y vértigo donde le pareció sentir unos labios fríos como el hierro aplastarse contra los suyos. Y de la unión de aquel beso —el de una mujer de sangre cálida con una imagen de piedra innombrable—, del encuentro de sus bocas algo penetró hasta su mismísima alma: algo frío y demoledor, algo inhumano más allá de las palabras. Pesaba sobre su gemebunda alma como una helada carga procedente del vacío, como una burbuja henchida de algo inimaginablemente inhumano y espantoso. Jirel podía sentir su peso en alguna parte intangible de su ser que se estremecía por el contacto. Era como el peso de la desesperación o de los remordimientos, sólo que mucho más frío, extraño y —de algún modo— más amenazante, como si aquel peso sólo fuera el huevo del que podrían nacer cosas tan horribles que mejor era no pensar en ellas.
Quizá el tiempo que duró aquel beso fuera no mayor que el que dura un suspiro, pero a ella le pareció atemporal. Como en un sueño sintió que, finalmente, aquella compulsión la abandonaba. Con la nebulosidad del sueño, dejó caer las manos de los hombros de la imagen, sintió en su mano el peso de su espada, y se quedó mirándola un instante, antes de que la lucidez comenzase a hacerse en su embotada mente. Cuando recobró del todo la conciencia, se encontró de pie, con el cuerpo cansado y la cabeza gacha ante la ciega y extática imagen, mientras aquel peso muerto sobre su corazón seguía pesándole tanto como los pesares antiguos, aunque mucho más amenazante y frío que cualquier cosa que pudiera imaginarse. Pero al recobrar la lucidez, la invadió el más atenazante de los terrores, rápido y súbito… El terror de la imagen, del templo de tinieblas, del lago tachonado de gélidas estrellas, y del enorme, incierto y espantoso mundo que la rodeaba. Deseó desesperadamente regresar a casa, e incluso volver a sentir de nuevo la roja furia del odio y la presión de la boca de Guillaume y la ardiente arrogancia de sus ojos. Todo menos aquello. Se encontró corriendo sin saber por qué. Sus pies se deslizaron sobre el estrecho puente con la misma ligereza que las alas de una gaviota al rozar el agua. En un breve instante, el estrellado vacío del lago relampagueó bajo ella, y entonces sintió bajo sus pies la sólida tierra. Vio a lo lejos la gran columna de luz, más allá de los sombríos prados, y más lejos la cumbre de una colina irguiéndose contra las estrellas. Y echó a correr.
Corrió con el terror pegándosele a los talones y con los diablos aullando en el viento que levantaba su propia velocidad. Ignoró su propio cuerpo, que le resultaba extrañamente inhumano, colmado del peso de una inexplicable maldición. Pasó por la oquedad donde las cosas pálidas se apartaron de ella, y huyó por las desiguales praderas en un frenesí de terror. Corrió más y más, con las largas zancadas que le permitía la menor gravedad, más ligera que un gamo, con su propio pánico que la estrangulaba y aquel peso sobre su alma que le pesaba tanto que le impedía llorar. Huía para escapar de él, pero no lo conseguía; y la amenazadora certeza de que llevaba consigo algo demasiado espantoso para pensar en ello crecía y crecía.
Durante bastante tiempo se deslizó infatigable sobre la hierba, con talones ligeros y flotantes al viento su rojiza cabellera. Poco después murió el pánico, pero no le sucedió lo mismo a aquel sentimiento de demoledora hecatombe. En cierto modo, sintió que las lágrimas la consolarían, pero algo en la frígida tiniebla de su alma congeló sus lágrimas en el hielo de aquel escalofrío gris e inhumano.
Y gradualmente, a través de la oscuridad interior, un feroz proyecto cobró forma en su mente. ¡Vengarse de Guillaume! Del templo sólo se había llevado un beso, de modo que aquello era lo que debería emplear contra él. Y exultó salvajemente al pensar lo que aquel beso desataría sobre él, ya confiado. Ella no lo sabía, pero conjeturar sobre ello la llenaba de una alegría cruel.
Ya había dejado atrás la columna y contorneaba el pantano, donde las formas blancas y torpes seguían saltando por el limo con su poca agilidad habitual. Cruzaba la áspera hierba en dirección a la cercana colina cuando el cielo comenzó a palidecer por el horizonte. Y con aquella palidez, un nuevo terror se apoderó de ella, un horror espantoso a lo que pudiera mostrar la luz del día en aquella impía comarca. No estaba segura de si realmente era la luz lo que la atemorizaba tanto, o lo que aquella luz pudiera revelarle en las extensiones tenebrosas que había atravesado tan a ciegas. ¡Qué horrores desconocidos no habría rozado aquella noche! Pero sabía instintivamente que si valoraba en algo su cordura debería irse antes de que la luz se hubiera derramado sobre la región. Por eso redobló sus esfuerzos, obligando a sus cansadas piernas a deslizarse con mayor celeridad. Pero no disponía de mucho tiempo, porque las estrellas ya se estaban apagando y un curioso tinte verde se iba insinuando cada vez más en el cielo, mientras a su alrededor el aire iba cobrando una coloración gris bastante desagradable.
Jirel atacó sin aliento la pendiente de la colina. Cuando se hallaba a medio camino, su propia sombra comenzó a tomar forma sobre las rocas. Le pareció poco familiar y espantosamente cargada de algo que se hallaba justamente al borde de su comprensión. Apartó los ojos de ella, temerosa de que en cualquier momento su significado se abriera camino en su zarandeado cerebro.
Pudo ver la cumbre de la colina sobre su cabeza, oscura ante el pálido cielo, y siguió subiendo con un frenesí apresurado, sin soltar su espada e intuyendo que si hubiera mirado a plena luz del día aquellas pequeñas abominaciones que habían saltado a sus piernas al llegar a aquella tierra, entonces se habría derrumbado gritando, presa de histeria.
La entrada de la cueva se abría ante ella, con su negro reclamo, un refugio para la luz de la aurora que quedaba a su espalda. Sintió un deseo casi irresistible de volverse y de mirar hacia atrás, desde aquella privilegiada atalaya, hacia la comarca que había atravesado, por lo que asió con fuerza su espada para vencer aquel pensamiento perverso. Entre las rocas que había a sus pies distinguió el sonido de un roce. Jirel se mordió los labios y tiró varios espadazos sin bajar la mirada. Luego escuchó varios chillidos y el tenue patalear de pies ligeros sobre las rocas, así como, por tres veces, el hundirse de su hoja en una materia blanda y el morder sobre ella de dientecillos furiosos. Después, las criaturas desaparecieron y se dispersaron por la cumbre de la colina. Jirel avanzó titubeante, reprimiendo el grito que con tanta furia pugnaba por escapar de sus labios.
Luchó contra aquel deseo creciente durante todo el camino hacia la boca de la cueva, puesto que sabía que si accedía a él no dejaría de gritar hasta destrozarse la garganta.
Debido a su esfuerzo, la sangre caía de su mordido labio cuando llegó hasta la cueva. Allí, titilando sobre las piedras, descasaba algo pequeño, brillante y muy querido, por lo familiar. Con un sollozo de alivio, Jirel se agachó y recogió el crucifijo que se había quitado del cuello cuando llegó a aquel lugar. Y cuando sus dedos se cerraron sobre él, una vasta y protectora tiniebla la rodeó. Con la respiración entrecortada por la emoción, recorrió a tientas los pocos pasos que la separaban de la cueva.
La oscuridad era como una venda sobre sus ojos, que ella recibió cordialmente, recordando el modo en que su sombra se había recortado tan espantosamente sobre la falda de la colina mientras ascendía, y también cómo golpeaba en sus hombros los primeros rayos de la salvaje luz del día. Avanzó titubeante entre la negrura, recobrando poco a poco el control de su estremecido cuerpo y de sus trabajados pulmones, apaciguando lentamente el pánico que el día naciente había suscitado en ella de una manera tan inexplicable. Y mientras aquel terror moría, la pesada opacidad de su espíritu volvió a hacerse fuerte. Casi la había olvidado en medio de su pánico, pero, en aquel momento, el sentimiento de una espantosa fatalidad, inminente y desconocida, se fue haciendo más pesado y opresiva en medio de la tiniebla subterránea, mientras avanzaba a tientas con el entumecido estupor de su propia depresión, despacio, por el peso de la extraña maldición que llevaba consigo.
Nada obstaculizó su camino. En el torpor de su estupor apenas fue consciente de ello, ni pensó que en ningún momento uno cualquiera de los vagos horrores que poblaban el lugar saltase sobre ella. Vacío y carente de amenaza, el camino se extendía ante sus pies insensibles y tambaleantes. Sólo en una ocasión escuchó el sonido de otra presencia —la aspereza de una respiración entrecortada y el rozar de una piel escamosa contra la piedra—, pero debía de estar lejos de su camino, porque luego no encontró nada.
Cuando llegó al final y un frío muro se irguió ante ella, apenas fue otra cosa que un reflejo automático lo que le hizo buscar a tientas con su propia mano la entrada de un túnel. Se ofrecía gentilmente ante ella en la oscuridad. Jirel se arrastró por él, sin olvidar su espada, hasta que la creciente pendiente y el techo cada vez más bajo la forzaron a reptar por el suelo. Después, con los dedos de manos y pies, ella misma se obligó a proseguir por aquel camino deslizante en espiral.
Poco después ya avanzaba sin esfuerzo, sin apenas ser consciente de que se movía en contra de la gravedad. El curioso mareo del túnel se había apoderado de ella, así como la extraña sensación de cambio en la mismísima substancia de su cuerpo. Y entre aquel neblinoso torpor se sintió deslizándose una y otra vez por el túnel, describiendo una espiral sin esfuerzo. De nuevo, tuvo oscuramente la impresión de que en los peculiares recovecos de aquel túnel no había arriba ni abajo. Y durante largo tiempo, aquel vertiginoso recorrido en espiral prosiguió.
Cuando finalmente llegó a su final, y Jirel sintió cómo sus dedos se agarraban al borde superior de la abertura, que se hallaba bajo el suelo de las más profundas mazmorras del castillo de Joiry, se incorporó cansada y permaneció a la escucha sobre el frío suelo, en medio de la oscuridad, mientras las brumas del vértigo se disipaban lentamente de su mente, dejando sólo en su interior la opresión de aquella sensación de fatalidad. Cuando la negrura cesó de dar vueltas a su alrededor y el suelo se estabilizó, se levantó, aún mareada, y empujó la piedra que tapaba la salida, con manos que se estremecieron al contacto de aquella fría y lisa anilla que jamás había visto la luz del día.
Al terminar aquella tarea comprendió la razón de que la oscuridad que la rodeaba hubiese decrecido. Una luz vacilante marcaba el hueco de la pared que quedaba abierto al apartar de él la piedra. ¿Hacía un siglo de aquello? La claridad la cegó, después de su larga estancia entre tinieblas, y permaneció un instante sin moverse, titubeante, con una mano sobre los ojos, antes de decidirse a salir a la familiar luz de las antorchas que sabía que la esperaba al otro lado del muro. El padre Gervasio, estaba segura, aguardaba ansiosamente su regreso. Pero él no se había atrevido a seguirla por el hueco del muro, ni a adentrarse en el túnel.
Confusamente, Jirel sintió que debía sentirse llena de alivio por haber vuelto sana y salva al resto de la humanidad. Pero al subir vacilante la pendiente que la conduciría a la luz y a la seguridad, sólo fue consciente del embotamiento que le producía el horror agazapado que aún amenazaba su asustada alma.
Pasó a través del bostezante hueco practicado en la obra de albañilería hasta llegar a la plena luz de las antorchas que la aguardaba, y recordó, con un rictus dirigido a sí misma, que había ampliado aquella abertura en previsión de que tuviera que huir de algo espantoso al emprender el viaje de vuelta. Bueno, no había escapatoria posible del horror que llevaba en su interior. Le parecía que su corazón se iba deteniendo también, dejando de latir de vez en cuando, como el de un corredor experimentado.
Llegó hasta la luz de las antorchas, tropezando del cansancio, la boca escarlata por la sangre de su labio mordido, las grebas de sus piernas y la hoja de su espada manchadas por la muerte de los pequeños horrores que pululaban alrededor de la entrada de la cueva. Bajo la maraña de su rojo cabello, sus ojos miraban fijos, con la mirada interior helada y taciturna de quien ha visto cosas innombrables. Aquella singular belleza brillante como el acero que había sido la suya estaba tan opacada y mancillada como la hoja de su espada. Por eso, al mirarla a los ojos, el padre Gervasio se estremeció e hizo la señal de la Cruz.
5
La esperaban formando un grupo inquieto: el sacerdote, ansioso y sombrío; Guillaume, espléndido a la luz de las antorchas, alto y arrogante; un puñado de hombres de armas que sostenían las vacilantes antorchas y se sentían a disgusto, pasando el propio peso de uno a otro pie. Cuando Jirel vio a Guillaume, la luz que relampagueó en sus ojos expulsó durante unos momentos el pálido terror que se hallaba ante ellos, y su adormecido corazón brincó como un caballo bajo la espuela, enviando un torrente de sangre a sus venas. Guillaume, magnífico en su armadura, se apoyó en su espada y se la quedó mirando fijamente desde su estatura arrogante, la pequeña barba puntiaguda. Guillaume, ante quien había caído Jirel. Guillaume.
Lo que ella llevaba en lo más profundo de su ser era más pesado que cualquier cosa del mundo, tan pesado que apenas podía impedir que sus rodillas se doblasen, tan pesado que su corazón trabajaba fatigosamente bajo su carga. De un modo casi irresistible, le hubiera gustado ceder ante ello, agacharse más y más bajo aquel fardo aplastante, yacer boca abajo y vencida en aquel lugar lóbrego y gris como el hielo, del que sólo tenía una vaga conciencia a través de las brumas que comenzaban a brotar a su alrededor. Pero allí estaba Guillaume, siniestro y de mueca burlona, y ella le odió con tanta amargura… que fue capaz de hacer un esfuerzo. Tenía que intentarlo a cualquier costa, pues estaba comenzando a comprender que la muerte la aguardaba si seguía llevando aquel fardo por más tiempo, que era un arma de doble filo que podía herir a quien la empuñaba si se retrasaba demasiado en golpear. Lo supo en medio de las inciertas brumas que comenzaban a aclararse en su cerebro. Por eso concentró toda su fuerza en el inmenso esfuerzo que le costó cruzar el suelo hasta llegar a él. Se tambaleó un poco, y dio un paso en falso y después otro, dejando caer su espada al suelo con un estruendo cuando alzó sus brazos hacia él.
Él la estrechó fuertemente con un abrazo cálido y enérgico, y Jirel escuchó su risa triunfante y odiosa mientras inclinaba la cabeza para recibir el beso que ella le ofrecía en su boca alzada. Debió de haber visto, en aquel último momento antes de que sus labios se encontrasen, el salvaje fulgor de victoria en los ojos de Jirel, y alarmarse por ello. Pero ni lo dudó. Su boca cayó pesadamente sobre la de ella.
Fue un largo beso. Jirel sintió cómo él se iba quedando rígido entre sus brazos. Sintió una frialdad en los labios que se hallaban encima de los suyos, y, poco a poco, la sombría carga que había soportado se fue haciendo más liviana, disminuyó y desapareció de su mente llena de brumas. Las fuerzas volvieron a ella en toda su abundancia. Todo el orbe le pareció vivo, como antes. Entonces aflojó sus brazos y retrocedió, levantando la vista hacia el rostro de Guillaume, con una espantosa, por lo ansiosa, expresión de triunfo en el suyo.
Vio cómo el rubor del rostro del hombre era absorbido, y la rigidez de la piedra invadió sus rasgos surcados de cicatrices. Solo sus ojos siguieron vivos, y en ellos había tormento y comprensión. Ella sintió alegría… Ella, que había deseado que él conociese lo que costaba un beso de Jirel robado sin su consentimiento. Sonrió subrepticiamente a aquellos ojos torturados y miró en ellos. Entonces vio algo frío e inhumano deslizándose en su interior, impregnándolo lentamente de un sufrimiento innombrable que ningún hombre podía haber experimentado hasta entonces. No hubiera podido definir qué era, pero lo vio en sus ojos: un sufrimiento espantoso jamás concebido para que los seres de carne y hueso pudieran sentirlo, una atroz desesperación que sólo algún ser insospechado del vacío gris e informe podía haber sentido antes, demasiado inhumano para que una criatura humana pudiera resistirlo. Incluso ella se estremeció al ver la monstruosa y fría angustia que brotaba de sus ojos, y supo, mientras miraba, que allí había demasiadas emociones, miedos y alegrías para que cualquier ser de carne y hueso pudiera sentirlos y vivir después. En una bruma gris vio cómo aquello se extendía alrededor de él y cómo la mismísima substancia de su cuerpo se estremecía bajo aquel peso como de hierro.
Entonces llegó un cambio visible, físico. Al verlo, ella se aterró de pensar que en su propios cuerpo y alma había llevado la semilla de aquella espantosa eclosión, y no se extrañó de que su corazón hubiera latido más despacio bajo aquel peso insoportable. Guillaume se había quedado inmóvil, con los brazos medio doblados, como los tenía cuando ella se había deslizado de su abrazo. En aquel momento comenzaron a recorrerle unos temblores enormes, como si oscilase bajo la luz de las antorchas, como si fuese algún fantasma de rostro gris y ojos atormentados cubierto de armadura. Vio el sudor perlar su frente, y un hilo de sangre caer de su boca, como si se hubiera mordido los labios en la agonía de aquella nueva e incomprensible emoción. Luego, un último espasmo le recorrió violentamente, y echó bruscamente la cabeza hacia atrás, la cuidada y peinada barba apuntando al techo y los músculos de su fuerte cuello tensionados como cuerdas. De sus labios brotó un grito sordo y prolongado, tan extrañamente inhumano que Jirel sintió el frío propagarse ondulante por sus venas, y se llevó las manos a los oídos para no oírlo. Tenía algún sentido… Expresaba un sentimiento espantoso que nada tenía que ver con la pena, la desesperación o la cólera, sino con lago infinitamente inhumano e infinitamente doloroso. Después, sus largas piernas se le doblaron por las rodillas y se derrumbó en un retumbar de acero, quedándose tendido en el suelo de piedra.
Todos comprendieron que había muerto. De ello no había ninguna duda, por la manera en que yacía. Jirel e quedó muy quieta, mirando hacia abajo, hacia él, y curiosamente le pareció que todas las luces del mundo se habían extinguido. Un momento antes le había visto tan grande y lleno de vida, tan magnífico bajo la luz de las antorchas… Aún podía sentir el beso de él en su boca, y el enérgico calor de sus brazos…
Repentina y cegadoramente, Jirel comprendió lo que había hecho. Entonces supo por qué una violencia tan embriagadora la había vencido cada vez que pensaba en él… Supo por qué el diablo de la luz que había adoptado su propia forma se había reído de ella con tanta sorna… Supo el precio que había tenido que pagar por aceptar el regalo de un demonio. Y supo por qué ya no había luz para ella en el mundo, una vez que Guillaume se había ido.
El padre Gervasio la tomó gentilmente del brazo. Ella le rechazó con un requiebro de impaciencia y dobló una rodilla cerca del cuerpo de Guillaume, inclinando la cabeza para que su roja cabellera, al caer hacia delante, velase sus lágrimas.
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